Un pampino en el Ejército…
RESGUARDANDO LA FRONTERA
Nada de lo dicho en estas páginas
me pertenece, es lo que me ha tocado vivir,
ni siquiera lo es el honor de haberlo experimentado,
ni el afán o intento de hacerlo historia.
Ojala hubiera sido otro mi lenguaje
y conocimiento, para ser más justo en mi opinión,
pero es lo poco o nada que vieron mis ojos.
Perdón si no supe explicarlo,
Solamente lo quiero compartir.
Antofagasta, CHILE, Agosto de 2012
Nostalgias de soldado…
Las nostalgias del soldado son la base en que se sustentan los recuerdos, las añoranzas, las esperanzas y la fortalezas que se necesitan para enfrentar y vivir esos difíciles días que a todos se nos aproximan, alejados del cuartel y de la querida Institución que por tantos años nos ha cobijado, y a la cual juramos -con profundo sentimiento y compromiso- de servir a través de ella a la patria, hasta rendir la vida si fuese necesario pudiendo, algunos afortunados como yo, alcanzar esa fase propia y natural del retiro, la que nos llevará a esperar cada día con ansiedad la salida del sol de la mañana y empezar con nuevos bríos una nueva vida, con nuevas oportunidades y sueños, sorprendiéndonos alguna tarde, arrullando a un nieto o nieta entre los brazos, para cantarles nuestros acompasados y hasta desafinados himnos militares o contarles antes del reposo y descanso de esos pequeños guerreros, nuestras mejores historias, las verdaderas o las inventadas, a las cuales le pondremos algo más de la cuenta, para sentirnos grandes, heroicos, invencibles y necesarios, con la utopía de creernos para ellos inmortales.
Esa posibilidad, tan lejana en nuestros inicios juveniles como soldados, ya la percibimos cerca y sentimos los corceles que cabalgan veloces y raudos por los cielos del tiempo venidero, y para ello se requiere un asumir con voluntad la realidad y un prepararse en conciencia, para asumir con la mayor fortaleza, humildad y resignación, la etapa del justo retiro, después de haber trabajado treinta y cinco años y otros más, al servicio de la causa de Chile, lo cual nos va poniendo sentimentales y nos llena, más temprano que tarde, la cabeza de sentimientos y otras preocupaciones, dejándonos sus huellas eternas de níveas canas, que blanquearán nuestras sienes por el recuerdo y las nostalgias de esos maravillosos momentos que irán, poco a poco y en el tiempo, aflorando como manantiales abundantes de hermosas, difíciles, tristes o alegres vivencias de la vida de soldado. Vendrán, seguramente con ello, los rostros inolvidables de aquellos que nos formaron y que ya partieron; los que nos acogieron con cariño y nos apoyaron generosamente con un buen y oportuno consejo en la dificultades propias del servicio o de la vida o - y por qué no decirlo si de sinceridad se trata-, los que nos dieron vuelta la espalda en los momentos que más necesitamos, mostrando los tristes valores de la soberbia y poca caridad y que el tiempo ha sabido también curar. De aquellos que nos auxiliaron, renunciando a su propia comodidad, dándonos grandes muestras de afecto y el conocimiento de todas esas virtudes o defectos, que son parte de nuestra naturaleza humana, nuestros agradecimientos.
Se impregna en el recorrido de recuerdos de nuestro espíritu, el dolor y la alegría, indistintamente, al comprobar cómo pasaron tan rápido los años de esta simple y austera vida, ofrendada voluntariamente al servicio del Ejército de Chile, elegido como opción de vida en los años mozos de esa hermosa y pareciera no muy lejana juventud, asumiendo esos desafíos con tanta ilusión, con tanta fuerza, con ese ímpetu de querer “conquistar el mundo”, cambiar las estructuras, marcar huellas y tirar semillas a los campos, virtud tan propia del espíritu de todo joven, pero que fuera tan difícil de enfrentar y con el paso de los años tratar de comprender, y en el mismo camino, muchas veces frente al abismo de la inseguridad, resolver o tratar de comprender y solucionar situaciones, tratando de no dañar, sin herir, procurando ser justos, valientes, consecuentes y soportar estoicamente las injusticias o los desaciertos que influyeron en nuestra propia vida y en las que muchas buenas personas estuvieron tan cerca y otras, tan lejos.
En esta fase que se aproxima, seguramente me sorprenderé en mis recuerdos, hojeando amarillentas fotografías que ni siquiera lograré comprender o entender, no recordaré ni siquiera los nombres, mientras voy hurgueteando con manos poco diestras, esas cajitas abundantes de recuerdo, muchas de las cuales me regalara - de los sobrantes de los álbumes que hacíamos cada año para nuestros comandantes-, mi amigo Víctor Erices, generoso y de noble espíritu emprendedor, al cual no le fue fácil salir adelante pero al que Dios le dio la virtud de sembrar en el desierto sin agua y sin semillas, haciendo florecer literalmente las piedras. En todo lugar donde puso él su mano surgió la vida, creció el pasto verde y frondoso, y su esfuerzo fue siempre generoso sobretodo con su familia. Otros hombres y nombres como aquel, se anidan en mi corazón y ojala pueda darme Dios la dicha de escribir de todos aquellos a quienes tanto debo y a los que también me dieron más de un trago amargo, lo cual también agradezco, para no perder la humildad y comprender lo tacaño que es el alma del hombre, lo egoísta de la mente. Cuántos y cuántas te juran amistad y te tienden la mano tibia y aparentemente amigable, pero buscan otros intereses; en cambio los que menos se acercan son los que más te aprecian, esos verdaderamente, están silenciosamente siempre contigo.
En estas horas de reflexión y recuerdo, pienso que tengo que preparar mi mochila, para poner en ella solamente lo necesario y enfrentarme a la nueva etapa, la supervivencia, para iniciar ese viaje sin retorno, echando en los bolsillos los buenos y gratos recuerdos y darme el tiempo para agradecer a todos quienes fueron mis compañeros(as) de viaje y pedir a Dios perdón por todo lo que hicimos mal, por todo lo que no se pudo entender, por todo lo que no fue posible construir o todo lo que se quiso hacer y no fue. Por lo buen o mal amigo que fuimos, habiendo existido siempre en las oscuras dudas de nuestra humanidad, una luz de comprensión otorgada por la fe y esperanzas para quienes tuvimos la suerte de conocer, trabajar y que fueron parte de nuestro pasar por la Institución, la que nos permitió servirla a lo largo de la vida, con pasión y compromiso, sin medida y sin fin.
Esos manantiales de nostalgias que más arriba hablaba, se transforman a veces en lágrimas de hombre, y extraen del baúl de los recuerdos los silenciosos testimonios de los acontecimientos que nos ha tocado vivir y que en el tiempo que ha trascurrido tan veloz y apremiante, nos sorprende con tantas historias que viajan por el camino del silencio, y nos llevan a revivir un tiempo pasado, que quedó allí olvidado, por cuanto en cada época - al menos en mi caso- primaba siempre marchar adelante, sin mirar atrás y sin darse la posibilidad de disfrutar mayormente ese tiempo, que quedó arrinconado esperando renacer entre el follaje de los árboles que van oscureciendo el cielo de la mente, y entre cuyas ramas escapan a veces fulgores tenues, como pequeños destellos que son sin duda, los recuerdos.
Ordenaré un poco los acontecimientos que surgen en mi mente y corazón para tratar de ser justo. Los malos momentos que los hay, son los menos y si los traigo a la memoria, no es con espíritu de rencor o venganza, eso es el pasado y está en los recipientes cerrados y sellados del olvido; más que sacar espinas, creo que es válido rescatar las rosas y pétalos olorosos que florecen y expelen aromas de buen recuerdo las cuales me han dado más alegrías que tristezas. La balanza se inclina siempre, con mucha fuerza, casi siempre en favor del bien y de la que resulta muchas veces ser, la esquiva felicidad, pero que en honor a la verdad, ha estado siempre tan cerca de mí.
Los defectos, son parte de nuestra naturaleza. Creo que reúno la gran gama de los muchos que existen, por no decir casi todos. Las virtudes son pocas y ésas, siempre van dejando cosas buenas para el alma.
Al Ejército de Chile, le serví con compromiso y amor. Si fue justo o no para conmigo, no es esta la ocasión para emitir juicio alguno. Le debo todo lo que tengo y soy, y sobretodo la gratitud de haberme permitido ser feliz desarrollando un trabajo difícil muchas veces en las relaciones humanas, el cual siempre asumí con sentido de responsabilidad pasión y entrega, con muchos temores, con mucho nerviosismo también, con apoyo incondicional de buenos camaradas y leales amigos, habiendo conocido muchas personas, de alma generosa y buena, con máscaras de hombres duros, formados para la guerra, pero con un corazón de niños, nobles, buenos padres, amigos y camaradas. Nada en la vida se consigue solo. Nos debemos unos a los otros y en esta vocación de soldados, se descubre la valía plena de trabajar todos para una misma causa, motivados por un mismo amor y vocación y por un sentimiento de servicio a Chile y su historia. En eso no hay eslabones grandes o chicos, hay solo eslabones de una cadena que forma parte de la invencible voluntad del hombre de servir a su patria y al Ejército. No todos lo entienden así. Muchos creen sentirse dueños de la cadena, hacen daño y no permiten soportar con espíritu de equipo la pesada ancla. (El perro del hortelano: “No come ni deja comer”.)
De los que nunca faltan y que habitan en toda sociedad, expertos en destruir, no me pronuncio en esta parte, no vale la pena enlodar una página que es de gratitud y de reconocimiento, que es de reflexión sincera y de cariño. Saldrán solos, como cuando el barco hace agua, cuidando en todo caso de no herir ni ofender su integridad y sentimientos.
La mente nos transporta desde la memoria, a los mil senderos recorridos, muchas historias quedan en el olvido, personas que nos acompañaron en buena lid, y otras que nos hicieran una ingrata compañía. Las buenas y las malas tienen mi afecto y mi reconocimiento y sobretodo la comprensión porque las situaciones negativas, entiendo nunca fueron con mala intención, tal vez con un celo superior por la dinámica del sistema, que comprendo perfectamente por tener la misma formación. Nunca se quiere herir pero a veces ocurren situaciones que escapan a nuestro control, y hasta en eso no estoy exento de culpa. Por ello que la razón, exige y obedece también a un justo perdón.
Tengo muchas historias. No tengo una gran capacidad literaria ni me he educado en el empleo de las letras. Me ha gustado, como autodidacta, leer, pero escribir es obra de titanes, y no creo tener las virtudes o la técnica para trabajar en ello. Pondré mi corazón en la palabra, aún cuando ella me sea muchas veces esquiva y no interprete la realidad de mis sentimientos, porque expresar lo que se siente, a veces se torna una verdadera odisea, y una búsqueda constante de caminos para llegar a veces equivocadamente a otra estación. La palabra y el lenguaje tienen la magia de llevarnos al entendimiento y a la bella aventura de decir, pero a veces chocamos con la barrera de nuestra pobreza en el idioma y las ideas quedan truncas. En ese sentido, no quisiera excusarme pero pido comprensión por este, - como tantos otros que he expresado-, gran defecto.
No pido nada ni quiero nada, ni fama, dinero, prestigio ni nada que pueda envanecerme o hacerme intolerante en una justa o injusta crítica. Es el alma, que vive en el interior del hombre, la que desea descansar y dejar en estas páginas blancas de la pantalla, producto de la nueva tecnología y nueva generación, sin olvidar que me crié a máquina de escribir, con carrete de cinta negra o bicolor, papel roneo y calco, entendiendo que esta maravilla computacional al servicio del hombre, nos da la virtud de leer, escribir y con solo un “enter” borrar o archivar. Lo que no tiene reemplazo tecnológico, es la sinceridad, la valentía y la honestidad de poner en las palabras, el alma y el corazón, que son ajenos a la modernidad, porque estos valores de siempre, aún siguen siendo profundamente humanos.
Pido excusas por mi pobreza de expresión, y mi intrusa irrupción en este campo de la literatura donde soy un sencillo aprendiz, no podría aspirar siquiera a una grada de los escalones que de una u otra forma acercan a la fama a otros consagrados. Comparo inútilmente mi calidad de novato peso “pluma”, enfrentándome a los gigantes de “peso pesado”, sin siquiera tener las esperanzas que en el round me “salve la campana”. Sin embargo ya he comenzado, y me “tiraré el salto”, como me lo aconsejaba Enrique Gloffka, un gran capitán, animándome a escribir o Guillermo del Castillo, mi joven teniente de la Escuela de Infantería, que llegara a comandar a los Vencedores del Desierto, como un gran general. Daré el paso firme, me “tiraré a la piscina”, tratando de entusiasmar en la lectura de situaciones que son en el fondo, dictadas por mis recuerdos y que, pueden o no, causar alguna acción o reacción, pero que cada uno deberá medir y tomar bajo su propio pulso.
Estas historias mal escritas, se hilvanan solas. Son situaciones verdaderas o con un poco de fantasía en las cuales se les ha ocultado a propósito –para no crear conflictos-, algunos nombres y con ello no herir susceptibilidades. Son vivencias de mis tiempos o tal vez de los suyos. Nunca entendí, hasta ahora, el porqué nos ocurren tantas cosas en la vida, ni menos la posibilidad de escribirlas casi en el final, considerando que no se tiene la certeza del futuro, viviendo solamente el presente. Muchos marcharon con la idea de dejar algo para el presente, pero el tiempo se los llevó antes de lo previsto. No quiero que me pase eso, me causa espanto marcharme en silencio, por mi naturaleza de conversador. Las experiencias, tan diferentes unas de otras, me situaron en cada oportunidad en los extremos. No logro entender tampoco que al partir alguna vez, nadie pueda entretenerse, alegrarse o entristecerse con las cosas que a mí - y como a todas las personas - me ocurrieron, las que fluyeron como la vida misma en el día a día, y que todo hombre y mujer suelen vivir, construyendo historias personales con el sello de cada cual.
Hoy en la madurez de la vida, y en la preparación de las maletas y equipajes para el viaje que espero superar con dignidad y valentía propia de soldado, tengo las esperanza y fe puestas solamente en Dios para dar término a esta sencilla empresa que he iniciado la cual, debo reconocer, comencé en este ocaso como una necesidad o sagrado deber de dejar algo para la historia de mi propia vida, y dedicada de corazón a mi reducida familia y mis grandes amigos y a los malos también (que no lo leerán). Es un deseo terrenal inmenso el que me motiva a seguir y, sin duda, terminar, desconociendo hasta donde llegaré en este desafío literario, tal vez me falte el tiempo. El poco que tuve disponible, en verdad no lo invertí jamás en mí, ni en mis propios intereses, más bien me postergué todos los días de mi vida, para entregar lo que era mi tiempo y trabajo a la exigencia del Ejército, en estos interminables o ya casi terminables hasta ahora 35 años de servicio, cumpliendo las tareas fáciles o difíciles, divertidas y entretenidas, o pesadas y sacrificadas, agradables y desagradables que se me fueron dando en la carrera que elegí por vocación, después de haber trabajado tres años en la industria de la minería y en una larga jornada que me unió y me unirá hasta el final de mis días, al Glorioso e invicto Ejército de Chile, que siendo tan noble y superior a todo interés personalista, está conformado por hombres y mujeres, a los cuales les une una singular vocación y espíritu de entrega, no ajeno a las debilidades humanas y defectos, algunos tal vez equivocados en muchas concepciones, otros envidiosos, muchos chaqueteros y “pauteros” especialistas en “trabajar y mostrarse para la tele”; otros que se granjean el prestigio y el aprecio de sus superiores, explotando sin descanso a sus subalternos y nutriéndose del trabajo de los otros. Como dicen por allí “haciendo caridad con lo ajeno”, robando muchas veces ideas ajenas a su propio intelecto, desplegando “iniciativas” a costa del “esfuerzo de los otros”, sin siquiera tener la consideración de compartir los reconocimiento o gratitudes de una mal ganada fama, dejándose para sí mismos y egocéntricos sentidos, los falsos diplomas y pergaminos alcanzados. Pareciera ser muy agorero con lo que digo pero, sinceramente y con toda verdad, aquellos son los menos casi imperceptibles, pero los hay, y no enturbian el esfuerzo, vocación y sacrificio de la inmensa mayoría, conformada por hombres rectos, correctos, moralistas, respetuosos, hombres y mujeres sacrificados, amorosos, comprometidos, leales y serviciales, cuadrados o redondos, de ángulos rectos u obtusos, sinceros en el actuar y honrados en el servir, con mayores virtudes que defectos. Me hago a un lado, por que quiero humildemente situarme entre aquellos que reúnen los mayores defectos, las mayores imperfecciones, el de más mal carácter. Me hago a un lado para dar paso con sincera admiración a esos extraordinarios soldados hombres y mujeres, a quienes he visto siempre florecer y surgir con tanto sacrificio, con tantas horas de trabajo, con los mayores problemas y dificultades, saliendo airosos y vencedores en las muchas pruebas, sin perder jamás de vista el más importante valor del hombre: la honestidad y la presencia permanente de los valores cristianos o fundamentales en su propia vida y en sus familias.
Mi corazón ha latido siempre en bien de un ideal superior como lo es la Patria, a la cual le he entregado con creces todos mis defectos y pocas virtudes, con un humilde valor de vocación y compromiso, sin arrogancias, renunciando muchas veces a la familia, a la felicidad, al hogar, al crecimiento personal y a muchas situaciones que hoy, con el correr de los años, justifican plenamente el haberme dejado de lado por estos ideales superiores. ¿Habrá sido necesario el esfuerzo, el sacrificio, la entrega y la renuncia? No lo sé, lo desconozco, solamente Dios juzgará nuestros actos, lo terrenal se pasa, lo espiritual permanece, y en el servir ha estado siempre la mayor satisfacción, aún cuando haya puesto mil veces la otra mejilla, recibiendo indiferencia, incomprensión y santa humillación, pero también afectos, comprensión y muestras de verdadera amistad.
Después de este largo y latoso preámbulo los invito a leer, si es que su libertad personal lo permite, estas sueltas historias que no pretenden criticar, herir, molestar o incomodar. Son historias mal escritas, por no conocer otras técnicas que no sean la de la franqueza y honradez. Pueden leerlas o sencillamente guardarlas de recuerdo para sus hijos, o los hijos de sus hijos. Algún día alguien podrá con ellas sonreír, recordar si estuvo involucrado; no creo que llorar, menos alagar, difundir o comentar y en muchos casos, como en tanto orden de cosas, dejarla en el olvido, cubriéndose de polvo al igual que el contenido de mi propio ataúd, carcomido por el tiempo inexorable, hasta desaparecer por completo, sin importarle a nadie el porqué un individuo como yo, como ese o aquel, nació, vivió y que en el día menos pensado, se marchó. Lo que viene a continuación, no obedece a una estructura ordenada. Puede que haya variación en los tiempos, pero están marcadas con un claro principio, el de varias etapas de mi vida, enredadas unas con otras: estudiante, conscripto del Glorioso “Esmeralda”, obrero de la Minera Mantos Blancos, estudiante en práctica en Maria Elena, empleado particular, actor, folklorista, cantante, poeta, sin ningún logro en esos campos, cabo alumno en la Escuela de Suboficiales, con muchos años de trabajo al hombro, arduos e interminables, que me ha llevado a culminar mis tiempos de vida útil y comenzar a sufrir las fallas propias del material que con tanto desgaste, con tanta lucha, con tanta presión y ajetreo, comienza a mostrar huellas de lo visiblemente inservible o desechable, marcando inevitablemente y haciendo que los días tengan una variada gama de colores, porque el ritmo de la vida fue muy intenso y con el relax de los años de la vejez, nos traerá las dificultades propias de un tiempo final, en el que ya no podremos comenzar el día sin el dolor físico de cada mañana, pero también con situaciones de orden espiritual que se debe procurar vencer y dejar de lado para vivir con optimismo y alegría las etapas difíciles que comienzan desde ya a horadar el cuerpo pero no el alma.
Botas de soldados…
Desgastadas, sudorosas,
incrustadas con sales minerales.
Malolientes de chuscas
ó de charcos australes,
húmedas de sudores
de lluvias o salares.
¡Cuántas historias
y huellas se escribieron,
en los senderos recorridos
y marcados por tus tacos militares!
Muéstrame hoy,
a la luz de las estrellas,
tus suelas dobladas de calor, vencidas,
para colgarte como trofeos victoriosos
En la vitrina de mis tristezas y alegrías.
Mañana serán solo un recuerdo,
de una alborada, una tarde o solo un día
(La historia siempre olvida a los hombres)
Pero la patria siempre sonríe, agradecida.
Indice
1 La pesca milagrosa 1
2 Mejorando las comunicaciones 16
3 Chacabuco 32
4 Circo de campaña 89
5 Toque de clarín 107
6 Nuevas experiencias laborales 193
7 A La Dehesa 213
8 Caleta Errázuriz (Playa Sico) 237
9 Un vuelo inolvidable 278
10 Recuerdos de Maria Elena 288
11 La “prolonga” 303
12 La campana del “Esmeralda” 312
13 El IV Batallón 330
14 Cuento inconcluso 353
(…Orden y Patria, es nuestro lema, la ley espejo de nuestro honor, del sacrificio somos emblema, Carabineros de la nación...)
La pesca milagrosa
Recibimos, en aquella década del ochenta, la orden de mantener una escuadra en Monturaqui por un mes más de lo previsto. La elegida fue precisamente la nuestra, mientras el resto de la sección y sus mandos fuera disgregada para efectos de reconocimientos y ejercicios que se desarrollaban en la zona, mientras nosotros permanecíamos en esa localidad, cuidando polvorines, almacenes y también las instalaciones de alojamiento facilitadas para pernoctar por la empresa del ferrocarril, desde hace bastante tiempo, y que resultaban fundamentales para nuestra protección e integridad, especialmente en la época fría del invierno. Estas instalaciones facilitadas a préstamo adolecían de comodidad, pero nos brindaban los espacios de descanso y protección bajo techo al personal que concurría en comisión a ese sector cordillerano durante todo el año.
Mantener ocupada a la tropa, crea mística y espíritu de cuerpo y permite mantener la mente concentrada en tareas y objetivos inmediatos. Así que cumpliendo las tareas normales y propias de la función, matizamos también nuestro trabajo con actividades “extras”. Entre los arreglos que efectuamos durante esas largas semanas que permanecimos custodiando el lugar, para procurarnos mejorar nuestra calidad de vida, estuvo la idea de fabricar un calefont de circunstancia a leña, utilizando un tambor de petróleo en desuso, al cual le colocamos en el interior un serpentín de cañerías de cobre hábilmente dobladas utilizando arena en su interior, y conectándola a una manguera que bajaba de un pequeño estanque, ubicado al costado de las duchas. Las cañerías fueron inteligentemente soldadas con plomo de baterías en desuso encontradas abandonadas en la estación y fundidas en cucharas al calor del fuego por los soldados. El sistema era simple: se encendía al interior del tambor, por una ventanilla abierta en el costado, los pocos arbustos encontrados en el sector a fin de calentar la tubería, teniendo cuidado de acercar al fuego el serpentín solamente cuando bajaba el agua del estanque. Al detenerse la circulación de ésta, debía alejarse del calor, para evitar el hervor en el interior del tubo y la creación de potentes gases, que podían romper las partes más débiles del serpentín, y/o quemar a los usuarios. Ese sistema nos permitió disfrutar de muchos agradables baños de agua caliente, programados en turnos colectivos perfectamente organizados y sobretodo con los medios dosificados. Para ello debíamos bañarnos en serie. Lo primero una rápida mojada de nuestra humanidad, corriendo en fila para buscar el pequeño chorro de agua tibia, mientras dos o tres soldados en el exterior tenían la misión de mantener el fuego y sacar o poner el serpentín al calor. Luego, la etapa del jabón. Rápido desplazamiento por las partes más húmedas y prominentes y por esos rincones de la intimidad tan personal para sacarse las pelusas mezcladas con el polvo del trabajo.
Algo de shampú generosamente compartido, y una friega rápida para evitar congelarnos. Y entre pitazos y gritos de -Yaaa, ahora…. Saca la cañería-, o -Pone la cañería-, pasar en filas a la tercera fase: el enjuague. No más de treinta segundos por hombre para pasar bajo el chorro tibio y de pronto ardiente, tratando de conservar los nervios cantando un alegre himno militar, mientras corría entre las piernas el agua negra entremezclada con el barro del trabajo y el jabón, siguiendo un curso trazado directo a un canal de desagüe, filtrándose a la tierra las impurezas. Junto con ello se enterraban también los días pasados y se vislumbraba con alegría y motivación una nueva jornada de labor. El baño del soldado siempre reconforta y la higiene mejora la moral.
Después del baño extraordinario, recambio de personal y la misma oportunidad a nuestros guardianes del agua y el fuego, a fin de cerrar el ciclo y prepararnos todos para la guardia y la comida.
Entre otras importantes tareas emprendidas, estuvo la construcción artesanal de un horno para hornear el pan. En una pieza abandonada, de tantas existentes en el sector, utilizadas en otros tiempos por los “carrunchos” en las faenas antiguas de la construcción de las líneas del ferrocarril, logramos reunir una cantidad considerable de ladrillos refractarios, abandonados en lugares aledaños al campamento y con ellos construimos, un impecable horno pegando los bloque amarillos con restos de adobes remojados, utilizando mezclas de barro y paja. La mayor garantía de la efectividad de nuestro horno, eran los ladrillos, usados en otro tiempo en alguna fundición, los que tenían gran capacidad para guardar el calor, de tal manera que con ese poder absorbente, se cocinaban en muy poco tiempo los alimentos, especialmente la masa revuelta de harina y grasa que formaban los bollos del pan amasado en otro tambor “batea”, adaptado para la ocasión y limpiado prolijamente por las diestras manos de los soldados “panaderos”.
En la tibieza de ese cuarto cubierto con latas de zinc, y con techo de adobe, compartimos la mesa generosa del pan y la amistad entre el personal y los soldados, que eran siempre nuestra especial y más importante preocupación, aún cuando las normas de la disciplina no nos permitían, por celo natural, traspasar la barrera al campo derecho de la amistad, para no confundir los roles, pero cuidando la mística de ser sus comandantes y conductores y sus amigos.
Una vizcacha cazada clandestinamente, nos sirvió en alguna oportunidad como alimento del día, cocinada entre las latas del horno de barro, teniendo el cuidado antes de descuerarla, de cortarle la cola, secreto culinario poco conocido que evitaba que se propagara un gusto amargo al sabor de la carne. El cabo José Iturrieta, diestro conductor, era el del “ojo” fino y certero para la cacería ocasional de las vizcachas.
No era de lo mejor ni común tener que recurrir a esa lamentable actividad de cazar un animalito para proveernos subsistencia, pero ello a veces era necesario, especialmente cuando los caminos nevados de la zona impedían la llegada de los ciclos del alimento. Eso que “la necesidad tiene cara de hereje”, era en esas circunstancias, lo apropiado. En otras nos socorrieron, compartiendo su propia comida con generoso espíritu amistoso, el personal de Carabineros de Chile, que conformaba una patrulla de control permanente en la frontera, en el pequeño Retén, ubicado a no menos de 300 metros del nuestro, cruzando la línea férrea de la estación de Monturaqui.
Una noche de viernes de mucho frío, en esas horas en que se detiene un poco el ritmo de la jornada de trabajo junto a la cercanía del merecido tiempo ganado para un justo descanso, en que fui invitado con otros cabos y soldados, a compartir con el personal de carabineros una sencilla cena: jurel enlatado con limón, repollo crudo, pan añejo y té, y lo mejor, una larga y amena conversa nocturna al calor de una salamandra que irradiaba su tibieza al pequeño comedor del acogedor cuartel, mientras en su plato central, hervía en todo instante una negra tetera.
Yo era un joven cabo segundo, recién egresado de la Escuela de Infantería y daba mis primeros pasos en la vida militar como personal del Cuadro Permanente. Cumplí antes de aquello con mi servicio militar, pero fue una experiencia completamente diferente.
Nacido y criado en la pampa salitrera, Maria Elena, tenía ya la piel curtida por el sol y creía conocer la zona del desierto. Mi padre, que trabajaba día y noche en arduas y continuas jornadas como chofer de los jefes norteamericanos de la empresa Anglo Lautaro, procurando con ello un mayor “sobretiempo” para alimentar y educar a su numerosa prole, llegaba algunas veces con un bolsón de nylon con truchas frescas que le regalaban los “gringos”, a los cuales transportaba al interior de la zona de la cordillera a pescar con cañas y aparejos especiales en las aguas del río Loa. Recuerdo que nos hablaba mucho del embalse de Conchi y otros lugares para mí desconocidos y que ahora, joven militar, tenía la grata oportunidad que me brindaba mi querido Ejército de conocer y compartir.
De modo que en el transcurso de la conversa con nuestros camaradas carabineros, me llamó la atención en el rincón del comedor del cuartel, una larga caña de pescar, con nylon y anzuelo y al parecer un canastillo donde se suponía se almacenaban las piezas de la pesca. Recordé entonces las salidas a la pampa de mi padre, y pregunté si había algún lugar donde “pescar” en la zona.
El cabo Mártinic, a quién conocí una tarde de domingo de descanso, puliendo afanosamente con lija y agua un cenicero de piedra ónix, traída inicialmente como un trozo bruto que hubo que cortar con sierra, desde un cercano mineral distante algunos kilómetros de la estación, era -como decía-, afectivo y servicial. Encargado de las comunicaciones del retén de la frontera, representaba para nosotros al hombre que personalizaba la amistad y el compañerismo. Locuaz, conversador, buen amigo, sencillo y trabajador, estaba siempre dispuesto a compartir algo de su experiencia, y a entretenernos con su simpatía. Mostraba siempre un rostro de diáfana transparencia y su alba dentadura era el sello blanco de una abierta y franca sonrisa. El otro funcionario era el sargento Cabezas, caballero por excelencia a quien logramos ver, después de algunos años, arriba de una moto de Carabineros, cumpliendo tareas de control con su rostro invariable que denotaba serenidad y su palabra siempre cordial. Acompañaba también la figura enhiesta y espigada del Jefe del Retén, con un vozarrón que “daba miedo”, el Suboficial Mayor Villanueva y un muy humilde y servicial cabo, Tello; un eficiente enfermero, inolvidable por sus virtudes de sencillez y caballerosidad.
Mártinic, amable y coloquial como siempre, atendiendo a mi consulta sobre el lugar para la pesca, miró de soslayo hacia el rincón del comedor donde se encontraba la “caña”, ocultando una irónica sonrisa que no alcancé a captar, y oteando seguidamente a la ventana que daba a la calle oscura con una actitud como de “calculando la hora”, me dijo, después de una rápida reflexión y concreción de la respuesta, con su mejor lenguaje: - Muy cerca de aquí, subiendo por la quebrada, a unos quinientos metros hacia el cerro, pasa una napa subterránea de un río de agua dulce con el que se abastece de agua el retén”, y que “para protegerlo de los curiosos, lo mantenemos muy bien cubierto con unas planchas de zinc y otras de acero, lo cual permite -, descorriendo un poco las calaminas-, lanzar por ese espacio la lienza y el anzuelo y con un poco de suerte, pescar algunas truchas frescas-
Luego continuó: - El mayor cuidado - me decía -, es la carnada. Ojala fuera de miga de pan mezclada con aceite para que no se diluya tan rápidamente en la corriente de agua,(¿¿??) - reforzándome el que - los peces con eso pican de inmediato”. A su equilibrada explicación agregó que: “prima la rapidez en la tirada y sacada del anzuelo”, dándome como ejemplo, las técnicas empleadas en la pesca deportiva, donde los pescadores de río, tiran sus lienzas y anzuelos con moscas artificiales por carnada, y que baten rápidamente sobre la cubierta del agua para confundir los peces y capturar así, sus mejores piezas.
“El otro problema - me decía con sus ojos que brillaban de entusiasmo o de convicción, a la luz de las llamas que escapaban de la salamandra – es la hora. La única hora que puedes pescar en esta zona es de madrugada. Los peces pican entre las cinco y seis de la mañana. No es una hora prudente, por el frío, y - el detalle más importante - es que no debe haber luz en la zona de lanzamiento de la caña o de la lienza.
Si quieres – agregó finalmente – te presto la caña. Tengo algunas “•carnadas”• preparadas, pero por esta vez no te puedo acompañar.
Agradecido de esa nueva enseñanza para mi vida de joven militar, y con el recuerdo latente de las llegadas de mi padre muy tarde en la noche con su truchas, decidí entonces sacrificarme al día siguiente y buscar, como en los cuentos de niños, la “fuente” donde cumplir ese hermoso deseo.
Dormí poco. Era tarde cuando cruzamos de vuelta y a oscuras la línea férrea que nos separaba del cuartel de los Caballeros del Orden y Patria. Antes de acostarme verifiqué la consistencia de las carnadas y la ropa de abrigo listas, para la odisea de la madrugada siguiente, a los pies de mi litera.
Estuve a punto de abortar la misión. Era fría la mañana, oscura, y las estrellas de vez en cuando se asomaban por entre las nubes. Caminé sin siquiera lavarme, siguiendo el camino y las orientaciones recibidas en la noche anterior por mi “guía”, caña al hombro, bolso en mano y una pequeña linterna para llegar al sector, sin olvidarme el consejo de no encender las luces una vez abierta las “compuertas metálicas”.
Encontré el lugar. Bastante más arriba de lo dicho, pero satisfecho y respetando la norma de caminar los últimos metros en el máximo de silencio y a oscuras, esforzando un poco más de la cuenta mi visión pude, finalmente, descorrer unas planchas de latón y comenzar, una vez acomodado, el lanzamiento de mi lienza y plomo hacia la profundidad del pozo, donde pasaba el río subterráneo.
El entusiasmo invadía mi motivación y mi corazón palpitaba de alegría. Me llegaban a la memoria nasal, los aromas de las truchas fritas de “Conchi” que traia mi papá. Veía dibujada en mi mente a mi madre, (a la cual le mandé un cariñoso beso por el espacio en esa madrugada), siempre hacendosa al lado de la cocina, dando vueltas en el aceite del sartén las crujientes presas de pescado. No puedo negar que hasta la boca “se me hacía agua”, pensando en la fritanga de truchas que nos esperaba, a todos los integrantes de nuestra escuadra, en el almuerzo del domingo.
Las horas trascurrieron muy rápido. La carnada se me estaba acabando, lamentablemente estaba perdiendo esta preciosa oportunidad. Lancé por última vez mi lienza. Las primeras claridades del crepúsculo de la mañana comenzaron a descorrer el velo oscuro de la noche y poco a poco se me fue aclarando el panorama, el paisaje y la conciencia.
Observé muy bien los alrededores. La quebrada, estaba muy bien descrita por el Cabo Mártinic. Verdaderamente nos entendíamos muy bien y gracias a su sabiduría y consejo llegué al lugar de la napa subterránea donde abundaban las truchas, en las madrugadas.
Me pareció sentir una picada fuerte. Quizás la “trucha del honor”. Seguía claramente las instrucciones del movimiento de la lienza.
Efectivamente. Algo se trabó en la aguja del anzuelo. Tiré suave, lento pero ansioso, no hubo mucha resistencia. Ya estaba casi todo claro. De entre las latas descorridas del zinc, divisé mi pez, y descubrí que era sólo un tarro oxidado de “jurel tipo salmón” lanzado a ese oscuro pozo, quizás en qué año y que se mezclaba con el agua silenciosa y turbia que corría por abajo y que provenía de los líquidos, fecas y residuos, de las letrinas que se ubicaban a 20 metros, en la misma quebrada, más arriba.
Bajé silencioso. Avergonzado. Con el orgullo herido, casi ciego y tambaleante. Tenía bastante hambre a esa hora. Unas inmensas ganas de comer pescado me aguaban la boca y el paladar. Guardé los implementos de la pesca prolijamente para ser devueltos esa misma tarde, a través de un soldado “mensajero” y callé, es decir, volví “piola” de la experiencia.
Pensaba en el almuerzo del domingo: “Todavía quedan unos paquetes de fideos.”
Camino a mi cuartel y ya con el sol casi entibiando la fría madrugada, antes de cruzar la barrera de salida del retén, divisé por la ventana de la pieza donde dormía el cabo Mártinic, su rostro apegado al frío cristal. Me observaba hace rato mostrándome su blanca y sonriente dentadura, la que se confundía con el reflejo en el vidrio de la ventana, del cerro cubierto en varios tramos por la nieve. Me pareció oir a la distancia una fuerte carcajada.
Descansé ese sábado en la tarde. Aún me duraba el humor simpático del chistecito de la pesca, que no quise comentar hasta que “bajara un poco la marea”. La noche llegó pronto y dispuestos los turnos de la Guardia, pasamos a la fase del “descanso del guerrero”.
El domingo me despertaron muy temprano, casi de noche. El soldado Tello quería hablarme urgente por que había tenido una visión extraña, mientras rondaba de guardia, cerca del pequeño cementerio.
Me levanté muy rápido pensando en cómo enfrentar una situación para mí desconocida. “Tellito” - como le decíamos con cariño a este buen muchacho - tiritaba muy nervioso. Casi al borde del llanto, me contó: “Mi cabo, durante la ronda que pasaba por el cementerio, se me apareció mi madre. Ella falleció hace algunos años, y nosotros quedamos solos con mi padre y mis hermanos. Anoche, pasando por entre las tumba del cementerio, se me apareció su figura radiante y hermosa. Me dio un poco de miedo, pero al acercarme y verla, se tranquilizó mi alma. Estoy muy preocupado. Nunca había vivido una experiencia de este tipo. Tal vez necesite comunicarme alguna cosa, o tal vez pase algo en mi familia.”
“Mira “Tellito” - le dije – “Las ánimas bajan del cielo cuando nos aman y quieren saber de nosotros. Yo lo que pienso es que ella esta muy orgullosa de ti por que eres un muy buen hijo y ahora un gran soldado. Tal vez buscó este lugar en la soledad de la cordillera y el desierto, para comunicarte su alegría. Tal vez no esté aún descansando en paz y lo que necesita ella es oración, que recemos por el descanso de su alma, y para que se desprenda de la tierra y se vaya en definitiva al descanso eterno.
Iremos a rezar al cementerio, junto con los que quieran participar, al mismo lugar donde estuviste con ella. Pero no temas, ella te ama y no te haría daño. Y las otras almas que allí moran, también necesitan de una oración de consuelo-”
Un tanto compungido y preocupado por esta nueva experiencia, tomé de mi mochila mi pequeña Biblia protestante, (aunque soy católico), y junto a los soldados que se ofrecieron voluntarios (en realidad, no faltó ninguno), nos dirigimos al lugar del cementerio. Allí conversamos en el silencio con los muertos mientras recibíamos con agrado los rayos domingueros de la soleada mañana. Allí imploramos a Dios por el eterno descanso de sus almas. Allí nos abrazamos con un sentimiento de paz en el Señor, para que la madre de “Tellito” y todos los que tenían algún familiar en esas circunstancias, pudieran sentir nuestras oraciones. Leímos juntos el Santo Evangelio, y lo compartimos en una charla de amigos, católicos, mormones y evangélicos, en fin, todos soldados al servicio de una misma patria y un mismo Dios. Eso nos permitió estrecharnos en un lazo más fuerte y profundo, que sellaría con los años una amistad imborrable y un recuerdo inolvidable.
Han pasado más de treinta años de esa situación tan especial. Una tarde previa a la navidad de hace unos cuántos años, me encontraba con mi esposa Mónica y mi hija Carolina en la población “Los Militares” de Antofagasta, cuando me llegó un sobre desde USA. Era una hermosa tarjeta con un mensaje cariñoso y especial de aquel amigo y gran soldado, que según sus propias palabras pasó “los mejores años de su vida en el Ejército de Chile” y que me envió todo su afecto y gratitud en una sencilla tarjeta, con un impagable aprecio y cariño por esas vivencias tan personales, compartidas en plena cordillera chilena. En algún rincón del mundo estará “Tellito” junto a su familia. Le recuerdo con sincero afecto.
Mejorando las comunicaciones …
Las comunicaciones y enlaces no eran buenos con la ciudad de Antofagasta. En aquellos tiempos contábamos con medios de comunicación radial de muy poca efectividad para las grandes distancias. Éstos eran utilizados eficientemente para mantener los enlaces, en tramos y distancias prudentes, conforme al empleo de las Unidades en acciones de combate. Pero alcanzar grandes distancias para comunicaciones, obligaba a sacar el máximo rendimiento del material conforme a ubicaciones geográficas o ubicando las radios en alturas. Desde una hondonada era prácticamente imposible. En esos tiempos, aún se enseñaba en instrucción de comunicaciones las antiguas semáforas que eran señales convencionales del abecedario con banderas, usadas en los antiguos conflictos de la primera guerra mundial, esos que mirábamos embobados y absortos en los telones del Teatro de Maria Elena, con soldados que sucumbían lentamente y sin remedio al fuego adversario, siguiendo el compás de sus propios tambores, y avanzando a la vanguardia de sus legiones con estandartes y pendones, irremediablemente a la muerte. Eran tiempos seguramente románticos de la guerra, sin tácticas ni técnicas de empleo como las guerras de hoy.
Las soluciones más prácticas para solucionar las comunicaciones desde Monturaqui o cualquier lugar cordillerano, pasaba por instalar radios como antenas repetidoras en los más altos cerros o, a veces, darse a la tarea de buscar la “señal”, con la ayuda de dos hombres que transportaban la antena bipolo a campo traviesa, con el equipo al hombro. Un soldado llevando los cables, otro el microteléfono y dos más para la “bicicleta” con asiento (generador manual), para la corriente eléctrica que encendía los transistores de la radio BLU 20 W. Caminábamos en círculos zigzagueantes desde arriba del cerro hacia abajo o desde abajo hacia arriba, de todos lados, buscando por todos los medios conseguir un enlace. A veces era más fácil y “bueno para la salud” esperar que el maquinista del ferrocarril nos transportara de pura buena voluntad, a la siguiente estación de Imilac, más abajo, y desde allí conseguir con un teléfono de magneto, vía operadora, la posibilidad de avisar a nuestro QTH, alguna necesidad médica, alimento, combustible o bien, comunicar que nos encontrábamos “sin novedad en el frente”.
Cumplíamos turnos de operadores. No puedo negar que hacia la cordillera Argentina, teníamos buena comunicación y a veces se nos “cruzaban” las conversaciones que mantenían en sus ejercicios de terreno los soldados argentinos, con quienes hablábamos en su propio acento, confundiéndolos en todas sus maniobras. Eso estaba prohibido, pero no podemos negar que en más de una oportunidad nos entretuvimos en esas charlas de “Gato” a “Perro”, como eran sus propios nombres supuestos, para hacer la tarde corta con las incomodidades conocidas. Todo un espectacular show para escuchar, de vez en cuando, que “en el pata de fierro les estamos mandando los víveres para la comida”, refiriéndose al tren del ferrocarril que pasaba camino a Socompa y que nos llevaba, cuando era posible, algún bastimento logístico necesario. La verdad que ir en comisión en esos años, era marchar a una desconocida aventura y ni pensar en el retorno.
Las comunicaciones no estaban muy buenas en Monturaqui. Era todo una odisea. A veces lográbamos pinchar con nuestro cuartel del “Esmeralda” como a las cuatro o cinco de la madrugada, recibiendo a veces injustos retos, a pesar de haber estado todo el día, tratando de establecer el contacto.
No sé cómo sobrevivimos. En tiempos actuales, uno va a campaña y desde cualquier lugar es posible conectarse a la red telefónica de celulares, incluso existen ya los teléfonos satelitales y nuestros soldados del arma de Telecomunicaciones, cuentan con poderosas herramientas que permiten el enlace desde todo lugar.
En esos tiempos, por la ausencia de las comunicaciones tan necesarias, añorábamos escuchar el llanto de nuestro bebé (Carolina), o decirle a nuestra esposa cuanto la amábamos y extrañábamos en esas soledades. Todo era silencio. De vez en cuando, en una servilleta, tratábamos de escribir algún poema, y guardarlo como tesoro, puesto que era el fax espiritual que nos unía con nuestros seres amados en la distancia. Uno marchaba, y no sabía si tenía la dicha de volver. La idea era partir y cuando se “pudiera” regresar. Eran comisiones de todo orden y verdaderas aventuras. Vivíamos tiempos conflictivos y los soldados éramos actores silenciosos de lo que se llamó el período de la reconstrucción nacional, injustamente olvidado. Hoy es todo diferente para alegría de los jóvenes que tienen el honor de trabajar y entregar su juventud al Ejército y para nosotros que podemos también comparar y conocer el gran desarrollo alcanzado, reconociendo algunos errores propios de la naturaleza humana pero fortaleciendo si duda los avances y los aciertos, habiendo aun mucho que rescatar del antiguo sistema, que sin bien era de mayor estrictez era de mayor eficiencia y podía detectarse fácilmente quienes eran soldados de vocación y quienes utilizaban el sistema como cualquier ocupación, lo que a la larga mata ese valor de entrega desinteresado y fiel a los valores de nuestra inmenso amor a Chile. Hay que rescatar esos valores. El hábito no hace al monje y sobretodo hay que universalizar el concepto del “Ser, más que parecer”, sabio lema del Estado Mayor.
En conocimiento de las dificultades de las comunicaciones, la jefatura de esos años había previsto mejorar los sistemas instalando un teléfono especial de la empresa Entel que requería la instalación de una enorme antena.
Una tarde de jueves, llegó una camioneta cargada de fierros que debían ser apernados unos a otros para dar la longitud necesaria y después de ello levantar la antena.
Traía el capataz de la empresa, la tarea clara con respecto a la técnica de instalación. Sin embargo la mano de obra debía ser puesta por nosotros.
Siempre la mano de obra militar es barata, por no decir gratis. Nadie mide consecuencias de destrezas, conocimientos o capacidades, y tratándose de pala escoba o chuzo, martillo y clavos, nunca falta un buen aporte de cariñoso trabajo voluntario militar a cualquier obra.
Sin embargo, este temita de la antena requería algunas técnicas, sobretodo en el momento de ponerla enhiesta entre los pernos que estaban listos en la base. La cuestión era como poder levantarla. Se hicieron varias maniobras. A fuerza de un motor de un huinche de la camioneta y con toda la fuerza disponible de los brazos de los pocos que allí habíamos, tratamos de apoyar el trabajo para levantar la antena. Cuando se estaba en lo mejor y al parecer casi listos para asegurarla en los pernos de la base sujetándola con grandes tuercas, el viento existente nos jugó una mala pasada y la pesada antena se inclinó cortando el cable del huinche y comenzó a caer, como cuando talan en el bosque un gran árbol y afortunadamente en la dirección contraria al techo de nuestro lugar de permanencia, con la salvedad que avanzaba directamente hacia donde yo estaba trabajando en el área.
No pude reaccionar. Sentí el aire muy cercano a mi cabeza cuando pasaba a milímetros, literalmente por “un pelo”, la pesada estructura de fierro. Traté de esquivar el golpe que iba en segunda instancia directamente a mi pie, con el consiguiente trauma o grave herida. A pocos metros de la zona del impacto, yacía un trozo de tambor del que habíamos cortado para la batea de amasijo de nuestra panadería, se encontraba acostado hacia la tierra cubriendo como tapa una profunda perforación de la tierra. Fue suerte para mí, porque la pesada y estridente estructura cayó sobre el tambor, dejando caer en él toda la energía y fuerza de la caída, recibiendo solamente un pequeño golpe por la inercia de la pesada antena, que sin ser menor, me sacó de cuajo una uña del dedo de mi pie. Desde entonces, ésta nunca me ha dejado de doler.
Después de aquello hubo que estudiar la instalación, buscando otras alternativas más seguras, siendo entonces posible cumplir esa tarea en forma definitiva en un segundo viaje posterior del contratista.
Eso arregló el problema de las comunicaciones y gracias a la preocupación del mando, hubo a partir de ese momento una más expedita comunicación, manteniendo la información necesaria con nuestro cuartel, para consignar e informar las diarias novedades, sin dejar de usar las radios para envío de mensajes cifrados. Indudablemente que teníamos vetado el uso del teléfono para efectuar una llamada particular a nuestras familias o saber de ellas. El teléfono lo operaba solo el oficial, manteniendo comunicación permanente con el mando y siendo informado a diario del estado personal de su familia. Lo nuestro era hablar todos los días con sólo el pensamiento.
Nuestras actividades intensas se matizaban con guardias, servicios diarios y trabajos también teníamos tardes deportivas y el momento que todos esperábamos con ansias cada día: el Rancho. “Soldado que no come, no combate”.
Para ello contábamos con la mano generosa y el permanente servicio del cabo Montoya, ranchero, que siempre nos permitía un buen pasar, haciendo estirar los víveres al máximo y otorgándonos, dentro de los posible, su mejor voluntad de servir. Trabajaba con un soldado apodado el “Nescafè”, joven antofagastino que ayudaba en las tareas del rancho y que manejaba y utilizaba muy bien la cocina de campaña. Ese apodo cariñoso, era una “chapa” muy bien inventada y que calzaba justo con sus características personales: negrito, pequeño y gordito. Tenía un muy buen corazón, una gran sonrisa y sin ser el responsable de la confección de los alimentos cocinaba muy bien, especialmente cuando se contaba con los víveres necesarios. El “Nescafé”, era oriundo de la pampa. Su madre había nacido en la oficina Chacabuco y su abuela, era una experta cocinera de los “Ranchos” de las oficinas salitreras. Había trabajado en muchas faenas.
Montoyita y el “Nescafé”, eran fundamentales para la buena moral de la tropa, sobretodo por que trabajaban con gran sacrificio, iniciando sus labores de madrugada. Dependíamos todos de ellos, para un buen desayuno de inicio del día. En las Unidades militares, el ranchero trabaja abnegadamente al servicio de los hombres. Se requiere gran espíritu de servicio para permanecer de turno, cocinando a gran cantidad de personas, cumpliendo las normas sanitarias, los menús, verificando a cada instante el funcionamiento de las marmitas de vapor o de las cocinas a petróleo o las de hoy a gas. Un trabajo que pocas veces se reconoce pero que a la hora de atrasarse una comida, produce una serie de consecuencias que alteran todos los sistemas. Eso ocurre hasta en la comodidad del cuartel, pero habiendo vivido muchas horas de campaña en el terreno, puedo decir que son muchas las noches interminables de sentarse bajo la lámpara de gas, tomando una tacho de café, para pelar las papas y las verduras para el otro día. En los tiempos de ayer, se hacia todo a mano, no había nada que facilitara la labor humana, por ello se empleaba contingente en las Unidades Logísticas para cubrir necesidades de mano de obra para la más importante labor después de un agotador día. La comida, tan sensible a los ojos de los consumidores que sueñan con un bistec con huevo frito y crujientes marraquetas; en cambio son comunes los guisos de porotos y granos, o las cazuelas con presas de “misterio”, como las más recurrentes comidas.
Muchas tardes después de la última comida de la noche acompañábamos a nuestro ranchero y su soldado, junto a la escuadra, para ayudarle en el “pelambre” de las papas y cebollas para el otro día, aprovechando la más maravillosa oportunidad que tenemos los hombres para conocernos: conversar, conocer de nuestros sueños, de nuestra vida, de lo que aspiramos, lo que fuimos y lo que somos y lo que esperamos de la vida. La conversación franca y abierta es lo mejor que nos puede ocurrir, de vez en cuando hay que cerrar la puerta a los espacios personales, dejar un poco el personal stereo, apagar el computador, evitar conectarse a la red para perder el tiempo en el tiempo mejor empleado por el hombre, el de conversar. Cuántos conflictos se evitarían si se conversara, y si en ese mismo espíritu expresado, tuviéramos la voluntad de escuchar. En ello esta la ciencia de la vida, de la búsqueda de respuestas a las interrogantes de la felicidad; expresarse y decir, pero también oír, porque todos tienen algo que decir, algo que aportar, mucho que contar, y eso nos hace mejores personas a todos. Vivimos una nueva época, de silencios obligados, de imponer solo lo que nos conviene, de implantar las ideas a fuerza de exigencias, ausente de propósitos, se comparte poco, se evita la reunión, por temor a contar, conversar o expresarse y creer que todo aquello pueda en algún momento ser empleado en tu contra. Las confianzas en muchos ámbitos están vencidas, porque también hay traición de quienes conforman nuestros círculos de trabajo. Ya no nos miramos a los ojos para decirnos las verdades, es preferible enterarse por el rumor, por lo que otros ven. La sinceridad y la honestidad en nuestra forma de ser muchas veces nos cuestiona, y en otras son herramientas empleadas contra tu propio ser. Mi experiencia de soldado antiguo, acostumbrado a enfrentar las verdades, a decirnos cara a cara lo que está mal, a reconocer los que está bien y a ser honestos con nuestro sentir, me ha puesto muchas veces en situaciones que son un jaque para la vida actual, muchas veces prejuzgando situaciones de “carácter”, por la única debilidad y honradez de ser honesto. Hay muchas situaciones que he enfrentado en esas circunstancias y me han marcado, porque decir la verdad a una situación que requiere enmendar rumbo, mejorar compromisos con la Institución a quien servimos, nos hace ser pesados, sin por ello ser de permanente espíritu conciliador y de buscar siempre los mejores caminos para servir mejor.
Esa noche, al calor de los tachos de choca en que nos habíamos preparado un café, les relaté a los soldados vivencias de no hace mucho tiempo en ese mismo cuartel, y que es bueno recordar y conocer y que estuvieron relacionadas con un desgraciado accidente.
Antes de regular las comunicaciones con la nueva antena, en una comisión previa en que concurrimos con el cabo 2do. Daniel Avello, tuvimos una desgracia que es bueno rescatar.
Sabido es el trabajo que ha desarrollado intensamente el Ejército con mucho ahínco y compromiso en las actividades del desminado universal con el fin de levantar y limpiar los campos minados instalados como medida de defensa y que, lamentablemente ha afectado la integridad física de muchos inocentes, especialmente en los accesos de la extensa frontera y pasos no habilitados. Se han empleado cuadrillas de clases y especialistas del arma de ingenieros, que se encuentran cumpliendo un delicado trabajo de limpieza de los campos los que fueron instalados en la época en que Chile se vio enfrentado a muchas situaciones derivadas de los eventuales conflictos con nuestros vecinos de allende los Andes, debiendo proteger con estos elementos, en importantes zonas y quebradas, activando allí minas antipersonales y antitanques, las cuales fueron técnicamente bien desarrolladas, pero que conforme a las experiencias y por temática de climas, lluvias o factores naturales, se han desplazado produciendo una pérdida del control de las redes o planos de instalación que los ingenieros militares perfectamente conocen y dominan. De allí la dedicación y el trabajo reconocido de estos soldados que se encuentran trabajado en estas tareas que tienen una connotación de carácter internacional.
Cercano a la localidad de Monturaqui, específicamente en el sector Alto del Inca, existía una quebrada del mismo nombre, que era paso obligado hacia nuestra estación y permanecía perfectamente señalizada, por lo cual siempre teníamos la delicadeza de no sobrepasar los espacios delimitados con alambradas, pudiendo en todo caso cualquier persona, cortar fácilmente los alambres o destruir las señaléticas lo que obligaba a permanentes controles y utilizar las vías correctas, marchando con especial cuidado por la brecha natural que nos brindaba el camino, para continuar en el desplazamiento a nuestro acantonamiento en la zona.
Una tarde estábamos en el cuartel, y por esas cosas que nadie entiende en los momentos que ocurren, el cabo Avello, enfermero militar, se percató de una humareda acompañada del ruido de una leve explosión, conforme a la lejana distancia que nos separaba del lugar asumiendo de inmediato, con esa sagacidad militar, que se trataba de un accidente. Nuestro enfermero, con la serenidad propia de enfrentar una situación que requería de su gran capacidad, tomó sus elementos disponibles para casos de emergencias menores, y en ausencia del vehículo que se encontraba utilizado en la faena de la leña, decidió correr en auxilio de lo que hasta ese instante desconocía, pero presentía, mientras tanto nosotros realizábamos las coordinaciones y solicitábamos los auxilios pertinentes, desafiando con su loable ímpetu hasta su propia integridad. Un gran soldado es y fue con los años posteriores el Cabo Avello, corriendo y corriendo, hasta alcanzar el lugar del accidente, cuando aún humeaban intensamente los restos de un vehículo que atravesó las alambradas de seguridad y que costó la vida a su conductor.
Al llegar, el enfermero visualizó el dantesco panorama del vehículo que saltó por los aires quedando destruido, lamentando que en esas circunstancias, había solamente que efectuar las coordinaciones para retirar el cadáver y buscar la forma de remover o evacuar los restos. Estaba en ese control visual distante, cuando vio la figura de una persona que se retorcía de dolor en medio de ese dantesco escenario de humo y dolor, ocasionado específicamente por la acción de una mina antitanque que actuó sobre el vehículo.
Fue tanto el impacto de este doloroso accidente y sobretodo de la visión traumatizante de una vida que se deshacía en medio de la humareda, y el dolor, que el cabo Avello, en un acto de arrojo y valentía, con gran instinto y sagacidad, arriesgando su propia vida, bolso de enfermero en mano, y encomendándose al Señor de su fe evangélica, se dirigió cuidadosamente al centro del campo minado para rescatar a una dama, que en ese instante se retorcía de dolor, por cuanto se encontraba con la pérdida total de una de sus piernas, amputada por el efecto del accidente, recibiendo los primeros y rápidos primeros auxilios, deteniendo su hemorragia con los pocos elementos que contaba, y retirándola en brazos, volviendo con gran equilibrio y dificultad, no exento de temor, pero con la adrenalina que da el salvar una vida, volviendo por las marcas de sus propias huellas y saliendo, felizmente, de la zona del peligro.
Algunas horas después, se cerraba un ciclo de coordinaciones, y llegaba un helicóptero, con un enfermero del Regimiento de Ingenieros N°1 “Atacama”, (Erices creo) que trasladó la paciente al hospital de Calama.
Semanas después, la Orden del Día de la División felicitaba al Comandante y personal de esa Unidad por su acción de traslado de la paciente y oportuna llegada al lugar de los hechos.
Del Cb2 Avello, merecedor por su acción a la “Medalla Al Valor”, nunca nadie se acordó, actuando desinteresadamente y con verdadero espíritu de soldado en este loable rescate desde el centro del campo minado de esta ciudadana, que lamentablemente desconozco su nombre. En meses posteriores, me contaba no hace mucho el Suboficial Mayor Avello, visitó a la mujer que sonrió agradecida por conocer a quien la sacó del campo minado, donde pudo morir sola y desangrada salvándole la vida.
(En otra ocasión, una tarde, “conversando una cerveza” en un casino con un oficial de Bandas, nos contó que en una ocasión, iba atrasado a la Escuela de Suboficiales y que, cuando estaba por llegar se percató del incendio de una vivienda. Como era la única chiva decente, porque llegar atrasado le costaba una gran sanción, se quedó largo rato observando cómo las llamas consumían la vivienda, hasta que sintió unos gritos y también con arrojo, pero en menor escala, ingresó a la casa, acompañando a un anciano que estaba por llegar a la puerta de salida, acompañándole sin gran esfuerzo, hasta la llegada de los bomberos, carabineros, y personal de ambulancia donde fue atendido, afortunadamente, sin grandes consecuencias. Desafortunadamente para el teniente, quemó parte de su tenida y sufrió una leve herida en su cara.
Después de su llegada a la escuela, con la tenida manchada por el humo del incendio, se presentó con esa novedad, llegando muy atrasado a la recogida por que se “empleó en salvar” la vida de un ciudadano en ese lamentable amago. Al calor de un trago, y mientras brindábamos por nuestra amistad, el joven oficial sonreía, tal vez un poco avergonzado por que fue tanta la repercusión de su afortunado proceder, que después de un tiempo prudente, en ceremonia oficial, en medio del patio de la escuela, le prendieron en el pecho una merecida “Medalla al Valor”, que ni él se explicaba el cómo se la ganó, reconociendo con esa grandeza de alma, que no se sentía merecedor a ese homenaje. Son las cosas de la vida.)
En Monturaqui, el café otrora humeante se enfrió con la conversa y recuerdos de las anécdotas de nuestro enfermero. La “pila” de papas bajó ostensiblemente y quedaron en un fondo con agua para ser cocinadas al día siguiente en un suculento puré con vienesas “gordas”. El aire estaba frio y se nos congelaban los dedos. Los leños de la cocina de campaña consumidos, se apagaban poco a poco y hubo que poner todo a resguardo, para dirigirnos rápidamente a nuestros lugares de descanso arropándonos sobre las camas sin sacarnos ni las botas, para no entumecernos por la baja temperatura del ambiente.
Chacabuco…
…”Yo recuerdo a mi oficina abandonada, y a su música que alegra el corazón, los salones filarmónicos pampinos, donde íbamos en busca del amor…”(De la Estudiantina “Los Pampas”. Autor, mi amigo y hermano pampino de tantos años: Jorge Hiche.)
Chacabuco, esa oficina salitrera del desierto de gran esplendor en la época del salitre, gira en mi mente con los remolinos pampinos del recuerdo.
Tuve el agrado de conocerla cuando ya era una oficina cerrada, en uno de esos tantos viajes que efectuaba mi padre como chofer de la ex Anglo Lautaro, hoy Soquimich, a la ciudad de Antofagasta, cuando concurría con los cajeros de la empresa y una guardia bien equipada de Carabineros como seguridad, a buscar las remesas de dinero para la cancelación de los haberes de los trabajadores. Eran viajes de agrado y yo esperaba, en mis ansias de niño, cruzar en el final del viaje el infructuoso Salar del Carmen para divisar - después de pasar por muchas curvas y saludar las cruces blancas que se diseminaban por las bermas del camino - la hermosa línea azul del horizonte del mar para llegar, al fin, a ese mundo maravilloso de una ciudad, con luces distintas, con gente diferente, con calles y vehículos que subían y bajaban, y especialmente por el agrado de aspirar y aspirar, respirar y respirar, ese aire salino del puerto, con olor a mar, limpiando mis pulmones, acostumbrados a la tierra de la desértica oficina. Otro encanto para mis ojos de niño, eran los colores y tonalidades de los cerros.
En Antofagasta, mi padre tenía por la empresa salitrera, alojamiento en el Hotel “Splendid”, donde recuerdo lo pulcro de los cuartos y las luces de colores que llegaban desde el exterior como también el bullicio callejero de la calle Baquedano. Me parecía un gran regalo respirar ese aire puro, observar esos chilenos diferentes de la costa, de distinta vestimenta, de personalidad más definida y una actividad de creciente comercio. A mi padre le gustaba que anduviera siempre bien lustrado, cosa que a mi me repelía, acostumbrado al polvo de la pampa. Así que me instalaba en un alto banco de lustrabotas a la salida del hotel, calzando mis pies junto a unos moldes instalados en tubos metálicos, los cuales no alcanzaba a tocar por mi pequeña estatura. Disfrutaba el contacto en el cuero del zapato de los diestros dedos del lustrabotas, que con sus manos colocaba la pomada Nugget y la esparcía opacando de pasta negra todo el cuero. Poco a poco mis zapatos iban tornándose oscuros después de haber permanecidos pálidos e incoloros por el polvo pampino. Entre risas, conversa y anécdotas del hombre diestro en el manejo de la escobilla y los paños y producto de su afanosa labor, brillaban poco a poco mis sucios zapatos negros, quedando relucientes y hermosos como la noche, al ritmo acompasado de los trapos que subían y bajaban sobando el cuero, danzando con ritmo constante en la manos de un señor que, sonriente, me contaba alguna historia antofagastina. Adentro del hotel, aromas de una buena comida que servía en el amplio comedor la Sra. Gladys, de tenida azul y un pulcro y albo delantal y su albo rostro pintado en exceso con tonos azules en los ojos y labios llamativamente rojos, que al girar con los platos en bandeja entre los comensales, mostraba en su coqueto caminar sus contorneadas humanidades y hermosas piernas, y a la cual mi papá y los cajeros de la empresa, siendo muy amables, cautos, prudentes y caballeros, delataban con el brillo suspicaz de sus miradas, el ansia íntima de “comérsela” de postre.
Al día siguiente, los trámites necesarios en el Banco, la carga de las maletas selladas y con la guardia de Carabineros, de vuelta a nuestra amada pampa, llevando la remesa de dinero para el pago de los trabajadores y en mis manos el mejor tesoro para compartir con mis hermanas, esas historietas que se compraban en el kiosco de la esquina del hotel: De Edgar Rice Burroughs “Tarzán de la Selva”, Disneylandia, el Llanero Solitario, Oklahoma y mis predilectos Spyn y Martin.
En más de una ocasión pasamos a dejar encargos para el personal que custodiaba los bienes de la oficina Chacabuco, dependiente directamente de la empresa. Sobres con documentos y/o pequeñas encargos que causaban alegría a la familia que custodiaba el lugar.
No puedo dejar de recordar en estas palabras, el Chacabuco posterior, ni quiero detenerme en la hermosa aventura vivida con mis soldados en Monturaqui. Pero Chacabuco está allí latente, somnoliento pero vivo y también tiene que contar sus historias, las que se explotan de un lado negativo por el uso que le fuera dado en un período de dolorosa excepción y circunstancias en su tiempo. Pero aún hay múltiples historias de humanidad que no se han contado, por que quienes las conocen no se atreven, y otros sencillamente las desconocen. Dios conoce mi conciencia y soy un real testigo.
Después de los acontecimientos dolorosos, inevitables y tristemente necesarios que de una u otra forma permitieron dar una consistencia de orden social a un sistema quebrado por el desorden y el caos que vivía el país en ese entonces, contaré algunas vivencias que no quiero olvidar, y por que servirán también para el bagaje personal a quienes tengan la ocasión de leer, y que de verdad les interese objetivamente conocer.
Ya dije que conocí Chacabuco con sus tesoros y esplendor siendo una oficina administrada por Soquimich, sin faenas de producción. Allí se detuvo por muchos años el tiempo. En una de las visitas efectuadas con mi padre, tuve la oportunidad de conocer el Hotel, abandonado pero en buen estado de conservación construido con madera de pino oregón que se ubicaba en su interior, con sus instalaciones impecables, con lámparas y sistemas eléctricos de procedencia norteamericana de metal bruñido, fino y lujoso. Recuerdo algún mobiliario hermoso de alcoba, con cubiertas de mármol y hermosas mesas de arrimo con espejos biselados. En los baños, tinas enlozadas. Algunas viviendas se encontraban con su mobiliario antiguo intacto: camas de bronce con somieres de mallas y madera bien construidos y en el interior de algunas casas unas pérgolas de madera bien mantenidas y estructuradas, con árboles y enredaderas con algún vestigio verde, que se empleaba en ese entonces para procurarse una buena sombra. El hospital bien instalado con sus alumbrados eléctricos, con algunos mobiliarios y enseres propios para su empleo. Vitrinas bien conservadas y material de empleo quirúrgico. No sé por qué recuerdo claramente el haber visto unas especies de pinzas o tijeras amplias con una terminación especial a la que llamaban forceps. No sabía de su uso, pero en esa oportunidad me lo explicaron.
Por otro lado, el campamento con sus casas vacías, ausente de voces y de juegos infantiles, durmiendo como en los cuentos, arrulladas por el viento que corría jugueteando con sus pequeños remolinos, entonando entre las hendijas de las calaminas de los patios secos, una melodía quejumbrosa de ausencias, blanqueando con sus polvos arenosos las casas, logrando un ambiente de sepulcral silencio. A veces, paseando por sus soleadas calles, la mente nos llevaba a recrear los días de fiesta salitrera. Imaginaba la filarmónica repleta de personas, elegantes bailarines, saltando a la pista en compañía de sus damas finas y elegantes, a los anuncios de “hombre del bastón” y la música afinada de una estudiantina.
En el tiempo de mis primeras visitas a Chacabuco, estudiaba en la Escuela Consolidada de María Elena mi enseñanza básica, viviendo la edad propia de la inquietud, la aventura, de los amores iniciales que se cruzan y que llegan al alma guiados por las dulces e inocentes miradas. Llegar a conocer esos lugares no era con fines de turismo sino que accidentales por las posibilidades de acompañar a mi padre en alguna tarea extraordinaria en la que podía faltar a mis obligaciones escolares. Esas visitas a lugares de la pampa alimentaban las fantasías de nuestros cuentos infantiles y en las rondas de amistad y conversación surgían siempre esas ocultas novelas de encuentros extraños y de testimonios de haber cruzado alguna puerta de otra dimensión, para hacernos importantes en los círculos de conversas infantiles.
Con los años debimos emigrar de la querida pampa salitrera al puerto de Antofagasta, donde otra vida comenzaba en nuestra recién comprada vivienda de la calle Prat Nº 970, gracias a la Caja de Empleados del Salitre. Era una casa grande, antigua, con un segundo piso inconcluso que ni siquiera tenía escaleras para llegar a él, de buena apariencia física externa, pero carente de buenas terminaciones. Pero fue nuestro palacio, lo mejor de nuestra vida, porque allí vivimos la juventud que quedó guardada en los rincones más hermosos y bellos de la mente. Esa casa representó para nosotros la gloria más maravillosa de la vida, allí corríamos por los pasillos, teníamos una pieza grande para compartir entre hermanos, pero sobretodo teníamos un patio donde crecían un granado que daba frutos, una gran palmera que no sé por qué estúpida idea mi padre envió a cortar, un pieza que se deshacía de polillas en el patio, y que fuimos desarmando de a poco aprovechando los palos mejores para trazar y demarcar jardines y para construir pérgolas debajo de los jazmines donde respirábamos el aroma de esa pequeñas y olorosas flores, lugar sagrado de lecturas o de estudios, o donde ocasionalmente instalaba una lona colgada como hamaca para dormir las mejores siestas u observar de ese follaje la maravilla de las estrellas o cantar con la vieja guitarra heredada de la abuela canciones románticas y del folklore tradicional, al mismo tiempo que soñábamos como todos los jóvenes en conquistar las famas que el mundo ofrece y que fueron siempre tan esquivas. Pero si de hablar de felicidad pudiéramos reflejarla en una palabra, estaba allí en sus paredes de tablas viejas y podridas, con vista a los patios de los vecinos, con unos viejos y mal construidos gallineros, donde alguna vez intentamos criar algunas aves, pero que poco a poco fuimos desarmando. Allí criamos a nuestra segunda perrita la Terry. La primera fue en esa casita pequeña de Maria Elena, otro lugar de felicidades a pesar de lo pequeña, pero llena de amores y de juegos, de oraciones del Rosario y de visitas familiares y amistades.
En nuestro “palacio” de Antofagasta hicimos las mejores fiestas de estudiantes, bailando muchos fines de semana hasta altas horas sin alcanzar la medianoche. Habrá otra ocasión para ahondar más en ello.
Cursaba entonces el cuarto año de electricidad en el Grado Técnico Profesional en la Universidad Técnica del Estado y me preparaba para mi segunda práctica de estudiantes en la oficina Maria Elena donde había conocido muchos buenos amigos y “maestros” en el arte del manejo e instalación de motores y circuitos eléctricos. Me acuerdo de mi inolvidable amigo y “maestro de primera” el “Cacho” González. Después de trabajar en algunos entretechos, mejorando las instalaciones domiciliarias de los trabajadores, íbamos a la pulpería a instalar o reparar los motores de las cámaras frigoríficas. No comprendo cómo diablos se las arreglaba el “Cacho” para entrar con un pequeño estuche de herramientas e instrumentos y salir con un par de gigantes cojinovas, recién desembarcadas de los camiones del pescado ante la desconfiada mirada del encargado de bodega que no alcanzaba ni siquiera a sospechar que estaba siendo víctima de un “choreo”, el cual inicialmente pasaba como una simpática broma y en la hora de la colación, se convertía en una rica fritanga de pescado compartida con nuestros compañeros de trabajo en el comedor de la faena.
Me rondaba la preocupación por el llamado a cumplir con mi servicio militar, que se encontraba pendiente, y que me obligaba a reorganizar mis tiempos para cumplir con mis deberes de estudiante y mis deberes para con la patria.
Entonces surgió la posibilidad de una nueva empresa personal, trabajar en una obra que requería la concurrencia inmediata de personal de electricistas, carpinteros y albañiles, a un lugar reservado por el momento pero que seria dado a conocer una vez aprobada la postulación. Se trataba de un trabajo con dedicación exclusiva, en el menor tiempo posible y con un sueldo mínimo que no incluía la alimentación, la que debía ser cancelada de los pocos haberes.
Juan Amas, mi compañero de estudios y andanzas, me acompañó a la entrevista. Él era uno de mis tantos y apreciados amigos de la juventud. Con él compartimos bastantes experiencias y recibí siempre de él sus mejores consejos de amistad y enseñanza, incluyendo mis primeras salidas nocturnas a las fiestas que se realizaban en la Universidad o bien en el casino “Las Torpederas” del balneario municipal, famoso por las reyertas juveniles y golpizas nocturnas de las distintos grupos juveniles, que se instalaban en las esquinas de su salón, con los tradicionales “metros cuadrados” de cervezas, utilizando como armas de defensa, ante cualquier circunstancia, las botellas que volaban como proyectiles por los aires, con la consiguiente quebrazón de vidrios y algún rompimiento de cabezas. Debo decir que ir con Juanito Amas a ese lugar, era como llegar con el “rey” de la noche. Nada nos pasaba por que él era muy apreciado en el ambiente.
Ahora estábamos en plena entrevista. Después de atender las condiciones del trabajo dictadas por el asistente contratista de la empresa constructora, miré a Juan, quien asintiendo con su cabeza me dijo que tomáramos la “oferta”. Más que nada nos serviría como práctica y con ella también mejorábamos nuestras competencias para ocupaciones futuras. Por lo tanto se nos aconsejó preparar un bolso sencillo, con elementos de aseo y mudas de cambio, y la mejor voluntad para enfrentar el trabajo, hasta ese momento desconocido, pero especial.
La familia seria informada en secreto de nuestro lugar de trabajo, sin embargo, yo había escuchado que mi padre comentó con un amigo, en uno de esos tantos viajes a Maria Elena, que tenía que buscar un motor eléctrico en la oficina Victoria, para instalarlo en un “campo de prisioneros” que seria levantado en Chacabuco.
Así que sacando mis sencillas y propias conclusiones, y manteniendo esa información en la reserva, con excepción de mi amigo, supimos siempre a qué lugar debíamos ir.
Una mañana muy de madrugada, en plena hora del “toque de queda”, subimos a una vieja micro con nuestros bolsos y pocas herramientas. No me olvido de ello, por que me pareció un tedioso y complicado viaje a un lugar que yo conocía, pero que para los camaradas de trabajo se constituía en un verdadero “camino al infierno”. Las condiciones del transporte eran pésimas, con las latas del piso de la micro deterioradas y abiertas que dejaban entrever las piedras de la carretera y por donde entraba abundantemente el polvo del camino, debiendo cubrirnos todos con los cuellos de las chaquetas y/o bufandas para no ahogarnos. Eran tiempos difíciles del país. Y así como no había nada que comer en los estantes, aún no se normalizaba la venta de comestibles en los almacenes y mercados. El transporte también funcionaba a duras penas.
Lo importante era ir premunido de voluntad para trabajar en esta nueva aventura. Nuestros documentos al día, y copia del contrato firmado con la empresa “Cocein Ltda.”, cuyo dueño, Antonio Sao, habíamos divisado apenas, en la mañana de nuestra entrevista.
Las sorpresas fueron variadas desde la misma puerta de entrada a Chacabuco. Se sintió de inmediato el control y uso de la fuerza sicológica en las palabras fuertes y cortantes de la autoridad presente que ordenó una revisión exhaustiva de todas nuestras pertenencias y un control personal e individual. Nos produjo inquietud y molestia, algunos trataron de murmurar alguna queja pero fueron rápidamente silenciados por otros trabajadores que guardaban también un anónimo y temeroso silencio. Eran las reglas del juego elegidas por nosotros y estábamos descubriendo la magnitud de la secretísima tarea.
Después del control de la guardia militar y la entrega de disposiciones de detalle del funcionamiento y sistema de trabajo, comenzamos las labores, custodiados por la guardia en un amplio perímetro, pero a cargo de nuestros capataces.
Había varias cuadrillas. Una de tantas se preocupaba de cavar e instalar los palos del cerco perimetral de un amplio sector de las viviendas ubicadas hacia el lado Oeste del campamento, mientras otras se preocupaban de clavar los rollos de mallas metálicas protectoras a fin de aislar lo que sería el campo de detenidos e instalar al mismo tiempo las tres líneas de alambres de púas que pasaban por los puntos más altos de los pilares de madera de las cuales, la primera superior, sería conectada a la energía eléctrica.
Otra gran cuadrilla, conformada por varios operarios, fabricaba literas de madera, muy simples, con cuatro palos de 4 x 4 y dos bandejas de madera que se instalaban en las piezas de las pequeñas habitaciones de las casas que formaban el campo. Una cuadrilla realizaba los tendidos eléctricos de la línea de postes y alumbrado exterior y otra, entre las que me encontraba, instalábamos en cada entrada de las casas, un pequeño módulo que contaba con una ampolleta de baja potencia, un interruptor para la misma y un enchufe, atornillados en el forro interior de la puerta. No se consideraba alumbrado eléctrico hacia el interior de las habitaciones. Un módulo eléctrico por casa y dos literas por pieza, colchonetas, almohada y dos frazadas.
En cada casa se instalaban de seis a ocho literas. Algunas de las casas contaban con pisos de madera y paredes de adobe y otras con piso de tierra. Había un sector común para las letrinas cercano al comedor, con sistemas de descarga de aguas servidas que corría por canaletas de pizarreño que montadas “a la vista”, no daban ninguna reserva al desplazamiento de las deposiciones fecales, lo cual pude comprobar en otra fase, cuando me encontré, al poco tiempo nuevamente en ese lugar pero cumpliendo un rol de guardia al lado de la torre que daba al comedor.
Se instaló en un amplio sector techado, un comedor con mesas y bancas de madera y cocina con fogones a gas, marmitas y estanques para el agua.
Alrededor del campo se construyeron torres de control para las futuras guardias. Se trabajaba con rapidez en la jornada.
En el tema de la alimentación de los trabajadores: humillante y deprimente. Se había contratado una señora que tenia un restaurant carretero de una posada muy cercana llamada “El Oasis”. Era ella una mujer muy abnegada y trataba de cumplir de la mejor forma su arduo trabajo.
Sin embargo, el lugar designado para comedor de trabajadores era muy pequeño, instalado a un costado de lo que era el cine de la oficina. En esas dependencias se juntaban hordas de trabajadores, hambrientos y sedientos, con nuestras sucias tenidas de trabajo, sin siquiera la posibilidad de lavarse las manos ni menos de presentarse con decencia a un sagrado deber como era la hora del almuerzo. Era tanta la cantidad de trabajadores que se juntaban a pedir un plato de comida, que algunos quedábamos,- casi siempre -, sin nada, alcanzando en el mejor de los casos, un pan frío y unos pocos fideos, sin antes firmar la planilla del descuento.
A propósito de ello, hasta hoy, en el país que ha alcanzado grandes niveles de su desarrollo, pareciera que nadie se preocupa de esos aspectos humanitarios fundamentales del hombre. Basta pasear por las plazas y actuales avenidas de cualquier ciudad de Chile. A los pies de las grandes construcciones, en las horas de la colación, los trabajadores se tienden en los bancos y jardines disponibles o en las aceras ardientes de calor, tratando de reponer sus energías para continuar después en la dura jornada de la construcción, muchas veces sin alimentarse o bien haciéndolo con “pan y Coca Cola”, ante la indiferencia de quienes les contratan. Esto también es atentado al derecho de las personas. ¡Cómo no podrán instalar un decente comedor en los lugares de las obras!
Pasaron los días. Se hicieron las pruebas de rigor. Efectivamente, como yo ya sabía, llegaron secretamente los motores generadores de energía eléctrica empleados entonces en la oficina Victoria, muy cercana a Iquique. Fueron instalados en unos galpones donde se levantaba una gran chimenea, testigo único de los años de gran esplendor de la Oficina Salitrera. Esa gran chimenea, fue siempre como el faro visible del lugar y era conocida por todos quienes circulaban por el exterior en la cercana carretera.
Una noche, muy tarde, en la charla amena de personas que inician una amistad producto del trabajo, conversábamos sobre las labores del día. Uno de los tantos trabajadores que allí había, comentó que a diario debía cruzar por el cementerio, donde había encontrado algunas urnas abiertas y otras con sus cráneos botados en la arena.
Soy muy respetuoso de los restos que yacen en los cementerios. Pero desde hace mucho tiempo, tenía deseos de mantener de adorno un cráneo en mi escritorio, pues había visto alguno en alguna oficina de la pampa.
Así que sin reparos, le pedí a aquel joven, cuyo nombre no recuerdo, me regalara un cráneo de esos abandonados en el cementerio.
A los dos días siguientes nuevamente en la noche, recibí de mi amigo, el preciado cráneo en una cajita de cartón. Pensando que era ese tradicional esqueleto con mandíbula móvil que se ven en las películas del cine. Lo guardé sin abrirlo, esperando llevarlo a mi casa en el permiso quincenal que tendríamos durante el transcurso del fin de semana.
En la bajada a la ciudad me llevé mi caja. Al llegar al domicilio, la guardé debajo de mi cama y después de ponernos al día con las cosas de la familia y mis hermanas, me acordé de ella.
En la primera oportunidad que tuve, abrí con sagrado respeto y delicadeza el envoltorio, me encontré con un cráneo que no era para nada lo que yo esperaba. Todo lo contrario. Era éste el de una pequeña criatura, aún con rasgos infantiles. Con la piel de sus oídos pegado al casco craneano y en las cuencas, visibles aún parte de sus ojos y pestañas rubias, muy bien conservado por la salinidad de la tierra y de los años. Me sentí un sacrílego y me inundó un sentimiento de tristeza y de profundo arrepentimiento.
Mi intención de conservarlo feneció al instante y mi urgencia era devolverlo a su lugar de origen. Otros acontecimientos pusieron la nota urgente a la necesidad de volver todo a la normalidad. Siendo un tanto escéptico hasta ese instante, debo decir con gran honestidad que el pequeño infante me visitó en el sueño de la noche. Antes de dormirme en mi pieza, mirando hacia el cerro El Ancla, sentí físicamente sus pasos corriendo por el piso de madera del 2do. piso de la calle Prat Nº 970, donde vivíamos con mis padres. Fue real y los gatos del tejado aledaño arrancaron maullando asustados. Durante el sueño de la noche, vi perfectamente su pequeña figura y hermoso rostro: desperté temeroso. En la esquina de la cómoda del dormitorio, se apareció una luz tenue y clara. Su voz de niño me decía que lo devolviera a su morada. No pude conciliar el descanso y la paz de mi alma. Recé intensamente bajo las tapas de mi cama. Cada vez que trataba de dormirme se me aparecía la figura del pequeño.
En el viaje de regreso a la faena en Chacabuco, una gran primera prioridad ocupaba mi quehacer y con las primeras luces del alba debía entregar la caja, para que fuera depositada por mi amigo, en el lugar de descanso de la criatura en ese solitario cementerio. Pedí perdón en oración a su alma.
Nunca más quise tener un cráneo en mi escritorio, y desde allí cambió para siempre mi percepción del mundo real, pero desconocido, de los espíritus que moran en el más allá.
En fin. Las pruebas eléctricas funcionaron. Todo estaba probado, quedaban pocos días para el pago final de nuestros haberes y término de la faena. Era el remate de nuestra labor en esa oficina.
Una tarde después del almuerzo, mientras arreglábamos los bolsos para devolvernos a la ciudad, concluidas las tareas, irrumpió el campamento, un convoy de camiones cargados de ciudadanos de rostros compungidos y tristes, de almas anhelantes, mutantes vivos, con sueños e ilusiones personales rotos, apiñados como corderos hacia los rincones de los pesados camiones custodiados por militares, que con sus fusiles apuntando al cuerpo, acompañaban a los detenidos, arrimados también como parte de la carga humana en las puertas traseras de los transportes. Tengo la imagen dolorosa, de las personas de condición sencilla, que conformaban los pasajeros de la polvorienta caravana sin juzgar el porqué se encontraban allí, sin ahondar en cuales fueron sus acciones, conociendo también que los grandes causantes y responsables de esa situación, se encontraban en ese mismo instante viviendo en mejores hoteles y en ciudades fuera del país, dejando en el más absoluto abandono a quienes eran su razón de vivir y gobernar, su propio pueblo. En experiencias posteriores de mi vida, aprendí que los líderes se deben a su tropa, a su gente, y es a ella y por ella por la que deben luchar aún a costa de sus propias vidas. Es un principio de todo comandante y desconociendo el manejo de las estructuras o liderazgos políticos, creo que las personas llevadas al campo de detenidos, independientes de sus acciones delictivas o no, según el juicio de la historia, eran compatriotas visiblemente afectados y que respondían con su integridad física, las acciones que los “otros”, (los mismos de ayer, hoy y mañana) debían en verdad asumir y encarar. Años posteriores se vieron muchos ciudadanos que surgieron notablemente en otras latitudes del extranjero en calidad de exiliados y que emprendieron luchas políticas desde el exterior. En Chile quedaron abandonados a su suerte, los chilenos comunes, que vivimos y sufrimos el “antes, durante y después”, y los que verdaderamente amábamos la patria y aquellos que debieron responder, inocentemente, por actos ajenos. Los que se fueron y se instalaron, se quedaron allá; otros volvieron con mejores perspectivas. Sus hijos educados con mejores posibilidades de todo orden, la mayoría de ellos ha preferido quedarse en el extranjero. Otros volvieron, disfrutando los dineros estatales y, han vivido los mejores años de su vida, “gracias a las desgracias”, por que los que estuvieron allí en ese campo, liberados o juzgados posteriormente, tienen en su alma y corazón el dolor de haber pagado los “platos rotos” de un sistema en el que con verdadera convicción creyeron pero que en la práctica, en verdad, nunca funcionó y que conforme a las experiencias internacionales, no fue ni será nunca posible de implantar, mientras medie la fuerza de las armas, la educación del mismo pueblo y la necesaria renovación de la anticuada e utópica idea de la revolución, que nunca dio sus frutos, porque ello implica renuncia, trabajo y sacrificio. El tiempo doloroso o exitoso, de grandes conquistas o malas prácticas, según como se mire, del Gobierno Militar, no se puede negar que fue un tiempo de justo despegue al desarrollo económico y a la búsqueda de acciones que requerían de una gran inteligencia, un insertar al país en un concierto de naciones que hoy es diferente, y que después del holocausto y sacrificio de los errores del pasado, ha seguido en una onda creciente a la cima, aunque hoy se desconozca y se castigue tan injustamente, aprovechando el tema de los derechos humanos, cuando el principal derecho a la vida, al desarrollo, al crecimiento y la verdad, fue hábilmente manejado y los resultados de ello condujeron a un estado que en la vía de la excepción fue tristemente necesario. El tema es profundo, cruento, largo. Pero hoy, también hay encierro de presos políticos militares, los que fueron juzgados por cumplir órdenes y creer que lo que hacían estaba avalado por un sagrado juramento de cumplir a toda costa las “órdenes de mis superiores”. Ellos también son chilenos, y merecen también nuestra atención. Han muerto muchos abandonados en sus lechos con enfermedades terminales, solitarios, tristes, pero aún convencidos que fueron traicionados por la patria que les dio la misión de rescatarla de ideologías fracasadas y totalitarias. Hoy corren otros tiempos, pero ellos son también humanos, con aciertos y errores, pero con derechos y dieron la cara y el rostro necesarios para enfrentar las dificultades del pasado. Juzgados o no, inocentes o culpables, ya está bueno, para ambos lados. Solamente el perdón y el olvido, nos liberan. En la otra vereda están también los que sufrieron la dura represión, por una situación de guerra real o ficticia, pero que a lo ojos de los actores de ese tiempo, fue en verdad verdadera y que trajo las duras consecuencias de un combate silencioso de ideas y acciones, que con los años se ha logrado comprender, sin por ello justificar. El perdón, insisto debe ser mutuo, es bueno para Chile, y debiéramos juntarnos a orar por los caídos, como lo hacemos muchas veces los militares y que, sin rencores ni odios, oramos por los caídos de ambos bandos sin jamás influir negativamente en las nuevas generaciones que no conocieron mucho de aquello, y que no debieran ni siquiera opinar, por no conocer. Que se explote este tema cada día, sobretodo en los meses de agosto y de septiembre, en los medios de comunicación que han hecho de esta situación política una permanente e inagotable fuente de cultivo, nos lleva a pensar que la historia, es manejada con fines egoístas por distintos intereses, dejando muchas veces de lado el ideal superior que es la Patria. Sigo a favor del perdón mutuo y de corazón.
Las listas de llamado al servicio militar ya estaban publicadas en plazas y mercados. Yo debía cumplir mi servicio militar el año 1973 a partir de abril, pero tenía postergada esa responsabilidad por mis actividades de estudiante.
Había terminado el cuarto año de electricidad en el grado de Técnico Profesional el año 1972, y estaba postulando a la carrera de Ingeniería en Minas en la Universidad Técnica del Estado, que ofrecía mayores vacantes, por cuanto no me había alcanzado el puntaje necesario exigido para la carrera de electricidad que era el complemento ideal para obtener un título universitario.
La Universidad en aquel tiempo, (ahora no lo sé), era un campo de crecimiento personal que ofrecía el mejor ingrediente para la responsabilidad: la libertad. Nosotros estudiantes del Grado de Técnicos, en edad inmadura, manteníamos la misma línea y por qué no decirlo, los privilegios de participar no sólo de la enseñanza universitaria sino también de sus garantías. Eso nos llevaba a participar libres y activamente en los procesos de tomas de decisiones estudiantiles, participando en las reuniones plenarias donde se resolvían materias y medidas en defensa y favor de los intereses que favorecían el proceso de crecimiento de la instancia universitaria y de educación. Ideas había muchas, cada grupo humano se congraciaba con sus propios ideales, buscando canales de amistad y participación, haciéndonos sentir verdaderamente protagonistas del desarrollo de los tiempos, sin mirar los resultados como conquistas de un color político u otro. En la hora de ser justos, la opinión se inclinaba en la balanza del buen criterio y del deseo de hacer realidad lo que se pensaba que era bueno. Tal vez se utilizó mal la libertad del pensamiento y la acción de muchos jóvenes. Conocí a verdaderos apóstoles del bien, que trabajaban sin descanso para su propia subsistencia, y aparte de ello, producto de sus personales ideales, compartían junto a los núcleos sociales de los más necesitados, actividades de ayuda mutua convencidos que trabajaban para ideales de mayor justicia social y de equilibrio, construyendo una sociedad más justa y de mayor compromiso con los más pobres.
Más adelante en las experiencias personales de la vida, descubrí que esos son ideales fundamentales, derechos humanos, y son parte del ideario y discurso de la totalidad de las ideologías, de todos los sectores. El punto que quiebra las diferencias es el “cómo” alcanzar esos estados, marcando las profundas diferencias humanas, de modo que en esos encuentros o desencuentros plenarios, surgían los moderados, que hablaban del diálogo fraterno y constructivo y otros que hablaban de emplear medidas de fuerza apoyando en muchos casos por votaciones mayoritarias ir directamente al choque, saliendo a las calles y enfrentando las políticas del gobierno de turno para demostrar con esas medidas el poder y fuerza juvenil del Chile de ese entonces.
Nadie estuvo libre de comprometerse alguna vez en actividades de orden gremial y en una causa justa, el problema es que quienes hacían de cabecillas de esas distintas corrientes, utilizaban muy bien la fuerza de los jóvenes, tratando de difundir y conquistar, en un plazo indeterminado, sus propios ideales. Sin embargo resultaba atractivo participar en las elecciones de directivas y hasta de las autoridades rectoras de la Universidad. Era parte del juego democrático de ese tiempo de enseñanza universitaria. Muchos jóvenes de entonces se involucraron conciente o inconcientemente en actividades de ese orden, lo cual no era malo, todo lo contrario, eran la muestra del deseo y espíritus de crecer y servir en la sociedad haciendo y colaborando a los sistemas para hacerlos más solidarios y con mayor sentido de justicia, siempre pensando en ayudar y favorecer a los más desposeídos. De modo tal, que bajo ese ideal de servir a los demás, como principio básico cristiano, se participaba en actividades de trabajos voluntarios en bien de la sociedad, efectuados en distintas localidades, habiendo participado en lo personal, con mucha alegría en esos inolvidables trabajos realizados en la oficina Alemania, donde nuestra actividad fue de mucho compromiso y de ayuda a los que verdaderamente necesitaban una ayuda solidaria, pintando sonrisas de alegría en niños y mujeres que trabajaban con tanto esfuerzo y que no contaban con las mínimas comodidades para vivir en viviendas dignas, reparando y pintando, y mejorando los lugares de educación de los niños con un espíritu de servicio y voluntad, que obligaban también a personales renuncias, teniendo muy en claro los principios básicos del Santo Evangelio y de amor al prójimo. En este mundo hay que creer en las buenas personas, hay gente que lucha por hacer el bien y busca canales propios a sus convicciones para servir a los demás y en eso todos - moros y cristianos -, estamos unidos por un ideal de bien común.
En esas faenas de trabajo la mayoría concurría -con ese tradicional espíritu solidario del chileno- solamente a servir, sin esperar recompensas. Hoy en día, hay instituciones religiosas y políticas, de todo orden que trabajan por el bien de los demás y eso siempre tiene un gran valor. En las empresas o Instituciones importantes, la necesidad de desarrollar y ayudar a los más necesitados o a los segmentos con riesgo social, le han llamado “responsabilidad social”. Es decir, se mantiene el espíritu solidario e historia de siempre.
Hoy en nuestros tiempos se usa mucho este tema como marketing y es pan caliente de las actividades comunicacionales, lo cual me parece legítimo para proyectar ideas y dar a conocer acciones, sacando cada cual su propia tajada de esa torta para vender “imagen”. En ese tiempo estábamos en un proceso de educación personal y las cosas se hacían por voluntad y con claro espíritu patriótico y de veras, sin esperar recompensas. Pero más allá de cualquier consideración, trabajo o tareas relacionadas con el tema, he aprendido en la vida que todas ellas deben hacerse con un compromiso de alma, con un valor de entrega, y con un espíritu verdaderamente cristiano y solidario. “Hacer el bien, sin mirar a quien”; “El amor es más fuerte”, o “Dar hasta que duela”.
Era así la vida universitaria, de estudio, de trabajo, de creer que se podía cambiar el mundo y que los ideales de cada cual podían ser desarrollados, buscando siempre las buenas intenciones y mejorar sustancialmente la vida de los propios compatriotas, sin por ello dejar de respetar las posturas distintas.
Nos sentíamos libres y dueños del mundo. Nos sentíamos mayores de edad, gozábamos de privilegios, y la UTE nos daba cierto “status” y nos sentíamos muy libres de opinar, de actuar y de resolver en conciencia nuestras propias decisiones. El cuerpo de maestros era de excepción. Nuestros mejores amigos y aliados, nuestros mejores críticos, nuestros mejores consejeros. Nuestros jueces. Lo daban todo por nada, porque para ser educador, al igual que en nuestros tiempos, había que tener un gran sentido de vocación. Nuestros maestros de ese entonces, demostraban su alto espíritu de servir en el diario trabajo, luciendo la mejor sonrisa y el mejor terno (o “eterno”), con raídas corbatas y albas camisas cremas (en su tiempo blancas) percudidas por el exceso de lavados. Eran así por la eterna mala paga a los maestros, por lo que fue un gran privilegio recibir de ellos herramientas tan importantes para nuestra educación. No puedo dejar de rendir un homenaje a los señores Osvaldo Garcia Garramuño, aparte de ser un excelente funcionario y administrativo, fue un gran profesor y, posteriormente, un flamante Director, elegido democráticamente por sus propios alumnos y colegas académicos, un eximio deportista, de fama nacional, a quien le debemos un gran homenaje, lo mismo a Dn. Pedro Grusic, profesor de música y coro.
Especial cariño a Eduardo Pérez Órdenes y su hermano Aníbal, A nuestro querido e inolvidable Director Luis Rojo Molina, brillante matemático, líder y gran entrenador de generaciones de jóvenes ligados al fútbol, que era su pasión. Un profesor de grandes generaciones de deportistas.
Rubén González, el “picadillo”, que generosamente nos invitaba a compartir después de cumplir sagradamente sus clases y de ser ecuánime en las notas, a acrecentar nuestra amistad, una tarde de “juego al sapo” en el desaparecido restaurant y boliche “Las Cantaciones”; el administrativo e inspector “Pejerrey” González, hijo de Don Humberto González Echegoyen; Danilo Aguilar, un gran amigo y excelente maestro, Pedro Rojas, Leonardo Rivera y su hermano, brillantes profesores que matizaban su carrera de educadores difundiendo también el don de la música y el canto, eximios intérpretes de voz y guitarra. A principios del mes de abril de cada año, el profesor Rivera presentaba sus proyectos a escala para escribir la sigla “U.T.E.” en el cerro y lo hacía tan perfectamente que calculaba exactamente, sin errar ni en uno de más o de menos, la cantidad de chonchones necesarios para tamaña empresa. La campaña del tarro, el huaipe y el petróleo, eran tareas nuestras y como estudiantes concurríamos sagradamente cada año a trabajar durante el día, para darnos la gran satisfacción de mirar durante la noche, desde todo punto de la ciudad y en especial desde la terraza de la Universidad, compartiendo el típico “Circo Minero”, el encendido de la sigla de lo que era nuestra casa de estudios. No esta demás decir que, en una ocasión, estrenando mis zapatos de gamuza y cuero crepé, entonces lo último de la moda en calzado, tuve la brillante idea de subir el cerro y trabajar en el llenado de los tarros con petróleo. Mi madre me reprochó siempre mi poco respeto a tan preciado regalo, y creo que fueron mis últimos zapatos “nuevos”.
Siguiendo con el recuerdo cariñoso a mis maestros, el profesor Juan Pérez de Educación Física (“Chamullo”), el flaco Mario Pérez, comentarista deportivo radial en sus horas libres de domingo y exigente profesor del taller de “Ajustaje”. Nos hacía limar un cubo de hierro, tan perfecto pero tan perfecto, que quedábamos con el cubo deshecho en nuestras manos por que nunca alcanzábamos a cumplir la exigencia del trabajo y la perfección necesaria en el limado de sus caras. Eran clases agotadoras, y pasábamos las horas del taller esperanzados que en la revisión final de la jornada, la escuadra, (la maldita escuadra del profesor) no dejara pasar las moléculas de luz para no delatar imperfección en su limada cubierta. Había que “trabajar bien” y “hacer las cosas bien”, (lo que me ha perseguido por muchos años.) Guardo por allí la pieza principal de un cautín que nunca pude terminar y que siendo de un tamaño de aproximadamente 5x5 cms, terminó en un diminuto tamaño de 1 x 1, desgastado por la faena interminable de la lima en los bancos de trabajo de la escuela; El “Chululo” Campos, con su ancho bigote, que pese a su interés y esfuerzos por enseñarnos el idioma, nunca pude – en mi caso - comprender las famosas “eses” del “Do, Does o Did”, por que explicaba marcadamente con las manos la “clave secreta” que él solamente entendía para aplicar bien esa técnica en la expresión y la gramática. El gringo Maitland, caballero y distinguido buen maestro, el “chiche” de las pocas damas que le miraban como un sabio distinguido, siempre con su alba camisa bien planchada y sus corbatas; El gringo Peric, más alto que tarzán y con sus pies grandes y su andar acompasado y cadencioso por su alta estatura; las hermanas Iris y Nancy Banda, verdaderos “sargentos” de patio de Regimiento, (hijas de mi estimado Suboficial Mayor Juan Pastor Banda (Q.E.P.D.), militar de tomo y lomo que sirvió en el Glorioso “Esmeralda”, y que me regalara en vida algunas fotografías que conservo con cariño). Ellas exigían, en justicia, el cumplimiento claro de las fórmulas de la química. Especial recuerdo al “chico” Escorza, que con su alba dentadura y permanente sonrisa nos contagiaba con sus clases amenas y agradables, pero que más que todo era en verdad un tremendo y fiel amigo, nos tuteábamos y conversábamos en los pasillo de la escuela como grandes amigos. Con los años supe que era de la familia Escorza de Maria Elena, a quienes mucho aprecio y quiero. En cuanto a carácter duro y correcto, no lo hacía mal una profesora cuyo nombre no recuerdo, a la que llamaban “Atila”, el “Rey (reina) de los “Unos” (Hunos); Un grato y especial recuerdo a nuestro querido maestro, Víctor Bórquez y sus enseñanzas de cálculos de circuitos de electricidad, que nos dio sus mejores enseñanzas técnicas pero sobretodo valóricas de cómo ser justos en la vida, cómo cumplir con altura de miras nuestra profesión y cómo defender nuestros derechos sobretodo siendo justos con nosotros mismos. Una tarde, entregando las pruebas de electricidad, un alumno le reclamó por una miserable décima, en circunstancias que su nota era bastante normal y suficiente: Después de escuchar el reclamo, nos dijo generalizando: “Lloran como mujeres, lo que no saben defender como hombres”, y acto seguido estampó un 7 “así de grande” en el libro de clases, al “llorón de la décima”. Nunca más hubo reclamos. Él era un hombre justo y la nota se ganaba con el justo conocimiento; Patricia Tichauer nuestra maestra de ciencias, una dama educada de gran bondad y de sencillez abismante. Especial cariño sentimos por la maestra de folklore, quien nos enseñó nuestros primeros pasos en el cultivo y amor a las tradiciones de Chile, la Sra. Florinda Velásquez. Entre los alumnos y amigos de nuestras correrías folklóricas estaban Emiliana Pacheco, (a quien mis ojos “miraban más de la cuenta”). De mis pocas y única amiga de corazón, Aida Pinto, con quien confidenciábamos nuestro secretos de jóvenes sentados en las escalas, nuestras grandes penas y alegrías; La bella Vilma Vadillo, (también objeto de mis “inquietos” ojos); Clarita Toro, unido a ella en una amistad de muchos años compartida con el inolvidable recuerdo de su madre y su esforzado padre, hombre sacrificado en el trabajo, correcto y exigente el cual salio adelante, con muchas dificultades pero con la mayor dignidad y valentía. Creía en una sociedad más justa, con mayores oportunidades, con mejores herramientas para salir de la pobreza, y luchaba día a día. Le acompañaba una fiel y leal mujer, de bellos ojos, excelente madre, en la cual vi siempre una figura ejemplar de mujer luchadora, trabajadora, llena de valores, enfrentando un tiempo difícil en la historia de Chile, y enfrentada a las dificultades del abastecimiento pero orgullosa de su valor de madre y esposa. A mi querida amiga Clarita, no puedo negarlo, también la miraba con “esos ojos” de joven alzándose a la vida, pero que se quedó embriagado, cambiando abruptamente de mirada y dirección, cuando conocí a su hermana Eliana. Qué problemas trae la naturaleza de ser hombre, en nuestra débil condición humana, la naturaleza del animal de la selva; Margarita Corrales y su inolvidable cumpleaños número “15” vestida con sus hot-pants de cuero, muy de moda, ante la celosa mirada de quien era entonces su pololo; Eliana Berrios, (de otro curso; bella pero inalcanzable.) Su madre, una mujer líder que luchaba convencida de la verdad de sus ideales, y entregaba todo lo de sí, desinteresadamente, y con una fuerza insuperable para dar testimonio claro de sus propios pensamientos. Me parece haberla visto, alguna vez, desempeñàndose en las tablas como una eximia actriz de teatro. La recuerdo como luchadora incansable y por creer en la justicia terrena y en las oportunidades que todos merecen en la corta existencia humana; Maria Marín, la pequeña noble y simpática compañera de colegio - hoy maestra de escuela- cuya sonrisa fue siempre su permanente sello de amistad y calidad humana; Mi apreciada e inolvidable amiga Sandra Véliz Souza, de gran estatura como su hermoso corazón. Sencilla, comprometida, estudiosa, buena amiga. Nos invitaba a tomar el tè a su departamento después de clases y compartíamos con su madre, una mujer extraordinariamente noble y buena y de claros principios cristianos. El entonces “pololo”, hoy esposo, Ramón Lazo y su moto de última moda (radicados ambos en Australia); Hugo Villalobos cuyos ojos verdes enamoraron a más de “alguna”; Enrique Morales, proveniente de Victoria, buen alumno y destacado dirigente gremial de una letra extraordinaria, especial para los afiches y citaciones de reuniones; Alan Rodríguez - honesto y servicial, creyente acérrimo que la revolución era la solución del mundo -, Luis Herrera Maffet el “tocopillano”, buen muchacho que se enredó también en las redes del momento sin hacer mal a nadie; Algunos apellidos: Villegas, Torrejón, Sandoval, Araneda, “Kiko” Ortega de una locuacidad y discurso de hombre culto y preparado, convincente, podía manejar con su palabra las masas como quisiera, de una moral intachable, lo mismo recuerdo a alguien a quien llamábamos “Pato Lucas”, hombre de valores cristianos, locuaz y que arrastraba las masas, teniendo también muchos detractores y enemigos. Jorge Pérez y su inolvidable familia su madre Iris y sus hermanas Maria y la “Chinita”. El primer trabajo remunerado de mi vida, lo gané apoyando al padre de Jorge en una “Feria Navideña” instalada en la calle Uribe. De ese trabajo, surgieron los primeros y más hermosos regalos de navidad a mi familia y hasta hoy don Jorge es un esforzado trabajador y que a sus casi 90 años, mantiene la locuacidad y lozanía que ha podido preservar con un intenso ritmo de trabajo cada día; Carlitos Gutiérrez Delgado mi gran amigo con quien me unen lazos indisolubles de sincera amistad, respeto y admiración por sus claras convicciones, y que reside aún en el extranjero, (USA); el flaco Gómez, “Papelucho”, que vivió sus días de fama integrando el conjunto “Wankara” con el Pablo Matamoros y el chico Rojas, hijo de “Rojitas” el sargento de la Banda Instrumental, que tantas anécdotas me contaba en los recreos después de los ensayos y prácticas de desfile en el patio del “Esmeralda”; “Yuyo” Escobar y Eduardo Lara, pareja de alumnos que nos alegraban con sus chistes y notas cada mañana; Carlitos Wood, el más aplicado e inteligente del curso con sus notables ejemplos en inglés: “Mother make a kake every Sunday” (con su correspondiente “7”); el “Chico“ Jaime Ramírez, chuquicamatino, futbolista de excelencia junto al “Churro” De la Vega, coloquial, sincero, sonriente y buen amigo; mi compañero de correrías, pillerías y “pitutos” eléctricos Sergio Espinoza Maturana, (el “mono curuta”), acérrimo demócrata cristiano, experto en hacer negocios viviendo su fantasías y sueños ejemplares por toda una vida, y creyendo esperanzado, que mañana vendrá el golpe de suerte, y con tantos años de ilusiones. Aún espera. Estuve con el “Mono” Curuta tres días completos sin dormir, haciendo una “pega” para instalar una bomba de agua en un pozo en Mejillones, que hasta hoy no sé si funcionó, gastándonos después la plata en cervezas y hamburguesas mientras arreglábamos el mundo. A esas correrías, hay que agregarle, para ser honesto, la primera “cura” de mi vida, mi primera y desagradable experiencia con esas infelices sensaciones de la ebriedad con mareos y mi más desagradable noche arrojando mis bilis y los líquidos amargos de cervezas, sentado en el suelo y al lado de la taza de mi baño, tratando de disimular en silencio mi triste estado. (Debe ser por ello que después de esa amarga experiencia, nunca más pude soportar el alcohol, manteniendo muy marcado el “límite”, bebiendo como todo mortal, en el brindis protocolar y sincero de amistad, propio de una alegre charla o cena. Por el lado universitario recuerdo a varios rostros y pocos nombres. En el naciente conjunto folklórico “Caliche”, Juan Carlos Arqueros, maestro en las lides de la cueca y Juan González, el “Huaso”, vecino de la pampa. Una persona a quien debo mucho, diría que hasta la vida, el cual me mostró un sentimiento de nobleza, bondad y hombría que nunca pude agradecer personalmente y siempre valorar: Jaime Guzmán, de la carrera de Ingeniería en Minas, con su pequeño y ruidoso “Austin Mini” azul y la grandeza de su alma, acorde a su estatura. Nunca más vieron mis ojos, a tan buen hombre; El “comics”, rey de la alegría universitaria y de la personificación, el turco “Yarur”, (disfrazado de carabinero en una de las tantas comparsas de abril, con mucho sentido de jocosidad pero con el rechazo absoluto y justificado de la autoridad); el “Guatón” Zamorano, que me llamaba cariñosamente “pelao cachimba” por un chiste universitario que aquí no puedo explicar (todos ellos estudiantes de cursos muy superiores, pero que marcaron también mi vida de estudiante). Pedro Arévalo, director y autor del nombre del grupo folklórico: “Larka Yaku”, (agua de arroyo), que llegó a la Universidad con un equipaje sencillo y una afinada guitarra, con un gran repertorio de canciones, a enseñarnos los bailes del norte de Chile, entre ellos el “Cachimbo”: ¡Ay morenita linda cachimbo te doy mi amor…! con una energía y fuerzas inolvidables. Cantaba muy hermoso y se daba el lujo de programar recitales musicales a la audiencia juvenil. No supe nunca más de su vida. Cantaba con el alma y lo hacía, según sus propias palabras “comprometido con la voz del pueblo”. No puedo olvidarme de la “Chica Ely”, a quien le mandaba mis nerviosos “suspiros” cuando pasaba a mi lado, y a pesar de ser pequeñita, era también inalcanzable; María Calderón a quien nos unen lazos actuales de sincera amistad por una historia bella que unen nuestras familias.
Algunos se acordarán, seguramente, de nuestro maestro de historia el “Pachalote” López, que tenía una camioneta Ford “A”, del año de la “cocoa”, que siempre era “sustraída” en “calidad de préstamo”, por los alumnos de los “cuartos” de mecánica, especialmente en esas mañanas de marchas de protesta al centro de la ciudad, siendo posteriormente recuperada, después de ser requisada por la autoridad policial, al ser encontrada en plena reyerta, cargada de piedras y “camotes” de la playa, listos para ser usados como proyectiles contra las fuerzas; Más que un combate de ideas o de piedras eran, simplemente, una forma peligrosa de entretención, sin medir consecuencias ni entender hasta qué punto se utilizaba con fines políticos, ese natural ímpetu de juventud. No quiero excusarme. Pero en verdad nunca tiré una piedra, pero siempre fui testigo de estos hechos. Otro maestro, el “Picho” Carvajal, se cortaba el pelo a lo “Príncipe Valiente”. Parecía un “cabro chico”, era un buen maestro de física, generoso y exigente. El Sr. Lepe, un caballero; Dn. Orozimbo Pizarro el “Chombito”, el “maestro” Mena, buen trabajador, portero de la UTE y gran amigo de los estudiantes; el flaco Quelopana; el Sr. Guerrero, hermano del conocido “bototo” Guerrero que, en honor a su apellido, combatía con la palabra a todos los que tenían ideas volcadas a la izquierda; Mi estimado profesor de dibujo técnico Sr. Francisco Valdés, perfeccionista extremo en el trazo de las líneas del grafito y en la perfección del dibujo de las perspectivas de las piezas. Con Patricio Valenzuela (gran atleta, cantante, músico, pololo, escritor, poeta, corredor de agotadores maratones con una botella de pisco en el cuerpo, “para darse fuerza”, emprendedor, trabajador de excelencia, quería ser empresario de pollos y me llevaba a terrenos lejanos, hoy poblados, del norte de Antofagasta, pala y picota en mano, a enterrar palos para cercar el terreno, trabajo inútil y perdido por cuanto no tenía capital quedándonos en el puro sueño; vendedor de dulces y tortas al igual que su mamita Doña Maria, que confeccionaba las mejores masas para tortas, trabajador nocturno de los parques de diversiones (FISA), rockero, católico, o evangélico, daba lo mismo. Nacionalista acérrimo, anticomunista extremo, basquebolista, futbolista, voleibolista, nadador, hombre múltiple, multifacético, acordeonista, pianista, guitarrista, organista y cantante integrante de los conjuntos electrónicos universitarios junto al inolvidable Gabriel Flores y su hermano Luis, pasábamos noches completas e interminables en el cuarto de su casa de la calle 14 de Febrero, (vecino de quien fuera después mi esposa, Mónica), tratando de dibujar los planos y perfiles de dibujo técnico en papel diamante, con pluma y “tinta china”, para cumplir los requerimientos de nuestro maestro, alcanzando muchas madrugadas a divisar los primeros rayos del sol, con la tristeza de no haber dado satisfacción y cumplimiento de la mejor forma con las exigencias. Dibujábamos acostados de “guata” en el suelo, aprovechando las tablas lisas del piso. Poca luz, lápices y plumas que nunca servían, material de mala calidad. ¿Cómo podíamos decirle al profesor que la tarea era imposible? Nos esforzábamos y “quemábamos pestañas”. A pesar de nuestros esfuerzos, en más de una ocasión reprobamos la nota.
En el taller de carpintería, ubicado en un edificio antiguo de madera, donde hoy se levanta la Clínica “Pukará”, el señor José Otaiza y el señor Eliash nos enseñaban los secretos del “corte perfecto”, preparando piezas de madera para ensambles. El uso del serrucho de lomo y el normal, y el empleo de formones y martillos y entretenidas clases de empleo del torno. Esas clases era amenas y el profesor Otaiza, que era aparentemente muy serio, poseía un gran sentido del humor. Sus clases eran muy productivas; el señor Gilberto Rubio profesor de Minas, el Sr. Sepúlveda y sus clases de soldadura con su remarcada expresión oral del “Oxiacetileno”, hombres muy dedicados a su trabajo; el profesor “Mesías” en electricidad y tantos otros buenos profesores. En las comparsas juveniles de aniversario, nuestros maestros vivían y morían con nosotros para fabricar los más hermosos y bellos carros alegóricos, con los cuales deleitábamos a la ciudad de Antofagasta: Un “Águila” de flores de papel, que agitaba sus alas con el movimiento mecánico de unas varillas puestas inteligentemente y apernadas a las ruedas del vehículo de transporte; el “Casco Minero”, obra de los alumnos de la especialidad de Minas montado sobre el “Fito” blanco de mi amigo Jorge Maureira y Maria Calderón, cabecillas en esas titánicas tareas. Todas con luces seguidoras que daban todo un colorido espectáculo a las comparsas universitarias. No quiero hacer un mal recuerdo, pero entre esas “maravillas“ de carros alegóricos, no faltó en una desgraciada o simpática oportunidad, quienes idearon un jocoso carro, “rasca” pero cómico, al que vulgarmente le llamaron: “La tía Carlina”. Mientras avanzaba por el centro de la ciudad, sonaban el somier y el catre y se dibujaban maliciosamente en un telón blanco de fondo, las siluetas de una pareja al ritmo de una música sugerente, (“Yo te amo, yo tampoco”). En el interior ni se tocaban, pero en el recorte de las siluetas, marcaban indecorosos y casi íntimos “movimientos”, dibujando nerviosas sonrisas en los jóvenes, causando más de un espanto en los más adultos, de una época distinta, en que nuestra sociedad era de bastante mayor recato y que comenzaba a despertar y salirse de los marcos de la moralidad.
Nuestra actividad primordial fue siempre la escolar. Nuestros maestros se esforzaban por cumplir los programas educativos y abarcar como fuera el desarrollo de las materias previstas en los planes respectivos con todas las dificultades económicas y falta de recursos.
Cada día era incierto. Los jóvenes de entonces, practicaban libremente la idea de asociarse a distintas corrientes ideológicas, siguiendo las prácticas propias del juego llamado democracia, lo cual nunca fue ni ha sido malo, por cuanto las libertades individuales y decisiones de ese orden son de absoluta responsabilidad personal y basadas en un principio de ética interior. En eso nunca hubo problemas, podíamos convivir diariamente a pesar de nuestras personales diferencias, y nada quebraba nuestro espíritu de solidaridad e integridad.
Lo que vino más tarde no fue bueno para nadie.
Un exceso de manipulación de las personas y utilizar los “ideales” para la lucha fraticida entre chilenos. La revolución no era un chiste y los jóvenes en la Universidad andaban armados, se fomentaba el odio y se marcaba con motes a quienes no pensaban como ellos. “Amarillento”, me decía un amigo despectivamente, por no comulgar con sus ideas. Aún mantengo vivo mi sentimiento de amistad con aquel, a quien estimo, pero muchos estaban enceguecidos por la llamada “lucha de clases”. Nadie puede negar las reuniones y charlas dictadas a los estudiantes difundiendo la ideología y conociendo detalles de lo que fue la revolución contra Franco en España, conociendo y tomando esos ejemplos, para prepararse y tomar medidas para lo que venía indefectiblemente con el tiempo. El enfrentamiento, para implantar por la fuerza revolucionaria las ideas y pensamientos. Ni hablar de la magna importancia de la revolución cubana que hasta hoy no da frutos ni libertad a su pueblo.
Una mañana, me encontré con un afiche de un soldado, pegado en uno de los muros del estado regional, con un rostro que nunca olvidé, embarrado, con un rictus de gran esfuerzo y entrega. Se notaba como un servidor fiel de la patria. La leyenda escrita en el pie de foto era lo que lo hace inexplicable e incomprensible como anuncio del estado de la caótica situación que se avecinaba y que no podía comprender: “Soldado: Desobedece a los oficiales que instiguen al golpe”. (o algo parecido a eso). La lucha comenzaba a tener otros ribetes y lo que eran solo ideas o “ideales” como les llamaron en su momento, cambiaban bruscamente a un frente que desde hace bastante tiempo se venía precipitando rápidamente como una voluminosa cascada hacia el abismo. Las reuniones de la Universidad ya no eran la discusión de ideas y palabras. Se afanaban los unos por violentar a los otros y se hablaba, incluso, de no dejar entrar a nadie al aula si no contaban con un carnè de “militancia”. Eso exacerbaba los ánimos, la violencia crecía en todos los rincones y nadie detenía el crecimiento constante de una ola que más tarde desencadenaría una hecatombe que traería nefastas consecuencias. Los grupos ya no eran de ideas. Vi a muchos de mis amigos, preparándose para la lucha y el enfrentamiento. En el sector del casino “Las Torpederas”, se realizaban clases de defensa personal, empleo de nunchacos y armas blancas, y se dictaban clases, algunas impartida por militares que desconocían el fin por lo cual eran malamente utilizados. La revolución se veía cercana.
Se entremezclan los recuerdos de ese tiempo. No puedo negar que uno se contagiaba con la idea de construir un mundo mejor, más ecuánime y justo. No se puede negar, en honor a una verdad histórica, que muchos trabajaron con verdadero sentido de cariño y responsabilidad en el desarrollo de sus propias creencias o ideas. Existían como en todo, las buenas intenciones. Por un lado estaban los que lo tenían todo, y por otro, los que no tenían nada. Entre ellos un amigo al que la vida le había ofrecido sendos tragos amargos. De sensibilidad extrema, inteligente, de buenos sentimientos, un hombre de bien. Quiero decir que él encendió en mí, en esas horas de café y pan con huevo en el casino universitario de concesión del querido Don Hernán, un especial sentimiento de cariño hacia el Ejército de Chile. Hablaba de sus experiencias como soldado, de su formación, del uso del fusil “Mauser” y del gran sentido de la responsabilidad adquirido. Pasaba largas horas comentándome en amenas charlas anecdóticas sus vivencias de soldado. Siempre tuvo los mejores sentimientos para una Institución tan importante de la patria.
Era un hombre marcado por el sufrimiento. Decente y digno, pero de condición social marcada por la falencia de medios, carente de recursos, sin que por ello se le viera alguna vez mal vestido o deslustrado. Todo lo contrario, limpio en extremo, delicado y preocupado siempre de su imagen. Amaba a su madre y sus hermanas. Maltratado en muchas oportunidades por su padrastro y testigo de la violencia de éste con su más sagrada posesión: su madre. Trabajador incansable en su casa, pero también conocedor de la dura realidad que deben enfrentar los que nada tienen. Tenía un alma buena y un pensamiento que lo llevaba a creer que la consecución de sus ideales se podría conseguir aplicando la lucha de clases. En esa corriente de ideas centraba los mejores esfuerzos de su vida. Más tarde permaneció injustamente encarcelado y finalmente partió, salvando su vida, al exilio.
Nuestros gustos por el canto y la música nos unían. Èl punteaba y tocaba hábilmente la guitarra, deleitándonos cada vez que teníamos la oportunidad, con melodías de los “Indios Tabayaras” y melancólicas canciones ….”Cuando la gente duerme vago yo,..(Nicola Di Bari) y de vez en cuando las últimas canciones de la moda universitaria, de quien saltaba recién a la tribuna de la fama, el conocido Tito Fernández: “Allá por el horizonte, en un estadio pelado, juegan los seleccionados”…. o “Nos criamos desde chicos, juntos en el mirador. Mi padre peón antiguo, el suyo: administrador….”
Entre otros cantos de la época, me sabía de memoria: “Con brotes de mi siembra”, pero en versión “Universitaria”, habiéndola cantado en más de una oportunidad en las tradicionales fogatas mechonas, provocando alaridos y aplausos por lo “picante y grosera”. (Después de cada interpretación me daba mucha vergüenza haber lesionado mis principios de buena educación. Pero eso provocaba alegría en las fiestas y siempre tuve un alto sentido del humor). El casino tocaba todos los días canciones de orden social comprometido, entre ellos Víctor Jara y su inolvidable “Te recuerdo Amanda, la calle mojada, corriendo a la fábrica donde trabajaba, Manuel….”, encontrando en esas canciones poesía y sentimientos. Más tarde pudimos apreciar las interpretaciones de Quilapayún, en vivo en el estadio Sokol y en los salones de la Universidad, grupos cubanos traídos para “concientizar las masas” que alegraban con sus ritmos y candombes: “Si no fuera por Emiliana nos quedaríamos con las ganas….(el cantante en esa parte, movía los ojos desorbitados y cantaba….de tomar café….”
Era el gusto por la cultura, el arte, el folklore, el neo folklore y esas nuevas corrientes musicales, que en nada comprometían nuestros valores interiores, para una u otra ideología. En lo personal, nunca me gustó Neruda, y exclusivamente por su “Farewell”, que hablaba de dejar a un hijo abandonado: “Yo no lo quiero amada, para que nada nos amarre y no nos una nada…. Encontraba aberrante que no hubiera responsabilidad paternal del poeta en ese canto, y que se tomara las libertades del: “Amo el amor de los marineros que besan y se van, dejan una promesa y no vuelven nunca más…”. Son cosas del gusto humano y no por ello se puede desconocer su importante aporte a la literatura en otras obras, pero sencillamente a mí no me llenaba. Prefería la poesía de otro estilo, como aquella copiada de un viejo libro y cuyo autor lo desconozco: “Madre, no me digas hijo quédate, la calle me llama y a la calle iré. Yo tengo una pena de tan mal jaez, que ni tu ni nadie pueden comprender, en la calle, lo sabes, me siento tan bien….Por eso no me digas madre: Hijo quédate, la calle me llama y a la calle iré, ¡hasta mañana madre, voy a florecer¡”…
La poesía estaba siempre presente en los ratos en que dejábamos los libros y los ejercicios de estudio. Muchas tardes después del colegio, concurríamos al lugar de nuestras hermosas charlas y serenatas, buscando la poesía y la verdad de la vida, encontrando un remanso de paz y de alegría, de intercambio de sanas ideas y de entretención en el canto y en la guitarra en lo que fue en su tiempo “El Tatio”, ubicado allí en la calle Matta, casi al llegar a Bolívar. El shop y las abundantes hamburguesas llenaban los espacios estomacales, pero la amistad y la franqueza, completaban en nosotros el sueño de enfrentar con el valor de la amistad lo que se nos avecinaba rápidamente para nuestras vidas que ya alcanzaba esa etapa de suficiente madurez y que nos obligaba definitivamente a dejar los sueños, las utopías e ideales y comenzar a ser hombres.
Otras oportunidades, paseábamos por la calle, oteando las bellas antofagastinas, que se paseaban con sus bolsos escolares y a quienes le prodigábamos un respetuoso saludo y un sano piropo, recibiendo en muchos casos como premio, una generosa sonrisa.
Trataba entonces, en mi inmadurez propia de la edad, de comprender de mi amigo su visión política frente al mundo. Compartimos muchos ideales en común, aún cuando en mis principios cristianos y de formación familiar, siempre estuvo presente un rechazo extremo a la violencia revolucionaria. Fui su camarada, su amigo y consejero y - aún cuando pensábamos diferente – nunca dejé de recibir de él y viceversa, los mejores enseñanzas y consejos. Comprendí también que en los ideales que cada hombre toma para su propia vida, siempre tienen marcada influencia, sus propias trancas personales, resentimiento social e insuperables dolores, marcando diferencias con respecto a los demás.
Esas circunstancias son parte del juego de la vida y cada cual debe superar sus propios dolores para enfrentar la existencia en mejor forma, no importa si al final lo consigue o no, pero el cuento válido es haber estado allí, en la lucha que creía justa y que era, sin duda, para construir el bien. Se debe ser tolerante y aceptar la diversidad.
Esos tiempos de ideas fueron difíciles, se crecía en una constante violencia verbal y física en los ambientes, pero también se disfrutaba del pensamiento libre, no se encuadraba la personalidad por las circunstancias del momento, sino se aprovechaba el ímpetu juvenil para aprender, leer y auto educarnos.
Vivíamos entonces los tiempos que gobernó el país, la Unidad Popular. Mi padre, acostumbrado a otros tiempos, tenía a partir de ahora “nuevos jefes”. De ser un chofer educado, caballeroso y bien considerado en la empresa, los nuevos “gringos chilensis” lo tenían en la mira, por sus ideas contrarias, las cuales por mesura y respeto nunca daba a conocer pero que lo ubicaban en la vereda de los antimarxistas. El tiempo del “canto nuevo”, de la lucha por una sociedad que exigía ser cambiada para mejorar las condiciones de los más necesitados, siguiendo un poco las ideas comunicadas a través de los slogan y las banderas de las nuevas autoridades de gobierno, comenzaba a plantar sus primeros y espinosos cactus en la pampa. Los ingenieros o técnicos, largamente experimentados, educados y con gran experiencia en las labores de la empresa, fueron cambiados por dirigentes políticos sin experiencia laboral en el área, traídos en su mayoría desde la capital. Se sabía que quienes ocupaban cargos, eran medianamente instruidos y desconocían muchas facetas que eran necesarios dominar o con experiencias conocer, para dirigir y hacer crecer la industria. Llegaron tipos extraños, un tanto soberbios, violentos, “me las sé todas”, (a lo largo de mi vida habré conocido a muchos de esos “modelos”) pero sobretodo con ideas comprometidas con la causa, un tanto fanatizados. Escuché a más de uno decir: “Patria o Muerte”, mientras colgaba el auricular, al término de una conversación telefónica, mientras esperábamos nuestro turno para pedir permiso para efectuar una práctica de estudiantes.
No deseo emitir juicios que pudieran herir a quienes, como en todo orden de cosas, creyeron y trabajaron con honestidad y compromiso con sus personales convicciones. Pero en verdad el ambiente era efervescente. Se motivaba al trabajador de distintas formas, siempre creyendo que era para un bien superior. El “Millón de toneladas”, fue la canción top de esos tiempos en la pampa. Se escuchaba en la radio local y corrían las notas por los aires desde los parlantes del odeón central de la plaza de Maria Elena, pasando por el mercado, y siguiendo sus notas musicales por la pulpería y las calles y avenidas. Antes de la matinée, se juntaban frente al teatro, o en los aledaños del sindicato, los “camisas rojas”, para hacer presencia y establecer de alguna manera su fuerza. En esos tiempos comenzó a quebrarse el sentido de admiración, respeto y amistad entre los propios pampinos. Los que éramos amigos, ya poco nos mirábamos, los que no estaban de acuerdo pasaban a integrar el mismo equipo de los momios opositores, las descalificaciones comenzaron a horadar un espíritu de fraternidad de muchos años, porque más allá de las diferencias laborales o económicas, nosotros nos criamos en una tierra casi “santa”, respetándonos mutuamente y lidiando solamente en cosas de orden deportivo. En la lucha de las ideas como en las religiosas, cada uno sabia cual era su lugar y no se traspasaban las líneas de los límites del respeto, pero el caos comenzaba a surtir un efecto interior y psicológico en las personas. Se comenzaba a mirar “mal” a la gente que siempre había trabajado en puestos de confianza y que por no ser parte de la “nueva horneada”, eran motejados o ridiculizados.
En Antofagasta, una tarde cualquiera mirábamos del balcón de nuestra casa una marcha de las fuerzas revolucionarias y al mirarnos encumbrados en ese alto balcón gritaban algunos, con fuerza y odio entre sus voces: ¡¡Ahora es el gobierno de los pobres. ¡Ya le vamos a quitar las casas a todos estos momios cul……s!
Comenzaba la crisis, pero no en las altas esferas políticas del gobierno sino que en la masa, en la esencia de la razón de ser de Chile, su pueblo. Se miraba con desconfianza, se “marcaba” a la gente por el color de su ideología, había que de pronto “sonreír” para hacer creer que uno “era”, cuidando su propia integridad y la de su familia. En la historia universal hay muchos ejemplos comparables a estos hechos. Se había desencadenado ya, una profunda crisis, que horadaría para siempre la historia. Por un lado los que limpiamente creían en su revolución como algo legítimo, y entre ellos algunos moderados que creían también en las buenas intenciones, y en la otra orilla, los que pensaban lo contrario siendo motejados, burlados y traicionados. Las necesidades humanas no pasaban por tener más o menos dinero, era urgente sobrevivir comprando en los mercados blancos o negros, los mínimos elementos para nuestra subsistencia. Crecía la crisis, moral y valórica.
Mi padre llegó un día a mediodía, en sus tantos viajes a Antofagasta. Almuerzo pobre y de menú: “Chancho chino con fideos” (sin pan), estacionando el blanco “Chevrolet Biscayne”, con los neumáticos un tanto desgastados, lo que mostraba también un deterioro en la preocupación y administración de los recursos de la empresa.
Sin embargo, se notaba por el estado de los amortiguadores, bien “cargado” el maletero.
Después de recibirlo con los abrazos y besos de una familia numerosa que esperaba con ansias la llegada ocasional del jefe del hogar y colgarnos a su cuello, besando su áspera piel, curtida por el sol de la pampa, le acompañamos al pequeño almuerzo. Entre las novedades de su viaje relámpago, venía al puerto a buscar “mercadería”, para la familia de su “nuevo jefe”, entendiendo con ello que tenían algún santo en la corte, por que el desabastecimiento y la falta de alimentos en la ciudad imposibilitaba el prodigarnos un almuerzo digno. Mi madre debía correr cada mañana a la JAP (Junta de Abastecimiento y Precios) por si le podían, por el “canal de la amistad” entregar algún kilo de azúcar o té a granel para calmar nuestras necesidades básicas. Mi padre sufría con la pena de tener que trabajar para alimentar de hambre a sus siete cargas. Corría de allá para acá y pasaba largas noches sin dormir, efectuando cuatro o cinco viajes en el día. Si consideramos que se demoraba en cada trayecto de una y media a dos horas, y si pensamos que en casi cuatro horas hacia un viaje de ida y vuelta, quiere decir que los cinco viajes diarios (en algunas oportunidades dos o tres) le significaban casi veinte horas (un poco menos), arriba del volante. Sin dormir y cansado de trabajar, llegaba hecho un saco de papas, y lo único que ansiaba era dormir una siesta para recuperar sus energías, antes de continuar con su faena. Después del “chancho chino”, mi padre se acostó un rato a dormir. Mi mamá sintió claramente cuando las llaves del auto de la empresa cayeron desde el bolsillo del pantalón en el piso de madera de la pieza y al recogerlas, las guardó en silencio en su bata delantal, con una oscura tentación que el diablo malo le sopló al oído y que se dejaba entrever en el brillo opaco de sus ojos, dejando mucho más tarde, las llaves en su lugar, mientras despertaba a mi padre para señalarle que era ya la hora de partir...
La “once” de esa noche fue distinta. No habíamos comido, yo diría que en más de un año, un “salame” rico y delicioso como aquel. Hubo arroz y carne y la fritanga expelía sus vapores desde el sartén hacia los tejados, provocando histeria en los grupos de gatos, que merodeaban y vivían cómodamente en esa asegurada altura, orinando a veces el entretecho y produciendo un fuerte olor que aún siento y me desagrada.
- No le digan nada a su papá de lo que han comido- sentenció mamá, la cual se esforzaba enorme y diariamente por correr y conseguir en las largas colas algún alimento para sus niños.
En el viaje de la tarde del día siguiente, mi padre venía cabizbajo, cansado de dar explicaciones, por que al dejar el auto con la mercadería en la casa de su “nuevo jefe” y pasarle las llaves para que él mismo descargara su “encarguito”, descubrió que algún malacotoso, mal intencionado, había osado robar una caja con carne, arroz y cecinas y hasta dos pollos, que iban muy bien “recomendados”.
Después de desahogar las penas con mi madre y asumir con tristeza que había sido victima de un robo, ella asintió con la cabeza diciendo: -¡Qué extraño! Haber robado solo una caja es de tontos, pudiendo haberse llevado todo. Para mí que tu jefe se “hizo el robadizo”, invitándolo al comedor a compartir por ese día algo “extra y delicioso”, una cazuela de ave, con “trutro” completo de regalo y el infaltable vaso de vino tinto, conseguido en una jornada de siete horas en la “cola” del mercado “Coopenor”, en calle Prat, pero que a decir verdad, había sido el resultado de la osada aventura de utilizar la llave que cayó accidentalmente del pantalón, en beneficio de la integridad de la familia.
Llegó abruptamente la mañana del 11 de septiembre. No tocaré los detalles de ese día, por que cada cual habrá podido a través de los años, interiorizarse y contar su propia historia y ojala la “verdadera historia”. Lo que vivimos en nuestra casa fue alegría y preocupación. La radio difundía los primeros bandos y nadie creía lo que estaba ocurriendo. Se llamaba a izar las banderas en las casas y debo decir que en mi barrio, sobre el techo del 2do. piso de nuestra casa, se izó desde primera hora muy en alto la primera enseña patria en señal de apoyo a las nuevas autoridades. La hecatombe producida en los “mil días”, a nuestro entender llegaban a su fin. Se alimentaba la esperanza de recuperar la patria para todos los chilenos y en definitiva, se iniciaba un proceso nuevo, llamado de “reconstrucción nacional”. La televisión difundía imágenes un tanto distorsionadas por la señal, y se esperaban las instrucciones de las autoridades. …“los derechos de los trabajadores y sus conquistas serán respetados”..-, decía la clara voz del lector de los bandos y -“se castigará a las personas no por sus ideas, sino por sus acciones”-…
Las noches de inquietud en las largas colas, esperanzados en adquirir un kilo de pan o algo de alimento, pasaron a ser noches de bengalas luminosas, órdenes a través de megáfonos y tiros de fusil, al cuerpo o al aire, no lo sé. En las esquinas de las calles la guardia militar ordenaba: “¡Adentro!” si se te ocurría salir a otear la calle, o sencillamente te detenían las patrullas por infringir el “toque de queda”.
Pasamos muchas noches durmiendo debajo de los catres, protegidos por los muros de cemento de la pieza, cuidando nuestra integridad debido a las constantes balaceras en las que sentíamos, literalmente, el zumbido de los proyectiles, u observábamos mirando ocultos desde nuestro 2do. piso hacia el cementerio, las balas trazadoras que rasgaban silenciosamente con su luz los espacios negros de la noche.
Los camiones subían constantemente por calle Prat hacia la cárcel y tratábamos de entender la magnitud, todavía desconocida, de ese estado que no conocíamos y que parecía una guerra.
Una de las tantas noches de cuidado y nerviosismo natural por las dificultades propias del estado de excepción, como a las 9 de la noche, golpearon afanosamente el portón de la entrada de nuestra casa, muy próximos a la hora del toque de queda. Nos saltó una natural inquietud. En la escalera de acceso, yacía Luis, entonces estudiante de la carrera de Ingeniería en Minas de la Universidad, militante socialista y con quien nos unía un especial sentimiento, por cuanto era amigo de uno de mis más estimados compañeros de curso.
Al verle en deprimentes condiciones, no fue necesario preguntarle nada ni el porqué. Había que auxiliarlo de inmediato.
A duras penas, afirmado un poco en mis hombros, caminamos por el largo pasillo hacia mi pieza. Recostado en la cama le traje un vaso tibio de leche y algo de alimento, a la vez que conversábamos los pormenores de su situación. Me habló que estuvo detenido y me mostró las partes de su cuerpo que sufrieron la tortura y los golpes las cuales se notaban por las marcas dejadas con huellas dolorosas y moradas. No tenía a esa hora donde ir. Era imprudente dejarlo solo y en un injusto estado de abandono. Lo habían dejado en libertad, después de una cruenta semana de duros interrogatorios, casi al filo del toque de queda, sin antes señalarle que si volvía detenido, se despidiera de esta vida.
Luis no era un muchacho malo, de instintos torcidos o de dudosa reputación en política. Más bien inquieto, un soñador como tantos, que creía que podía hacer realidad lo que con tanta convicción pensaba. No se pudo establecer que tuviera que ver con alguna comisión de algún delito y fue dejado en libertad. Otros no corrieron la misma suerte. Así que un tanto en secreto, por ser mi familia adversa absolutamente a las ideas políticas de izquierda, pero con un sentido claramente cristiano y de amor al prójimo, le tendí una mano generosa a Luis, quien no lucía su barba característica y por la cual le conocían todos en la Universidad. Al día siguiente, emigró donde familiares, nunca más supe de su paradero. Ojala haya subsistido y se recuerde, si es que lee estas páginas, de esa noche tormentosa y dolorosa, en que salió de su encierro, golpeado, torturado, magullado y moreteado, pero con vida.
Circo de campaña…
“Mi madre me castigaba tumbay tumbay la…con una cola de oveja tumbay tumbay la…”(canción popular”.Un soldado de la época la cantaba…)
En el circo de campaña de Monturaqui, los soldados organizaron una buena cantidad de números artísticos. Los imitadores infaltables hicieron parodias del 2do. Comandante, el conocido “Tomoyo” Birlenguer, y otros se entretuvieron y rieron a carcajadas cuando imitaban mis propias formas. Con una amplia sonrisa en mi rostro y al mismo tiempo controlando mi enojo y disgusto interior por un falso orgullo y sentir que me ridiculizaban, especialmente cuando exageraba el soldado Muñoz Aracena mis movimientos de manos y ademanes, y un lenguaje tan como de hablar con la “boca llena de papas fritas”, gangoso y con voz de resfriado.
(Cuando niño, nunca pude pronunciar la letra “R”. No podía decir “Señora Raquel” y cuando lo hacía se dibujaban sonrisas en los rostros. Con los años eso me hizo muy tímido y me ha costado siempre, pero siempre, enfrentarme a públicos auditores, lo cual he vencido con mucha templanza y fortaleza.)
Una buena cantidad de chistes nos hicieron reír; canciones y anécdotas. Toda una jornada agradable que llegó hasta altas horas de la madrugada al calor de un jarro de café pero sobretodo, al calor de la amistad militar, de soldados e instructores. En la hora de la melancolía y casi somnolientos, en esos minutos del cansancio y sueño en que los recuerdos cabalgan silenciosamente con nuestros sentimientos y nostálgicos por nuestras propias familias surgió, después de haber reído a carcajadas con el soldado “Tumbalayla” que entonaba sonriente un canto campesino:.”…Mi madre me castigaba tumbay tumbay la, con una cola de oveja tumbay tumbay la, por que no me gustaban las niñas tumbay tumabay la, y me gustaban las viejas, tumbay y tumbay la,”… o afloraban las tristezas con una canción, entonada con el alma por el soldado conscripto Garcés que sin tener gran voz, - aparte de que se imponía por su fìsico y estatura - reflejaba un tremendo sentimiento y compromiso con su mensaje musical expresado en un tango triste pero también en su expresión corporal: “…Yo era un porotito, cuando murió mi padre, fue tanta la tristeza que mi viejita y yo comíamos llorando el pan amargo y duro….” y afloraban a borbotones las lágrimas de los hombres-niños, soldados rudos y sensibles, que se forjaban en esas lejanas latitudes para la guerra. En esos instantes trataba de disimular mi emoción mordiéndome la lengua, para no demostrar debilidad de hombre mayor, a mis queridos soldados, por que con ese canto llegaban las imágenes individuales de nuestras madres, hermanas, familiares, nuestros padres ausentes o presentes, aflorando las emociones y tristezas, que hacen que uno en la distancia, en un inhóspito rincón de la cordillera chilena, casi abandonados a su suerte, sin saber si el retorno será una realidad en el mañana, valorando en toda su verdadera dimensión, el tener familia, el tener hogar y el contar con alguien que cada mañana al despertar, estará también pensando en nosotros. Ese sentimiento común se fortalece en las duras experiencias de quienes visten el uniforme de soldado de la patria, y se va forjando el temple acerado perfecto para lidiar con las espadas en la propia vida.
No sé si el soldado Garcés sabe que esa noche le pedí una copia escrita a mano de la letra de esa canción, lo cual me entregó a la mañana siguiente, y que aún conservo, sacándola de una de las páginas de un libro antiguo, que mantengo por más de treinta años donde a veces escribí alguna vivencia en terreno y que más adelante contaré.
Decía que la emoción nos embargaba en ese instante y era tan fuerte, que nos ponía sensibles ante las circunstancias, de modo que antes de permitir que nuestra humana debilidad nos jugara una mala pasada, la orden fue tajante: ¡Formar! seguido de un escueto ¡Descubrirse para orar!
“… Señor, te pedimos por nuestras familias, por aquellos que están lejos, para que podamos salir adelante de todas estas pruebas y al final de nuestro servicio militar, volvamos íntegros a disfrutar del amor y la alegría de quienes dejamos tan lejos, en Ovalle, Santiago, Tierra Amarilla, Combarbalá, Canela Alto y Canela Bajo, Antofagasta y la pampa salitrera, y nos des la oportunidad de decir a cada uno de quienes forman nuestras familias lo que nunca fuimos capaces de pronunciar: que los amamos y que ahora en la distancia nos hemos dado cuenta de los importante que son para nosotros….Padrenuestro que estás en el cielo….”
“¡Buenas noches soldados….!!”
“¡¡Buenas noches mi cabooo !!”
El invierno en Monturaqui fue marcado en esa oportunidad de nuestro relevo por las más bajas temperaturas cordilleranas. Los cabos Iturrieta y Cerda graficaron en sus antiguas máquinas de rollos algunas escenas del recuerdo. Para quienes no conocía ni la lluvia intensa ni la nieve, fue una nueva y hermosa aventura que marcaría también momentos importantes de la vida militar, especialmente los soldados de mi escuadra, también nortinos, que no conocían el clima frío de la cordillera.
En las tardes bajaba mucho la temperatura y notábamos de inmediato un aire que hacía sentir sus afilados cuchillos clavándonos los huesos, especialmente en las largas noches de guardia custodiando los polvorines y pertrechos militares, esa temporada fue algo espectacular para nuestras primeras experiencias de soldados, en una singular misión como lo era el encontrarse resguardando la frontera.
Eran mis tiempos de joven clase instructor de infantería, reconociendo desde siempre mi personalidad y carácter impetuoso, por no decir obsesivo, porque no daba lugar a nada que no fuera el cumplir ciegamente la misión encomendada, matizando de vez en cuando las tareas militares con las de esparcimiento, tan necesario en zonas de aislamiento. Creo que en una de esas tantas oportunidades, cuando nos encontrábamos con la orgánica completa de la sección en los primeros días de nuestra comisión en la zona, antes del ejercicio, actué tal vez con demasiado celo o quizás con un poco de innecesaria violencia sicológica, a fin de establecer claramente las líneas que permitían mantener la autoridad a toda costa, ante el temor natural que se pudiera vulnerar las normas de la disciplina y el mando.
El teniente Mario Tapia, era un oficial joven, de un gran carisma. Silencioso, respetuoso y sobretodo un líder que junto con orientar y guiar, se preocupaba de su personal, especialmente del contingente, otorgando a su mando esa libertad tan necesaria y propia del Comandante que confía en su gente, otorgando la libertad de acción a fin de solucionar en forma práctica las situaciones del diario vivir, sin por eso dejar de mantener una autoridad permanente y de control, especialmente de las condiciones de calidad de vida y de higiene que presentaba el lugar, que sin ser óptimo, nos daba adecuada protección. Junto al teniente Tapia, otro buen oficial, el entonces alférez Andrés Benavente, el rey del puré de papas. Desayunaba puré, almorzaba puré, comía puré a toda hora. Era su comida única y favorita y en realidad disfrutábamos mucho de su gusto culinario, por cuanto era fácil mantenerlo cómodo y con ello pasar con agrado y satisfacción las largas jornadas que duraban la custodia y servicios de nuestros puestos en la cordillera. Ambos oficiales nos permitían, aparte de una buena gestión y liderazgo por su gente, trabajar en armonía y cumplir cabalmente las tareas dispuestas, sin jamás ofender, sin gritar, sin tratar mal a nadie y con el convencimiento claro de que nuestro actuar era en beneficio de la más importante misión encomendada por el mando del regimiento “Esmeralda” en esa localidad.
El contingente que nos acompañaba, era en verdad nuestra mayor preocupación. Siendo jóvenes, casi niños, estaban en esa edad plena de su desarrollo individual, tratando de alcanzar algún grado de madurez, la mayoría cumpliendo con mucho entusiasmo las obligaciones de la ley del reclutamiento y otros, no muy contentos, por cuanto tras cada soldado siempre hay un mundo de problemas: familias que esperan de ellos su pronto retorno para asumir muchas veces tareas que no les corresponden, por enfermedad de sus padres, viudez de sus madres, situaciones de paternidad, de trabajo, y propias preocupaciones de la existencia humana. He conocido muchos soldados, y aprendí de ellos que la principal razón del hombre es siempre su familia, otorgando a esa necesidad social el valor justo que permite al hombre entregarse a su trabajo con toda su energía y capacidad, sin descuidar el más importante valor del hombre. Sin embargo, aún en nuestros tiempos, en una Institución que se precia moderna, aún existen individuos que no entienden, a pesar de sus propios fracasos familiares, que se debe volcar todo el amor a ese principal núcleo de la sociedad para así otorgar un verdadero valor y sentido a nuestra propia vocación de soldados, descansando un poco en el bienestar de los que dependen de uno. Los tiempos de hoy son difíciles para la familia, pero siempre podemos luchar para salvarla de la indiferencia e integrarla plenamente al sitio que le corresponde en nuestro orden de prioridades en la vida. Se debe siempre privilegiar a la familia sobre toda otra egoísta percecpción. Nuestra situación de aye, en ese entonces, era la regla a la excepción.
En tales circunstancias, todas las personas son distintas y cada cual es “un mundo diferente”. El tema de los valores, como lo son la honestidad, la responsabilidad y la buena educación, sigue y seguirá siendo siempre problema de los padres y de la familia. No es tema de colegios, ni de los siempre injustamente vapuleados profesores, es tema de hogar. En estos días se puede vislumbrar familias, en que la madre, se viste de joven en las tardes y sale a vivir “su” vida con el “permiso” de sus hijas, las que avalan el que pueda disfrutar una tarde de jolgorio y fiesta de un caballero que sale con su madre, pero que no es su padre. Por el otro lado el padre, también tiene su doble vida y la sociedad de la familia se trastoca y se desordena. Tus hijos, mis hijos y “nuestros“ hijos, hablan de una sociedad desordenada y carente de valores. Lo que viene con el cambio de la sociedad actual, y ojala me equivoque, será un quiebre definitivo de lo valórico y el peor atentado a la familia, sin que la sociedad actual mantenga y/o dicte normas que por la cultura “Light” de nuestros tiempos tratan de romper ese vínculo, dando paso a libertades excesivas y a situaciones fuera de control, que afectan la familia.
De modo tal que en cada núcleo social, se mezclan distintas formas de culturas y valores, aún tratando de compartir y ser tolerantes hay situaciones que no deben ser permisivas, como es el caso de la falta de honradez o la ausencia de la verdad.
En esas circunstancias, en plena cordillera, un hecho sencillo, pero a todas luces atentatorio a la moral, se produjo por la inmadurez propia de los jóvenes conscriptos. Seguramente las ansias de fumar un cigarrillo, llevó a uno de ellos, a robar desde la pieza del teniente Tapia, una cajetilla de cigarros, el cual, por lo general, compartía sus “puchos” con el personal, en las jornadas de tertulia y conversa, lo cual encendió una injusta o justa ira personal, que daba lugar a una investigación.
Los métodos aplicados eran siempre el de ofrecer la posibilidad de que el culpable saliera al frente, asumiendo las responsabilidades propias del hecho. Una segunda instancia, la de que alguien pudiera haber sido testigo y cara a cara delatar al responsable. Ante la ausente posibilidad de encontrar algún culpable con el método tradicional, se optaba por una breve sesión de gimnasia forzada y colectiva, con carreras y “tombitos”, con desplazamiento a “punta y codo” y órdenes rápidas de “Media vuelta carrera mar….y/o tenderse……sapitos comenzar..:”, lo que en la jerga militar se llama un breve y leve “aporreo”.
Estábamos en esa práctica, buscando la forma de descubrir al culpable, cerca de antiguas letrinas utilizadas por contingentes anteriores, con excrementos secos formados por lentejas mal cocidas en la altura cordillerana y no trituradas por los intestinos y pegadas unas a otras durante mucho tiempo, que parecían en verdad inofensivas “habanos” cubanos, cuando se me ocurrió malamente (y lo digo hoy con sincero arrepentimiento) la brillante idea de ordenar:
- ¡¡ Todos los “pelaos” formar con un “puro” en la boca…!!,-
ante la mirada atónita e incrédula de mis “pequeños” soldaditos, a los cuales hoy miro y recuerdo con sincera y humilde paternidad, los que lealmente y sin chistar obedecieron la orden, sin por ello dejar de entender que sus sentimientos interiores hubieran sido en esos momentos el de pegarme o lanzarme al fondo de las abandonadas y soleadas letrinas y hasta con justas ganas de matarme.
Finalmente espeté, arrepentido pero sin poder echar pie atrás:
- ¡Si no sale el culpable, se lo comen…!
Bastó esa orden para que un escupitajo surgiera, lanzando lejos un puro por uno de los soldados que dijo finalmente: - ¡¡ Yo fui mi cabo, yo soy el culpable !!, con la consiguiente seguidilla de escupitajos de todos los que formaban frente a mi, sintiendo también mi profundo arrepentimiento, pero sin hacer notar ni un rictus de duda mi pensar, prevaleciendo el que la disciplina “se mantiene a toda costa”.
Lo que vino después fue un leve “castigo” nocturno: El responsable durmió esa noche en medio de la cuadra, en un saco de dormir, en el suelo frío de cemento, pero custodiado por cuatro velas, como en un “velatorio” de algún mortal que pasa a mejor vida, las que se consumieron en menos de una hora, enterrando con las primeras luces de la madrugada el incidente entre los cerros y la cordillera, dando vuelta la página, sin antes enseñar que debía dar la cara y representar las excusas al oficial afectado, el cual por caballerosidad, pero sin dejar de aplicar la sanción disciplinaria por la grave falta, fue aceptada, dando muestras una vez más de las virtudes humanas de nuestro querido y recordado comandante, el teniente Tapia.
Lo mío en verdad fue un exceso, lo reconozco hidalgamente; pero de esos excesos muchas veces en mi vida militar fui también victima, sobretodo en otros de orden psicológico que algún día narraré, pero aquellos eran otros tiempos y las generaciones de hoy son distintas. Sin embargo, la dureza nunca fue mal intencionada y no hubo con ella mal instinto o cruda sed de venganza, fue una forma poco adecuada pero en el final del esfuerzo, permitió aclarar una situación desagradable.
Las guardias y servicios cumplían a diario sus roles y las noches muy frías nos obligaban a mantener preocupación permanente por nuestros soldados, que de enfrentaban las condiciones climáticas de la cordillera.
Muy de madrugada comenzó la lluvia. El fuerte golpeteo en las planchas de zinc del galpón que utilizábamos de “Cuadra”, nos despertó a todos y los centinelas cercanos a la puerta, nos dieron la voz de alarma.
Hubo que reorganizar los turnos y buscar la mejor manera de proteger al personal de las inclemencias del tiempo y cubrir el armamento, Los ponchos impermeables se abrieron como murciélagos en la madrugada y en el brillo húmedo de sus telas se desplazaban los gruesos goterones.
Llovió todo el día y toda la noche siguiente con pequeños intervalos.
La madrugada siguiente fue distinta. Mientras efectuábamos trabajos de tierras con palas y picotas para canalizar las aguas lluvias a lugares donde no causaran tanto daño, como era el caso de los polvorines, comenzó una lluvia blanca de copos de nieve que comenzaron a cubrir el paisaje y a mezclarse el agua con las plumillas que caían suavemente como el mejor regalo del cielo para un día oscuro y frío, pero tremendamente novedoso para quienes formábamos la pequeña guarnición militar de Monturaqui.
Cesó el trabajo y lo próximo fue disfrutar de un fenómeno natural que nunca habíamos, en nuestra gran mayoría, vivido. No faltaron las ocultas cámaras fotográficas de rollo que salieron de las mochilas para captar las imágenes para el recuerdo de una situación inolvidable. Nuestras manos y miradas se posaban en el cielo oscuro y de nubes bajas, para recibir esas caricias divinas que blanquearon en breve instante las grandes extensiones del desierto.
Durante la tarde todo fue relajado. Algunos soldados, pala en mano, construyeron su primer “mono” de nieve, uniéndonos en emociones y carcajadas.
Por allí había un depósito de una carretilla abandonada, al cual se me ocurrió atarle algunas cuerdas y construir también, en mi ilusión de niño adulto, un trineo. Faltaban los perros siberianos o medios de fuerza, pero mi escuadra de soldados era fuerte, así que amarrándose voluntariamente los arneses, iniciamos una tarde de juegos y paseos en trineo, riéndonos como en nuestros mejores juegos de niños, con algunas caras largas de mis soldados, que al final también se tornaron alegres disfrutando de este juego.
Con los años me encontré con un gran amigo y ex soldado de ese entonces, el “Reclutín Pérez”, quien jocosamente se recordaba de esa tarde, en que tuvieron que correr “…Acarreando como “weones” (palabra textual”) a otros “más” weones “ (ese seguramente era “yo”…)
La alegría es parte de la vida militar y siempre hay espacios para la diversión, la agradable reunión, la celebración del cumpleaños, el ascenso, las buena y/o malas noticias.
Después de ese día de juegos y emociones distintas, sin haber descuidado el recolectar leña en los alrededores, antes de que fueran humedecidas por el agua de la lluvia o la nieve, nos concentramos en compartir una tertulia de amistad con nuestros soldados, sirviéndonos un buen café al alero de la cuadra, que si bien estaba fría, al menos estaba seca.
Durante la amena tertulia surgieron las anécdotas de siempre y la siempre viva alegría de los soldados, que descubrían cada día algo nuevo y que se acostaban cada noche satisfechos del deber cumplido, sin tener rencores ni malos recuerdos y comprendiendo que en los esfuerzos de la formación del hombre que debe enfrentar la guerra, más allá de las durezas del carácter, esta siempre viva la amistad y el deseo de servir, uniéndonos frente a valores tan importantes como el amor a la patria.
El soldado William Serey, era un conscripto muy servicial, caballero, serio y responsable. Se había constituido en un hombre fundamental y estaba siempre preocupado de todo el personal de la escuadra y especialmente de los oficiales que se encontraban en ese momento en comisión de patrullaje por el ejercicio. Conversador y de un lenguaje sencillo, siempre tenía una solución a alguna pequeña o gran dificultad.
La noche y la conversa estaban en todo su esplendor. Afuera la nieve caía aún interminable y ya se tornaba difícil abrir las puertas, debiendo apalear y tirar el hielo lejos hacia la calle para poder limpiar un poco las veredas.
- ¡Hagamos un fogón, mi cabo! - Me dijo el soldado Serey, a quien con cariño le decíamos “El guatón”.
- Hay un par de tambores de petróleo cortado en el sector del rancho junto a la madera bajo techo.¿Qué me dice?
Como el frío comenzaba a helar las dependencias, encontré muy buena la idea, así que al poco tiempo de lanzada ésta, entraba un humeante fogón, ardiente y tibio a nuestra cuadra, prodigándonos un tan necesario calor, y arrimándonos todos a èl, juntando las manos y alzando los pies desde nuestras sillas, para calentar nuestras frías humanidades inferiores, procurando ponernos en un lugar más cercano al fuego y continuando en la coloquial charla de nuestra reunión de amigos.
Deben haber sido las cuatro de la madrugada, cuando un dolor intenso de cabeza me consumía y rompía el cráneo. Un estado de letargo inmenso me mantenía como en un sueño, volátil, casi fantasmal, observando aún las brasas encendidas, pero sin poder abrir los ojos. Soñaba que volaba por los aires de Maria Elena, disfrutando de la vista aérea de todo el campamento y disfrutando las luces nocturnas y las faenas. Cada vez que necesitaba un impulso para volar más alto, doblaba con fuerza un lápiz que hacia que mi motor corporal o del alma, se desplazara más alto. Allí veía mi infancia olvidada. Observaba extasiado de felicidad las estrellas y sobre ellas me montaba para mirar hacia la tierra. Comprobaba una vez más la suavidad del cariño y manos de mi padre que me jabonaba con un calcetín para sacarme el polvo sucio de la calle limpiándome los pies como Jesús, después de la sufrida pichanga nocturna en mi barrio, o esas manos pintadas de negro con el carbón piedra que mi madre encendía para el frío o para calentar sus exquisitos porotos granados con mazamorra, en nuestra hermosa cocina de fierro fundido, en el rincón del pequeño patio y que nos ofrecía un tan necesario calor en las noches de la pampa o jugando a media mañana con mi caballo de lata y mi carromato de Cow boys, arrastrándolos con un cordelito por los caminos que yo mismo construía en las veredas de tierra. Mi paraíso infantil me llenaba de alegrías y emociones….Pero el dolor de cabeza me estaba matando y las estalactitas de hierro frío removían mi cerebro, se nublaban mis sueños y comenzaba a sentir una fatiga enorme e interminable. Mis ojos, pesaban como plomos y nada podía hacer en medio de ese sopor que ahora me parecía casi dulce, como señalándome que debía entregarme a sus brazos y quedarme allí, sin voluntad, dulcemente dormido y para siempre.
De pronto un ángel, de esos que me han acompañado siempre, entre ellos mi compañero de juegos infantiles Benjamín Honores Díaz, pateó mis piernas y su golpe aumentó considerablemente mi terrible dolor de cabezas.
Desperté, si es que puedo decir que desperté - por que aún no veía bien mi entorno - muy sobresaltado, con mis manos apretándome la cabeza, la que sufría un dolor casi insuperable.
Mis ojos miraban en el suelo a mis soldados caídos, vomitados, todos yertos de frío o de sueño. Mis soldaditos queridos, esos mismos a los que les hablaba fuerte para darles una lección o correctivo, pero que se anidaban en lo profundo de mi corazón como parte fundamental de mi vida militar, casi como pequeños hijos.
- ‘¡Serey, Sereyyyyy! grité espantado.
- ¡¡“Guatóooooooon Sereyyyyyyyyyy!!
Grité con toda mis fuerzas, comprendiendo que mi voz no salía y que solamente hacia el ademán de mover mis labios, por que fuerzas no tenia.
Me arrojé de la silla al piso, y comencé a arrastrarme hasta alcanzar al soldado Serey…. moviéndolo y después de una larga lucha, logré despertarlo….
¡¿ Qué pasa mi cabo? Me dijo también en un tono casi ido ….
Después de mirar a su entorno y manifestarme también su gran dolor de cabeza, me dijo: ¡¡Están todos los soldados, al parecer, durmiendo!!- , tratando de abrir los ojos y contemplar lo mismo que yo hace pocos instantes.
¡¡Vamos Serey,!! Saquemos los soldados al aire, no están dormidos, se están muriendo...Se están ahogándo….
Uno a uno, con nuestras pocas fuerzas y con el valor que se da la adrenalina en situaciones difíciles, comenzamos a arrastrar a nuestros camaradas a la nieve, recostándolos en el frío suelo y tratando de poner colchones en sus espaldas, para respirar y oxigenar sus pulmones con aire puro.
Mientras esto ocurría, mis oraciones siempre presentes en mi vida, fluían a mis “Santos” celestiales y regalones, (San Judas Tadeo) y la Santísima Virgen del Carmen Patrona y Generala y a todos mis ‘ángeles”, esos que partieron antes de esta vida. Estaban allí todos presentes.
Los cuerpos fríos, las tenidas vomitadas, poco a poco comenzaron a moverse, lentamente se iniciaron los milagros. Amanecía en Monturaqui, con ese frío glacial de la nieve que en esos instantes había cesado y entre los cuerpos frágiles y/o vigorosos de mis soldados surgían voces y movimientos, (aumentaban a cada instante las oraciones de mi parte), y en la primera claridad del alba, ya era posible verlos a todos sentados, listos para entrar de nuevo al abrigo de una pieza que nos había ofrecido una hermosa tertulia y que casi nos llevó al paraíso celestial, por el monóxido de carbono de un brasero para el frío.
A las ocho de la mañana, los que pudieron, formaron “sin novedad”, para izar nuestra bandera en el entrada del cuartel en un pequeño mástil.
Toque de clarín…
No sé qué sentimiento inundó mi corazón ese día inolvidable de mi juventud, en que tuve que presentarme a la guardia del Regimiento “Esmeralda”. Era el 2 de abril de 1974, y los soldados que se presentaban eran aquellos de la “Clase 55” en su gran mayoría y otros pendientes nacidos el año 1954 entre ellos yo, que tenia un poco más de edad y con un mayor grado de madurez, quizás.
El Ejército de Chile, era para mí en ese entonces, aquella Institución relacionada con las armas y en ese instante el más importante organismo que llevaba en sus espaldas las tareas de dirigir la reconstrucción nacional, a través de sus mandos en todo el país. Si bien en un inicio fue entusiasta el trabajar por la reconstrucción y entregar todo el espíritu y dedicación de tantos servidores anónimos que lo hicieron con verdadera vocación de servicio a Chile, renunciando a muchas situaciones personales con una vocación muy clara de ser soldados de una justa y necesaria causa; pero con los años, pasó a ser una sobrecarga muy pesada, en la que se debía cumplir tareas propias de aquellas para lo cual se justifica y avala la existencia del Ejército, la Defensa y, paralelo a ello, asumir la organización y administración de tareas de Estado, luchando cada día por vencer los obstáculos y situaciones que en ese tiempo Chile debió enfrentar estoicamente.
Mis otros recuerdos relacionados con el Ejército y su historia, giraban en torno a los homenajes que tradicionalmente efectuaba la academia de gimnasia “Cuadro Blanco” de Maria Elena, la que en un ocasión hizo una representación magnífica del Asalto y Toma del Morro de Arica con una caída espectacular de un caballo de cartón desde gran altura, con el aplauso de aprobación unánime del público que repletaba las galerías y plateas del estadio en una de las tantas y frías noches pampinas, o en los actos permanentes de los lunes en la Escuela Consolidada “América”, donde se leía cada lunes un episodio histórico o se cantaban himnos militares o de las Instituciones armadas.
‘Salve a ti, Salve Oh Prat que supiste, venerar del martirio la cruz….! Cantaba leyendo en una hoja de papel de cuaderno de hojas verdes que regalaba el gobierno, la Carmencita Godoy en el patio junto a sus compañeras y sus ojitos brillaban y me contagiaban con su fulgor, pero era la hija de la querida profesora Leontina y no podrían yo bajo ninguna circunstancia y/o pretexto pretender alcanzar “su altura”; Sin embargo cantaba hermoso y mis oídos, en ese tiempo hábiles para la música, encontraba ese canto - aparte de marcial y de alto contenido patriótico - “angelical”, casi religioso, viniendo de los dulces labios y voz de soprano de Carmencita.
¡Cantemos la gloria del triunfo marcial!, que resonaba en la voces viriles de los niños y jóvenes de entonces y otros hermosos himnos marciales en los actos del colegio: ¡Vibre ya la canción que proclama, de la Escuela supremo ideal, elevemos el himno que llama…¡
Debo decir en este espacio disponible para la palabra, que quién marcó también en mí, un gran amor a Chile y su Ejército e historia, fue el profesor Marcial Carrasco, recientemente fallecido en Junio del 2011. En esa ocasión nos pidió la colaboración monetaria a los alumnos para adquirir y regalar como donación del alumnado a la radio interna del colegio, el disco de los Cuatro Cuartos, muy en boga en esos años: “Adiós al Séptimo de Línea”, el cual era tocado durante todas las mañanas en los recreos. De esa secuencia de canciones tan bien interpretadas por los Cuatro Cuartos, en le época del llamado neofolklor, surgió un gran valor de amor a Chile y su historia y no había quien no disfrutara de la historia de nuestra patria y el aporte Institucional a la cultura y desarrollo del país.
En otra oportunidad muy anterior y reforzando mi amor a la carrera de soldado, recuerdo haber visitado con mi padre la estación Chacance, cerca del rio “Loa” por el lado de la ex oficina José Francisco Vergara, y ver allí un desfile de soldados, algunas escuadras con perros, tanques y hasta bicicletas, contagiando con su marcialidad y gallardía al público pampino que llegaba después de una larga jornada en tren a ese sector cercano, participando como espectadores en el término de lo que hoy puedo decir, con conocimiento pleno, como la finalización de algún período importante de maniobras o ejercicios militares en la zona.
Si a ese sentimiento, se une el de haber participado tantos años en las actividades de escultismo del colegio, habiendo sido impregnado de valores como el honor, y poner en práctica “La Promesa” y eso de efectuar una buena “obra diaria”, y cantar por las calles, con un báculo de madera con la banderilla chilena: “El campamento es querido por los Scouts. Gloria, gloria aleluya….”, se puede comprender entonces que en el alma se van anidando semillas que más tarde hacen de la vida del hombre un encuentro con su vocación, y que en mi caso, era la de ser soldado.
Tengo que decir que en esos tiempos en las Brigadas de Scout de la pampa, los muchachos pampinos, se vestían de pies a cabeza con los atuendos internacionales del escultismo, es decir con ese sombrero que usaba el fundador de origen Inglés, las tenidas y bototos negros y medias, más el piolín o cuerda que uno transportaba como elemento vital para salvataje, lo mismo que el pañolín con el siempre apetecido (y que nunca pude “tejer”) cordón de Gilwell y el nudo diario que había que deshacer al final del día con la buena obra.
Mi atractivo mayor era usar ese sombrero de ala ancha pero con esa terminación en punta como los que usa la Policía Montada en Canadá. Lamentablemente, para disgusto mío, cuando ingresé al Grupo Scout, no quedaban disponibilidades de ese sombrero tan hermoso, y los nuevos scouts, debíamos usar unos “Coscachos” que en verdad no nos gustaban para nada pero que siendo más económicos marcaron con el tiempo la tónica y uso de ellos, hasta ser definitivamente cambiados por la boina negra española.
Casi treinta y tantos años después, en un viaje que realizó mi esposa a Canadá, quise cubrir esa “falencia trunca” de niñez, y le encargué ilusionado un sombrero de la “Policía Montada”, que era para mi un sueño, y que esperé ansioso. Cuando mi esposa arribó de tan bella experiencia profesional, comprendiendo todos los esfuerzos de viajar con un bulto extra en una incómoda caja en sus manos, para satisfacer mis negadas aspiraciones de niño, llegó definitivamente con un sombrero, que era de ala corta y parece que confundida, puesto que el sombrero tenia un estilo puramente “Alemán”, faltándole la pluma de “sombrero tirolés”, lo cual me frustró nuevamente, a pesar de que siempre agradeceré su gesto noble y buena intención. El sombrero que me trajo era fabricado especialmente para un cabezón de unos tres metros de alto (si es que existen esos tipos tan grandes de cabeza y estatura) y me quedó la sana duda de que quizás en qué país bíblico (atribuyendo las escrituras de donde “moran hombres gigantes”), lo habría comprado.
Afortunadamente para mí, había un profesor que coleccionaba sombreros y gustoso accedí a que se lo vendiera para recuperar esos pesos gastados y mantener aún el deseo de contar con mi sombrero de policía montado que, creo que jamás tendré y que ya no tiene una razón de valor o interés para usarlo, aún cuando podría coleccionarlo. De hecho, mi sombrero favorito es el de huaso y ése sí que lo uso junto a mis aperos con un claro orgullo de ser chileno.
Esa mañana de mi acuartelamiento estaba fría. El viento bajaba desde el cerro de la Coviefi en oleadas de aire que caían directamente contra las olas de la playa levantando el agua hacia lo alto ofreciendo un hermoso espectáculo de aguas y burbujas, especialmente cuando las gaviotas se clavaban directamente en el mar buscando en esa confusión de olas y agua, peces para su alimento.
Desde ese lugar observábamos los movimientos de camiones que salían de la guardia, mientras algunos soldados formaban al lado del mástil a cargo de un oficial que daba las órdenes de mando a un ejercicio que permitiría rendir los honores patrios para izar la bandera.
Fue el primer toque de clarín que sintieron mis oídos. No quiero decir que fue mi primera emoción, por que a treinta y cinco años de servicio en el Ejército, todavía siento esa misma sensación de alegría o emoción interior cada vez que se iza en las mañanas la bandera. Pero fue mi primera experiencia inicial, y sentía la fuerza física que aplicaban los soldados que en medio de la ventolera trataban de mantener la driza estirada, luchando por izar el pabellón nacional y controlando la presión de sus manos con fuerza para no ser arrebatada por el viento, unido a ello el esfuerzo de los labios del corneta, el cabo Campos Saguez, (llamado cariñosamente como el “huaso Campos”), que llenando sus carrillos de aire, apretaba con extremada fuerza la boquilla del instrumento a sus labios, tratando de no desafinar en su toque de corneta para izar la bandera.
Fusiles presentados en armas, con los mecanismos fríos y las manos yertas no quitaban ni en un ápice la seriedad y compromiso que los soldados ponían en ese tan sagrado acto, mientras desde la acera del frente, sentíamos el cosquilleo gratificante de la sangre que corría llena de vitalidad por las venas.
Después de una larga y nerviosa espera, entre risas y sonrisas y otros con cara de tristeza y preocupación cruzamos, por primera vez, el umbral del cuartel del Regimiento de Infantería Motorizado Nº 7 “Esmeralda”, siendo formados en un patio, que era utilizado como cancha de fútbol y desde donde nos enviaban en agrupaciones formadas, a distintas comisiones encargadas de recibir algunos de nuestros antecedentes.
No puedo decir que la acogida fuera generosa. Un clima de desconfianza natural rondaba por el aire, considerando el estado de excepción que vivía el país en ese entonces y el ingreso de civiles al cuartel, generaba un aumento de las medidas de protección interna y un clima de franca tensión.
En un costado de la guardia, en una oficina muy estrecha, hacinados unos con otros, luchábamos por escribir en un papel roneo los datos que nos “cantaba” insistentemente el instructor.
La ronca voz del entonces Cabo 2do. Guillermo Caballero Astudillo, pequeño de estatura, con un cuerpo atlético bien moldeado, en polera blanca y pantalones verde oliva, con botas negras y un cinturón ancho que cruzaba por sus caderas del que colgaba una cartuchera con pistola y con un bolso portapliegos que caía hacia las nalgas, vociferaba “a viva voz” desde lo alto de una silla, para hacerse visible, con un amplio rictus en su rostro que a ratos parecía ser una sonrisa, o que se confundía con una seria expresión, cuando se cruzaban nuestras miradas con señas de mutua desconfianza.
¡Registrar sus nombres y apellidos en las fichas!, gritaba mientras repartía unas hojas verdes de roneo.
¡El que tiene cuarto medio! Que lo ponga en el papel
(pausa, larga o corta, da lo mismo.)
¡El que tiene solamente enseñanza básica…Que lo ponga.!
¡El que tiene solamente un apellido por que no conoce a su madre o a su padre…Que lo ponga!
¡El que era de izquierda, comunista o socialista o del Patria y Libertad de la derecha….Que lo ponga…
¡El que es apolítico, cristiano, agnóstico, literato, poeta, o cantor….Que lo ponga.
Y así, a medida que íbamos terminando la presionada exigencia de registrar nuestros antecedentes en una ficha de viejo papel verde a roneo, salíamos en hilera por la única hoja abierta del portón de dos de esa oficina, sin siquiera saber si habíamos sido honestos en la contestación de esa encuesta, entregada tan a la ligera y en la cual, indudablemente que había mentiras y verdades.
Después de una agotadora mañana de caminar por los pasillos y escaleras del cuartel, sintiéndonos observados y controlados en todo instante, nos ubicaron a mediodía en agrupaciones que llamaban Compañías. La primera agrupación en la que me ubicaron, fue en aquella donde estaba un Clase que era todo un caballero, el Cabo 2do. Carlos Villablanca de la Paz, de trato afable y cariñoso, pero no por ello estricto en el hablar, denotaba poseer una gran educación y era en verdad diferente, culto e inteligente. Fue en ese mismo instante, por el sólo hecho de tratarnos bien y acogernos con cariño, que encendió de inmediato en mi interior un deseo de ser como él y poder estar allí algún día dirigiéndome con ese uniforme hermoso del Ejército de Chile, a los soldados, en un sentimiento que jamás había sentido y que comenzó a florecer muy oculto en mí.
Esa misma mañana, llegó otro instructor de mayor rango, muy inquieto, que se desplazaba de un lado a otro y que miraba a cada uno de nosotros a los ojos con una vista franca y sincera, el CB1 Héctor Flores Urrutia, ambos formaban parte de esa Compañía de Plana Mayor, lo que me auguraba en mi interior la seguridad de integrarme a un equipo del cual recibiría las mejores enseñanzas militares.
La opción duró muy poco.
Vino luego el capitán Enrique Valenzuela Samhaber. Se acercó al grupo y seleccionó a quienes tenían estudios universitarios y, otros, con estudios de Cuarto Año Medio, llevándonos de inmediato a otra agrupación paralela y algunos pasos más distantes, a la que llamaban Compañía de Morteros.
Necesitaba gente con un grado mayor de preparación intelectual.
Así que ilusionado con la posibilidad de permanecer en esa Compañía de Plana Mayor, tuve que resignarme a ser parte de esa nueva Unidad, la Compañía de Morteros, llevando recién, dos horas de mi acuartelamiento.
Durante nuestra larga espera, expuestos al sol, comenzaron las primeras sensaciones de la insolación. No había agua para beber y si la había, estaba en los baños donde no teníamos acceso aún por el “exceso” de control.
Pronto vino la organización en más detalle, repartiéndonos por escuadras, y luego de ello en largas filas, siempre al trote, nos llevaron a unos almacenes abandonados y sucios, donde se acumulaban en rumas desorganizadas, restos de vestuario en muy malas condiciones y una ropa de cama, que a decir verdad, estaba húmeda y contaminada, llena de tierra y de polvos, con unas sábanas que estaban ajadas, rotas y ennegrecidas por el uso, tratando en todo momento de mantener el trote “permanente” en el puesto y avanzar a la señal del instructor, mientras que los varillazos de madera nos golpeaban drásticamente por las piernas y las nalgas, como disfrutando de las carnosidades vitales y resistentes de la juventud, corrigiéndonos en todo instante para mantenernos enfilados recibiendo “vía aérea”, lanzadas por el aire, las sucias prendas, como si fuéramos - tristemente lo digo por que ni ellos se merecen eso - animales.
Mi entusiasmo de la mañana y la emoción de sentir el clarín cuando izaban la bandera, comenzó a declinar de inmediato y a cubrirse mi alma y mi cuerpo con los dolores de la indignidad humana y un sentido temor de no saber que sería de nosotros al siguiente día, por que aún no comenzaba ni siquiera a vivir mi primera noche de soldado.
Luego vino la entrega del uniforme, ese que yo miré puesto en el cuerpo del instructor, el cabo Caballero y que soñé vestir cuando observé al cabo Villablanca, sobretodo la emoción que me causó leer las letras amarillas del distintivo “EJÉRCTO DE CHILE” de su hermoso uniforme verde oliva.
Pero en realidad, aún no comprendía nada, era muy prematuro juzgar el minuto que se vivía. Así que esperé tener la ocasión de recibir mi flamante uniforme nuevo como el que había visto vestir a los instructores en el patio, para tener el honor de lucir con alegría y compromiso y con ese sentimiento natural de orgullo de sentirme soldado del Ejército de Chile.
Cuando llegó la esperada hora de recibir mi uniforme, me pusieron en la misma fila, pasando por esa sucia bodega desde donde nos habían lanzado los platos abollados de aluminio, los servicios, los jarros que parecían viejos tarros de conserva, las sucias servilletas y las picantes sábanas, y ni hablar de las hediondas frazadas guardadas rápidamente en el interior de un amplio dormitorio que llamaban “Cuadra”, donde se ordenaban en filas, unos casilleros metálicos abollados, viejos y oxidados, a los cuales les pusimos confiadamente un candado, en circunstancias que las latas se doblaban fácilmente al estar desoldadas y las puertas se salían de sus bisagras: Hacinados nuevamente en esa bodega donde pasábamos al trote, se nos decía:
-Buscar entre lo que hay y vestirse como puedan-, mientras los palos llovían por doquier y tratábamos de esquivar los golpes certeros que nos llegaban en canillas y nalgas y a más de alguno en la cabeza.
¡¡ Apurarse pelaos!!, gritaba el Cabo 2do. Pastén, mientras agitaba nerviosamente un palo de dos por dos, que tenía inscrito en los costados: “ DAME DOS”, “DAME TRES”, “DAME CUATRO”, ò “DAME TODO”, y que al tirarlo al suelo, como en los juegos de los dados, nos hacían “acreedores” al “Premio” de la tarde.
¿Las botas negras? Ni decir de ellas. Arrumadas, desteñidas, disparejas, sucias de polvo, sin tacos, y otras con los clavos como dientes que “sonreían” en las suelas sueltas, sumándose a la burla de buscar una bota hermana para hacer un par, al menos tratando de ser convincentes. En verdad no comprendía, no podía entender esa miseria, esa gran pobreza que tenía sumida a la “reserva moral de la patria”, en el más vil abandono político, el cual aún no se normalizaba a pesar de transcurridos algunos meses del pronunciamiento.
Pasadas las seis de la tarde, nos encontrábamos malamente vestidos de soldados. Allí surgieron los primeros sobrenombres: Mameluco “dos” – por ejemplo - por que el Mameluco “uno” era el Cabo Alarcón, instructor de telecomunicaciones, delgaducho, con cara de niño y con un bigote de pocos y delgados bellos recién salidos como “pichanga de tres por lado”, para hacerse el “crecido” entre los jóvenes, y al cual malamente recuerdo por que me pegó injustamente al saludarme, junto a un escueto: -Agáchate pelao-, una inmerecida “patá en la r..”.
“Cabrito Cabrito”, le decían al SOF. Arancibia, amante de los animales, especialmente de los perros y que cada día, después del rancho, juntaba las sobras de las comidas que dejaban los soldados para llevarlas en tarros vacíos, a sus animales. Le apodaban así por que en las tardes, antes de la lectura del Orden del Día, nos reunía en la Compañía y daba extensas charlas, usando como muletilla esa palabra: - Si pos cabrito, tienen que cumplir bien la guardia cabrito, ser disciplinados y ordenados cabrito, por que el Ejército, cabritos, los formará y será para ustedes, cabritos, de un recuerdo inolvidable y se harán de los mejores amigos, cabrito, cabrito...-
El “Muerto Guerra”, era el Sargento de Telecomunicaciones de la Plana Mayor, de quien diré que fue mi gran amigo e instructor y que me enseñó muchas cosas interesantes para mi vida. Le decían “El Muerto”, por que una noche cualquiera, cumpliendo un rol de Suboficial de Servicio, en esa hora de la medianoche cuando arreciaba el frío, lo vino a ver su bella esposa trayéndole un termo con café y al verlo semi abrigado y frío su rostro por la temperatura reinante, le tocó cariñosamente su frente y le dijo: -Sergio, estás helado como un muerto-, quedando motejado para toda su larga vida con ese sobrenombre.
La vida de cuartel, trae consigo muchas anécdotas y vivencias y, entre ellas, los sobrenombres encierran verdaderas historias que son “para la risa”, pues grafican alguna situación o anécdota vivida.
No quisiera cambiar de tema., por cuanto es mucho lo que queda por decir en mi primer día de soldado, pero los recuerdos afloran abruptamente por los túneles olvidados del recuerdo, y no puedo dejar de escribirlos, porque ello es el objetivo principal de estas vivencias.
El caso, como todo lo narrado, es real.
Antes debo definir la siguiente palabra:
“Guarén”: Rata de alcantarilla, con su pelaje oscuro y húmedo y larga cola la que causa - sin duda - una sensación de asco espantoso.
El entonces Suboficial Vega, característico en el ambiente militar de los suboficiales del “Esmeralda” por su pequeña estatura y corto cuello, de muy oscura tez, era un buen hombre. Parsimonioso, culto, educado, pero también muy enamorado. Cada vez que estaba de guardia nos dedicábamos a poner atención a su “lenguaje telefónico”, especialmente con las damas que por lo general llamaban seguida y continuamente durante el transcurro de las horas de la madrugada.
Allí el Suboficial Vega se explayaba en su coloquio simpático, armonioso, a veces pedante, pero sin duda de una temperatura elevada, por lo que estaba claro que era un hombre con el “califont” encendido, en otras palabras habitante de “California”: “-¿Como estás linda ? ¿Te gusta mi voz?”- decía impostando un poco su boca pequeña que en ese coloquio terminaba en punta, dándole un tono casi de “locutor” a su conversación. Sabemos que a veces se prolongaba en el uso del teléfono y otras recibía algún corte abrupto seguido de una voz femenina airada: “¡¡Huevón fresco!!”.
Era un narciso, pequeño, sin ninguna belleza externa pero se sentía muy bien con su personalidad. Nada puedo decir sobre si sufría algún complejo pero en realidad, se tenía una alta autoestima.
Se cuenta que en el ex Regimiento de Infantería Nº 15 “Calama”, donde inició su carrera como joven Clase de Ejército le apodaron, por su ineludible parecido a esas horripilantes especies, de cuello corto, con el apodo de: “El Guarén Vega”.
A nadie le gusta que lo apoden mal. Hoy serìa llamado bullyng. Sin embargo sus demostraciones de desagrado y enojo, hacía que en todas partes se le gritara, por diversión y clara burla y casi siempre las voces ocultas entre los tumultos, modificando muchas veces la voz:
-“ Guaréeeeennnnn, guaréennnnnnnn” - lo que provocaba una incontenible ira de su parte y una carcajada a los más antiguos y una leve y oculta sonrisa a quienes eran “menos antiguos”.
En las reuniones de orden administrativo en el cine de esa Unidad, cuando entraba Vega, todos, pero absolutamente todos movían los pies en el suelo golpeando como en señal de “pánico”, las tablas del piso y gritando por allí en coro: ¡¡“Guarèeenn”!!” pero siempre cautos en que esta actividad, no fuera descubierta u observada por algún jefe.
Una mañana de esas que llaman de “Parola”, que es la oportunidad que tiene el Comandante de la Unidad de hablar a su personal, saludar a quienes han estado de cumpleaños, dar sus orientaciones de trabajo o entregar algún estímulo recordatorio o de reconocimiento por cursos, logros, etc.., y que tradicionalmente termina con la palabras del Comandante: -¡Peticiones y reclamos al frente!-, lo que en el fondo es la autorización reglamentaria que se otorga como parte del “conducto regular”, para hablar directamente con el jefe.
De manera que muy atento al llegar a esa parte de la ceremonia de “Parola”, el entonces cabo Vega, dio el paso al frente poniéndose en posición “Firmes”, para presentar su reclamo y respetuosa solicitud al Comandante del Regimiento.
Una vez al frente, atendiendo el comandante una larga hilera de peticiones, permisos y otros referidos a contraer matrimonio etc, le llegó el turno al último de la cola, el cabo Vega.
- A ver a ver, ¿qué te pasa Vega?-. Le dijo con ese sentido paternal y autoritario el comandante.
Con voz un tanto compungida y hasta un poco tímido o temeroso, éste se explayó en su reclamo:
-Mi Coronel: Estoy muy afectado por que en todas partes la gente me grita burlonamente: “Guaréen Vega”, y eso atenta con mi dignidad. -El coronel lo miró de pies a cabeza relacionando el apodo con su físico, luego trató de dirigir sus mirada hacia lo lejos, un poco al cielo, otro poco a un cerro, diría hacia el límite de la cordillera, buscando encontrar en su mirada una respuesta justa y equilibrada a su subalterno; pero dicen que en realidad, lo que más le convocaba a mirar lejos, al mismo tiempo que se mordía intensamente la lengua, era buscar alguna figura del paisaje que le evitara lanzar una carcajada, irremediable en estas circunstancias al ver al pequeño cabo, chico, de tez oscura y de cuello corto y con boca terminada en punta, de modo que mordiéndose un poco los labios, se armó del mejor valor y espetó:
-¿Y ése es tu “gran” problema?-
- Mira - le dijo observándolo a la profundidad de sus ojos, con una mirada clara y franca, propia de hombres de alma limpia:
-Yo tengo más de veinticinco años de servicio en el Ejército y toda la vida me han dicho “El sopa de Loro”, y nunca me he sentido mal por eso-
Así que chasqueando los dedos y señalándole como lugar de avance hacia la formación, terminó con elevada voz, su sabio consejo:
¡¡ Filaaaa “guaréeeennn”
………………………..
Llevábamos todo el día tratando de vestirnos, y buscando en las especies sobrantes del vestuario, el mejor pantalón o la mejor blusa para hacernos de una tenida decente, cosa que no parecía posible.
Ya en la tarde, cuando el sol estaba en pleno camino hacia el ocaso, vino la primera comida del día. Una “sopa misterio”, repartida desde un fondo que era sacado desde el rancho por una “escuadra de servicio” conformada por soldados más antiguos y que, conocedores de la “técnica“ para servir, movían los cucharones de arriba hacia abajo en el interior de la sopa causando un remolino en el líquido para que las “presas” de carne y papas de la cazuela, se aconcharan disimuladamente al fondo, quedando los cucharones y los platos servidos, cubiertos de una aceitosa agua, con un leve color de zanahoria y más de algún fideo, que nadaba solitario entre las verdes y diminutas hojitas molidas del condimento.
Más tarde, la escuadra de servicio, a la que llamaban también la “escuadra del sacrificio”, porque debía retirar la comida, servir, lavar los fondos y barrer los comedores, y en el intertanto comer “sacrificadamente” en último orden, metía los cucharones en el gran fondo cubierto con muy poco líquido, extrayendo desde el fondo, los mejores trozos de carne, abundante cantidad de verduras y “carbohidratos” concentrados. Incluso - a algunos - les alcanzaba para un par de sandwichs, que protejían ocultos en los bolsillos de los pantalones o al interior de las blusas, envueltos en bolsas muy cercanas a la tibieza de las axilas.
Después de la primera comida, vino la organización por escuadras en la Cuadra. Formación frente a las literas con las camas recién hechas, después de sacudir afanosamente y con gran esfuerzo las sucias sábanas y frazadas y poner para reclinar la cabeza, la más sucia, picante y ordinaria especie de almohada encontrada en el cachureo del almacén, tratando de cubrir todo, para uniformidad, con un viejo cubrecamas de tela verde.
¡¡ Sacar lápiz y cuaderno, por que vamos a instrucción de canto.!! ordenó el cabo que hacia de Clase de Servicio.
En el pasillo, sentados en el suelo, con las baldosa frías, dándonos un pequeño descanso, la voz ronca del cabo 2do. Caballero, comenzaba a entonar y dictarnos la letra del “Himno del Regimiento de Infantería Nº 6 “Chacabuco”, cantando afinadamente sus notas, para lo cual transcribo la letra, por que a mis años, aún cantarlo me emociona y para quienes no conocen el Ejecito, aumenten su bagaje de nuestra cultura militar:
Himno del R.I. Nº 6 “Chacabuco”
I
Paso al Regimiento, hijo de la Gloria,
paso al Chacabuco que avanza a la lid,
Paso al Regimiento que va a la victoria
Pues tan solo sabe vencer o morir.
Coro
Tarapacá, sabe de nuestro heroísmo,
En Tacna y Chorrillos brilló nuestro ardor
y siempre en la lucha seremos los mismos
que fueron los nuestros en “La Concepción”.
II
Ante el estandarte, que es la patria entera
se nublan los ojos de amor y valor
Por eso es que nunca se arrió esa bandera
ni ha de arriarse nunca mientras viva yo.
Coro
Tarapacá….
No puedo negar que en ese momento, nos cubrió a todos los instruidos, una magia especial, algo distinto, melancólico, romántico, de nostalgias, de historia, que nos llenó de un espíritu patriótico especial y que nos hizo no solamente aprendernos el canto, sino que interpretarlo con el alma, comprendiendo que la música militar, comenzaba a tocar la sensibilidad del alma y a transformarnos de ciudadanos a soldados.
En la calle aledaña al patio de tierra que conformaba el centro del cuartel del “Esmeralda”, continuación de la ladera del cerro que bajaba desde el límite Este, es decir desde los boxes hacia el mar, desfilamos incansables, subiendo y bajando la declinación de la calle, frente a los pabellones, hasta altas horas de la madrugada cantando ese himno y marcando en cada compás con un golpe de bota al suelo en el pie izquierdo, para marcar claramente los tradicionales: “Izquier…dos, tres, cuatro…izquier, dos, tres, cuatro”, mientras a ese ritmo, cantábamos nuestro primer himno, aflorando nuestro espíritu militar desde el interior del alma y sintiendo de inmediato la salida de los clavos de las gastadas botas hacia el interior, provocándonos en nuestra frágil piel, los primeros “derramamientos” de sangre y con el roce del cuero de las mismas, nuestras primeras ampollas.
A la mañana siguiente, desde muy temprano, comenzó a tocar el suave toque del “golpe de diana” el que nos invitaba a despertarnos y, ante mi asombro, en mis primeros destellos de la luz eléctrica de la cuadra, divisar la presencia de los instructores, los mismos que permanecieron con nosotros hasta altas horas de la noche hasta apagar las luces y caer en el más profundo sueño de nuestra primer día de soldados.
Después de las instrucciones de rigor, vino el toque de la Diana….con ese sonido característico, que al inventarle una letra acorde a su música, pareciera que dijera: “Levántate peladito que esta listo el café…” Luego, la hecatombe, el terremoto, la madrugada de bienvenida de palos y garrotes que corrían y llovían y los catres que se movían obstaculizando el paso hacia los baños obligándonos a pasar por debajo de ellos y recibiendo nuestros frágiles cuerpos los más duros golpes, para “moldear el carácter” según decían o el “bautismo de fuego”, pero que en verdad nos hacía apretarnos de energía y soportar con valentía las primeras experiencias que en ese tiempo no eran extrañas o que pudieran ser tomadas como abuso de poder, o violencia innecesaria. Así funcionaba el sistema militar y nadie estaba exento de comprender que así se forjaba el hombre, a punta de palos y golpes lo cual, en el día de hoy, ha sido completamente erradicado.
No puedo decir que hubo un tiempo metódico para la instrucción. Estábamos en una situación de excepción en el país, así que debíamos prepararnos rápidamente para asumir tareas de apoyo y control a las actividades derivadas de la seguridad ciudadana producto del Gobierno Militar.
En tres semanas ya estábamos instruidos a punta de palos para no “perder el tiempo”. Las tenidas y uniformes iban de a poco siendo cambiados o combinados con otros de mejor calidad. Las botas rotas, pero bien lustradas y la chapa del cinturón metálico de bronce, brillaba con la mejor pulcritud aún cuando nuestros dedos quedaban negros, al frotar el metal con brasso, el tradicional limpia metales, siendo motivo de revistas a cada instante por nuestros instructores. Más que la tenida cosida o bien presentada, importaban las botas y la chapa del cinturón. Lo demás se daba por “añadidura”.
Para quienes visten hoy el uniforme de la patria y cumplen actividades en nuestra amada Institución, debo decirles que el Ejército de hoy es muy diferente al de ayer, sin por ello haber perdido las tradiciones y sobretodo los valores de nuestra historia que son la fuente de inspiración permanente de la vocación, aun cuando de proo falsa ese refuerzo permanente a través de las conferencias patrióticas y episodios que nos hacían sentirnos muy orgullosos de ser los que somos, y que hoy se ha dejado un poco de lado.
En ese tiempo la ciudad de Antofagasta tenía serios problemas de abastecimiento de agua. Había semanas que no llegaba el agua al regimiento, así que era un ir y venir desde la playa con fondos cargados de agua de mar, para mantener la higiene de los baños, en filas interminables de soldados que ocupábamos toda una tarde para mantener los niveles. El agua de los estanques de los camiones abastecía las cocinas de campaña y los lugares donde se confeccionaba el alimento, es decir el “Rancho”. A veces llegaba el agua y se cortaba a medianoche, así que desde los estanques de las tazas de los baños, lográbamos sacar algún jarro de agua para lavarnos la dentadura en las mañanas, mojarnos un poco la cara y afeitarnos en “seco”, presentándonos olorosamente bañados en colonia Inglesa de la más barata, a la ceremonia inicial del servicio para izar nuestra bandera.
Afortunadamente el tema de la confección de los alimentos estaba bien organizado y no había necesidades de agua para las “sopas misteriosas” del día o para los porotos burros, solitarios y tristes que nadaban en las corrientes de las aguas salinas y condimentadas, practicando destrezas en las olas que se formaban en los abollados platos de aluminio provocado por los movimientos de nuestras ansiosas cucharas. No quiero ni hablar del desayuno. En esos jarros de aluminio, sin asa, con solamente dos alambres, se servía leche o té ardiente, casi hirviendo, y como las cenas y desayuno eran con tiempo limitado, al conteo a viva voz de: “tres tiempos para tomar desayuno y van dos…”, quemábamos nuestros labios en el ardiente metal, tratando de recuperar algún sorbo de su líquido, café, té o leche, según el “cariño” del ranchero de turno o la minuta del ecónomo. Con suerte, disfrutábamos de la bebida caliente endulzada, cuando no se perdía en manos de los desconocidos de siempre, el azúcar.
Mi experiencia de soldado conscripto, no fue muy agradable, aún cuando en mi pecho afloraba un amor inconmensurable a Chile, su sagrada historia y el sentimiento de honor y orgullo de servir. Se me hizo muy difícil, aparte de que por el tema de haber estudiado en la Universidad Técnica del Estado, en esos tiempos de clara orientación política de izquierda, quedé marcado (o “picado” como decían en la jerga), por un estigma que me persiguió por toda mi larga carrera y vida militar, sin que por ello negara que en mi vida de estudiante estuviera siempre ligada al valor de servir y socorrer a los que más necesitaban, ser solidario en la lucha de causas justas de reivindicación en temas de justicia social, por quienes más sufrían en la sociedad y que conocí en mi vida de niño y joven en distintas facetas, especialmente en la oficina salitrera Maria Elena y en los trabajos que desarrollamos en bien de los más pobres y necesitados. Ese espíritu altruista y de bien, confunde los sentimientos y los pensamientos, y muchos de mis amigos de aquella época, se vieron eclipsados en su actuar y en prejuicios, al hacerlos responsables de injustas acusaciones y persecuciones.
La compañía de morteros fue mi Unidad cuna. Allí estuve las dos primeras semanas, casi tres. En cada retreta o en cada trote, me daba el gusto de hacer cantar a mis camaradas la vieja canción scout de: “Andar en tren, es lo mejor, tirar el cordel y parar el tren”, la que se constituyó en un himno jocoso y necesario para mantener el compás del trote de la Unidad, conocida e interpretada por toda la tropa de mi Regimiento y con el reconocimiento y felicitaciones de mis instructores, quienes compartían esa alegría, que ayudaba favorablemente a la moral, cuando en conjunto cantábamos esa vieja canción, aprendida en mis años de Scout en el Liceo de Hombres en los campamentos de la quebrada de “La Chimba”, o en esos encuentros como el inolvidable Campamento Internacional de Patrullas (Cainpas 72) y que viví con mi patrulla “Zorros del Desierto” de Maria Elena, en el fundo Andalién en la ciudad de Concepción, donde puede mirar muy de lejos, a una hermosa morena, pero tremendamente más alta que yo, la “Alita” Patricia Macchiavelo, que nunca más divisé en mi vida, en el inolvidable verano de ese año, en plena época en que querían también manipular el escultismo con ideas políticas de extrema izquierda y que, gracias a dirigentes del movimiento scout, pudo ser zanjada las diferencias en esas reuniones en que se acordó no politizar el movimiento, manteniendo el único y real valor del escultismo como lo era el espíritu de servicio del fundador Inglés, Sir Baden Powell.
No sé por qué motivos, (a veces pienso que los mismos que dije anteriormente, el “estigma”), me cambiaron a las tres semanas de acuartelado, nuevamente a la Compañía de Plana Mayor. Mis estudios de electricidad en la Universidad Técnica, eran tal vez el principal motivo, lo que me permitiría, tal vez, desarrollarme en el área de las comunicaciones, cooperando en las actividades de mantenimiento de la red interna de electricidad, la cual por mi experiencia de estudios y laboral, y por esas actividades desarrolladas en el campo de prisioneros de Chacabuco, perfectamente conocía.
Me quitaron todo mi cargo, el cual ya había logrado mejorar, remendar, mandar a lavar a mi casa y hasta una tenida que por ser muy grande, me había arreglado a mi medida el Sr. Claudio Valderrama, sastre del barrio de calle Prat y vecino nuestro.
Con mucha pena por que allí tenía que dejar mi uniforme y mi cargo restaurado, me cambiaron de Unidad, con una gran desventaja para mí. La Plana Mayor estaba conformada por soldados muy antiguos del Regimiento, y que habían vivido la gesta del 11 de septiembre de 1973 a los cuales, por el tiempo de acuartelamiento, se les conocía como “conocedores del tiempo tres”. Algunos un tanto “amalados”, otros un tanto soberbios y lo más dramático, había soldados que en su vida previa al Ejército, habían formado parte de pandillas juveniles en distintos lugares de la ciudad de Antofagasta. Un ambiente desafiante y complicado.
Yo era recluta y el recluta es siempre mal mirado. Comenzaría otra etapa de dolores, golpes y persecuciones.
No puedo dejar de entristecerme cuando esa mañana me presenté a mi nueva Compañía.
En ese tiempo era normal el trato duro o maltrato:
-Y vos quien sois weòn? -
Me dijo “cariñosamente” y lleno de espíritu paternal un delgado instructor, que hablaba con una lengua media traposa y al que se le escapaban partículas de saliva cuando pronunciaba las “eses”.
-Soy el soldado conscripto Carlos Garcia Banda, de la Compañía de Morteros- le dije tímidamente, pero con voz fuerte, adoptando la posición que había aprendido y sin despegar mis manos y mi dedo mayor centrado de las “costura” del pantalón.
Mirándome a los ojos, con una cara que nunca más olvidé y que me causaba crisis de pánico cuando debía entrar a su almacén a retirar el armamento o cumplir tareas del su servicio, me dijo:
- Agáchate pelao cul….o-
No quiero, por que no puedo, ni se me ocurre como narrar el dolor, por que después del “Agáchate tal por cual”, vi de soslayo, un palo de picota, que salió de atrás de la puerta metálica del almacén, manejado con tanta habilidad y fuerza que llegó a zumbar en el aire y con el cual me propinó el palo más duro de mi vida, el que arrancó con violencia de mis ojos, el par de lágrimas más doloroso de mi historia personal, marcándome con esa pena que con el tiempo me hizo construir una máscara de permanente temor e inseguridad y que deben haber afectado a situaciones puntuales de mi personalidad, y con la cual me he debatido siempre.
Después de ello, y tratando de levantarme con el dolor de la impotencia de un injusto golpe, escuché como si estuviera muy distante y lejos, a pesar de encontrarme al lado del instructor, su voz burlona y traposa con las “eses”:
- “Mucho gusto. Triviño”-
En mi corazón no tengo espacio para el rencor, solamente para el perdón, por que esos errores que se cometen en la vida de un joven militar como aquel, también pude haberlos cometido yo con otros, con la diferencia que si así lo hice, tuve la valentía, delicadeza y audacia de pedir humildemente perdón, por no haber actuado en forma justa y presa de la emoción o rabia del instante.
Con el tiempo, el flaco Triviño, se fue destinado a Arica, alcanzando el máximo grado de la carrera militar del Cuadro Permanente. Nuestra relación de adultos maduros y formados, cambió a un afecto sincero y a una mutua y respetuosa consideración, pero el palo resultó inolvidable, y en nada moldeó mi carácter, solamente marcó con una gran mancha morada los glúteos de mi blanca humanidad.
Quedé absolutamente marcado por ese debut en mi nueva Compañía.
Al día siguiente, me presentaron a mi nuevo Capitán, Mauro Araya Aguilera, a quien no olvidaré nunca por su buen trato, afable y considerado. Era un hombre caballeroso, amable, y no se complicaba mucho con el tema del mando. Disponía lo pertinente para cada tarea y otorgaba libertad plena a sus subalternos en quienes confiaba. Cada cual sabía lo que tenía que cumplir y debía hacerlo bien.
Se me ordenó integrar la sección de Telecomunicaciones. Allí conocí a mi nuevo comandante de escuadra, el entonces CB1. Rodolfo Tillería y el Comandante de sección, el llamado “muerto” Guerra, que era entonces Sargento Primero, y que me dio las mayores muestras de acogida, confianza y pudimos trabajar juntos en grandes proyectos de iluminación del regimiento, aún cuando de vez en cuando nos pegaba un cariñoso “palo en la raja”.
El Suboficial Sergio Guerra Ossandón alcanzó con los años el máximo grado de la carrera militar, lo mismo que mi comandante de escuadra Tillería. Ambos tienen un lugar de privilegio en mi corazón de soldado, sin negar que alguna vez me aplicaran un correctivo, como en aquellos tiempos, que a uno lo dejaran adolorido y también “reflexivo”.
En la sala habilitada como almacén de telecomunicaciones, no había hora para el descanso. Esa compañía de Plana Mayor cumplía tareas las 24 horas del día y cada día. No había fin de semana y no existía ninguna posibilidad de no cumplir alguna tarea de importancia. De esa oficina dependían los enlaces de las telecomunicaciones del Batallón de Infantería, que en la orgánica de aquel tiempo se movilizaba con sus propios medios de telecomunicaciones.
Las radios BLU de 20 watt eran lo mejor para el enlace a largas distancias y pasábamos muchas horas tratando de mejorar e instalar antenas que nos permitieran buenas recepciones.
No quiero ni pensar en comparar cómo ha avanzado el mundo de las comunicaciones. Ya conté en una experiencia anterior, el tema de la antena de Monturaqui.
Todos los días había operadores de turno y conductores de turno. Lo que quisiera expresarles que en ese tiempo, por las dificultades propias de un país que vivía en estado de excepción, éramos los soldados conscriptos, los que asumíamos la ejecución de las tareas que nos ordenaban nuestros mandos. Responsables directos de la ejecución y cumplimiento de las órdenes y misiones, y las que no se limitaban a responsabilidades menores, todo lo contrario, grandes tareas pesaban en nuestros hombros. En la Plana Mayor, los soldados conscriptos conducían los grandes camiones, los jeep Willie y/o los Land Rover, que eran utilizados en las interminables jornadas de patrullajes diurnos y/o nocturnos. Vivimos una época de guerra real, no de ficción, ni de fantasías. El duro casco de acero puesto permanentemente en nuestras adoloridas cabezas, con los fusiles terciados a la espalda, y las dotaciones de munición colocadas en nuestras baleras. Los almacenes nos proveían de todos estos elementos, pero el control y cuidado era individual y no recuerdo que se haya perdido algún elemento, por que existía conciencia y responsabilidad de su custodia. Las radios, baterías, cables, antenas eran material de control de todos los días y en eso el suboficial Guerra era incansable. No permitía que estuviéramos desocupados, cuando ya estaba todo ordenado y limpio, nos hacia sacar los carretes de cables de telecomunicaciones, para limpiarlos en toda su extensión con un trapo empapado en petróleo, pasando rotatoriamente de un carrete a otro el alambre, empleando al máximo las capacidades físicas del personal. Nadie sobraba, todos estaban ocupados. No había “pasto largo” y nadie sufría por eso. En las noches nos quedábamos en la sala de comunicaciones y allí caíamos en la cuenta de que algunos llevaban dos y hasta tres semanas sin moverse de ese espacio, cumpliendo actividades de servicio y hasta pernoctando en sacos de dormir en el entretecho, no abandonando jamás las armas y permaneciendo prestos a las emergencias.
Algunas noches de patrullajes, nos sorprendía al lado de las radios escuchando los reportes de las patrullas desde todos los rincones de la ciudad.
Descubrimos en cierta oportunidad, que precisamente en las horas altas de la madrugada, bajaban desde el techo del almacén, una hilera de pequeños roedores, que aprovechando el silencio de la noche y el acostumbrado chicharrear de las radios, se habían familiarizado con el ambiente, de manera que para acortar la noche, muchas veces nos entretuvimos con tan dulces e inocentes ratoncitos, que bajaban esperanzados en compartir un trozo de pan, dejado caer a veces involuntariamente de las meriendas y colaciones servidas en el lugar del trabajo.
En un principio, la historia diaria de los ratoncitos fue algo simpático. Algunos, como el soldado Soto, se encariñaron con las “mascotas”. Con el tiempo se tornó un infierno. A veces uno se acostaba tarde en la noche en su hora de reposo en los sacos de dormir, y sentía el cosquilleo de los ratoncitos que reclamaban por qu alguien les inundaba su espacio, saliendo muchas veces desorbitado corriendo hacia la calle a sacudir el saco y dejar allí abandonados a su suerte a tres o cuatro roedores.
Hubo con el tiempo que efectuar tareas de limpieza profunda y con la ayuda de trampas y venenos fue erradicada la plaga, guardando uno que otro “regalón” en jaulitas ocultas que eran mantenidas en secreto por soldados que los cuidaban con el máximo de cariño.
El suboficial Guerra, entre otras múltiples actividades, era el jefe del equipo de box del Regimiento.
En ese tiempo existían las grandes olimpiadas militares y en las que el deporte que se practicaba con mayor pasión, era el boxeo militar.
Los soldados del Regimiento de Artillería Nº 5 “Antofagasta“, eran casi siempre los favoritos. Se producía un fenómeno que manejaban muy bien los encargados del equipo de esa Unidad. Tomaban contacto con los entrenadores de la Asociación de Box de Antofagasta, y los ciudadanos que practicaban ese deporte y que estaban en edad de cumplir el servicio militar, pasaban directamente a conformar las fuerzas de los artilleros, otorgándoles desde el mismo día de su acuartelamiento las mayores facilidades para entrenar y para prepararlos para los rudos combates que se realizaban en el mes de junio.
Así que normalmente, los artilleros le pegaban a los infantes y los infantes a los Blindados y éstos a los de Telecomunicaciones y los últimos, a los del Batallón Logístico.
Eran fiestas deportivas locales de gran prestigio y que se realizaban en el estadio Sokol, con gran asistencia de público y con una galería repleta de barras de soldados que cantaban y alegraban la presencia de sus camaradas de armas, que subían con tanto valor al ring y que a veces tenían que ser bajados nock out en camillas rumbo al Centro de Asistencia Sanitaria (C.A.S.) instalación sanitaria que precedió al Hospital Militar del Norte.
Me acuerdo de nuestra bulliciosa barra, que interpretaba la cumbia: “Que linda secretaria, es la que tiene usted, una igualita a ella, quisiera yo tener…” acompañados por la banda instrumental y un coro gigante de soldados del “Esmeralda”, con vistosos plumeros amarillos, hechos con cintas utilizadas en el telégrafo (teletipos), y que en varias ocasiones debimos explicar a los organismos de seguridad que eran inofensivas por cuanto no contenían información cifrada militar.
Las Unidades contaban con su propio ring y con la implementación deportiva para este deporte de varones que contaba con tantos adeptos, pero que causaba también una gran cantidad de soldados lesionados de mandíbulas, dientes y molares, brazos y dedos.
Yo recordaba los combates de box de la oficina Maria Elena, en esas jornadas inolvidables del deporte amateur. Los trabajadores practicaban después de la faena de trabajo entregando lo mejor de su juventud y valor a este rudo deporte y otorgando grandes laureles a la pampa salitrera.
Mi mayor recuerdo y nostalgias se vienen a mi mente y corazón, cuando terminaba esas jornadas pampinas, exhausto de observar tanta violencia deportiva, me quedaba dormido en los brazos de mi padre y éste tenía que llevarme de regreso al hogar en brazos, durmiendo mis más hermosos, felices y dulces sueños.
Sin embargo, no conocía muy bien la implementación deportiva que se usaba en el box, con excepción de los guantes, que eran por todos conocidos.
Una tarde cualquiera, mientras limpiaba el almacén, en un estante abierto, encontré todo un equipamiento de box. Me vestí de pies a cabeza, con pantalones cortos, unas zapatillas livianas como pluma y unos pesados guantes, con camiseta sin manga, dedicándome a hacer “sombras” frente a un espejo. Me observaba como un rudo contendor y lanzaba combos al aire con la mejor de mis fuerzas.
Entre tantas cosas extrañas que allí había para la práctica del box, aparte de la tradicional bolsa que pendía de un cordel desde el techo, un elemento que tenía unos elásticos. Algo que no había visto, pero que con mi clara intuición, asumí que era un protector dental o bucal, por cuanto quienes practicaban ese deporte, debían tener mucho cuidado en proteger sus rostros y dentadura.
Intenté instalar lo mejor posible en mi rostro el protector exterior, cuidando que quedara muy bien protegida mi boca, golpeándome suavemente con mis guantes el rostro y descubriendo que sus bordes acolchados, cumplían en verdad una importante función de amortiguación. Mientras me auto golpeaba suavemente sobre el protector para comprobar su resistencia y protección brindada de mi rostro y boca, echaba desde mis pulmones con fuerza el aire acumulado, como para probar mi capacidad y resistencia, produciendo ruidos de acompasada agitación, al igual que mis golpes al aire: dos, dos, uno, dos, dos uno, siendo el dos, dos pequeños golpes al aire con expulsión de dos bocanadas de aire, y el uno, un gran golpe al mentón del adversario ficticio con un lanzamiento de todo el aire acumulado en los pulmones, para comenzar de nuevo con la cadencia natural, llevando el ritmo con mis pies, y cambiando de vez en cuando el juego y compás de éstos, lo que en caso eventual y verdadero de combate en un ring, podrían hacerme casi invencible. Todo ello era nuevo para mí, me parecía una brillante forma de practicar el tan varonil deporte.
Me encontraba en esa tarea de auto entrenamiento, robando un poco de tiempo al aseo que sagradamente debía cumplir a diario, cuando entró el “muerto” Guerra, mi apreciado comandante de sección que me apodaba cariñosamente: “buchecito”.
-¿Que estay haciendo buchecito?- Indagó con ese lenguaje paternal característico de él en aquel tiempo.
- Estoy practicando box mi “suficial”- tratando de pronunciar fuerte mis palabras un tanto amortiguadas por mi protector bucal.
Me miró medio en broma, medio en serio. Al mirar mi rostor perfectamente protegido para recibir los golpes a mis dientes, me gritó espantado:
-Oye BUCHE, sácate esa guevá de la cara weón… Esa cuestión es para protegerse los “cocos”…Aweonado…-
No quiero describir la vergüenza que sentí. Profunda, ruborosa, llena de corrientes sanguíneas que fluían sonrojando mi rostro; pero más que ello, me reprimía a mis adentros el cómo me había refregado ese triángulo protector genital en mi nariz y mi boca, tratando de ubicarlo de la mejor forma y descubriendo que los elásticos ubicados en cada vértice, estaban en realidad tan bien colocados en el triángulo que, en verdad, no cabía dudas: calzaban perfectamente como colaless (al menos si me sirve de consuelo), por sobre los slips del deportista, para el resguardo de los delicados genitales.
Escupí hasta el alma, no me quedaba saliva, me lavaba la cara con agua, con alcohol, con jabón, pero no se me podía pasar la sensación molesta en mi cara, con el correspondiente rubor y silencio.
La sección de telecomunicaciones, debía poner un operador para viajar con el relevo de la Compañía de Morteros a Imilac, estación de ferrocarril ubicada antes de Monturaqui. Allí se cumplían actividades de resguardo de la frontera y detección de posible ingreso de extremistas al país, cumpliendo estrictas normas de control y seguridad en la zona. Se inspeccionaban los carros de pasajeros que concurrían al vecino país. Sin duda que todo tiempo y lugar es bueno para la instrucción, por lo tanto también se aprovecharía la estadía de quince días en esa localidad para mejorar nuestras capacidades de combate.
Con el soldado Aracena, el “orejón”, como le decíamos cariñosamente, nos nominaron para integrar la patrulla a cargo del Suboficial Miranda.
Llegar a la frontera en ese tiempo era un martirio. Por doctrina en aquel tiempo, lo movimientos de vehículos se realizaban desde tempranas horas de la madrugada, como si con ello el sol saliese más temprano. De hecho nos amanecimos cargando el camión, revistando las armas, preparando los elementos, antenas, radios, cajas, especies de alojamiento, linternas, platos, etc… Nuestra misión era de apoyo y como soldados responsables debíamos concurrir con todos nuestros medios, por cuanto no había disponibilidad de Clases, ocupados en tantas misiones de seguridad y control y sometidos a grandes sacrificios de patrullajes y relevos constantes, por lo tanto redoblábamos los esfuerzos para nuestro propio control sin dejar nada al azar, y cumplir las expectativas de la comunicación con nuestro cuartel, fundamentales en una zona de aislamiento.
No había un camino oficial o una ruta clara para llegar a esa zona. Se empleaban caminos antiguos de 2da. y 3ra. Clase, de esos que conformaban las rutas salitreras de los antiguos cantones. Se pasaba por algunas oficinas abandonadas, serpenteando por el desierto. Eso no tenía nada de extraño para quienes habitualmente se desplazaban por esas vías, en vehículos especialmente adaptados para la zona. Sin embargo, el viajar atrás, como carga de pertrechos en los camiones, junto a tambores de petróleo, mochilas, vestuario, armamento, cargas de agua, repuestos, herramientas frazadas, colchones, en los que se aprovechaban los mínimos espacios para estibación de elementos y sumado a ello el ingreso permanente por las hendijas de las lonas mal cocidas o deterioradas por el uso, de silenciosas columnas de polvo de chusca y además de ello el monóxido de carbono que emanaba del tubo de escape de los camiones y que por los vaivenes del camino o la poca velocidad de los camiones, permitían que estos gases no se diluyeran en el ambiente sino, por el contrario, se quedaran estancados en el aire para finalmente ingresar por los costados, entre las cuerdas de las amarras o en las lonas entreabiertas precisamente para una toma de aire fresco. Esto resultaba ser el peor martirio a que pueda ser sometido un ser humano. Nos golpeábamos constantemente en el interior de la cabina trasera entre los fierros y la carga, tapando con frazadas los accesos del polvo quedando cubiertos de una densa “niebla”, que nos obligaba a mojar los pañuelos para poder respirar y detener en su tela el polvillo tóxico. Además de ello, trasnochados, fatigados, cansados, hambrientos y enfrentando en las peores condiciones las casi diez horas que duraba, como mínimo, el viaje infernal.
Nadie podía llegar bien de salud a la zona de la altura. Era natural enfermarse del mal de la “puna” en esos viajes llenos de desconocidas aventuras y peligros y en la que, muchas veces, debíamos resolver situaciones a nuestro alcance y cumplir de la mejor forma tareas y misiones.
Imilac fue mi primera experiencia de soldado en la zona de la cordillera. Más adelante, y como conté en algunas páginas anteriores, concurrí a otras zonas especialmente a Monturaqui, como cabo recién egresado de la Escuela de Infantería.
En Imilac, el jefe de estación el Sr. Vargas, nos permitió instalar la radio en una pieza abandonada en el sector del patio de su casa donde también pernoctaríamos, ofreciendo al mismo tiempo unas piezas de alojamiento para un oficial, el subteniente Gortázar y en cuarto aparte, el suboficial Miranda. Los clases más jóvenes se instalaron en carpas junto a los soldados atrás de la estación.
Nuestra primera tarea fue la instalación de la antena bipolo, y materializar nuestras comunicaciones las que fueron, afortunadamente, bien recepcionadas a primera hora de la mañana siguiente de nuestra llegada.
No era fácil establecer comunicaciones. Había que esperar condiciones climáticas favorables y en cuanto a la energía, alimentarnos de unos generadores manuales que funcionaban con un sistema de asas como bicicletas, mientras permanecíamos sentados en un sillín dando vueltas a las manivelas.
La jornada de quince días fue ardua. Los víveres comenzaban a mermar. Las condiciones del clima eran de mucho frío y el sector de paso obligado hacia Monturaqui, presentaba algunas dificultades por la nevazón.
De quince, pasamos a treinta días de permanencia de la noche a la mañana, señalándonos que en el tren que viajaba hacia la frontera, nos llevarían los víveres correspondientes.
Entre el personal que concurrió en aquella ocasión a Imilac, había una escuadra, conformada por soldados reservistas que habían sido llamados al servicio activo, ostentando cada cual su grado de reserva y sirviendo como personal de planta, puesto que habían sido llamados al servicio activo, por la situación de emergencia del país. Entre ellos, había soldados del sur de Chile, y otros de distinta condición social y laboral. Claro que en cuanto a ser hombres de guerra, lo eran. Sacrificados, motivados, responsables y alegres. Cuento aparte merece en este comentario nombrar el espíritu de servicio de esa inolvidable 4ta. Compañía de Reservistas, que junto con recibir mejores remuneraciones, por ostentar un grado y ser llamados a la reserva activa, hicieron aportes generosos para la compra de instrumentos y formaron la Banda de Guerra del “Esmeralda”, terminando de construir y estucar lo que es el edificio de la Comandancia. No eran de los mejores “trigos”, ni se destacaban por ser muy disciplinados en la hora del descanso o en el casino. Se fugaban constantemente en las noches por la puerta falsa de la guardia a dormir a sus domicilios, llegando tempranamente y de madrugada y entrando por senderos que conocían como la palma de su mano. Eran excelentes como guerreros, pero relajados en su disciplina personal. Sus formas militares ejemplares de modo que eran empelados como unidades de presentación en los actos oficiales. Los jóvenes clases, casi recién destinados al “Esmeralda” y que cumplían rol de servicio, muchas veces inmaduros e inquietos, querían mantener el mando de la Unidad, pero entre los reservistas, el que menos grado tenía, era de Sargento Primero, por lo cual costaba mucho imponerse y ordenar de una jerarquía inferior a una superior. Un eterno drama que era muy difícil tratar y que afectaba al mantenimiento de la disciplina, la cual estaba en aquellos años controlada por tribunales en tiempos de guerra. Los más afectados eran los oficiales y clases jóvenes. Muchas veces ví que los cabos de planta y los reservistas contratados como tal, se sacaban los grados y se entrelazaban a golpes en un ring cerrado territorialmente por literas al interior de la cuadra, donde todos observaban en silencio y nadie hacía aspavientos del conflicto, hasta quedar los contrincantes exhaustos y rendidos los unos u los otros, definiendo los problemas de disciplina a golpes hasta dejar en claro quien mandaba. Este problema obligó posteriormente a que los mismos reservistas, los más antiguos dentro de su grado, cumplieran sus propios roles de servicios, poniendo al mando de esa Unidad al Capitán Sergio Canals, logrando establecer y controlar los parámetros propios de la disciplina en “tiempos de guerra”. No era lógico que el cabo mandara al Sargento Primero y lo amenazara más aun con un palo, era absolutamente fuera de foco, así que eso se arregló y los reservistas continuaron entregando su trabajo eficiente y efectivo y ayudando en las tareas de reconstrucción del cuartel y en el ámbito de país en la reconstrucción nacional.
Una tarde, siguiendo con nuestra aventura en Imilac, cuando los víveres escaseaban, me acerqué al sector donde dormían una escuadra de reservistas, en una buen mimetizada quebrada, y en un casco de acero vi que cocinaban una espumosa sopa de carne, ofreciéndome un plato, disfrutando de un sabor un tanto picante y alcanzando una jugosa presa que se doraba en una lata de zinc en medio de las brasas.
Una vez comida la carne, recién me mostraron los cueros de “perro”. Claro que este tipo de alimentación estaba terminantemente prohibida.
Por la misma necesidad que ofrecía la misión y dado que nos encontrábamos un tanto aislados, sin víveres, el oficial a cargo de la Unidad, decidió emplear un vehículo y en la madrugada siguiente salir de cacería, volviendo muy tarde en la noche con un asno salvaje, que malamente se cruzó por su camino. Èste fue descuerado, fileteado y puesta su carne a secar en cordeles, en una bodega sellada, sirviendo de alimentación para toda la tropa mientras llegaban los bastimentos, lo que ocurrió a la semana siguiente cuando ya esperábamos salir en una segunda cacería a procurarnos alimento.
Las misiones de telecomunicaciones, fueron afortunadamente cumplidas y día a día, logramos establecer enlaces horarios para conocer e informar en caso necesario, de las novedades.
Los días de terreno en especial en esas misiones, nos hacen más humanos y nos permiten crecer en amistad con quienes nos rodean. Se aprende lo fundamental en estas situaciones: la convivencia. Cuesta mucho engranar las piezas para que cualquier agrupación humana se enganche en un objetivo común y/o especial y, afortunadamente en ese tiempo, pudimos compartir con quienes participamos de esta experiencia, minutos de camaradería e inolvidable amistad con un único objetivo común: cumplir la misión.
El Suboficial Miranda nos enseño la bondad del hombre maduro, que cumpliendo una misión en medio del desierto, podía ser tremendamente humano y cariñoso con sus soldados. La imagen paternal del suboficial, me acompañó mucho años y con el tiempo logramos ser muy buenos amigos, especialmente cuando después de haber ido a la Escuela de Suboficiales, me presenté en el “Esmeralda”, entregándome él toda su sabiduría y buen consejo. Un hombre bueno que sirvió con mucho amor y vocación al Ejército y que hoy descansa en paz. En esas charlas al calor de un vaso de vino con los “Esmeraldinos en Retiro”, se acordaba una tarde del soldado Aracena, a quien le costaba mucho coordinar movimientos del generador manual con sus palabras y se enredaba fácilmente diciendo, cada vez que trataba de conectarse: -Atento, atento, aquí “gególogo” “gegógolo”. (Por geólogo.), mientras brindábamos por el recuerdo de esos años de cuartel compartidos.
Después de nuestro retorno a la ciudad desde Imilac, vino un arduo período de patrullajes por la calles de Antofagasta, las que se efectuaban cada día, en turnos de 24 horas pero con salidas y control nocturno.
En esas tareas siempre estaba presente el efectuar un estricto control a los ciudadanos que deambulaban en las horas del toque de queda, a quienes se les exigía la documentación correspondiente, acompañándoles muchas veces a sus propios trabajos, por no existir locomoción ni medios para desplazarse en medio de la noche.
Una noche de esas tantas misiones de patrullaje, nos encontramos por la calle Bolívar con Avenida Argentina, con una madre que caminaba desesperada hacia el hospital con su hijo débil, doblegado de dolor y muy enfermo. La voz de alerta no se dejó esperar:
-¡Alto, quien vive…!- adoptando una posición defensiva y de directo control conforme al doctrinal empleado en estos casos, interrogando a la señora resultando ser el enfermo, un amigo de correrías juveniles de mi barrio, Bernardo Julio, quien afectado de un fuerte dolor al vientre, concurría hacia el Hospital Regional en una situación de emergencia. Hice presente a mi instructor y comandante de patrulla, que el ciudadano y su madre eran conocidos míos y aún si no lo hubieran sido, obramos con principio altruista y valórico propio de soldados y, en tal circunstancia, los llevamos al centro asistencial donde, supe después con los días, había sido operado de urgencia de una apendicitis, a punto de pasar a peritonitis. Quiso la providencia que estuviéramos en esa patrulla militar controlando ese sector, con lo cual tal vez mi amigo, tal vez, no habría llegado a su destino.
Eran muchas las actividades que se desarrollaban en ese tiempo. Nadie sabía de familia, los hijos se criaban solos con las madres, y las madres esperaban y esperaban a sus esposos y padres militares. Los soldados, cumplíamos trabajos que hoy son de responsabilidad de los propios clases, pero no había personal y las misiones se multiplicaban cada día con trenes permanentes de agua, víveres, control de guardias, pasos fronterizos, toque de queda, informaciones de eventuales connatos de rebeliones o asaltos a los cuarteles. Eran experiencias de guerra.
La Compañía de Morteros y parte de la Plana Mayor, fueron comisionados a brindar protección y seguridad al campo de detenidos de la oficina salitrera Chacabuco.
Yo había estado, según narré anteriormente, en los trabajos iniciales del campo como estudiante, así que conocía perfectamente el terreno donde íbamos a actuar. Esto era nuevo. Trabajé en la instalación del campo de detenidos, sobretodo en los sistemas eléctricos, y permanecía allí, cuando llegaron las primeras caravanas de camiones cargados con detenidos políticos.
Llegamos en la tarde, casi noche y de inmediato nos organizaron para los temas de alojamiento por escuadras y roles de servicio respectivos, con nuestros comandantes.
El campo de detenidos estaba custodiado por una guardia que permanecía apostada las 24 horas y en la sala de guardia se establecían los turnos por torres y los horarios de las patrullas de custodia.
De modo que en los respectivos roles, cumplíamos nuestros servicios de guardia, utilizando por un lado, las altas torres en largas e interminables horas, con un sacrificio y entrega que sólo el que estuvo allí, y vivió ese tiempo, podrá reconocer y apreciar, o bien en puntos fijos como la entrada del campo o la “Casa de Fuerza”, donde grandes motor Diesel, traídos desde la Oficina Victoria, permitía generar corriente para mantener las luces del campo encendida y los cercos de seguridad electrificados. Las noches eran de temperaturas extremadamente baja y los soldados, que cumplíamos labores de centinelas, la mayor parte del tiempo permanecíamos helados, no había un buen vestuario, y se nos daba una chaqueta impermeable al que llamábamos “monje loco”, pero que era solo para casos de lluvia. De modo tal que junto con mantener el arma en nuestras manos listas para la acción, nos turnábamos sin descuidar la vigilancia, para sobar nuestras manos y en algunas ocasiones, sacar nuestros pies de las frías botas para brindarnos un tibio masaje a través del calor provocado por nuestras propias manos. En la guardia central, hervía siempre una tetera para el personal de mayor rango y las guardias allí en ese lugar eran tibias, con la leña de los viejos durmientes que ardían al interior de la cocina salitrera, y en donde de alguna forma se disfrutaba una humeante taza de café. Comprensible si se toma en cuenta que los viejos suboficiales, sometidos a tanto sacrificio y con una entrega de años a cuestas, debían cumplir esas tareas, luchando contra el sueño y las características naturales y propias de una edad donde las fuerzas y energías se mantienen por el espíritu, pero que el cuerpo doblega y reclama, sacando sus propias cuentas y notas de exigencia.
Durante el día sin guardia, trabajábamos en el mantenimiento del cuartel, desarrollando algunas fases de reforzamiento e instrucción militar.
En otras oportunidades, un poco más libres nos ofrecíamos para trabajar en el rancho de tropa y colaborar al CB1. Figueroa, ecónomo, quien se encargaba con un grupo de rancheros a confeccionar el alimento.
El hambre siempre está presente en todas las actividades sobretodo en la calidad de soldados conscriptos sufridos y sacrificados como los de esa época.
Los que hacían guardia en la torre ubicada en el sector externo que daba a la cocina y comedor de los detenidos, tenían a veces la suerte de recibir de los cocineros del campo, que eran los mismos civiles detenidos, alguna “mejora circunstancial”, prohibida por supuesto previendo envenenamientos o situaciones de riesgo, pero que en la necesidad mutua, obligaba a llevar en el bolsillo varios cordones de botas de reserva, atándolos en su extensión para darle mayor longitud alcanzando el suelo cercano al sector donde se cocinaban los alimentos, subiendo lentamente y en silencio, de vez en cuando, una bolsita de nylon con sandwichs o pollo cocido sacado de los mismos fondos donde comían los internos, cedido generosamente por el cocinero del campo, con lo cual se mantenía el cuerpo reforzadamente alimentado, en las largas e interminables jornadas. Se permanecía 24 horas apostado, con equipo de guerra y no había posibilidad de descanso, ni menos de ir al baño.
Desde esa torre vi en muchas oportunidades pasear intelectuales al interor, conversando animadamente algún tema cultural y analizando, libro en mano, alguna idea o proyecto personal, con lo cual también ocupábanse de subsistir y sobrevivir, figuras artísticas del medio televisivo de la época o profesionales de toda categoría, con los cuales no teníamos la oportunidad de conversar.
En cuanto a la alimentación, en realidad los detenidos tenían un sistema mejor que el nuestro. Ellos se organizaban al interior del campo con sus propios medios empleando personal de cocineros y ayudantes a quienes se les hacia entrega de los víveres crudos diariamente, preparando ellos mismos su alimento, en grandes fondos de los mismos empleados en los ranchos del contingente, con fogones a gas, fiscalizados de vez en cuando por el jefe del campo, en esa época el Capitán Paulo De La torre.
En el Rancho Militar, se hacían los necesarios esfuerzos para la alimentación del personal de oficiales clases y soldados. Se requería siempre una buena cantidad de mano de obra para cumplir tareas intermedias, en las que como soldados salientes de guardia, sacrificando horas de nuestro descanso, concurríamos- como dije anteriormente- “voluntariamente” para ayudar buscando las alternativas de cobrar el esfuerzo, con un buen y delicioso sandwich.
Una tarde, un grupo de soldados se ofreció para asear las cocinas y en los tambores de basura, cubiertos con cáscaras de verduras y bolsas con desperdicios, se encontraban ocultos y en “caleta” unos pollos crudos, envueltos en papel y abundante plástico y algunas raciones de pan y chocolates, sacados clandestinamente de las bodega de los alimentos.
Luego de reunida la basura, pidieron el permiso correspondiente para salir del rancho a botar la basura, a lo que el CB1 ranchero accedió, sin antes observar con natural desconfianza el tambor que pasaba frente a sus ojos, y que los soldados transportaban con muestras claras de poco esfuerzo, notándose claramente en la atención de los músculos, la “pesada” carga, cubierta por livianas cáscaras.
En el sector del basural, distante a varios metros, se vaciaron los tambores y seguidamente, bajo el fresco ambiente de las copas del agua, se enterraron los pollos y raciones envueltas y ocultas bajo tierra.
La noche siguiente, una figura fantasmal y silenciosa, bajó de la torre aledaña al rancho caminando unos pocos metros en dirección al basural. Desenterró los pollos, el pan y las raciones de chocolate, (decían por allí, que estas raciones eran para el mejoramiento del rancho de los soldados, pero a nosotros nunca nos dieron siquiera una barra). La misma figura, corrió el paquete como testimonio de una posta atlética a las torres más lejanas de la guardia y en ésta, uno de los centinelas con los ojos bien abiertos mantenía el control hacia los objetivos permanentes y el otro, en una calamina sobre la torre de madre, hizo un pequeño fogón procurando contar con ardientes brasas que permitieron cocinar los pollos. El aroma corrió mezclado entre el humo, la camanchaca y la bruma nocturna que a esa hora se desplazaba fantasmalmente por el campamento, despertando algún olfato o acelerando alguna glándula salival, relacionando el aroma con un rico asado o una aromática cazuela, lo que indudablemente resultaba ser un ilusión óptica, producto de la larga permanencia en el desierto.
Otro envoltorio con presas recién asadas, corrió también en posta hacia las otras torres en manos de figuras nocturnas que se desplazaron en los patrullaje, en medio de la oscuridad de la noche.
Todo funcionó bien. Dos pollos trozados repartidos entre los centinelas de las tres primeras torres y la guardia de la entrada del campo de detenidos, no era malo. Una cuota extra de pan, permitió pasar la noche agradados y satisfechos ahuyentando el fantasma del sueño con chocolates para permanecer atentos a la misión de vigilancia. Nuestros prisioneros, dormían viviendo alguna dolorosa pesadilla o derramando alguna lágrima de inseguridad y recuerdos por sus familias, ocultos y temerosos en sus fríos lechos.
Antes del amanecer, en la torre del “asado”, los centinelas se descuidaron y alguna brasa ardiente se deslizó hacia la madera, causando una gran humareda y tratando ellos mismos, con su propia orina de apagar el amago de incendio.
Nadie se dio cuenta del “entuerto”. La torre quedó con serios daños y hubo que cambiar en una acción silenciosa y sin testigos, sus quemadas tablas.
Entre el contingente involucrado, cumpliendo un pacto de honor, se guardó silencio y todo quedó, hasta hoy, en el olvido.
El puesto de la guardia de la Casa de Fuerza, era más relajado. Allí se permanecía 24 horas fijo, con el inconveniente que había que enfrentar la fría noche en un ambiente de alto ruido. Quienes operaban los motores generadores eran, al parecer, ingenieros y/o personal técnico, que cumplía detención en el campo, en espera de los juicios respectivos, y que trabajaba en turnos organizados para mantener operacionales las máquinas.
En cuanto a la relación guardia - detenido, si bien en un inicio era de mutua desconfianza, lo cual no nos permitía cruzar palabras de ningún tipo, porque eran así de claras las instrucciones que recibíamos de nuestros instructores, llegamos en determinado tiempo y por naturales circunstancias, a entablar diálogos amistosos.
Esos mismos hombres que vi ingresar al campo de detenidos esa tarde de trabajo de estudiante, y que conmovió mi alma, ahora eran parte de mi diario vivir y tenía que convivir con ellos, sin prejuicio sin emitir opinión por sus ideas, pero conociéndoles el alma y sentimientos a través del diálogo, desconfiado en un principio, pero fraterno con el transcurrir de las largas y sacrificadas noches de interminables y ensordecedoras guardias. Se aprende al fin y al cabo que todos los hombres, de cualquier condición, independiente de sus ideas, acciones, colores o razas, tienen un alma inmensamente buena y que los valores de justicia, equidad y bien común les unen. Conocer de sus vidas, de sus familias, de sus hijos, de sus sueños políticos truncos y mal llevados, y reconociendo en sus palabras sinceras, honestidad y convicción clara de pensar que sus ideas, se basaban en la búsqueda idealista o no, acertada o no, de una verdadera justicia social o no, la que por la historia de la humanidad, la de ayer hoy y siempre, resulta ser una utopía, imposible de alcanzar por cuanto la naturaleza del hombre, lleno de egoísmos y de trancas de todo orden, no nos permiten cambiar en definitiva, en bien de la sociedad.
Entre las curiosidades que aprendimos de ellos, fue hervir agua en nuestros jarros metálicos de aluminio, utilizando un carbón interior de pila telefónica - abundantes en el lugar - al cual se le conectaba el “vivo” (cable de energía que lleva la tensión) introduciendo el carbón en el agua, sin tocar el metal. Para ello se colocaba una tabla aislante con un orificio central, de modo que el carbón descansara en sus paredes tocando el agua y si tocar el metal. El otro cable, se conectaba al metal del jarro, y en pocos minutos, conectados al enchufe, contábamos con medio litro de agua hirviendo, a la cual le agregábamos té o café y que nos servíamos en conjunto como colación nocturna, compartiendo generosamente nuestro pan, sin considerar que ellos eran nuestros prisioneros y nosotros sus centinelas.
En ese ambiente de desconfianza creció un poco la amistad, prohibida por cierto, contagiándonos también con lo que llaman el “síndrome de Estocolmo”, resultando inevitable el encuentro de esos dos mundos distintos en ideas, pero desde allí construir leves espacios, que permitían hacer realidad una extraña convivencia, manteniendo las normas mutuas de recíproco respeto, con una prudente desconfianza.
Eran las interminables noches de insomnio y ruido acompasado de los cilindros, bielas y pistones, lubricación manual de las partes móviles y control de las temperaturas del agua y el aceite de los bulliciosos motores. En ese ambiente cumplíamos celosamente nuestra labor de vigilancia, sin por ello dejar de compartir amenas charlas y más que mirarnos con natural desconfianza, nos parecía sentir que en el fondo, éramos todos buenos chilenos. Otros más osados contaban en las horas del rancho, que en algunas oportunidades, se habían quedado dormidos, fusil en mano, exhaustos por el cansancio de las interminables noches y roles seguidos que obligaban a sacrificios casi inhumanos. Más de alguno se sentó en una de las camas y/o colchones que utilizaban para descansar en el turno los hombres que mantenían la energía eléctrica, para quedarse involuntariamente traspuestos o casi dormidos cometiendo, por cierto, una falta de extrema gravedad, siendo despertados muchas veces, en un gesto de paternal cariño, por los propios detenidos que suavemente informaban a los centinelas, para no provocarles reacciones o contratiempos, que se aproximaba el turno de control de madrugada a cargo de los suboficiales quienes recorrían todos los puestos en largas caminatas nocturnas, siendo un factor sorpresa su llegada en cualquier hora de la noche. Esto debe haber constituido un inmenso riesgo innecesario y una clara oportunidad para ser enjuiciados por tribunales, cuya pena justa y máxima dadas las circunstancias, habría sido el fusilamiento.
Los motores corrían sin detenerse toda la noche. Se efectuaban los mantenimientos preventivos respectivos y los hombres seleccionados por la autoridad, controlaban el funcionamiento de estas máquinas traídas, como dije anteriormente, desde la oficina salitrera Victoria.
Un domingo de tantos, nos tocó guardia en el sector de la plaza de Chacabuco, frente al teatro.
Después de mucho tiempo, se había autorizado la llegada de buses repletos de personal civil, en su mayoría mujeres e hijos, provenientes del sur de Chile, alcanzando con un inmenso sacrificio y gran incertidumbre el lugar donde se encontraban obligadamente detenidos los jefes de hogar.
Era una ocasión tan especial, en que la responsabilidad y sensibilidad del soldado y el hombre se contraponen, por un lado por la sagrada misión claramente establecida, sobretodo cuando se está instruido para la guerra, y por el otro, la sensibilidad que provoca una situación de absoluta sensibilidad humana. En el primer caso, del soldado, uno se siente y cree por su propia virtud juvenil, invencible, cumpliendo celosamente los tratados adquiridos en su férrea formación para la defensa y paz de su propia tierra. Por el otro, el hombre, que tiene sentimientos y que no hace leña del árbol caído, al contrario, se mimetiza y sufre con la desgracia ajena.
En esas circunstancias especiales, vino un choque de internas emociones. En mi caso, afloraron como un torrente incontenible el sentimiento de nuestra propia humanidad, en una vivencia que hace de este recuerdo de soldado, una acción inolvidable.
Bajo el sol inclemente de la oficina salitrera Chacabuco, en la plaza, se reunieron las familias, las esposas abrazadas a los padres de sus hijos reforzando el amor de las familias y los niños que en su inocencia corrían jugando con los remolinos de polvo, de pronto saltaban a los cuellos quemados de sus padres, colgándose de sus progenitores para decirles la alegría inocente de sentir de nuevo sus caricias, queriendo recuperar y recibir los apretones de los brazos ausentes, robando un poco esa ausencia obligada de calor de los jefes de hogar, dejando esos minutos transcurrir eternamente y rogando al Dios de su propia fe que nunca terminaran, para no tener que soltar al ser amado y dejarlo nuevamente en la terrible soledad humana en que vivimos permanentemente los hombres y en la triste verdad de no saber los que nos depara el mañana.
Nuestro duro y tostado rostro de soldado, también sufriente por las mismas condiciones que nos unían en esa superviviencia, en distintas trincheras, manteniendo el rictus y la marca en la careta del hombre de la guerra, de soldados preparados para el combate, entrenados para matar, sin ser mercenarios, por un ideal de libertad, dispuestos a enfrentar al enemigo con valentía y renuncia, sin ceder, sin dejar ni siquiera la posibilidad de ofrecer una oportunidad al enemigo, estar dispuesto a correr y atacar, corriendo con el arma empuñada a enfrentar la gloria de la vida o el olvido de la muerte, ofrendando su ser en pétalos de sangre, a los brazos de Minerva. Ese ser que parece inhumano por que solo sabe cumplir ante su sagrado deber, en una situación de tanta humanidad, con un enemigo que no se sentía como tal y con quienes no unían los mismos valores, amantes de la misma bandera, las mismas tradiciones, y que no era aquel por el cual fuimos arduamente entrenados, cumpliendo en ese instante la más importante virtud humana, para el más humilde trabajo como lo es el servir de centinela, ser sintió en el pecho el palpitar de su duro corazón y en respuesta a ese segundo de debilidad, dejó caer, disimuladamente, silenciosamente con en el más oculto sentimiento, la más pura expresión de dolor o de alegría, marcando su debilidad en un surco marcado en la piel morena en el desplazamiento de una débil y salobre lágrima.
Pensar en esos hijos jugando en la plaza y en la ansiedad humana de abrazar a un ser amado, manteniendo las normas de la moral y de la ética, presente en la vida del hombre, por una justa o injusta detención, sencillamente oprimía el corazón y el alma.
La frialdad del alma del soldado no era tal. Yo puedo decirlo por que estuve allí, por que viví instantes dolorosos e incomprensibles en todo momento. Los oficiales que estaban a cargo del campamento, nos orientaban en el cuidado que debíamos tener y, si bien vivíamos momentos de una guerra silenciosa y ellos eran nuestros prisioneros, no se debía actuar sin antes consultar o estar seguros de que una acción pudiera ser un acto irresponsable o temerario relacionado con la fuga.
Habíamos alcanzado un gran nivel de confianza con nuestros instructores y ellos tenían siempre la delicadeza de orientarnos con respecto al trato con los detenidos.
Y esa ocasión no fue la excepción.
Entendiendo la humanidad y la debilidad, y ahora adulto conociendo la naturaleza de nuestra sexualidad, no era posible no permitir que un esposo acariciara a su esposa aún en una situación difícil de entender. No puedo decir que allí hubo escenas indecorosas frente a todo el público de la plaza, en la que había también niños, pero nuestras miradas se comunicaban con las de nuestros prisioneros y en gestos que solamente nuestras mutuas miradas comprendían, entendibles solamente por nuestro lenguaje inexpresivo, les señalábamos en un movimiento imperceptible de las cejas, la ruta silenciosa a un íntimo encuentro de amor en esa obligada y felizmente abandonada oscuridad del cine de Chacabuco para que, en poco tiempo y casi al galope, consumaran, con un gesto humano, con una caricia oculta y encerrada en lo íntimo de su propio ser, seguramente causal de muchas dolorosas lágrimas de obligada ausencia, el sello necesario para la demostración afectiva y mutua de su propio e inolvidable amor, para que pudieran vivir en esa situación de semilla fecunda y ansiadas esperanzas de volver a vivir juntos la vida, ese momento íntimo, que prolonga, siembra y proyecta la propia existencia, manteniendo en nuestra función de centinelas, una seria custodia militar, observando solamente a los niños inocentes que jugaban en los secos troncos de lo que fueron alguna vez los árboles de esa plaza, con el convencimiento absoluto de que la única y más importante misión del momento, más que la custodia de nuestros detenidos, era el no dejarles cruzar la calle y jugar en las cercanías del teatro, permitiendo un paseo de “turismo” a muchas parejas de padres por esos rincones, para conocer la historia guardada del salitre de esa otrora bullente oficina.
Eso no se cuenta por que no se sabe. La historia lo desconoce, no queda en ningún escrito, pero yo lo viví y más de una sonrisa de gratitud y de complacencia, no quiero decir por respeto a los sentimientos puros y honorables de satisfacción, recibimos de esos hombres, que sufrían en ese instante, pero que en un noble y sagrado deber de cristiano y de caballero, nos obligaba a utilizar y a emplear ese improvisado método que en ningún caso afectaría una situación de fuga o salida furtiva, para permitir que dos seres humanos pudieran expresarse en ese soleado campamento su amor, en una situación de desgracia lo que, aún hoy, no permite sentir ni una cuota de arrepentimiento, por que a los ojos del Divino Señor, fue la expresión de amor más humana de amor al prójimo que haya sentido y personalmente vivido como soldado.
Entre mis recuerdos, no puedo dejar de recordar a un amigo de la infancia, de Maria Elena, de apellido Toro, que era hijo o nieto de un dueño de almacén en la pampa salitrera, a quién divisé entre los detenidos. Nunca más supe de él, pero en esos instantes de su detención, estando de guardia y con posibilidad de divisarlo, jamás le negué mi saludo o mi sonrisa porque esa era una situación de desgracia, de la que nadie podría haber estado libre, aún cuando estuviéramos en situaciones distintas.
Ojala - algún día - alguien cuente y refuerce esta verdad, por que es necesario, en este tiempo de recuerdos, mirar con otros ojos la experiencia que la historia conoce y juzga, en la cual fuimos los mismos chilenos protagonistas y responsables de un manto de oscuridad que cubrió las nubes y el sol de un mejor amanecer, quitándonos la posibilidad de vivir con el derecho más humano e irrenunciable como lo es, disfrutar y crecer en plena felicidad.
Una tarde, casi noche, por el exceso de uso y entendiendo que la maquinaria utilizada para la generación de energía era de segunda mano y que había tenido una larga vida útil en la oficina salitrera Victoria, el principal motor generador de electricidad, colapsó y se incendió.
Las llamas se posesionaron de la Casa de Fuerza y fue imposible actuar con los medios existentes en el lugar para enfrentar el fuego. Transcurridas las horas se hacía más caótico y dramático el avance de las llamas y ya en el crepúsculo de la tarde, grandes hongos de fuego comenzaron a iluminar la noche de Chacabuco, saltando los tambores de petróleo encendido y explosando espectacularmente por los aires.
El joven teniente Enrique Valenzuela Samhaber, pistola en mano, corrió hacia el lugar del incendio y disparó la munición disponible a los tambores de bencina y de petróleo para evitar su fuerte explosión y los trabajadores de la sala de máquinas, fueron puestos a resguardo en el sector frente a la casa donde se encontraba la comandancia del campo.
La Guardia y nuestras Unidades de emergencia tomaron sus puestos y el personal disponible empleado en todas las tareas de la emergencia.
Estábamos aquel día salientes de guardia y como habíamos cumplido tareas de instrucción, debíamos pasar al merecido reposo, pero la noche se avecinaba agitada, por cuanto había múltiples tareas que emprender, entre las de mayor responsabilidad y propias de nuestros jefes, verificar la veracidad de la situación del incendio y comprobar que no hubo sabotaje y que no se produjeran situaciones de heridos. Por otro lado con el caos, verificar el estado de los detenidos, cuidando de que no se produjera algún escape del lugar, el cual en el contorno externo estaba minado, siendo las únicas vías de escape, las rutas interiores. En varias ocasiones debimos actuar en las emergencias nocturnas por las explosiones de las minas externas, activadas por animales que merodeaban el lugar.
Tuvimos que volver a nuestros puestos de centinelas en circunstancias que no habíamos dormido toda la noche anterior cumpliendo la misma función. Era nuestra misión. Recibimos la orden de mantener y permanecer más atentos que nunca, en el mismo lugar y sector de vigilancia, lo cual asumimos con la seriedad y responsabilidad propias de soldados. La tarea primordial de orden y restablecimiento de la normalidad era de los oficiales, del Jefe de Campo y de quienes mantenían la línea de mando. Lo nuestro era cumplir con nuestro deber, enfrentándonos a una larga jornada que no sabríamos a qué hora llegaría a su fin.
El crepúsculo matutino nos sorprendió a todos trabajando muy aún despierto a pesar del cansancio. Durante la noche y amanecida, habían llegado algunos carros de bomberos de Pedro de Valdivia y otros de Antofagasta, para combatir un fuego de especiales características el cual no era tan sencillo apagar, por la existencia y consistencia de combustible. En verdad, la mejor resolución fue la adoptada por la autoridad: dejar que las llamas consumieran el lugar, atacando solamente los amagos de los sectores aledaños para no provocar una desgracias de mayores proporciones, aún cuando lo peor ya había pasado y a Dios gracias, sin compromiso de vidas de ninguna persona.
Ese día, no hubo relevos de la guardia. Ni decir de la alimentación ni mucho menos. Nada de nada. Todas eran actividades de control, y esperando que se consumiera todo el lugar. A la siete de la tarde aún llegaban compañías de bomberos de Antofagasta y en nuestros puestos permanecíamos atentos a la vigilancia del campo de detenidos, pero también muy exhaustos y cansados, con la agotadora jornada de frío nocturno y el día largo y agitado sin haber probado nada de alimento y más de 72 horas apostados sin dormir.
Afortunadamente, el mando había pedido refuerzos, y esperábamos ansiosos la llegada de la Primera Compañía de Fusileros de nuestro regimiento, que con nuevas fuerzas podría reforzar y permitirnos un merecido descanso para reponer fuerzas y continuar con las tareas del día siguiente, las cuales estarían siempre ligadas a la seguridad y vigilancia del lugar.
A las nueve de la noche llegó el ansiado relevo desde Antofagasta. Esperamos pacientes el transcurrir de las horas para que ellos tomaran nuestro lugar y de pronto sentimos que se cometía un acto de total injusticia, puesto que los relevos y refuerzos llegados frescos de Antofagasta, se les ordenó “pasar al reposo” (¿¿¿????) y acostarse a “descansar”. (jajajaja)
Para quienes estábamos de centinelas de Guardia hace ya bastantes horas, no fue muy bueno el chiste, con la diferencia que en la sala central de guardia, los relevos de personal se habían hecho en forma normal, por lo que los Comandantes de Guardia estaban frescos y descansados, pero no así los centinelas y en cuanto al accidente, ya no había nada más que hacer, estaban los hechos consumados y consumidos.
La compañía de Plana Mayor, estaba conformada por un selecto grupo de oficiales y clases instructores. Se anexaban a la compañía, los diferentes almacenes y talleres que la orgánica de esa Unidad establecía en esos tiempos, entre ellas el taller de carpintería, zapatería, los sistemas referidos a Material de Guerra, Transportes mantenimiento de vehículos, etc…
De modo tal que, el grupo de instructores, se veía aumentado por personal de otros servicios que sin ser de armas o de línea, cumplían con igual celo, capacidad y férrea voluntad, sus tareas, en una situación - nuevamente lo digo - de excepción.
Recuerdo con cariño a los “viejos” de ese tiempo: el sastre, CB1 Mario Cáceres, el carpintero, mi amigo el CB1. Saturnino Mariqueo y también el zapatero, el entonces CB1º Guillermo Córdova Guerra, al cual llamaban “El Cuadrado” Córdova, por ser un militar de esos muy antiguos y de mucho celo en el cumplimiento del deber. Más tarde, con los años, pude valorar sus dotes de soldado, pero esa noche, en Chacabuco, en medio del desastre y del incendio, el “Cuadrado” Córdova, casi me mata y no estaría, gracias a la Divina Providencia, contando hoy este cuento.
En mi permanente “sed de justicia”, de lo cual alguna vez espero una bienaventuranza del Pastor Divino, tuve la brillante idea y osadía de hacer presente al instructor, la molestia propia de tener que continuar por tercera noche sin dormir cuidando el campo de detenidos, habiendo asumido todas las medidas propias de la seguridad durante la emergencia del incendio, no siendo alimentados y más aún, habiendo sido abandonados a nuestra propia suerte, en circunstancias que venían compañías de refuerzo dispuestas a continuar las tareas, y que en el natural desorden y caos las mandaron equivocadamente al “reposo”.
Fue una situación de temor. El “cuadrado” Córdova no era muy educado ni manejaba el buen criterio. Solamente actuaba a las órdenes de sus superiores, ciegamente, sin medir consecuencias de ninguna índole. Junto con llamarme la atención y a hacerme presente que mi actitud era la de un soldado que se estaba amotinando en “tiempo de guerra”; cargó violentamente su arma y apuntó directamente a mi rostro. Esperé, (¡Dios mío!), en silencio y con la vista al frente, sentir el impacto de una bala de calibre 7,62 mm. de fusil SIG, que me hubiera desfigurado y quitado la vida, sintiendo el hielo de enfrentar por primera vez a la muerte, por cuanto no había ninguna posibilidad que alguien mediara por mi en tal circunstancia.
Fue la Divina Providencia, que permitió en ese instante que el Sargento 1º Antonio Vásquez, saliera de la guardia al sentir el ruido del arma cargada, controlando con mayor criterio la situación y permitiéndome expresarle respetuosamente lo anormal de la situación referida a los días sin dormir y sin comer, y no entender que quienes venían de refuerzo desde la guarnición, pasaran a reposo.
Desconociendo esta realidad, por cuanto el Sargento Vásquez recién había tomado su puesto en la guardia e ignorando que el personal de centinelas llevaba una larga jornada de más de 72 horas apostado, habló de inmediato con el Teniente Valenzuela, quien resolvió en justicia que la Unidad que había llegado de refuerzo, asumiera desde ese instante la guardia, permitiéndonos un justo y merecido descanso a quienes habíamos enfrentado lo peor de las crisis del incendio en Chacabuco.
Cosas del destino. Podría, por la tozudez de un individuo, haber muerto de un disparo.
El año 1974, este era el himno que interpretaba el Regimiento “Esmeralda”.
Himno del Regimiento de Infantería
Motorizado Nº 7 “Esmeralda”
I
Esmeralda en honor a tus huestes
Que pasearon tu enseña triunfal
Entonemos tu canto de guerra
Que es divisa de triunfo marcial.
II
Esmeralda tu nombre recuerda,
A Dolores a Lima y Sangrar,
Tradiciones de heroicas jornadas
Que tus brazos supieron forjar.
Coro
Gallardo Séptimo de Línea
tu nombre símbolo estará
prendido al alma del soldado
para siempre en la guerra y en la paz.
III
Empuñando sus recios aceros
a los bravos del siete se vio
defendiendo su hermosa bandera
que por premio la patria les dio.
Coro
Gallardo Séptimo de Línea…
No pretendo escribir su historia, no me pertenece ese alto honor, pero si puedo entregar en el transcurso de estas líneas que espero alguna vez terminar, situaciones que podrán servir para los historiadores, y explicar detalles de hechos que constituyen la vida de esa querida y gloriosa Unidad.
A mi acuartelamiento de conscripto, comandaba el Regimiento el coronel Oscar Lagos Fortín. Me recuerdo mucho de él, por que era un comandante serio, que se desplazaba por los patios con su pecho siempre erguido y su frente muy en alto. Como todos los militares, y sin ningún afán irrespetuoso, debo decir que le apodaban “Pecho de Palo”, por que efectivamente mantenía siempre su pecho erguido y sentía en cada paso que daba al interior del cuartel el orgullo de ser soldado.
En las formaciones de las mañanas antes de izar el pabellón nacional, frente a la comandancia, el coronel se explayaba en sus palabras y su tono era muy convincente. Si de alguna anécdota me acuerdo, es que nos hacía saludar con la mano derecha empuñada hacia el cielo. El gritaba:- ¡Hip Hip! - y la tropa en masa contestaba - ¡Hurraaaa.! (tres veces).
A pesar de su rudeza expresada en una máscara invisible o de autoprotección, me parecía un hombre correcto, afable pero estricto, creo que tenía una personalidad muy propia de soldado, de una férrea formación y duro carácter, pero humanitario.
Conversaba mucho con nosotros los soldados y de la noche a la mañana, en una situación que tampoco nunca pude comprender, se le ordenó dejar el mando de la Unidad y en 24 horas estuvo de civil con corbata, paseando por la plaza de armas de la ciudad de Antofagasta, manteniendo siempre su estampa de soldado recio y fuerte, sin arredrarse y sin bajar en ningún momento la guardia. Lo habían involucrado en situaciones de orden político y en verdad lo habían llamado a retiro, contaban “bajo cuerda”, por ser considerado del equipo de los “”rojos”.
Otro gran Comandante místico del “Esmeralda”, fue el Coronel Belarmino López Navarro, el cual impregnó de valores y compromiso muy especial a la Unidad.
En su primer discurso a la tropa, junto con saludar con sincero sentimiento de soldado expresó la necesidad de arreglar y mejorar los “tazones de los árboles”, por que era importante mantener el estado de cuidado de los jardines y - sobretodo - “cortar el pasto”, situación que no comprendí bien, por cuanto no había muchos jardines con abundante pasto verde; luego comprendí que la expresión aquella tenía un completo trasfondo referido, a la necesidad de cortar, pulir y mantener los niveles siempre parejos, para que no hubiera desorden en el gran jardín que conformaba el Regimiento. Cuando el “pasto está largo”, es porque se ha dejado de cumplir con voluntad de rendimiento las tareas y eso, en una Institución disciplinada y férreamente unida y liderada por sus mandos, no se puede aceptar.
La vida en la Compañía continuaba su marcha, con los niveles siempre alertas y permanentes trabajos de patrullajes, custodia de polvorines en la cordillera, trabajos de cuartel, instrucción, aseo prolijo al armamento, etc…
Vino un período intenso de trabajo en todos los aspectos, pero entre tantas, una de las grandes tareas que se fijó el coronel López, fue la construcción de un Patio de Honor, en el mismo sector donde hoy se levanta, incluida la tribuna, pero con la diferencia que en ese tiempo era un cerro, es decir la continuación de la ladera que bajaba desde el sector de las canteras hacia el mar. En ese patio central, trabajábamos con pala y picota las posiciones de combate de infatería y era un buen terreno de instrucción. La empresa de construir el patio era en verdas un gran desafío, pero el coronel López lideraba bien sus objetivos, pasando con el correr de los años a ser recordado como una gran e inolvidable comandante.
Lo primero fue limpiar, sacar toneladas de tierra y depositarlas inmediatamente más arriba, en lo que hoy es el lugar donde se levanta la piscina. Ese terreno era también parte del cerro pero requería ser rellenado, así que las toneladas de tierra y piedras del patio de honor fueron trasladadas a ese sector.
Campaña de la botella, campaña del diario, campaña de todo, para juntar los siempre faltantes pesos, para poder financiar la obra, la construcción de la tribuna y la pavimentación del patio del lugar, con un apoyo indirecto de algunas empresas cupríferas de la zona. Se unía a ese proyecto la construcción de un comedor decente para el contingente. En ese tiempo comíamos al aire libre en unas mesas metálicas de mala muerte que se doblaban de óxido completamente abandonadas. Lo que en un principio era un comedor, se había habilitado como la cuadra para el contingente de la 4ta. Compañía de Reservistas, por lo tanto no había lugar físico para un nuevo comedor, excepto en los sitios que quedaban aledaños a la cuadra de reservistas y a las instalaciones del Racho, lugar donde se levanta hoy una construcción más moderna y sólida.
Como soldado, participamos del primer curso de instructores auxiliares y a juzgar por las experiencia de los años, fue ese el período mejor de la historia del regimiento, por que la mística que impregnó el Comandante a su gente fue notable y los viejos soldados de ese tiempo, nunca olvidaron y siempre mantienen en el recuerdo sus grandes dotes de líder, y han dejado para el recuerdo y la gratitud eterna, la figura del coronel Belarmino López Navarro. Rescató y dio especial importancia a los valores de la historia y tradición y fue su primer trabajo el de comprometerse con la ayuda solidaria al Club de Lisiados de esa época que no recibía ninguna ayuda de orden social. Este comandante enseñó a su gente los valores de la solidaridad y el trabajo en beneficio de los más necesitados cumpliendo, junto a su esposa una gran labor.
Tengo en la memoria, haber trabajado intensamente con el personal de la sección de telecomunicaciones, con el Suboficial Guerra, en los circuitos eléctricos y ampolletas de colores, que fueron colocados en los contornos de los edificios que daban a la Avenida Ejército y todo un sistema de luces en los mismas líneas de la edificación de la Comandancia, habiéndome conseguido con mis profesores de electricidad del Grado de Técnicos de la ex Universidad Técnica del Estado, las maquinarias y detalles para la propia fabricación de los portalámparas de hojalata que daban vida a las luces seguidoras que adornaban las grandes figuras de soldados pintados de cartón, con motivo de las fiestas de fin de año. El coronel López dio mucho énfasis a las celebraciones de la navidad y nosotros trabajamos arduamente en la confección de los inmensos decorados que ornamentaron el frontis de la entrada del regimiento, con los nombrados juegos de luces “seguidoras”, y empleando gran ingenio en la confección de motores para lograr el encendido eléctrico. No puedo dejar de agradecer con los años a Eduardo Cuevas, mi compañero de colegio, que me ayudó en muchas de estas empresas.
Allí conocí grandes soldados, los cuales nunca más vi en mi vida. Me acuerdo de Eduardo Emhart de la Guarda, Claudio Añazco, todos sureños y que llegaron formando las dotaciones de las Compañías Movilizadas necesarias para la época, y que por no haber capacidad de cuadras o construcciones, tuvieron que instalarse a vivir en carpas en un lugar donde el retirado Suboficial Mayor Rolando López Álamos sembró pimientos y árboles que con los años fueron un frondoso y hermoso bosque, pero que al igual que muchas obras, fue poco a poco desapareciendo por el alto costo del agua, quedando allí en ese lugar, el llamado “Parque Esmeraldino”.
No entendí nunca mucho las diferencias jerárquicas, comprendiendo que en toda organización siempre hay quienes mandan y otros que obedecen, por una necesidad estrictamente protocolar sujeto a los roles de cada cual, pero que en la hora del compartir se dejan de lado, porque siempre es más importante la amistad, el cariño y el trabajo que nos une en torno a los mismos ideales. Ser soldado era para mí un orgullo y mi espíritu de cuerpo me exigía ser de los mejores aunque casi siempre fuera el último. Me esforzaba cada día y trataba de cumplir lo mejor mis tareas no por sobresalir sino por la paz que se siente en el alma del deber bien cumplido.
Una tarde, antes de la formación, encontré en mi sector de aseo, un hermoso escudo metálico de esos que se usaban en el gorro militar. Así que como soldado chileno, cosí con mucho orgullo a mi verde quepis, en el centro, mi escudo nacional. Mi cóndor majestuoso de la cordillera, rescatado por la mano creativa del artista y colocado en el costado del escudo junto al poco conocido huemul que habitó en las zonas del sur, y ese lienzo en el cual se lee el lema de “Por la razón o la fuerza” que refleja en realidad el mejor espíritu del soldado chileno y sus colores maravillosos de blanco rojo y azul…Oh qué dicha….Claro que el escudo era metálico, y lo hice brillar sacándole el moho con las yemas de los dedos y reluciendo como nunca en el centro de mi gorro de soldado…¡Eso es ser soldado chileno! y esos son nuestros hermosos símbolos, pensaba. Aparte de verse hermoso, me hacia sentir muy bien. Ser soldado y chileno, era mi principal razón de ser.
El teniente Villalobos, era famoso por su palo en forma de espada. Cuando estaba de servicio de guardia, entraba con esa “ayuda” y no había nadie que no se llevara un grato golpe de recuerdo. Le decían “Omar Shariff”, por su gran parecido al actor, y como era el oficial de Intendencia, que nos pagaba nuestro poco sueldo, era por todos conocidos. Su lenguaje no era del más sacro. En ese tiempo se hablaba mucho garabato y pareciera que era la forma de mejor hacerse entender, modelo que mal tomamos muchos instructores después y que me ha costado mucho, en lo personal, erradicar.
Viéndome tomar mi puesto en la fila, el teniente Villalobos me dijo bastante airado y violento, que en ese tiempo era lo “normal”:
-Y vos weón. ¿Por que andai con escudo? ¿Qué te “creís” oficial?
-¡¡Sácatelo de inmediato weón, que eso es “exclusivo” de los “oficiales”!! (Quise replicar: ¡Pero si a la guerra vamos todos y morimos igual por la patria!), callándome ipso facto, al observar al teniente, todavía aireado, que subía su “sable“ de madera al aire, bajándolo con bastante fuerza y depositando toda su rabia, si se puede decir eso, (medio mezclado al odio), en mis carnes blandas y blancas, en un tremendo golpe en lo que se llama literalmente “la raja”, humillándome, como tantas veces acostumbraba con “sus” soldados.
Se me acabaron las ganas de sentirme “soldado chileno”. Era mejor ser solamente “soldado”. A palos lo ubicaban y encasillaban en el rango.
Oh, me acordé en este instante, de un incidente oculto en mi frágil memoria.
Las escuadras nocturnas de emergencia, dormían vestidas y equipadas sobre las camas y mantenían sus fusiles cargados y con bala pasada, solamente con seguro. Eran tiempos en que se preveía ataques al cuartel o salidas de emergencia nocturna.
Una noche, estando la sección de emergencia acostada, se le ocurrió al Cabo de Servicio ordenar aseo externo levantándonos a cumplir esa tarea sin antes estirar la cama. En el intertanto, sobre la cubierta de la cama de la primera litera, un soldado de los “más antiguos”, Carvajal, se las dio de instructor y comenzó a hablar de las características técnicas y tácticas del armamento.
Mientras explicaba aquello, sin sacar el cargador, desaseguró y al poner el fusil SIG 510 sobre la cama de la primera litera, “se” disparó el arma, rasgando todos, pero absolutamente todos los cubrecamas verdes, desde el inicio hacia al final de la cuadra, quedando el proyectil incrustado en el fondo del grueso muro, en una trayectoria recorrida justamente en dirección hacia donde, escasos minutos atrás, descansábamos veintidós hombres que pudieron haberse convertido, más de alguno, en víctimas de ese irresponsable accidente. Para fortuna de todos no pasó a mayores el incidente, llegando el oficial de guardia y personal de servicio presurosos a verificar el estado y situación del personal.
Los mejores recuerdos de mi inolvidable servicio militar en mi querido regimiento “Esmeralda”, fueron nuestra campaña a la oficina Salitrera “Algorta”, esa navidad en que con el chico Caballero, nuestro apreciado instructor y con el apoyo del cuidador de dicha oficina, pudieron encender por vez única y excepcional las luces del teatro del lugar con motivo de las fiestas de la navidad.
Otro hito y como en todo tiempo, el Juramento a la Bandera en la Plaza de Armas, y otras campañas militares en la zona de Chacabuco, y el Curso de Instructores Auxiliares.
Una tarde, a la hora del almuerzo (Rancho de Cuartel), y como no había muchos “fondos” (ollas de gran tamaño) para retirar comida para nuestra compañía, se repartió a la totalidad del personal la sopa, llevando el fondo con su mezcla de papas y carnes a cada mesa y distribuyendo en forma normal el alimento que curiosamente, ese día estaba mejor que en muchas otras ocasiones. Como no teníamos más fondos, una vez pasado el tiempo de la sopa, había que retirar lo que llamábamos “desperdicios” alimenticios en la misma olla para después depositarla en unos tambores que eran regularmente retirados por un camión y que lo llevaban al sector del cuartel 2, donde servía de alimento a los chanchos, criados entre corrales en el lugar de cultivo de verduras de la Quinta “Esmeralda”.
El toque de corneta nos sorprendió en plena faena de recolección de los desperdicios. Carreras de un lado para otro y gritos del oficial de guardia señalándonos que tuviéramos cuidado de no hablar más de lo necesario porque se acercaba en ese momento en una visita sorpresa de control el Comandante en Jefe de le División, General Rolando Garay Cifuentes, un general muy preocupado del bienestar y del trato del contingente. Era un hombre bastante alto, serio, cara de bonachón, pero ya le habíamos conocido en varias visitas a control de las dianas en tempranas madrugadas, verificando la levantada de los conscriptos y controlando a los oficiales de semana.
Al ingresar el general al comedor, pidió que no se levantaran, como era la costumbre de la disciplina, y que siguieran almorzando la sopita misterio. Nadie hablaba, solamente el oficial de guardia se expresaba con lenguaje entrecortado, contestando puntualmente las consultas del general.
Los soldados esperábamos que se retirara luego la autoridad para retirar el segundo plato. Ya teníamos el fondo e medio llenar de sopa sobrante y desperdicios alimenticios que flotaban entre pelados huesos que habían sido succionados por los hambrientos conscriptos. Viendo el general el movimiento del fondo ordenó: -Soldado. Tráigame el fondo de comida para ver qué está comiendo la tropa-, en un gesto tremendamente humano y de clara preocupación por su gente.
Nadie tuvo por temor a la sanción, ni tendría hoy, la valentía de decir: - Mi general este fondo es de los desperdicios y estamos juntando para llevarlo al tambor de los chanchos para lavar el mismo y traer el segundo plato contemplado en el menú -.
Nerviosamente, se acercaron dos soldados con el fondo que contenía los desperdicios y una sopa aguada que había quedado sobrante y lista para el recambio.
-Una cuchara limpia acá-….- Corrió un soldado y le ofreció la cuchara al general y éste, en un gesto que nunca vi de nuevo, revolvió la sopa buscando alguna presa, sacando solamente huesos pelados para finalmente, llenar un cucharón y desde allí sorber unos cuántas cucharadas de los desperdicios, arrojando con rabia en el último minuto su contenido al piso diciendo: -Esta porquería no es almuerzo, que venga el ranchero, el ecónomo y todo el personal de la cocina. A los soldados hay que alimentarlos bien y para eso el fisco paga los alimentos.-
Después de llamar al comandante del regimiento, ordenó: ¡A las cuatro de la tarde volveré y quiero que cocinen de nuevo. Me sentaré en este mismo comedor a comer con los soldados-
Nadie podía explicarse qué es lo que le había pasado al general en su mente y paladar. Ese día, la comida, que nunca estaba buena, había sido preparada con un poco más de contundentes presas, pero en la cocina nunca comprendieron ni supieron que el general detectó la mala calidad del rancho probando, lamentablemente, un cucharón desde el fondo de los desperdicios destinados a los chanchos.
Nadie explicó nada de eso, se cumplió la orden. Un nuevo almuerzo para el contingente. A las 16 hrs. volvió el general, se sentó con nosotros y disfrutamos de una comida deliciosa y rápida: carne con fideos y conversamos amenamente con mi general, que ahora sí se fue satisfecho a sus labores, comprobando que el control permanente es bueno para mejorar las capacidades del servicio.
En el mes de Mayo del año 1975, a un año y un mes de haber ingresado a mi servicio militar, habiendo alcanzado el grado en la reserva de Sargento 2do, pero que nunca se materializó por que no se cumplió con los trámites de rigor a cargo de mi Jefe de Plana Mayor, el suboficial Rebolledo, a pesar de haber estado en una ceremonia de ascenso frente a la comandancia del cuartel, lugar diario de formación y donde se realizaban las ceremonias militares internas, fui el único soldado de la promoción al cual licenciaron, en circunstancias extrañas para mí, puesto que la conscripción en ese tiempo duraba dos años.
Me quedé con gusto a poco, por que recién comenzaba a conocer el Ejército y sentí mucha pena de tener que partir.
En ese tiempo no se me ocurrió pensar el por qué me licenciaron. Hoy con muchos años más de vida en mi cuerpo, saco conclusiones. Extrañamente me licenciaron, por cuanto siempre me tuvieron marcado por un estigma de orden político. Me resuena la voz de mi querido instructor Guillermo Caballero:¡¡ El que sea de izquierda o de derecha o haya estudiado en la Universidad... ¡¡ Que lo ponga!!- habiendo dado muestras en todo tiempo y lugar de mis cualidades humanas y valóricas en toda circunstancia y haber mantenido mi conducta intachable en todo orden de cosas. A veces se nace para sufrir y se es injustamente perseguido, pero el tiempo todo lo cura, todo lo sana, todo lo aclara y la verdad siempre prevalece y permanece. ¡¡La vida es una Bienaventuranza…!!
Salí de la Guardia del Regimiento de Infantería Nº 7 “Esmeralda”, con mi pecho hinchado de orgullo y henchido de emociones.
Un año arduo de responsabilidades cumplidas con una entrega limpia y generosa, la satisfacción de haber sido reconocido por mis respectivos superiores y amistades inolvidables. Algunas tristezas de hombre, superadas por el espíritu invencible de soldado chileno que nos otorga el honor de sentirnos dueños del mundo, en una época en que el poder lo da la energía y la conciencia y consecuencia del ser joven.
Me esperaban otras tareas inconclusas: la de continuar mis estudios en la Universidad, lo cual no fue posible por cuanto mis documentos, como el de muchos jóvenes de la época, desaparecieron, existiendo la nueva posibilidad de repostular en Diciembre. Sin embargo, era el mes de Mayo y debía trabajar durante el resto de lo que quedaba del año.
Nuevas experiencias laborales
Mi primera posibilidad de tener una experiencia de tipo laboral más estable, fue aquella en que me presenté, con mucha ilusión, a un trabajo de “Corrector de Pruebas” en el diario “El Mercurio” de Antofagasta, pasando las pruebas satisfactoriamente, pero dándome cuentas que el tema de postulación, obedecía solamente a un protocolo interno, por cuanto sin mediar respuestas ni nada los postulantes, que éramos varios, quedamos todos fuera. A la misma hora salía de una oficina, una hermosa y esbelta muchacha, seguramente del infaltable “club de los amiguis”, con una amplia sonrisa en el rostro y sin postulación ni nada, comentar que había quedado aceptada. Una realidad siempre presente en nuestra sociedad.
Postulé a un nuevo trabajo en la Empresa Minera de Mantos Blancos, debiendo esperar algunas semanas la respuesta y antes de ello ser sometido a diferentes exámenes médicos y de competencia profesional. En el intertanto trabajé en la ciudad en instalaciones eléctricas domiciliarias con mis ex compañeros de Universidad sin dejar jamás de efectuar alguna actividad, matizando mi nueva vida con la lectura y la poesía, que siempre estuvieron en mí, y disfrutando de la lectura de libros que caían a mis manos, sin buscar autores especiales ni novelas recomendadas, solamente el gusto de leer y aprender, heredado de mi madre. No puedo dejar de nombrar mis tertulias silenciosas en mi cuarto de soltero, escuchando a Neil Diamon y su “Juan Salvador Gaviota”, al mismo tiempo que pincel y pintura en mano, dibujaba en las paredes de mi cuarto, ese cielo azul del cuento de Richard Bach y hacia volar en las alas de mis sueños de joven, la ilusión de alcanzar ese cielo solitario de ese cuento o volar muy alto en esos sueños celestiales, alejado de la bandada de la vida.
Esos años fueron de canto, poesía y teatro, con nuestra querida profesora Teresa Duarte y su esposo Mario Vernal. Ellos escribieron y aportaron con grandes obras, y estuvieron presentes siempre en la labor cultural de la ciudad. Paralelo a ello mis fichas de estudios de la historia de Chile que iba día a día escribiendo en esa vieja máquina negra Underwood, que compráramos con mi padre como cachureo. Fue muy importante en mi vida participar del arte a través de el Teatro de la Peña, dirigido por Teresa Vernal, que funcionaba en la calle Maipú y el trabajo que realizábamos paralelamente con el conjunto folklórico de la Universidad de Chile, para levantar le “Peña Folklórica”, en el que yo era solamente un sencillo colaborador del martillo y los clavos junto a un selecto grupo de jóvenes voluntarios integrantes del conjunto que entregaban todo su trabajo, después de los estudios, en pos de engrandecer el cariño a nuestras tradiciones.
Hasta que llegó el día de presentarme a mi nuevo trabajo. Siempre quise ser soldado. Lo llevaba oculto en mi corazón. Mis primeras levantadas al trabajo que se desarrollaban en el centro minero distante a 47 kms de la ciudad, lo hacia cantando himnos y marchas militares aprendidas en mis días en el “Esmeralda” y mi pasión por el trabajo y mi sentido de responsabilidad, era el que había adquirido por mis instructores en esas duras jornadas de formación militar. No tengo rencor por tanto palo que sufrió mi espalda y nalgas injustamente, todo lo contrario, eterno agradecimiento, es parte de la formación del hombre y con esa fuerza y humildad lo asumí aunque los tiempos han cambiado notablemente y en bien de un mejor trato, que nunca fue muy bueno. El soldado se forja en el sacrificio y en situaciones que hay que vivirlas para entenderlas. El soldado siempre es olvidado después de la batalla. Y los mejores servidores, los que otorgan el verdadero valor de la victoria, cayendo enredados en la metralla adversaria, pasan a constituir el monumento al “Soldado Desconocido”.
El trabajo de la minera era arduo, de largos y sacrificados turnos, a veces había que redoblar la jornada para cumplir y por supuesto ganar un poco más. A los trabajadores les unía una mística distinta a la cual estaba yo acostumbrado. Cada cual vivía para sí y aún así, también había momentos para el esparcimiento, el deporte y la conversación amigable. El mayor drama para los trabajadores solteros, era el que teníamos que permanecer en la faena durante la semana, y se nos otorgaba una tarjeta con un cupo numerado de algunos viajes a cuenta de la empresa hacia Antofagasta. Si alguien necesitaba efectuar una mayor cantidad de viajes de los que se otorgaban en los buses de la empresa Sokol, tenía que cancelar sus pasajes, con un estricto control de inspectores y con la consiguiente incomprensión de parte de quienes trabajábamos allí, puesto que esa fase debía ser parte de la empresa. Los jefes subían y bajaban en camioneta todo el día y en las horas que querían. Los turnos de los supervisores, bajaban y subían diariamente sin problemas. La gente de mayor necesidad y recursos, las más desposeídos, los que cumplían los más pesados trabajos, -como siempre en nuestra sociedad - muchas veces no tenían recursos, y debíamos permanecer y dormir en los pabellones de solteros los cuales, no ofrecían mayor comodidad y había que adaptarse a compartir piezas con trabajadores de otras secciones.
Me acuerdo de un obrero como yo de apellido Vargas, quitadito de bulla, silencioso, hasta humilde, con quién compartíamos alcoba, y con quien pocas veces nos veíamos por tener distintos turnos en el trabajo. Me parecía un hombre bueno, honrado, casi “religioso” por su permanente espíritu de silencio.
Una mañana de cancelación de “suples”, de los trabajadores, es decir de adelanto de sueldo de la quincena, saliendo de mi turno nocturno, llegué ansioso a buscar mi tan necesario descanso, y me encontré con una larga fila de varones formados hacia la puerta de mi dormitorio. Pensé inocentemente: -Tal vez Varguitas tuvo algún problema…-.
Me acerqué a los primeros de la fila, con la mirada desconfiada de los que quedaban más atrás y pregunté:- ¿Pasa algo a “Varguitas” compadre?
-¿Varguitas? ¿¿?? Nooo, que yo sepa. Estamos esperando el turno para ocuparnos con la Fabiolita, la tocopillana rica que llegó hoy día en el bus de la mañana-. (Y que, -supongo- estaba vendiéndose a los mineros, en mi “propia” cama.)
-¡¡Varguitas y la ctm.!!- pensé.
Nunca más lo vi y después entendí que este religioso Varguitas, arrendaba nuestra pieza, los días de suple y/o pago, a las muchachas del ambiente que, previos exámenes médicos en la enfermería del mineral, llegaban a calmar las bajas pasiones de los fogosos mineros, cuán muñecas de carne inflables. Me hubiera quedado en la fila, con la gratuidad exclusiva de ser el dueño de la pieza y de la cama, para no “ser menos”, pero no fui capaz de enfrentarme a esa musa morena de la tarde, por un excesivo temor y cuidado de no pegarme una enfermedad venérea. En la enfermería, era frecuente y común que después de esas visitas llegaran algunos con dificultades de ese orden sin negar que siempre me persiguieran los sentimientos religiosos de no caer en situaciones de orden pecaminoso.
Después de ello, evité por todos los medios de ocupar mi cuarto de soltero y menos mi cama, olorosa de sudores mineros carnales y sucia de necesidades humanas. Creo haber dejado todo allí y habérmelas rebuscado para viajar diariamente a Antofagasta, a veces pagando mi propio pasaje, con la consiguiente merma de mis pocos haberes.
La vida laboral de la minera en ese entonces, era como en muchos años de historia, de tremendas injusticias sociales. La dignidad del trabajador ha costado mucho en Chile para que alcance niveles de verdadera justicia social y de real preocupación por la calidad de vida y sobretodo poniendo en práctica los sentimientos naturales de humanidad que debiéramos sentir hacia el prójimo. Pero todos somos responsables de ello y en toda empresa existen y persisten las diferencias sociales, enmarcadas por distintos signos. Hoy la figura se revierte, los mineros son los mejores pagados de Chile, y cada bono les alcanza para pasear unas buenas vacaciones en el extranjero. El resto pasó ahora a la otra acera, de los que esperan siempre una mejoría.
Los lugares para almorzar, en el casino de los trabajadores, era en realidad deprimente. No ví nunca tan poca preocupación, higiene o interés en otorgar una calidad de vida digna a quienes son los más importantes actores de la producción de una empresa: sus trabajadores. Eso lleva a los propios trabajadores a crear espíritus de rencor y diferencias a quienes son los jefes de las empresas, los cuales solamente se preocupan de su enriquecimiento personal y disfrutar lo mejor de sus propias vidas. Ese pensamiento obedece a un espíritu altruista propio del Evangelio: “Bienaventurados los que tienen sed de justicia por que ellos serán consolados.”
Tengo buenos recuerdos de mis compañeros de trabajo en la Casa de Fuerza de Mantos Blancos, que en ese tiempo era parte de la empresa; hoy, tengo entendido, es administrada por una empresa eléctrica.
Carlitos Roco, Pedro Guerra, Fuentealba, Walter Avalos, Iván Arenas, el sindicalista y gremialista “chico” Ismael, el yugoslavo Mariam Misic, (el único “yugoslavo pobre”, como decía el capataz Contreras). El Yugoslavo llegaba en los turnos de noche a trabajar con los ojos hinchados por efectos de la “tiroide”, con lo cual adivinábamos de inmediato la “mala noche” que nos esperaba.)
El “negro” Ramos era estudioso. Jefe del turno casi siempre saliente. No hablaba con nadie, pero estudiaba toda la tarde o toda la noche con el material que le mandaban de esas escuelas por correspondencia que tanta publicidad compraban en los diarios. Leer la prensa era bueno y en los largos turnos, siempre había tiempo para informarse. Los cursos por correspondencia no eran del mayor prestigio, pero eran efectivos, además que había que cancelar sagradamente las cuotas mensuales. Había también lucro en la necesaria educación, y pagar para conseguir mejores metas en el crecimiento intelectual, es siempre legítimo y honorable si se persigue un buen fin y su buena calidad lo amerita. La empresa no invertía en educación para sus trabajadores, que es también otra forma de mejorar sus capacidades. Hoy es distinto. La vida nos ha cambiado. Lo mismo de esas “Escuelas por Correspondencia”, se pueden ver hoy en los modernos cursos “on line” de la red de Internet, con cursos de carreras Universitarias. Es la siempre constante necesidad y sed de aprender y de estudiar en todos los tiempos.
El “negro” Ramos, en eso no era egoísta. Estudiaba y compartía con quienes se acercaban a reforzar con él su propio aprendizaje. Se estudiaba mucho de motores, de electricidad industrial y de mecánica industrial. El “Cachuta”, como le apodaban, pero era un hombre de trabajo, muy serio y que en ello se empleaba con lo mejor de sus capacidades, vasta experiencia y conocimiento.
Por mi parte, ansioso de estudiar y buscar una mejor opción para mi vida, y aconsejado por Waldemar Ferrada, administrativo de la oficina, pregunté una mañana al jefe máximo de la Central Eléctrica, Pedro Kunz: - Don Pedro, solicito su permiso para estudiar en las tardes, una carrera universitaria y poder perfeccionarme-.
Me miró de pies a cabeza y me dijo: - ¡¡Estudia o trabaja!!- Y se retiró de los tableros eléctricos donde controlaba el estado de la entrega de energía, quedándose una vez más trunca mis esperanzas para una mejor opción de vida. Él llegaba oloroso cada mañana conduciendo su camioneta a laborar en la oficina. Nosotros apegados a los turnos trasnochábamos y sufríamos los embates del tiempo y la contaminación del ambiente cargado de tóxicos y con abismantes diferencias.
Orlando Montecinos, era el segundo jefe de a bordo. Casado con una eximia profesora de letras del Colegio San Luis, fue mi jefe, pero también un justo consejero. Hicimos amistad por cuanto tuve mi primera experiencia literaria presentando un trabajo en un “Concurso de Cuentos” que organizó la empresa minera de Mantos Blancos para sus trabajadores a través de un departamento de extensión cultural que funcionaba guiado por el profesor Reynaldo Lagos, escribiendo un cuento navideño al que titulé “Camaradas”, el cual fue revisado por su esposa, y mejorado en cuanto a ortografía y detalles de lenguaje.
Afortunadamente para mí, gané un humilde primer lugar, (creo que nadie más concursó) y recibí de premio, aparte de un diploma recordatorio, los tres tomos de las más maravillosa colección de la mejor novela nacional que pude leer en mi vida, y la cual he vuelto a leer y releer, reviviendo los episodios más hermosos e inolvidables de la Guerra del Pacífico y que marcarían para siempre mi amor a Chile y su historia, mostrándome en verdad, cual era mi verdadera vocación de soldado: La novela de Jorge Inostrosa, (con “ese”): “Adiós al Séptimo de Línea”:
Si algo influyó tremendamente en el camino que posteriormente tomé en la vida, fue esa maravillosa historia novelada.
Debo decir que las largas noches, en medio del trabajo y en los controles horarios de la maquinaria y los tableros de energía, me daba el tiempo para avanzar, lentamente y masticar, con la misma pasión, cada página de la romántica historia de amor entre Alberto Cobo y Leonora Latorre.
No tengo palabras para describir la belleza de la narración y la inyección de patriotismo de cada párrafo escrito por el dilecto novelista iquiqueño.
Al empezar la lectura de la novela, surgió en su primera página, los versos de un conocido himno: El del Regimiento de Infantería Motorizado Nº 7 “Esmeralda”, y no olvidaré el impacto que me produjo leer, los versos del estribillo de aquel himno: “Gallardo Séptimo de Línea, tu nombre símbolo estará, prendido al alma del soldado, para siempre en la guerra y en la paz…”, un himno que había cantado tantas veces en los patios de mi querido y recordado Regimiento.
Recién entonces comprendí, que había estado en las filas del Glorioso “Séptimo de Línea”, habiendo lamentado profundamente el no haber conocido más de su historia y que nadie me haya explicado o hablado de los actos de heroísmo del “Esmeralda” como parte del ejército en tiempos de guerra, de la vida de sus héroes, del coronel apodado “Manco Amengual”, del sargento esmeraldino y posterior Capitán “Ignacio Carrera Pinto”. Quise identificarme un poco con el nombre del primer soldado de la novela, Alberto Cobo y revivir su historia haciéndola, en la fantasía de mi juventud, mi propia historia.
Cada página, cada episodio, cada instante lo viví en escenas de cruda realidad y romanticismo, en las largas noches de trabajo, robándole un poco de tiempo a la labor, en la lectura.
Me compré un par de botas negras de soldado. Concurría a trabajar cada día con ese calzado y me paseaba orgulloso por los pasillos de los tableros desfilando sobre las gomas del piso a “paso regular” en las interminables noches, efectuando al compás del himno del “Esmeralda”, el control de las cargas de energía, y manteniendo la vista atenta a la producción eléctrica de las máquinas en el tablero.
Llegaba cansado de mi trabajo a la casa de mis padres, y soñaba entonces con seguir siendo soldado, aún cuando no había entendido mucho mi pasar por el Regimiento, habiendo tenido una experiencia no muy agradable en cuanto a trato, como conscripto. Estaba en la constante búsqueda de encontrar el camino donde volcar el espíritu patriótico que tanta causaba emoción en mis lecturas.
Pasé tres años de trabajo en la empresa. El ansiado estudio en la Universidad, postergado por mis actividades del Servicio Militar y un trámite de repostulación que en rigor no cumplí, unido a la necesidad de subsistir, fueron dando paso a un tiempo que avanzó inexorable y del cual, no me di cuenta, dejando truncos mis sueños de concreción de mis estudios.
En el tiempo de descanso de mis turnos, estreché los lazos de amistad y compromiso con la Institución, integrando el “Centro de Reservistas” del Regimiento “Esmeralda”, inicialmente como su presidente y con mi amigo Jorge Artal Molina, José “Pepe” Olivares, Eliseo Gárate Franco, Marco Antonio Cisternas, Pepe Garcia, el amigo Benavides, hermano del virtuoso pintor bucal, y otros “famosos” de la ciudad, junto a un gran número de voluntarios, concurríamos los sábados a disfrutar de las salidas a terreno y participar de las actividades que organizaba el regimiento.
La celebración del “Asalto y Toma del Morro de Arica”, se avecinaba pronto.
El teniente Raúl Pomareda, tenía a cargo la organización de la tradicional “Competencia de Patrullas” en homenaje al Arma de Infantería de las Unidades de la guarnición militar.
Ese año, 1976, tenía una particularidad: se nos invitaba como reservistas a conformar una patrulla y participar de ella en esa competencia profesional, más que nada como un gesto de cortesía y de respeto a nuestra constancia en la asistencia a los períodos de instrucción sabatinos.
No tengo muy buena memoria en cuanto a los integrantes de ese grupo humano. Lo que sí estoy seguro, que conforme a lo que hoy se llaman las “habilidades guerreras”, tratamos de conformar una patrulla con personas del mundo civil, que tenían alguna capacidad física acorde a las exigencias del evento.
Lo primero era ser buen atleta y de alta resistencia para enfrentar la carga física de marchar en la noche con armamento y equipo, manteniendo un ritmo de permanente trote, sorteando diferentes obstáculos. Contábamos con lanzadores de pelotas de béisbol que eran buenos lanzadores de “granadas”. Mecánicos diestros en los motores que nos permitían contar con diestros instrumentos humanos para el arme y desarme, y deportistas en general. Yo no tenía ninguna de esas grandes capacidades, menos las deportivas, pero fui nombrado Comandante de la Patrulla y mi única virtud era manejar la carta y brújula y poseer un espíritu que me permitía superar mis falencias.
Otra novedad de la competencia, era que la Compañía de Comandos Nº 5 “Halcón”, actuaba de juez de cancha, pero también de “enemigos”, por lo tanto nuestra navegación, por azimut y en la noche, era permanentemente vigilada por quienes en cualquier momento nos atacaban capturando a cualquier integrante de la patrulla y restando puntos por la pérdida de personal o material.
La idea era buscar alternativas de marcha y evitar pasar por las rutas que nos ordenaba el azimut de la cancha de navegación, que se inició en la estación Portezuelo, debiendo recorrer terrenos de montaña, sufriendo caídas y golpes, y enfrentándonos a canchas de lanzamiento de granadas, tiro de fusil, arme y desarme de armamento y carrera contra el tiempo.
Subíamos por la ruta de un alto cerro, tratando de confiar nuestra marcha a la ruta que nos señalaba la brújula y la carta, y mientras luchábamos, literalmente con las uñas, para no desbordarnos y caernos por la resbalosa ladera, Marcos Cisternas observó el cielo, llamándonos la atención y logrando ver nuestro “primer” Ovni, el que se desplazaba luminoso y zigzagueante por la oscuridad de la noche, dejándonos embobados con sus cambios de luces y sobretodo, la rapidez de sus movimientos. Fue una experiencia que nunca pensamos vivir, pero que quedó grabada solamente en el recuerdo. Irineo González de la mina de Mantos Blancos, fue el último en subir puesto que él tenia buen estado físico a pesar de sus “kilates”, podía acarrear a los que quedaran atrasados. Desde allí buscamos el nuevo punto de calce en la carta, para tomar el nuevo rumbo de una dirección que nos llevaba, a las dos siguientes colinas, con el esfuerzo propio y la desilusión de tener que bajar, subir, volver a bajar y en tercera ocasión volver a subir a un nuevo obstáculo de montaña para enfrentar la pasarela en la cancha de obstáculos, y seguir posteriormente a las sesiones de lanzamiento de granadas y tiro de fusil.
Fue una difícil y agotadora jornada. Con la baja temperatura, se helaban los ardientes vahos de los sudores que afloraban por nuestros poros, mojando las vestimentas de abrigo y haciendo tremendamente difícil correr y correr enfrentando las dificultades del clima y el terreno. El enemigo estaba controlado y habíamos demorado un poco más de la cuenta en el desplazamiento de la ruta, evitando con ello encontrarnos con los temidos Comandos, que mimetizados en la noche, se confundían con lo negro de las piedras.
El crepúsculo matutino nos sorprendió en plena tarea de tiro. Quedaban los últimos esfuerzos de una larga prueba para llegar orgullosos a nuestro cuartel del “Esmeralda”, donde después de contabilizar los puntos de la prueba, tendríamos que enfrentar la victoria o la derrota, ante las patrullas del personal militar activo de la guarnición.
Llegamos tremendamente sudorosos. Esperábamos una contagiosa bienvenida o un público menor que nos recibiera como tributo o premio a nuestro esfuerzo. Queríamos en el fondo del alma, llegar y que se nos ofreciera un jarro de café o un simple saludo de amistad y reconocimiento a nuestra destacada participación. Entramos al trote por la guardia. No había nadie esperando. Corrimos sudorosos hasta el patio de honor: unos pocos soldados formando a la iniciación del servicio. Seguimos hacia el Rancho al desayuno: solamente las “moscas” del turno y la apatía del ranchero.
Seguimos corriendo, corriendo, corriendo, hasta que un clase de la Compañía de Comandos, que venía también “acelerado”, nos tomó el registro de la hora de entrada de la guardia, perdiendo valiosos minutos en contra, quedándonos allí, cansados y desechos esperando, esperando y esperando.
A las horas siguientes comenzaron a llegar el resto de las patrullas. Se veía un poco más de movimiento. Algunas mesas se colocaban en el patio para organizar la llegada.
Como a las once de la mañana, entraba la última patrulla y comenzaba el conteo de los puntos acumulados, por cuanto en la ceremonia de mediodía se entregaría la copa y los Diplomas a la Patrulla ganadora de la competencia de patrullas del “Día de la Infantería”.
Nuestra patrulla de reservistas fue invitada por “cortesía”, por que nadie esperaba que los reservistas, viejos y “guatones” que trabajaban en las minas, pudieran abrigar alguna esperanza, poniendo casi en duda el espíritu indomable del soldado chileno.
En el resultado final, después de contar y contar y de tratar de “restar” algún punto, los ganadores indiscutidos era nuestra querida patrulla, por un amplio margen.
En la revista previa a la ceremonia, el comandante del regimiento resolvió suspender la entrega de premios a la patrulla de reservistas en el principal acto, otorgándonos el trofeo, una sencilla copa y el respectivo diploma, en la misma actividad preparatoria.
A mediodía, en la hora de la celebración, no hubo mención al primer lugar de nuestra patrulla, pero en la tribuna de honor, aplaudíamos hacia el interior del corazón, con la mejor satisfacción de haber demostrado que éramos orgullosos soldados reservistas de Chile y del Arma de Infantería. Aún no entiendo porqué fuimos marginados de ese honor. Tal vez habría sacado “roncha” al personal activo.
La camaradería con el personal de nuestra sección de trabajo, fue poco a poco creciendo. Eran frecuentes los encuentros de fin de semana, conforme a disponibilidad de los turnos, para compartir con nuestras familias, en la casa de Pedro Guerra, con quien nos unían lazos nacidos de nuestras vivencias infantiles en Maria Elena, casado con Amanda, formaban un hermoso matrimonio, y compartimos gratos momentos de amistad. Palacios, Arenas, el “chico” Julio, Ossandón el mecánico, Villalobos, Pool, son nombres que rondan por los túneles del recuerdo de la mente.
En los trabajos que requería el regimiento, y por no contar con especialistas para esa tarea, se presentó la oportunidad de efectuar una copia de planos y cartas con personal técnico, logrando reunir voluntariamente a un excelente equipo formado por Carlos Olave y Gerardo Quevedo, más el suscrito, con estudios de dibujo técnico.
Solicitados los permisos a la Empresa Minera, comenzamos una etapa de trabajo que duró un mes aproximadamente, iniciando la labor diariamente antes de las ocho de la mañana y finalizábamos después de las ocho de la noche, en largos turnos dentro de la comandancia, como colaboradores de Olave, que era el dibujante técnico de excelencia.
Afortunadamente para mí, nuevamente pudimos cumplir esa tarea y sentí el mayor de los orgullos, por cuanto estaba sirviendo una vez más al Ejército, y ahora sí que sentía, que me encontraba en el Glorioso “Séptimo de Línea”.
Finalizado los trabajos el entonces coronel Miguel Luis Sánchez Tapia, remitió una sentida nota de agradecimiento a la empresa por nuestra eficiencia y trabajo. Fue entonces en que decidí postular a la Escuela de Suboficiales, para integrarme definitivamente a la Institución, preparando mis exámenes y sobretodo, mi capacidad física, que dormía entre mis músculos y que siempre me ha causado tantas dificultades vencer por mi gruesa contextura.
No me faltó el esfuerzo y el valor, y comencé a matizar trabajo, estudio personal y preparación física, trotando después de las jornadas nocturnas o diurnas de trabajo por la extensa costanera antofagastina, primero en una bicicleta pequeña de mi hermana Ximena, y en otras acompañado por quien ocupaba y hasta hoy ocupa, los espacios de mi corazón, mi entonces polola, hoy mi esposa Mónica, que me acompañaba entusiasta para vencer mis debilidades, fortaleciendo mi condición y ayudándome a desarrollar mis pocas capacidades en bien de un buen fin.
De modo que fue una largo período de preparación que ofrecía una gran oportunidad, servir a mi Ejército con sentimiento de sagrada vocación, pero que también afectaba a nuestra relación sentimental, por cuanto debía alejarme por dos años a estudiar a Santiago a la Escuela de Suboficiales y después de ello, permanecer tres años sirviendo al Ejército sin posibilidad de iniciar una vida de matrimonio, prueba más que suficiente para probar la fuerza verdadera del amor que hasta hoy nos une, en las buenas y en las malas, con mi esposa.
El centro de reservistas de nuestro regimiento, fue un grupo humano de ciudadanos comprometidos y unidos con un amor inconmensurable al Ejército, éramos materia dispuesta y siempre estábamos prestos a cooperar en cualquier circunstancia. Nos estrechaban grandes lazos y hasta hoy me encuentro con aquellos viejos ciudadanos que tanto amor entregaron al querido “Esmeralda”. Después de la dolorosa tragedia del incendio del “Esmeralda” en el año 1976, que costó la vida a dos clases y de lo cual podré en otra oportunidad detallar, surgieron grandes ideas y los reservistas organizamos una hermosa fiesta en el estadio Green Cross, reuniendo fondos que nos permitieron aportar recursos para la rápida reparación de cuadras y levantar a nuestro regimiento de esa mala experiencia, y desgraciado accidente, que afectó la vida de algunos funcionarios, pero que también fue un precedente negativo para las grandes condiciones de líder y de buen comandante como lo era en ese entonces el querido coronel Belarmino López, que tanta buena obra emprendió por el regimiento y la ciudad.
A “La Dehesa”
La Escuela de Suboficiales recibió ese año de 1979, a sus nuevos alumnos aceptados en el Parque OHiggins. Algunos llegaban con sus maletitas pequeñas de “mimbre” (una broma) y otros, como yo, con humildes bolsos deportivos con mis pocas pertenencias, entre las cuales lo más importe era el candado para resguardar mis cosas, ropa de recambio interior, pasta negra de calzados, brasso limpiametales, calcetines, toallas y útiles de aseo, sábanas fundas y nada más. (Tenía a mi haber el “tiempo 3”, como se les decía a quienes habían cumplido el servicio militar.)
Nos encontrábamos en la reunión de los alumnos en la elipse acompañado de mi madre, que esforzadamente viajó desde el norte, y que me fue a dejar en medio de las sonrisas maliciosas de los que me rodeaban y que me motejaban en sordina como “hijito de su mamá”. Un fotógrafo de un diario de la época, captó el momento preciso en que nos despedíamos, haciéndome “famoso” por decir algo. Al día siguiente en la edición de las “Últimas Noticias”, salió un reportaje sobre la despedida a los “Dragoneantes”, recorte de prensa que guardo con respetuoso cariño y recuerdo y donde quedó graficado ese hermoso y tan íntimo momento.
Nuestra “Sexta Compañía” de alumnos, sería trasladada a La Dehesa, donde se levantaban los primeros pabellones de un proyecto que consideraba en ese lugar la futura Escuela de Suboficiales, permaneciendo en ese lugar cordillerano junto a la nueva “5ta Compañía”. Las restantes unidades de alumnos, permanecerían en la Escuela tradicional, ubicada en Blanco Encalada, en pleno corazón de la capital.
Muchas historias se remueven en mis recuerdos y la verdad es que no sé por cual empezar, porque el motivo principal de este anecdotario, es el servicio prestado al Ejército, y no quisiera pecar de tanta soberbia al hablar con tanto detalle de lo que a mi me concierne. Sin embargo creo humildemente que estas lecciones e historias vividas personalmente, pueden ser de alguna utilidad.
La distancia del cuartel de La Dehesa con Santiago era enorme, y se empleaban bastantes horas en su trayecto. Lo peor era bajar vestidos de soldados “Dragoneantes” por los senderos de tierra hasta un lugar llamado “Puente nuevo”, donde podíamos tomar una de las pocas locomociones que nos podían llevar a Santiago. No sé como se las arregló mi mamita para llegar una tarde de domingo de visitas, subiendo esa enorme distancia para llevarme con mi tía Gloria y la querida madrina Inés, unos queques y la más grata conversa de una tarde inolvidable. Nunca se puede agradecer, porque no hay forma, el sacrificio que hacen las madres por sus hijos y eso queda grabado en la gratitud profunda del alma. Todavía me asusta el que hayan llegado alguna tarde de visita a esas verdes soledades cordillerana llevando con tanto esfuerzo un gran bolso y otorgando a mis primeros años de Dragoneante alumno esa tan necesaria comunicación familiar que nos regala la familia, a quien nunca dejaré de agradecerle su noble gesto.
Mis primeros meses de acuartelamiento fueron de dedicación total, no había tiempo para nada, dedicados exclusivamente a nuestra formación y debo reconocer que siendo los pabellones recién construidos, nos ofrecían una básica comodidad en cuanto a alojamiento y duchas. El tema mayor que enfrentábamos, era las letrinas o baños. Por un tema de pudor personal, demasiado marcado en mi crianza, siempre fui delicado de “potis” y en verdad causaba una enorme vergüenza tener que concurrir masivamente a las letrinas, bautizadas como “El Metro”, porque en ellas te sentabas en una larga hilera de anillos de madera, ni siquiera divididas y a vista y paciencia de todos los presentes, debías hacer tus necesidades en público y como todos estaban en lo mismo, se conversaba amenamente, afanosamente y casi inocentemente nuestros mejores temas con los camaradas, haciendo cada cual lo suyo con las humanidades bien al aire, llegando los momentos mas íntimos de la obra, coger el papel y limpiarse los conductos, que eran pudorosamente delicados, sintiéndose en permanente exhibición en el concurrido “metro”, mientras otra larga fila, conversando y echando la talla, esperaban su turno. No había vivido eso en ninguna parte de mi vida, ni en las mineras ni en el servicio militar ni en las campañas desoladas del desierto. Me decía, como consuelo, que era la forma de prepararme para enfrentar mi realidad de soldado en algún campo de batalla. Eso nos sonrojaba unos a otros y debíamos mantenernos los más fruncidos posibles evitando por todos los medios exhalar algún aire con demasiada fuerza. Era tremendamente humana la necesidad, pero inmensamente denigrante, y deprimente, pero no había otra posibilidad.
Con el tiempo, cada cual buscó después su propio espacio y horario, siendo el mío casi siempre el de aguantar el máximo de tiempo o aprovechar las madrugadas, cuando todos preferían cerrar los ojos para dormir un poco más, ocasión en que furtivamente me desplazaba aprovechando el terreno para llegar al famoso “metro”.
Viví experiencias de lluvia torrencial y disfruté mis recuerdos de conscripto en la cordillera del norte con intensas nevazones invernales de la cordillera santiaguina. Me pasaba las pocas horas disponibles apreciando la naturaleza y siendo de formación muy religiosa, siempre busqué a Dios en tanta belleza del paisaje, encontrándolo también en las duras jornadas de instrucción, avanzando con fusil al hombro bajo las peores condiciones climáticas, o atravesando túneles de gas lacrimógeno como parte de nuestra diaria formación. ¡Cómo pudimos sobreponernos a esas duras tareas!
Una tarde de invierno me encontré con un fuerte dolor de oídos y pedí permiso para ser examinado en el Hospital Militar.
Por esas cosas que no me explico y porque siempre supe que nuestra vida militar como Clases de Ejército estaba marcada por la huella de ser los “hijos del rigor”, fui autorizado, debiendo arreglármelas para concurrir de madrugada al centro asistencial con el único medio de transporte que nos podría conectar con el mundo de la ciudad: el camión del pan, que concurría todas las mañanas para abastecer el rancho para el desayuno.
Bajo una tormenta de nieve y frío, tuve que concurrir vestido en “tenida de salida” que era la única tenida con la cual salíamos franco y no contábamos con los chaquetones plomos gruesos o impermeables por la comprensible demora en la entrega de los cargos a tantos nuevos alumnos.
Fue un sufrimiento esa ruda y dura mañana.
Estaba en la zona del rancho de cuartel cuando llegó el camión. Un Cabo, de apellido ficticio Des graciado, encargado de la entrega del pan, nos hizo bajar las cajas y canastos, con los soldados de servicio. Terminada la tarea, el mismo cabo que hacia de más antiguo, furioso por tener que trabajar y cumplir con sus obligaciones, me ordenó: -Súbete arriba del camión weón…Partiendo rajado el conductor por el largo camino anegado de nieve y agua en algunos tramos. El frio llegaba a mis huesos con mucha furia y la humedad de la nieve me golpeaba el rostro empalado por la temperatura.
Escuché desde dentro de la cabina al conductor en carácter de discusión: -Oiga mi cabo, echemos al Dragoneante aquí a la cabina, se esta cagando de frío atrás-
Para escuchar de boca del somnoliento cabo que dormitaba arropado con su manta de Castilla, apoyanda su cabeza a la ventana:
-Que se cague de frío no más el gueón, así se hace “hombre”.
No sé si habrá sido con fines educativos el innecesario martirio. A estas alturas de la vida y de los recuerdos, habiendo pasado otras peores, ya ni pienso. Solo puedo decir que nunca actué así con mis soldados, jamás les di la espalda, y siempre estuve dispuesto a darles mi abrigo en bien de su integridad. Esa parte inhumana de seres que sirven con un mismo sentimiento a una noble Institución, no la conocía. Seguramente muchos como aquel fueron los que estigmatizaron la rudeza del hombre militar frente a tantos acontecimientos de la vida, pero los que yo vi y conocí, eran tremendamente opuestos a ese extraño caso, que marcó en esa madrugada para mi una huella de dolor, que fue ofrecida a Dios y devuelta con creces en carácter de fortaleza y valor.
Quisiera detenerme un momento. No puedo continuar por cuanto debo por un tema de honradez personal expresar mis sinceros agradecimientos a los oficiales, suboficiales y clases, que trabajaron en nuestra formación en ese cuartel de La Dehesa, desde el Comandante del Batallón de alumnos Mayor Acevedo, y en especial quienes conformaron nuestra 6ta. Compañía, recordando que tuve la inspiración de escribir su himno, el cual nos acompañó todo ese año, siguiendo el liderazgo de quien en ese tiempo fue nuestro Comandante de Compañía el entonces capitán Enrique Slater Escanilla, sus oficiales, Tenientes Gortázar, Vásquez, Quiñones, OHiggins Valenzuela; Suboficial Sepúlveda, (tambor mayor de la Escuela en sus años mozos) y clases, entre ellos mi querido camarada e instructor CB2 Juan Cabezas Cordero y esos inolvidables personajes, cabos Gallardo, Acuña, Argomedo, Saldivia, Chapa, el “Montañés” Benedicto Olivares. Cuando èste nos sacaba energía a punta y codo en los patios espinosos del cerro, había que cantar un hermoso himno que pude conocer en el rigor del combate: “En la cumbre, de la montaña, entre nieve viento y sol, se oye a veces, por el valle, la canción del esquiador…; y aquellos instructores cuyos nombres no me acuerdo en este momento, pero que mantengo claramente en mí sus rostros. Comprendo en estos años de madurez de la vida, el inmenso esfuerzo y sacrificio que desarrollaron, llegar temprano a sus labores desde lugares tan distantes del gran Santiago, dejar a sus familias y dedicarse con tanto compromiso y vocación a sus trabajos y a nuestra formación que duraba las 24 horas del día, en sesiones sin descanso, en marchas nocturnas pernoctando a la intemperie bajo la lluvia, pasando situaciones que hoy cobran un gran valor y que fortalecen mi convencimiento de que el ser militar, exige sin duda una ejemplar y real vocación.
El entonces joven Capitán Slater, se preparaba arduamente, después de sus trabajos y funciones, para sus exámenes que lo llevaron posteriormente a la Academia de Guerra, honrándose nuestro espíritu y reconociendo desde siempre sus innatas condiciones de líder que pude aquilatar en ese largo y sacrificado período, sin saber cómo Dios nos va mostrando distintos caminos, dándonos la gran oportunidad, muchos años después de reencontrarnos en este pequeño Ejército, actuando siempre con la prudencia y lealtad aprendida en esos años, y cumplir importantes misiones y proyectos como un humilde colaborador a su gran labor de conducción como Comandante del Glorioso “Esmeralda”.
La fría noche de Santiago en casa de una tía, me ponían muy nostálgico. Debía lavar la ropa al día siguiente y secarla a estufa en el cuarto piso de ese pequeño departamento, aprovechando la salida de franco de fin de semana. Los cascos de los caballos golpeando la empedrada calle Bulnes me despertaban muy de madrugada, y en ese pequeño pero digno lugar, procuraba desde temprano ordenar y preparar mis cosas.
En las canchas de entrenamiento de La Dehesa, había sufrido una herida profunda en mi canilla, sangrante y dolorosa con unas púas de los abundantes espinos que crecen en el lugar. Una venda y gasa evitaban la infección pero ese fin de semana me dolía bastante.
Mi tia, que me acogía en su casa, era una mujer de mucho esfuerzo y de trabajo, hermana de mi madre, con una personalidad reservada y silenciosa, con gran sentido del humor pero acostumbrada a vivir sola en su departamento. Siendo generosa, me ofrecía ese espacio con mucha humildad y gran cariño, pero ella tenia sus reglas propias y debía adaptarme. No era muy asidua a la cocina, porque su trabajo precisamente giraba en toda la semana en similar situación en el Hospital del Trabajador de la capital. Como era una gran lectora y amante de las recetas naturales, comía lo justo que necesitaba el cuerpo para subsistir. Nada de excesos y todo simple. No era ninguna novedad sentarse alrededor de su mesa y encontrar servido en un plato el centro, una abundante ensalada como cena. Buscaba la sencillez y la alimentación sobria, siendo una excelente madre y abuela cuando visitaba a sus hijos casados a quienes les cocinaba y regaloneaba, pero con ella era muy estricta y viviendo yo allí los fines de semana, debía adaptarme a sus sistemas.
Una coliflor, preparada en un guiso, con crema blanca, a base de leche, acompañada de alguna otra verdura cocida, o proteínas, es siempre un agradable manjar. Pero sacada de la olla, aún con el vapor de su cocción, cortarla en dos porciones, una para cada uno y sentarse a comer, estaba fuera de todos mis libretos. Así que sin ser de mi agrado, compartíamos, disfrutábamos y aprendíamos ambos de las cosas de la vida.
- ¿Qué tienes en la pierna que cojeas? Me preguntó.
- Oh nada, solo que sufrí un rasmillón con un espino en La Dehesa y me puse una venda.
- A ver….mmm, esto requiere desinfectarse.
Amante como era de los libros naturistas, cogió un viejo libro del estante y me leyó las propiedades como antibiótico natural del ajo, el cual siempre consumo en cantidades regulares y como acompañamiento permanente de nuestras comidas. Por familia somos buenos para el pan con ajo, y eso lo aprendimos a comer en las tibias paredes de la cocina de leña de Maria Elena, por que nuestra madre freía el pan en un sartén entre los sobrantes de los jugos de la carne del almuerzo y nos untaba las marraquetas jugosas con capas de ajo molido.
De modo que siendo muy amigos del “club del ajo”, mi tia me leyó sobre las propiedades curativas y después de lavarme generosamente la herida, en esa parte delgada de la piel donde pasa el hueso de la canilla, molió en un mortero una buena cantidad de ajo, lo untó dentro de la herida, esparció más crema en los alrededores y me vendó con una limpia gaza. -Verás lo mágico del ajo- me dijo. -El domingo antes que te vayas a la escuela, veremos el resultado-
Más de dos horas transcurrieron. En realidad el dolor no cesaba, y la pasta del ajo me picaba la herida. Pero logré pasar el fin de semana y el domingo antes de vestirme de soldado, descubrimos mi herida.
Yo no sé qué nos pasó. Los alrededores de la herida estaban hinchados como cuando salen ampollas del cuerpo en las largas caminatas, con globos de piel llenos de aire y el espectáculo era para mi gusto, de muy mal gusto. Ni decir del olor a muerte, perdón al ajo que emanaba de esa herida.
Me fui a la escuela, con mi bolso de mano con mis enseres, atravesé todo Santiago hacia La Dehesa, con mi pierna adolorida, sentado en una micro y mis últimos tramos desde el pueblo cordillerano al cuartel, como era la costumbre, caminamos y caminamos, siempre con la esperanza que alguien de los padres de otros alumnos nos llevaran, recibiendo en aquella oportunidad saludos con bocinas por encontrarse los pocos autos disponibles repletos de dragoneantes que llevaban bolsos, tenidas arrugadas y gorras entre los maleteros, caminando la hora y media que duraba la marcha desde el pueblo a la cordillera.
Durante toda la semana estuve en curaciones, y el enfermero, cabo en práctica que me curaba a diario, en vez de ponerme gaza, un día colocó equivocadamente algodón, lo que infectó doblemente la lesiòn. Tuve que ser tratado con medicamentos y curaciones por más de dos meses, sin por ello eludir mis actividades militares de instrucción y aguantarme todas las dificultades físicas de una herida mal tratada. El capitán Slater llegó en varias oportunidades a la enfermería y me comentaba: - Este tema del ajo es delicado Garcia. ¿Sabes tú que en varios patrullajes efectuados en Santiago, sorprendimos a muchos delincuentes con armas blancas que para provocar infección en sus víctimas, frotaban las hojas de los cuchillos con ajo? Debes cuidarte –
Finalmente, después de muchos meses del milagroso ajo, pude mejorarme. Nunca dejé de trabajar y cumplir las tareas como excusa por mi herida.
El soldado Vallejos, era un huaso, oriundo de Chillán, de la misma tierra de mi gran amigo Sergio Uribe, poeta de excelencia que escribía versos de la guerra, y que amaba con un gran y romántico sentimiento al Ejército. Escribía sus versos recordando a su fallecido padre, artista de la madera y la carpintería, y su prosa estaba relacionada con las virutas del madero tallado en un banco de trabajo de su tierra. Guardo en mis recuerdos algunas de sus creaciones.
Sin alejarme del tema, conocí parte del amado sur de Chile, invitado por mi amigo Uribe, uno de esos largos fines de semana invernales, viajando por tren hacia Chillán, su amada tierra. Por allí anduvo mi espíritu de cantor y poeta junto al huaso, cantando poesías en los mercados y manta al hombro y sombrero alón, disfrutamos de humildes pero generosos desayunos con pan amasado de campo y un café de trigo tostado por su madre, la señora Lilia, que trabajaba con tanto estoicismo y fuerza por sus hijos. Le debo el calor de madre en esos días alejados de mi familia a tan buena señora, que debía enfrentar la vida con tanto sacrificio, y que lo hacía con el alma de mujer trabajadora, sin negar el pan tibio del amor a este humilde servidor que llegó esa noche, de lluvia y frío, a importunar la paz de su hogar, recibiendo un calor maternal como si fuera su propio hijo, conociendo los secretos del Chillán “nuevo” y el “viejo” y orando de rodillas en la catedral de esa hermosa ciudad, pidiendo a Dios por la vida y los consuelos tan necesarios. Una canción compuse para mi, quedando oculta por allí en algún viejo cuaderno, que hablaba de un vendedor nocturno de mote de maíz, (“Mote e mei”), que se paseaba con un canasto y que anunciaba su tibia mercadería, con una voz armoniosa que me hacia amar con mayor intensidad las tradiciones de mi tierra chilena.
Vallejos, también chillanejo, tenía varias virtudes. La primera, era una gran persona, que irradiaba una honrada transparencia en su actuar. Hablaba como un niño bueno y cuando lo hacía le brillaban sus ojos negros y pintaba en su rostro, manchado por algunas marcas, una amplia sonrisa. Nos gustaba cuando inventaba sistemas o maquinarias de madera y explicaba con fácil lenguaje sus ideas, para fabricar una buena percha para la oficina, y explicaba conectando su lengua al proyecto de su mente, en un lenguaje gràfico que solamente èl entendìa: -Le hacemos un saca´ito…y le “metimo” una cabeza de clavo y luego lo “pulimo” mi teniente. Ni se nota- a la vez que su voz pronunciada con tanta convicción, lanzaba un generoso rocío de salivas al viento.
Una tarde, Vallejos terminó una hermosa percha tallada de madera, la que trabajaba en las horas libres después del almuerzo o en las horas de estudio. La madera era su pasión, construía cajitas, candados de madera, estanterías para las armas, mejoraba todo lo que a madera se refería y eso era muy bien aprovechado por los Clases en sus almacenes de vestuario, armamento u otros, y hasta en las oficinas. En esa percha depositó todo su inteligencia y voluntad y la fabricó con sus manos, sin clavo alguno, y con muy pocas herramientas.
El suboficial Sepúlveda, hombre de ceño fruncido y de mal carácter, pero tremendamente exigente y justo, ya en los últimos años de su carrera militar y de una destacada trayectoria en la Escuela, habiendo sido por muchos años el Tambor Mayor del Instituto, lo que causa un inmenso honor y prestigio a quienes participan en las Bandas de Guerra, manejaba cada día para llegar a su trabajo, una antigua motoneta “Vespa”. Había sido su mejor adquisición como vehículo en esos tiempos en que comprarse un auto o un mejor transporte, era solamente de tenientes auspiciados por sus padres, o de capitanes muy antiguos y de coroneles o generales.
De modo que con un casco que causaba risa por lo poco estético, y que tenía una parte superior metálica y un sector inferior de género con terminaciones con broches como protector del frio, llegaba cada madrugada a cumplir sus tareas como Sargento Primero, a cargo de la documentación, los roles de Guardia y también cumplía labores de profesor de reglamentación.
Cuando entró a la sala, vio con buenos ojos la recién instalada percha y preguntó: -¿Quien la hizo?- Afirmando Vallejos con esa cara de sonrisas y rocíos salivales: - Yo mi suficial-
-Llévemela para la oficina y mientras tanto hágase otra igual para la sala de clases. Allá hace más falta-
Lo que no sabia el suboficial, era que el jefe de curso, el teniente Gortázar, se había dado cuenta hace rato de la obra de arte de Vallejos y también demostraba gran interés por la percha. En realidad ambos la deseaban, para la sala o la oficina, por ser una creación artesanal atractiva.
Después de algunas semanas y ya en esa fase que siempre ocurre en el Ejército, la del olvido, ya nos habíamos acostumbrados a ver la percha en la oficina del suboficial pero no así el teniente que llegó una mañana y mandó a Vallejos a buscar la percha a la oficina:
Por esas casualidades de la vida, me encontraba en ese momento pasando en limpio en la máquina del suboficial, un trabajo literario que presentaría en un concurso que organizaba la Escuela para sus alumnos y que en noches anteriores había escrito en mi turno de cabo de servicio, logrando una inspiración basada en el recuerdo a mi familia, a mi novia, y las “Cosas” tan personales de mi alma, (Así bauticé esa reflexión que ganó el prime lugar y fue publicada en el anuario de la revista), y que me unían en ese instante al desafío de entregar toda mi voluntad, interés y dedicación a lo que era para mi lo más importante en ese instante, el Ejército de Chile, no tanto por las situaciones de orden político que se vivían en ese tiempo derivadas del gobierno miliar, por cuanto yo como conscripto había entregado mi justa y exigente cuota de sacrificio a ese tiempo, sino más bien porque después de trabajar algunos años en la industria, integrar el Centro de Reservistas e imbuirme de experiencias tan profundas en cuanto al sentimiento de ser soldado, y tal vez viviendo una romántica historia personal, como la de Alberto Cobo, podía entonces entregarme con sincera vocación a lo que me parecía ser un campo de desarrollo personal e integral, sin jamás pensar que ingresaba a un mundo completamente distinto al que había pensado, por cuanto había situaciones que nunca entendí - ni ahora comprendo- referidas a tantas brechas de todo orden, que nos hacen tan diferentes unos de otros, con el mismo uniforme, el mismo amor a la patria y el mismo valor de amar la misma bandera y que no nos permiten ser verdaderamente uno, a quienes servimos en una misma Institución, por la cual hemos jurado entregar nuestra propia vida.
Así que puedo decir que Vallejos, entró con su cara sonriente y con esas manchitas que le caracterizaban, producto de alguna quemazón de parte de su rostro en algún accidente infantil, con su eterna y hermosa sonrisa y lenguaje de campo:
-“Mi suficial, dijo mi teniente Gortázar que le enviara la percha para la sala”, contestando éste, -Ya la mandaré, más tarde. Ándate a tu clase alumno.”
Seguí trabajando, el plazo del concurso vencía por esos días y el Capitán Slater quería que lo presentara a la dirección, siendo completamente voluntario en mi participación y recibiendo las facilidades necesarias para ese fin. Luego de terminar mi borrador me fui rápidamente a la clase y al entrar el teniente me dijo: “Garcia, vaya donde el “viejo” Sepúlveda y que me mande la percha.¡Y de inmediato!- agregó subiendo bastante el tono de su voz.
Cumplí de inmediato lo ordenado, y entrando a la oficina le pedí nuevamente, a mi suboficial la percha. -Mi suboficial, dijo mi teniente que le mandara de inmediato la percha-
Lo que no pude percatarme es que el teniente salió tras de mí, en silencio al parecer, con alguna intención de diligencia o trámite a la oficina, y justo cuando yo terminaba de hablar, nuestro querido Sargento Primero, el cual era bastante serio, pero tenía una inmensa capacidad de liderazgo y nos formaba y aconsejaba cada día, mostrando una lealtad íntegra al personal de Clases, y a esas alturas bastante enojado por tanta insistencia por la percha, se dirigió a mí, diciéndome: -Putas que webea tu teniente-, al tiempo que descolgaba de los clavos de la pared la hermosa percha. En el instante que el teniente entró, el suboficial de espaldas repitió sin darse cuenta:-Y dile a tu teniente, que se meta la percha en la raja…- (Concha e‘mi mare me dije pa mis adentros), a la vez que por el aire resonaba la voz del teniente:
-¿Qué dijo Sepúlveda?-
- Ah¡ dijo girando hacia la puerta y mirándome fijo a los ojos: Buenas tardes mi teniente…le estoy diciendo a este insistente “Dragoneante” que me ha jorobado toda la mañana, que se meta la percha en la raja.
-¿Está seguro? Me pareció escuchar que se refería a mí.
- A usted? ¡Cómo se le ocurre! ¡Pregúntele al Dragoneante!
- A ver Garcia. ¿A quién se refería el suboficial cuando dijo “métase la percha en la raja?
- A mí se refería mi teniente. Lo que pasas es que es tercera vez que se la pido y como usted sabe, a veces mi suficial es “polvorita”, explota con muy poco. Jajaja (sonriéndome, por no decir derechamente que haciéndome el weón.)
Inicialmente, quedó hasta allí el tema, volviendo a clases para instalar junto al Vallejos, autor de la obra, la famosa percha de la discordia y participar de la hora de estudio de la clase.
El tema de “meterse la percha” donde dije, fue más grave de lo que pensé. Querían a toda costa cagarse al “viejo” y servicial suboficial, por una situación manejable, entendible y comprensible. En este caso, y como en innumerables casos vistos posteriormente, se da mucha importancia a lo que se dice y, sobretodo, a quien se dice. Lo mismo, en otra situación de personas, habría causado una sonrisa o una carcajada, por lo simpático de la broma; pero esto era tomado como grave ofensa a la intocable honra del teniente. Así que respondiendo a mi propia conciencia y juicio, el tema pasó a mayores, con las investigaciones necesarias, creyendo hasta hoy que la situación debía medirse conforme al momento, por lo tanto declaré en todo tiempo y momento, que el que tenia que meterse la percha en la raja, (sin tener arte ni parte), era como siempre el más weón: Yo.
La Escuela de Suboficiales, fue una buena experiencia, y como en todo orden de cosas siempre surgen cosas buenas y malas, producto de nuestra naturaleza humana. En lo que a instrucción y formación se refieren, no tengo palabras, críticas ni menos una opinión que pudiera lesionar el inmenso sentido de vocación de quienes cumplieron su trabajo con gran sentido de vocación, sirviendo al Ejército y convencidos de que esa es la forma de hacer grande a Chile, sobretodo en la preparación de quienes serían nombrados en el futuro comandantes de escuadras a cargo de los conscriptos, lo que nos hace tremendamente privilegiados por la confianza que deposita la Institución en nosotros.
En todo grupo humano hay amigos de lo ajeno. Esta no era le excepción.
Un jueves en la noche, antes de pasar al reposo y pensando ya en que el viernes siempre es día de jolgorio y alegría, por representar el último día hábil de la semana, que nos permitía la ansiada salida “franco” que es el permiso tan deseado por todos y que uno en su condición de alumno quiere disfrutar y por que la Compañía no estaba en esa ocasión de guardia, antes de pasar al reposo, un soldado Dragoneante se presentó al teniente Valenzuela, oficial de semana, dándole cuenta de la pérdida de su reloj, en lo momentos en que lo dejó en el baño, antes de la ducha.
La primera reacción fue buscar si alguien había encontrado ese elemento, por cierto muy caro en aquellos tiempos y de alto valor material, enchapado en oro y sentimental, regalo de sus padres.
La primera reacción natural es la sorpresa, luego la indagación, luego el llamado a la conciencia, una operación rastrillo por todos los lugares, luego una revista de casilleros a todos, con mucho tiempo de por medio, haciéndose la noche corta para tanta actividad.
Una buena opción: - Si no sale el culpable o por último que lo deje por allí, es que se suspende la salida franco del viernes.¡No habrá salida el viernes!
Todos ingresábamos masivamente al interior de la cuadra, para darle la opción al ladronzuelo de sacar de su escondite el reloj y volvìamos a salir, para que una comisión de todos los brigadieres de las secciones revistaran en una segunda entrada los rincones o lugares donde pudiera haber quedado olvidado o lanzado a propósito el reloj robado.
Las horas trascurrían. El joven teniente Valenzuela, un oficial de gran valor y al cual mucho apreciábamos por su corrección, permanecía incólume en el medio del patio esperando las respuestas y la solución al grave problema detectado.
Nos reunimos en la sala de casilleros con los brigadieres.
-¿Saben?- les dije- En mis años de soldado conscripto ví cientos de robos de distintas especies, cadenas interminables que se iniciaban con un simple camisón de dormir en una compañía para cuadrar el cargo y no tenerlo que pagar y que terminaban afectando al último soldado de la última compañía y que aumentaba de un camisón, a un par de frazadas, un plato y los cubiertos, finalizando el sistema en una pérdida total de especies para un solo hombre, el último de la cadena. Este tema, no tendrá remedio y no habrá solución, por que ya son las tres de la mañana y nadie quiere decir nada o el que se lo llevó lo ocultó en un lugar fuera de este recinto, considerando que a nuestro alrededor tenemos bastantes kilómetros de cordillera a la redonda, bosques, espinos, casas, etc.
-Mañana es viernes, nuestro ansiado franco. No podemos dejar que el robo de un reloj del sinvergüenza de turno, afecte a la mayoría injustamente y por otro lado, todos saben que esta prohibido traer objetos de valor. Definitivamente, propongo hablar con el hombre a quién le robaron su reloj, hacerle entrega de uno cualquiera con similares características por esta noche y en el fin de semana, cotizar el valor de uno nuevo y entre todos pagar ese reloj y acá no ha pasado nada, independiente que el ladrón siga suelto que es otra tarea que nos queda por detectar-
No sé si estuvo mal o bien. Cuesta mucho detectar en un grupo de más de ciento veinte hombres las intenciones de cada cual. Siempre habrá ladrones en todo orden de cosas, y el viejo dicho militar de que “Se han visto muertos cargando adobes”, representa una dura realidad que es siempre bueno enfrentar y erradicar.
En el último intento solicitado por el teniente Valenzuela, a las 3:30 de la mañana, nos reunió en el patio y nuevamente motivó la entrega del elemento, dejando la oportunidad, por ultima vez, de dejarlo abandonado en algún lugar.
Nuevamente entró a la cuadra y sala de estantes toda la compañía y al cabo de algunos minutos, entró el teniente con la comisión de brigadieres y en la inspección a los estantes, se encontró sobre uno de ellos el reloj, solucionando un problema que en realidad no tenia, aunque hubieran pasado mil horas, por no decir hasta hoy, treinta y cinco años, solución.
En la retrata final de las cuatro de la mañana, el teniente, un hombre bueno de corazón e intención también dio gracias a Dios por haber llamado a la conciencia del culpable y haber solucionado el problema, quedando todo en los niveles en cero, pero cautos ante el enemigo silencioso que estaría nuevamente dispuesto a atacar, sin considerar que el afectado, llevaba en sus bolsillos un reloj similar al que se había perdido, para no hacer un mal mayor.
Nunca se supo quién fue el ladrón, pero hoy se puede saber la salomónica solución.
Caleta Errázuriz
( De mis andanzas en el “Esmeralda”…)
Una mañana de fines de Mayo, formado en el patio de honor, fui llamado por mi comandante de compañía, el teniente Villa, quién me ordenó presentarme a las 15:00 hrs. con mochila, equipo y armamento por que tenía que concurrir a terreno en comisión.
Mi única inquietud interior, era que el Regimiento estaba preparando las actividades del 7 de Junio y se habían programado una “Alegoría a la Infantería”, en la cual tenía alguna participación menor, y otra referida a la inauguración del monumento al “Manco Amengual” en el frontis de la Unidad, cercano a la playa donde se levantaba el casino de oficiales. De hecho hubo varios meses previos en que tuve que estudiar la historia del coronel Amengual en archivos y bibliotecas, por disposición del mando del Batallón, el entonces capitán Marcelo Fuenzalida y cooperarle personalmente en un tema que a él le interesaba mucho conocer, para descubrir cual era el brazo en el que había recibido una herida a bala en la revolución de 1859, que lo había inutilizado de por vida, sin que por ello le cortasen el brazo, como alguno creían. Este antecedente fue fundamental para el escultor Miguel Ángel y que trabajaba artesanalmente en la escultura del monumento. El brazo herido, fue el derecho, por eso que el monumento lleva la espada asida con la mano izquierda.
De modo que, para cumplir la comisión que se me ordenaba- un tanto sorprendido además-, preparé mi equipo y el armamento en ese poco tiempo disponible.
Sin réplica y como he acostumbrado todo los días de mi vida militar, excepto alguna situaciones puntuales que requieren mayor orientación, me presenté con mi equipo correspondiente, arnés, fusil con municiones, mochila y bolsa con elementos de abrigo, cumpliendo lo ordenado, a las 15:00 hrs.
Mi capitán, me ordenó verbalmente, previa revista de mi equipo básico:
- Por orden del 2do. Comandante, el Mayor Berlenguer, debes partir esta tarde a las 16 hrs., a cuidar unos pertrechos militares que quedaron en el sector de playa Sico (llamado también Caleta Errázuriz). Así que a las 16 hrs. te llevará el camión de servicio. Anda al Rancho y dile al suboficial Durán, que te dé una caja con víveres, como minino para quince días y puedas cocinar durante lo que dure tu estadía, lo cual aún no se ha establecido.-
Un tanto preocupado, por cuanto no tenía claro el porqué del envío tan sorpresivo a esa zona de la costa, lejana de Antofagasta en el sector de la Isla Santa Maria, caminé con mi equipo y fusil al rancho de la tropa.
En ese lugar, se encontraba en las anotaciones diarias del libro de control de víveres el ecónomo, SOF. Durán, quien me miró un tanto despectivo de pies a cabeza y me dijo, con esa voz dulce y característica que tantas veces escuché en mi vida militar:
-Y vos, en que andai?
A lo cual contesté en posición firme y con mi fusil en descanso y mi bolsa apoyada en la pared de la puerta del economato.
- Vengo a buscar los víveres para la comisión que ordenó el 2do. Comandante del Regimiento, para ir a cuidar los pertrechos militares a Caleta Errázuriz, la que durará como mínimo, quince días.
-Mira cabrito.- me dijo mirando el libro donde anotaba los consumos del rancho diario y esquivando su vista con la mìa.
- Allá hay un estanque con agua dulce de la campaña anterior, unas carpas grandes de enfermería y una tremenda playa para ti solo. Así que llévate una buena lienza de pescar y “come lo que te brinde la naturaleza”, (frase que nunca pude olvidar y que grabé con toda sus letras en mis ingratos recuerdos.)
De modo que con mi fusil, munición de cargo y la voluntad de servir con lo mejor de mí, y sin la lienza ni los anzuelos porque era impropio en ese tiempo salir a comprar de uniforme al centro y menos a esa hora, me embarqué en el camión de servicio, acomodándome lo mejor que pude, pidiendo en el trayecto al conductor un favor especial, que parara por allí en un boliche para comprar algo de pan, té y azúcar, que en estricto rigor, me podrían “salvar” la vida, ya que víveres, no me fueron dados.
El viaje fue agradable, más aún cuando es el silencio el mejor compañero de camino. No hubo intercambio de palabras con el conductor, el cual estaba también molesto por que tenía que llevarme a esa zona, que sin ser demasiado lejana, era dentro del servicio del día, y no estaba contemplada una comisión “tan larga” que las acostumbradas diariamente, como eran las de repartir el rancho, o efectuar viajes exclusivos para situaciones puntuales al centro de la ciudad, lo cual afectaba a su propia comodidad. ¡Cuántos como éste despotrican por su trabajo y tareas tan sencillas. Si conocieran la vida sacrificada de las mineras, o de otras realidades sociales que me ha tocado vivir, deberían cantar y vivir felices todo el día!
Llegamos al cruce donde el camino se divide, uno hacia el balneario Juan López y el otro, hacia la Isla Santa Maria, tomando esa última vía y después de un breve serpenteo y vueltas, alcanzamos pronto nuestro lugar, enfilando hacia el sector donde se levantaba el campamento militar. Antes de llegar a nuestro destino, pasamos por un sector donde se levantaban unos caseríos y una abandonada casa rodante, lugar donde pernoctaban, al parecer, algunos pescadores después de sus faenas.
Una vez llegado al lugar, el conductor me dejó en la playa y dio vueltas de inmediato rumbo a la ciudad, saltando desde la parte posterior del camión mi bolsa ropera, que casi se queda arriba y que el soldado ayudante conductor, me tiró con el camión en marcha gritándome:-¡¡Disculpe mi cabo, pero se le quedaba la bolsaaaa!
Me encontré allí parado frente a la misma soledad del viaje, el mismo silencio, pero más profundo por cuanto ya no estaba en mis oídos el constante ruido del motor del camión el cual no aportaba mucha calidad al viaje, por los altos decibeles acústicos y la alta temperatura en la cabina. Disfrutaba entonces, de un nuevo y hermoso silencio.
Mis pies estaban medio enterrados en la arena y mi bolsa blanca de polvo muy cerca de mí. En el paisaje, se destacaban nítidamente las empolvadas y amplias carpas de la enfermería, una estructura metálica con una copa de fibra de vidrio para almacenar el agua y un viento frío que levantaba las olas que llegaban arrastrándose a la orilla de la playa, donde caminaban algunas gaviotas picoteando las arenas y buscando alimento.
Conforme a mi formación y doctrina, realicé un breve reconocimiento visual, para clarificar y anotar posteriormente la existencia de los elementos en un libro de notas personales, que acostumbraba en esos años llevar a distintas comisiones, y desde el cual he extraído algunos nombres y situaciones referidas a esa comisión aventura, que por los años transcurridos, pudieran llevarme a un involuntario olvido por lo frágil de mi memoria.
Una vez regulado los aspectos de mi primer reconocimiento visual y llegada al lugar, indagué al interior de las carpas por la existencia de algún elemento que pudiera serme útil en mi estadía y prepararme para lo que vendría: calmar mis primeros días con “caldito de tetera”. Con el pan, te y azúcar que había logrado llevar. Eso podría defenderme en el inicio, sin saber el cómo resolvería esa situación más adelante. Aún me daba vueltas en mi mente la frase: “Come lo que te brinde la naturaleza…”
Pronto cayó la noche. Sin lámpara, linterna ni comida, alcancé a verificar la existencia de agua en el estanque. Busqué un lugar adentro de una carpa, que por ser tan amplia era como encontrarse en medio de un estadio. Debajo de una larga mesa, en un hoyo que cavé en la arena, y sin armar mi pequeña carpa, me preparé para pasar mi primera noche de “campaña”, adosando a mi cuerpo mi fusil, único compañero de esa soledad, y agudizando lo mejor que podía mis oídos y sentidos, alertas para captar algún extraño ruido o movimiento. Primaba la misión: “Cuidar los pertrechos militares.”
Como es mi costumbre desde muchos años de mi vida, desperté muy de madrugada. Descansado y con muchas ganas de comenzar el nuevo día. Afuera aún estaba oscuro, y sin haber pasado mucho frío esperé ansioso la salida del sol para acomodar bien mis pertenencias y organizarme, aprovechando lo mejor posible mi ubicación en el sector, delimitando mi zona de seguridad y asumiendo que estaba solo, con mi fusil y mi alma de soldado en esa empresa.
En una mesa, al interior de una de las tres carpas que permanecían allí armadas, había una gran olla, pesada, de acero inoxidable, con una tapa que no cerraba bien por estar en malas condiciones sus seguros. Por el tamaño y peso, no era fácil manipularla, pero ofrecía una buena alternativa para guardar el poco pan, te y azúcar que había logrado comprar.
Una primera actividad en esa, mi primera mañana, fue acomodar un lugar donde poder calentar el agua para tomar el te, considerando que la zona no ofrece, ninguna posibilidad de proveerse de leña o combustible. Así que acomodando piedras y algunos fierros abandonados en el lugar, con un tarro un tanto oxidado que encontré en un basural militar aledaño, con desechos de campañas anteriores, y que se veían bastante bien en el interior, lo utilicé como tetera, fijándole un asa de alambre para no quemarme cuando hirviera el agua. Una tapa de una vainilla plástica de un lanzacohetes me sirvió de jarro y después de un desayuno austero, me entretuve limpiando la playa y acumulando las basuras en un sector desde donde podía también utilizar deshechos como combustible, incluyendo algunas algas secas, que en realidad me fue casi imposible encender, con los pocos fósforos que llevaba, cuando tuve necesidad, por la humedad e ellas acumuladas.
En mi segunda tarde, después de mi té de almuerzo, como a las 15:00 hrs. comenzó una tormenta de viento y arena, intensa y veloz, como aquella que había visto en la película “El vuelo del Ave de Fénix” en el teatro de Maria Elena, donde un fabricante alemán de aviones de juguetes a escala, pasajero de un avión accidentado en medio del desierto, transformaba un ala del avión siniestrado, en una nueva nave que les permitió salir volando, alcanzar su libertad y salvar sus vidas, llegando finalmente a un campamento de mineros, enfrentándose a fenómenos desérticos de esa naturaleza.
La velocidad del viento y la fuerza de éste, levantaban las carpas amarradas con cuerdas, subiéndolas y bajándolas como plumas y levantando con furia violenta todas las estructuras que quedaron diseminada por la playa, sin poder luchar contra esas fuerzas naturales. La copa del agua estuvo a punto de caer, lo que fue evitado gracias a la pesada estructura metálica que se encontraba muy bien enterrada en la arena.
Mis pocos elementos de alojamiento quedaron también esparcidos en un amplio radio y las mesas volaron con sus cubiertas de madera y sus estructuras metálicas. La pesada olla con su tapa, fue una verdadera brizna de polvo ante la fuerza del viento, y mis pocos “víveres perecibles”, (jajaja) se fueron con el mismo remolino surcando una huella larga hacia los cielos, dejando caer lo poco disponible, cerca de la orilla, donde las olas terminaron de darles un baño fresco, especialmente a mi cajita de té.
Luché hasta donde pude, hasta que llegó la noche la cual fue muy mala para mí, sin poder armar un lugar para protegerme y esperando que ésta amainara. Ocurrido esto pude, finalmente, ubicarme bajo el estanque del agua, cavando un hoyo profundo en la arena, procurando dormir un poco en completa oscuridad, mirando hacia lo alto mis únicas y lejanas amigas: las estrellas.
Al día siguiente, después de mis oraciones matutinas, las cuales me han acompañado durante toda mi vida, comencé a buscar los fierros diseminados en el sector, y a pesar de mis esfuerzos físicos, fue imposible doblar las pesadas carpas, las que por fortuna quedaron atascadas en alguna de sus firmes estacas. Junté como pude los elementos esparcidos en el área y logré levantar un poco un ala de una carpa, para la mesa y la gran olla un tanto abollada por el fuerte temporal de arena y viento.
Recé nuevamente al mediodía y en la soledad de la playa, me zambullí como Adán en algún mar del paraíso, para no ensuciar ni mojar mi poca ropa, desconociendo el tiempo que se prolongaría mi comisión, buscando entre las abundantes algas, algún molusco o alguna jaiba. A pesar de la soledad, la cual amo de sobremanera por que me permite estar conmigo mismo, el hambre comenzaba a causarme alguna leve inquietud. En ausencia de la lienza y el anzuelo para pescar y comer lo que la naturaleza me brindara, decidí hacerme un “jaibero”, con un trozo de red de las que habían quedado como retazos de las empleadas en los mimetismos de las carpas, buscando un aro metálico encontrado en “mi” basural cercano, amarrándolos con vientos de las mismas carpas que se encontraban en el vivac, poniendo entremedio de ello, unas cabezas de pescado que habían varado en la orilla arrastradas por las olas.
Hecho mi jaibero, trabajé afanoso lanzando y sacando desde el fondo de las aguas de la quieta orilla durante todo el resto del día. Lo mismo hice durante una larga jornada de la noche, completamente a oscuras, y sin jamás descuidar mi “posición de combate”.
Dios proveerá. Comenzaba el nuevo día con mis diarias oraciones las que subieron silenciosamente como una suave música directamente al del cielo.
Alcé nuevamente mi jaibero y la verdad es que estaba completamente vacío y hasta las cabezas de pescado se habían echo “humo”. Estaba en eso, cuando sentí entre mis pies, partículas de arena que eran lanzadas por una fuerza inexplicable desde el húmedo suelo. Con la luz del crepúsculo, comenzaron a surgir desde túneles ocultos, jaibas y cangrejos que caminaban chasqueando sus tenazas y cubriendo gran parte de la playa, abandonando mi ridículo cazador de jaibas y corriendo, fusil a la espalda, para darlas vueltas y dejarlas con sus patas agitadas, mientras me procuraba algún lugar para el acopio y evitar que se me fueran de nuevo al agua. Eran demasiadas, la playa se cubrió de jaibas madrugadoras, o el Señor las echó a pasear a la orilla por un rato, manteniendo una abundante cantidad, hasta diría que bastante “prudente”, llevándolas a mi gran “olla de víveres” pensando que con eso, tendría suficiente comida para casi toda la semana.
Cociné varias en un tarro de manteca, más grande que mi tarro de tetera, y con una piedra redonda fui rompiendo los duros cascarones y disfrutando de las carnes blancas, llegando luego al interior de ellas donde, en sólo algunas, se me ofrecía abundante una especie de carne roja llamada coral, y de la base de las patas, succionaba con mi paladar la rica carne. (Un limón imaginario me hacia “agua” la boca). Más tarde, me volví a bañar en traje de Adán, vistiéndome rápidamente y retomando las tareas que asumí como mis diarias obligaciones. No había mástil, ni menos bandera para dar “inicio al servicio” diario, así que un poco en broma y un poco en serio, entonaba diariamente el himno nacional, con dos estrofas en ese tiempo, saludando el cielo azul, el mar y las gaviotas, sintiéndome agradecido de Dios, y muy orgulloso de ser un soldado chileno.
Calmada mi hambre me dediqué esos días a caminar por la playa y recorrer los cerros aledaños. Me mantenía entretenido y disfrutaba del paseo sin descuidar las “misiones”. Ahora con los años a cuestas, veo la maravilla de ser joven y la maravillosa resistencia de nuestros cuerpos, sometidos muchas veces a tantos trabajos, y a tantas situaciones físicas y sicológicas, donde el comer o beber, eran casi siempre la última preocupación. En ese tiempo había ojos y capacidad, solamente para cumplir las normas establecidas. Con los años, también descubrí que era muy feliz con mis tareas por que, además de disfrutar y tener el gusto de servir y trabajar. Lo hacía tremendamente preocupado y dedicado por culpa de mi desgraciada personalidad obsesiva, la que me obligaba a cumplir ciegamente lo que se me ordenara, pudiendo nublarse mi razón, enemistarme tal vez con alguien, y sufriendo por ello porque siempre puede más que la obsesión, el cariño y el aprecio a los demás, sin haber por ello actuado jamás con alguna mala intención en alguna situación de violencia irregular, salvo algún justo y reglamentario correctivo. El carácter se moldea y a mí me ha sido muy difícil aceptar que otros no piensen como yo, sobretodo cuando no hay interés en el hacer las “cosas bien” y de “jugarme entero por cumplir”, lo cual me produjo siempre serios problemas de integración en medio de situaciones en que otros, medianamente bien, o malamente bien, disfrutan y sienten que bien o mal, han hecho lo mínimo y necesario, exclusivamente para el “cumplimiento”. Cumplo y Miento.
Querer hacer las cosas bien es un gran defecto, y nos lleva muchas veces a equivocarnos. “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”, así me lo enseñaron posteriormente y aprendí a vivir mejor, aceptando que en todos los campos de la vida, para ser felices, tenemos que conformarnos con lo que tenemos y podemos, siendo justos con nosotros mismos.
A propósito de la soledad de Caleta Errázuriz, descubrí también que, siendo muy sociable, integrador, hasta con alguna pequeña cuota de simpatía para entretener y compartir, aprovechando mis condiciones para cantar o animar, en el fondo de mi corazón siempre he buscado estar solo, o tal vez me siento irremediablemente solo, lo cual hace que en muchas ocasiones me torne antipático o poco integrado. No sufro complejos ni de superioridad ni lo contrario. Acepto que todos no somos iguales y que estamos llenos de defectos. Tal vez las tareas y trabajos emprendidos en mis estudios técnicos o los trabajos de ese orden influyeron en mi forma de ser. Una instalación de motores, durante mis estudios en el Grado de Técnicos, debía funcionar “al primer contacto”, y no producir un cortocircuito. No había espacio para errores. (“Tu primer error será el último, dice el lema de los Ingenieros Militares.) Entonces en esa mentalidad, están mis mayores defectos, los cuales siempre es propicio, probable y bueno cambiar.
Pasaron varios días de guardia y jaibas, jaibas y guardia, cocinando en el fuego los corales y agotando la existencia de mis víveres. En las madrugadas a veces buscaba en la playa, y no aparecía ni un miserable cangrejo.
Hasta que volví a mi triste realidad y ausencia de los tan necesarios víveres.
Me encontraba esa tarde mirando hacia el sector donde se encontraba el campamento de pescadores, con la ilusión de ver algún movimiento de personas, cuando observé un cubo negro en la lejanía que se desplazaba levantando una blanca estela de humo. Esperé ansioso y después de un largo rato, pude reconocer un camión militar, un LA - 1114, que se dirigía hacia mi sector.
Esperé nervioso y hasta entusiasmado. ( ¡¡¿¿víveres del rancho!!??)
Pronto apareció muy cercano a mí el camión que venía con un conductor, desagradable de presencia, (sin por ello juzgar ni querer ofender su persona). Le apodaban “El rata”, por su alto parecido a esos roedores, de rostro moreno y alargado y sus dientes de conejo que se mantenían siempre húmedos y amarillentos, sobre sus labios inferiores.
Era déspota, me habían dicho en otras oportunidades que de muy “mala clase” y se notaba que tenía muy poca educación.
-Vengo a buscar las carpas, las sillas y las mesas y todo lo del vivac- espetó, al mismo tiempo que ordenaba bajar del camión a dos soldados, los cuales me saludaron amablemente, ofreciéndome, uno de ellos, una bolsa con algunas manzanas que les quedaron del postre de su ración del rancho.
Expliqué el tema de las tormentas de arena y viento y el “Rata”, más interesado en fumarse un cigarrillo que de conversar, se sentó en el camión, en el lado del volante, “esperando”, que “le cargaran las carpas”, cosa que debí asumir junto a los soldados, y haciendo inmensos esfuerzos compartidos logramos, a duras penas, subir la pesada carga.
Estábamos en la fase final de ese momento, cargando los últimos fierros, cuando desde la orilla de la playa, se acercó un bote y un par de pescadores, haciendo señas con las manos. Gritaban algunas frases que no se entendían por el viento y la distancia. Mientras los soldados terminaban de cargar, me acerqué a la orilla y escuché:
-¿Se encuentra el teniente Yaryes?- aduciendo a un oficial que había servido en el Curso Especial de Estudiantes el verano recién pasado en ese sector de instrucción. El oficial por el cual preguntaban era muy conocido por los pescadores, por su gusto para bucear y participar continuamente en faenas de pesca con arpón.
-¡Nooo! , les respondí, al mismo tiempo que bajaban a tierra desde la embarcación, encallada levemente en la orilla de la playa dos pescadores.
Bajaron unos “chinguillos” llenos de pescados y mariscos, entre ellos un gran “pejeperro”, al mismo tiempo que me decían:
-Bueno. Con el teniente Yaryes siempre hacemos “cambalache” de víveres: arroz fideos, porotos, leche o aceite, y todo lo que a “ustedes” les llega y mandan para los conscriptos, a cambio de pescados y mariscos-
- Chutas, les dije. Lamentablemente el ya no vendrá por que al parecer se fue destinado.
El rata, que dormía en el volante del pesado vehículo, en espera de la confirmación de la carga, sintió los gritos y más que interesado en la conversa o en auxiliar a quienes tal vez necesitaban ayuda, se acercó ávido, con sus ojos rasgados pero abiertos al máximo con una oculta luz que delataba sus ambiciosos instintos, al mismo tiempo que sus espadas dentales mordisqueaban el aire aflorando por entre sus labios los líquidos delgados y viscosos de su propia saliva.
Con la abundante pesca en la orilla, los mariscos y una buena cantidad de jaibas que aún se movían entre las redes, el pescador de edad mayor, y que llevaba los remos, me dijo finalmente:
-Bueno. Pa la otra será, si se puede. Consíganos víveres y si ve al teniente dele mis saludos, diciendo al mismo tiempo: ¡Quédese usted con esas “cosas” y después “conversamos”-
El rata intervino directamente gritando fuerte: “Yo le daré sus saludos y su “parte” al teniente que justo estos días anda por Antofagasta en casa de familiares-, dirigiéndose posteriormente al saco de mariscos y pescados y repartiendo la carga en tres partes: Una para él, otra para el supuesto teniente (que a esa altura del año andaba destinado por Rancagua) y la otra para quien se quedaba en el vivac. Una repartija con cuchufleta.
Bastante molesto en mi interior, y hasta un poco “reclamando” con mi dura expresión de rostro por la injusta repartija, el sinvergüenza del “rata”, que además era “más antiguo” accedió a dejarme, - después de varios “tira y encoges”-, el gran pejeperro, algunos locos, unas pocas jaibas, llevándose una abundante carga de pescados y mariscos, que envolvió entre plásticos en la caja de herramientas y despidiéndose con una gran sonrisa y hasta diciéndome amablemente: - Chaooo- , con las mano al aire, sin antes desprenderse “dolorosamente” de una bolsa de pan que traía oculta de reserva en la guantera, con una nueva caja de té, agregándome en su último diálogo: ¡¡Que estuvo bueno el cambio! ¡Buenooo el “trucoooo”!! Lo cual no entendí, pero al menos, me quedé nuevamente en la hermosa soledad, y con una nueva cantidad de elementos para comer.
¿Qué hacer con ese inmenso pescado, los mariscos y las jaibas? Sin aceite, ni sartén, ni sal ni nada…
En esos cortos días, cumplí sagradamente la ronda diaria. Cantaba el himno nacional, mis roles de control y ejecución del diario aseo, me “mandaba” solo y solo obedecía mis órdenes e instintos. Recorrí todos los cerros de alrededor de playa Sico, y hasta subí hacia el lado sur, donde decían que había un camino a un faro, que no recuerdo haber visto ni encontrado.
Ya no había carpas que cuidar. Es decir, no existían “`pertrechos militares”. Solamente la copa del agua, imposible de que se fuera a perder y mi equipo personal, más mi pequeña carpa que inicialmente no armé por no encontrar necesidad. Tenía solamente mi saco de dormir, herramienta fundamental para el descanso. En el camión del “rata” se fueron todos los pertrechos militares (carpas, mesas, unas pocas sillas y hasta la pesada olla.)
Nadie, pero absolutamente nadie podía llegar a ese punto del vivac donde yo me encontraba, sin pasar por un punto obligado: La casa rodante que se encontraba como a 3 kilómetros y donde había visto desde el primer día, que era un lugar donde -al parecer-, vivían pescadores.
El vivac tenía solamente un estanque con agua, y no había nada que pudiera ser robado o dañado causando algún daño a la misión.
Pronyo cayó la noche y me propuse cambiar de lugar de vigilancia cercano a la casa rodante, punto unicp de control de acceso. Después de todo yo era mi propio Comandante. A la mañana siguiente, después de la rondas y de interpretar el himno nacional, tomé mi equipo al hombro, mi fusil, (mi inseparable compañía), mi pesada carga de mariscos y pescados, incluyendo el inmenso pejeperro y me fui caminando, pasando por mi punto inicial de marcha, en busca de alcanzar mi punto de término de marcha: La casa rodante.
Después de dos horas de caminata serena, descansando por lo pesado de mi carga, llegué al lugar.
La casa rodante estaba abandonada, pero no el lugar, se veía movimiento a la orilla.
Un hombre delgado, con un traje negro de hombre rana, venía saliendo de las aguas de la tranquila playa.
-Holaaaa-_ grité.
-Holaaaaaa- me contestó.
- Soy el cabo segundo Carlos García Banda del Regimiento “Esmeralda”.
- Yo soy Jorge Ardiles, reservista del mismo glorioso “Esmeralda” y Sargento de Reserva.
- Ah, estuviste tú en el Regimiento?¿En qué año?
- Siiii, estuve movilizado el 73…en la Cuarta Compañía….
- y…Ah ¿conociste al Casanga?
- Siii y estuve con “mi” capitán Canals
- Ah pero si yo estaba haciendo el servicio militar en ese tiempo.
- ¿Y te acordai de las peleas en la cuadra de la Cuarta, cuando se agarraban a combo con los clases de planta?
- Sii, pero también me acuerdo cuando compramos los instrumentos y formamos una Banda de Guerra, que hasta hoy perdura.
- Siii, jajajajaj, y bueno……Ando en comisión y estoy cuidando los pertrechos militares del vivac.
- Ah pero esa cuestiones se cuidan”solas”. Aquí no viene nadie, salvo alguna vez un, par de camionetas que van al faro que se encuentra por allí.
- Faro?
- Siii.
- Oye, traje unos pescados y unas jaibas…
- Què???
- Unas jaibas…
- Jajajajaja
- Por qué te ries, no te gustan???
- Yo soy rana y este fondo esta lleno de jaibas, así que si quieres las echamos al agua para que crezcan más, si es que todavía están vivas.
- Bueno…y el pescado??
- Ese si que lo comemos hoy. Espera, terminaré la faena y de allí conversamos mientras preparamos una fritanga.
- Bueno…..
La mañana pasó volando. Sin dejar jamás mi fusil abandonado, tuvimos una amena conversa con el ex soldado y reservista Ardiles.
Me contaba del trabajo. En realidad, la faena del sector obedecía a un centro experimental de “cultivos marinos”, y el flaco Ardiles, era el capataz, el obrero, el jefe y el operador. La empresa era de los Granic, una gran familia de emprendedores en nuestra ciudad de Antofagasta, y se cultivaba en ella, el “pelillo”, especie de alga marina, de nombre científico “Graciliaria”, explicándome la confección de los “moños” y la colocación de éstos con elásticos atados a las rejas metálicas que se depositaban en el fondo marino entre 3 y 5 mts. de profundidad, donde el pelillo tenía un crecimiento nocturno de hasta 5 cms. y de rápida reproducción, alcanzando un buen tamaño para ser secados al sol y quedar listo para la exportación. Siendo esta planta de cultivos experimental, no tenía aún producción. Había plazos establecidos para los análisis y posterior industrialización pero aun estaban en esa situación, con el riesgo evidente y calculado de emprendedores, que cifran esperanzas en conseguir un buen negocio y que ponen en ello esperanzas y capitales con inciertos resultados, pero que hablan del espíritu y deseos de progreso familiar, luchando estoicamente con sueños de triunfos y penas de fracaso.
Jorge Ardiles era un hombre autodidacta. Muy culto y educado. Jamás le oí decir un garabato o empleo de un lenguaje soez, (como el que yo- lamentablemente y como herencia de soldado- acostumbro malamente hablar.) Su conversa estaba siempre ligada a los proyectos y a las ideas relacionadas con las algas. Me hablaba de los adelantos tecnológicos y el empleo de éstas en la industria japonesa, con años luz en la producción de elementos de cosmética y alimentos. Me mostró y enseñó distintas especies de alga de la zona.
Comimos un buen plato de pescado frito y justo esa tarde, subió una camioneta con un par trabajadores de la planta experimental, entre ellos un hermano de Ardiles, llamado Manuel, igual de recatado y caballero y una gran persona. Antes de partir, el chofer me ofreció gentilmente por si quería mandar algún recado para la casa.
Llevaba varios días en la soledad, y ya comenzaban a surgir en la mente las nostalgias de la ausencia familiar.
Con mis locos, mariscos y algunos pescados y dado que en ese lugar había más jaibas que pelillos en las rejas experimentales, mandé una caja con toda mi merienda acumulada camino a la ciudad, sin antes escribir unas letras para mi madre y saludar a la distancia a mi bella y bien amada, Mónica.
Esos días fueron largos pero mantuve mi rutina diaria, mis levantadas temprano y mi propia “iniciación del servicio”. Ya no cantaba solo el himno nacional, a veces me acompañaba Ardiles, (yo era el “más antiguo”) o a veces aumentábamos la “dotación” con dos o tres y hasta cuatro voluntarios. Allí conseguimos una bandera pequeña que era izada en un mástil, igual de pequeño, en una de las casas cubiertas de latones donde ya definitivamente me mantenía protegido del sol del día y frío de la tarde, siempre de guardia y cumpliendo mi rol de 24 horas, con un pequeño espacio dedicado al reposo, el cual lo cumplía sagradamente, completamente vestido, hasta con las botas puestas y mi inseparable fusil.
Alojé en la casa rodante abandonada. Allí instalé mi saco de dormir y permanecí varios días y noches viviendo de la caridad y generosidad de mis amigos los pescadores. Más que la comida o la necesidad de alimentarme, mis jornadas en ese lugar fueron siempre de grata conversa, aprendiendo y cultivando mi acervo personal. Entre la gente humilde de la playa, había grandes sabios, poetas, cantores y hombres cultos, poseedores de la mayor riqueza que puede tener el hombre, el conocimiento, la experiencia y sobretodo la humildad. Un espíritu inmensamente generoso y una disposición de servicio y amor a su propio trabajo ejemplar. Estoy convencido que el hombre va buscando sus propios caminos y en ellos va volcando su sabiduría y experiencia, haciendo del pasar de esta vida un interesante servicio a los demás. En esos hombres descubrí valores, de esos más profundos, cristianos, solidarios, generosos, que sin tener nada lo poseían todo, y que teniendo una humilde ocupación, eran inmensamente felices con lo que hacían. El “Rata” y muchos “ratas” que he conocido, lo tenían y tienen “todo” y aún así, estaban y están muy lejos, pero muy lejos, casi imposibles en distancias, para alcanzar esa condición de ser felices con su sagrada y humilde vocación de soldados y en el contraste, en el lado opuesto, están los que por circunstancias de la vida alcanzaron mejores posiciones, pero que se nutren del trabajo de los otros.
Muchas situaciones anecdóticas ocurrieron en esos días. Compartimos en las horas correspondientes al descanso, amenas charlas y juegos de salón. Nunca aprendí jugar cartas, así que poco podría disfrutar de esos juegos. Algo de dominó sabía, (al menos poner el “chancho” seis), pero mi mayor entusiasmo era conversar y aprender lecciones para la vida. Entre quienes compartimos, había un ex tony del circo “Tony Caluga”; “Zopiroco”, quien nos llenaba el ambiente de alegrías y de anécdotas de esos tiempos de su vida circense. Como hombre de circo, inmensamente sacrificado pero con una hermosa y práctica forma de vivir, que era todo un ejemplo, sobretodo por su entusiasmo y optimismo.
Entre el vivac y la planta experimental, había una familia de pescadores, los cuales mantenían un pequeño campamento, que era en realidad itinerante y con quienes también tuve la feliz ocasión de compartir junto al fuego de una tarde, mientras la noche se volcaba con su manto de estrellas y la conversa, la risa y la amistad florecían entre el té y una gran sartén con huevos fritos de pescado. Entre ellos se encontraba Raúl Choque, campeón sudamericano de pesca y caza submarina en aquellos tiempos, conociendo sus capacidades deportivas, los secretos del fondo del mar, y sobretodo su calidad humana, como persona de esfuerzo y sacrificio pero con sueños y esperanzas.
El Ejército de Chile, lo puedo decir y afirmar fehacientemente, está en el corazón y alma de todos los ciudadanos chilenos, como algo sagrado. Una Institución que respetan y quieren y no he encontrado a nadie, pero absolutamente a nadie que alguna vez me haya enrostrado malamente o con intención turbia, una injusta crítica o acusación, ni en los difíciles o fructíferos tiempos del gobierno militar, en el cual serví con lo mejor de mi honestidad, pasando también experiencias dolorosas de discriminación personal por algunas confusiones y estigmas de orden político, no obstante ello, cumpliendo como “Dios manda” las tareas asignadas, encontrando siempre el reconocimiento, el afecto, el cariño de mis buenos jefes y superiores y de personas de todo orden social y condición, que aman también a Chile y su sagrada historia. Por ello que en cada conversa, en los muchos lugares que me he encontrado, siempre hay una palabra de admiración por la Institución, y siendo un humilde servidor de ella, me siento honrado y orgulloso de vestir el uniforme de la patria. Hoy en día, pienso aún, con un consciente dolor del alma, por aquellos soldados que sufren el injusto encierro y las penas de su condición de presos políticos, fueron criados en la doctrina de la guerra, en el duro enfrentamiento y en los valores de un “Chile sobretodo y solo Dios sobre Chile”, cumpliendo ciegamente su deber, y encontrando que, por nuestra formación, se debe cumplir y mantener la disciplina a toda costa.
Hoy los tiempos han cambiado, pero muchos de ellos permanecen sin entender, buscando explicación en la soledad de sus cuartos, recordando o escribiendo y viviendo los dolores de esa persecución de hombres de hoy contra hombres de ayer, que se ha repetido en toda las fases de la historia del universo y en cada época, encontrando personas que sufren o han sufrido por sus convicciones injustos encierros, y es allí donde pensamos que las nuevas democracias, o las de siempre, si bien son el estado ideal para una vida mejor y plena, nos damos cuenta que como todas las ideologías, tienen su “lado oscuro”, de venganzas, de chaqueteo y de muchas injusticias. Si estás arriba, hay que derribarte, si estás abajo eres útil para luchar para llegar arriba, si sabes mucho, te opacan; si no sabes mucho te mantienen para ser “útil a las causas”, En cualquiera de esos estados, cobra un papel preponderante la ignorancia, la que adquiere un gran valor, porque es más fácil someter y oprimir al ignorante, que prepararlo para luchar de igual a igual en un mismo frente. No hay ideales justos, salvo aquellos ideales puros y cristianos. No hay justicia humana de verdadera imparcialidad, solamente una es verdadera, la justicia “divina”, la cual muchas veces quisiéramos encontrar, ver y conocer en nuestras propias vidas y en nuestra corta existencia, pero en la fe está la fuerza de la espera y en la caridad, la esperanza e ilusión de un mejor mañana. En esos campos de la ideas hay muchos que caen en la soberbia que son sus propios ideales los que les ciegan, de cualquier lado, y no constituye esto una mal intencionada crítica. Los soldados solamente acatamos, obedecemos y no deliberamos, pero también tenemos sentimientos. La vida nos enseña cómo desarrollar de la mejor forma nuestras virtudes, sobretodo la tolerancia y la prudencia.
Una noche me recosté sobre mi saco de dormir, con muestras de un gran cansancio. Llevaba muchos días con un dormir extremadamente malo y sacrificado; Abandonado en esa zona y con una misión que no entendía ni justificaba, pero que se debía cumplir, y que me llevaría a ese lugar a cuidar “pertrechos” con un fusil, mochila y equipo, y una sugerida “lienza y un anzuelo” (que nunca llevé) para alimentarme conforme a lo que me “brindara la naturaleza”. (De todos modos, fue una buena experiencia de supervivencia). En tales circunstancias, me quedé como cada noche, atento al ruido exterior desde la casa rodante y, en esa concentración de cada noche, caí a los abismos insondables del sueño, profundamente dormido y con mi fusil, como siempre, apegado a mi pierna y cuerpo.
A las cuatro y media de la madrugada desperté por unos ruidos que sentí en la ventanilla, saltando con mi corazón agitado, tomando el armamento y agudizando mis sentidos. Esperé un segundo. Nuevamente un ruido en la ventana y la voz de Manuel:
-Garcia, “chato” Garcia, pasaron dos vehículos en dirección al campamento-.
No supe qué decir, no supe que hacer en ese instante. Me sentí rabioso y enojado conmigo mismo, molesto por que ése era mi mejor y único “punto de control” del “enemigo” y al primer ruido yo debía levantarme y controlar a quien fuera a pasar hacia mi sector, el de mi vigilancia, de mi responsabilidad, mis pertrechos militares, aún cuando fuera un puro y abandonado estanque. Tomé mi armamento y salí, tras la estela de vehículos que se desplazaban hacia el abandonado vivac.
Corrí como endemoniado por el camino hacia caleta Errázuriz. La última vez, me había demorado - reloj en mano- dos horas en trasladarme sin presión y disfrutando del paisaje, casi en caminata deportiva, al sector de la casa rodante. Ahora iba tras unos vehículos que- sepa Dios- con qué intenciones marchaban al lugar. ¿Terroristas, miristas o resentidos de izquierda o derecha ?…¿Serían de un control inesperado? ¿Serían de alguna visita? ¿Sería el Comandante del Regimiento? Ah, tal vez me traían, al fin, los víveres para mi estadía. Seguro estaban “muy preocupados” por mi integridad física y personal, y querrían saber si había cumplido sagradamente con mi deber.
Corría, corría y corría por la carretera con mi fusil entre mis manos. El sudor ardiente se desplazaba por mis sienes y espaldas en un contraste con el frío reinante. Sensaciones extrañas de frío y calor, y el inmenso rollo que se me iba pasando por la mente, las luces se alejaban cada vez más y ya no podía con el ritmo de la velocidad, comencé a disminuir de carrera a trote, de trote a paso rápido de paso rápido a paso cancino, de paso cancino a pasos…más que cancinos….diez pasos al trote... diez pasos a pie, diez pasos al trote, diez pasos a pie…Aún estaba oscuro, mojada la ropa, en mis primeros quince minutos de trote intenso. Se perdieron a lo lejos las luces.
Llegué al vivac aún a oscuras. Estaba el estanque del agua y mi amada y permanente “soledad”, Esperé la hora del crepúsculo matutino No había vestigios de la presencia de las luces, de los “terroristas” o de la “patrulla de control”. Salió el sol, mi cuerpo estaba muy cansado. Había agua en el estanque y tomé poca cantidad. Agua estancada, diarrea segura. Esperé y esperé…
Una mañana larga y húmeda, sin poder sacarme la ropa para secarla al sol, por no enfriar la temperatura corporal. Finalmente, el cuerpo y sus vapores, y con la ayuda del sol, se secó mi ropa y el cansancio se apoderó nuevamente de mí. Aún tenía una pequeña sombrilla de red bajo el estanque y allí me refugié en espera de los enemigos.
Como a las cuatro de la tarde, dos camionetas bajaban desde el lado sur hacia “mi” playa, “mi” vivac, “mi” cuartel.
Los tenía en la “mirilla” de mi fusil, listos para ser dados de baja. (En realidad le puse “mucho”, pero no tenía esa intención. Solamente era “un llamado de atención”.)
Salté desde mi escondite del estanque en forma sorpresiva y justo cuando pasaban frente a mi posición les grité impetuoso: ¡¡Alto!! ¿Quién Vive?-
Se bajaron asustados ambos conductores con las manos arriba, llenos de nerviosismo.
- ¡¡No dispare….!!
- ¡¡Cómo se les ocurre hombres que voy a disparar. Solamente díganme quienes son. Los observé temprano cuando pasaron. Me encontraba en “el cerro” (una mentirilla piadosa) y los dejé pasar. Pero ahora quiero saber quienes son:
- Estamos a cargo del mantenimiento del faro que está al otro lado. (Un faro que hasta hoy, nunca vi)…y es por eso que vinimos.
- Ah ya el faro…siii…bueno… discúlpenme. Vengan cuando quieran pero cuando así lo hagan, paren allá en la casa rodante y avisennos porque a veces nos quedamos allá con “mi “ patrulla (muy imaginaria y tambièn “piadosa”) por tema de comunicaciones-
-Ah ya. Muchas gracias-
- Bueno. Perdónenme el susto y la desconfianza. Que tengan un buen viaje y feliz retorno-
-Lo mismo usted “mi” cabo. Si quiere le dejamos unas manzanas.
-¡¡Bueno ya!! Aprovechemos esas dulces manzanas!…jajaja
Muy tarde, ya casi de noche, volví cansado y exhausto a la casa rodante. Puse unos caballetes de fierro como “barrera” y encendí un chonchón con petróleo, de ese que ocupaban en la faena. -El próximo que pase, tendrá que detenerse y ser controlado por “mi” autoridad.-
Era el 6 de junio. Vísperas de la celebración de un nuevo aniversario del Asalto y Toma del Morro de Arica, y para nosotros, nuestro “feliz” Día de la Infantería.
Durante la noche, aún con el cansancio acumulado, nos dimos tiempo para recordar a Jorge Ardiles, y quienes participaron voluntariamente, de una sesión de instrucción de “Arme y Desarme” del fusil SIG 510.
Para el 7 de Junio, organizamos un “almuerzo especial”, el mismo marisco, las mismas jaibas y el mismo pescado, pero con papas con mayonesa, que yo mismo preparé, aprovechando los víveres que llegaron a los pescadores desde el puerto.
Durante la tarde se transmitiría por la radio, la alegoría patriótica y que contaría en esa ocasión con la presencia del Presidente de la República y Comandante en Jefe del Ejército mi General Augusto Pinochet Ugarte. Afortunadamente tenían una radio a pilas y con una difícil recepción del pequeño transistor, escuchamos los pormenores de esa alegoría militar. En las noticias de la tarde se anunció la inauguración de un monumento al General Santiago Amengual Balbontín, frente al frontis del “Esmeralda”. En homenaje a la Infantería de Chile, hicimos una pequeña sesión de tiro para los “reservistas” (Ardiles) y una experiencia militar, para los hombres de mar, disparando un cargador completo de munición, cumpliendo sagradamente mi aseo de armamento y pensando en cómo podría recuperar esos tiros empleados, toda vez que su consumo era estricto y controlado.
Esos días de junio, pasaron muy lentos. La rutina, como en todo, comienza a causar estragos en la mente y estar allí en esas condiciones, sin poder aportar, sin poder colaborar, sin siquiera entender el cómo me pudieron mandar a una comisión donde no estuvo considerado la mínima logística del hombre, quise bajar la guardia, pero me armé de valor y fortalezas y concurrí a mi vivac para alejarme un poco por un par de noches.
Me llevé mi bolsita ropera, mi inseparable armamento y en la mochila unos cuántos víveres que me regalaron los mismos pescadores.
Me instalé bajo la copa de agua, allí entre los fierros puse mi saco y me recosté un rato a disfrutar y paladear una manzana.
Una vez tirada la coronta de la misma, frente al lugar donde me encontraba, me dediqué a observar el mar y a mirar el paisaje hermoso de un lugar soleado, paradisíaco y sobretodo solitario. Allí, en esas situaciones, es posible escuchar el silencio. Oír el aleteo de las aves marinas que revolotean, las caricias de las olas del mar con sus encajes blancos arrastrándose por las orillas, la mullida arena que también rueda por la fuerza de las olas. Y los ruidos pequeños se hacen inmensos y en ese silencio se descubre la belleza de la creación de Dios, y hasta su presencia. Siempre es bueno orar y acercarse a la divinidad de Jesús, un compañero, un amigo fiel que nunca falla y un camarada de armas que forma siempre a tu lado.
Un ruido distinto y una rápida huella dibujada en la arena llevó mi vista hacia el resto de lo que quedaba de mi manzana. Una lagartija ágil y mimetizada con la arena, miraba balanceando su cabeza para cada lado, observando desconfiada. Se acercó a la jugosa presa del resto de la fruta, y la vi comer poco a poco sus restos. Me mantuve absolutamente silencioso, inmóvil, con mi mirada apuntando directamente a la escena. Luego de un buen rato, arrastró lo que quedaba y se perdió por allí cerca de unas piedras.
Dejé mis cosas a los pies de mi saco y acostumbrado a la oscuridad de la noche, me dispuse a descansar. Mis pocos vìveres estaban seguros en mi mochila ubicada a mis pies, y en mi cabecera, guardé el pan y otras dos manzanas.
Dormí profundamente, porque ya el sueño era tremendamente necesario. A cada agotador día, de soledad o grata compañía con los pescadores, se sumaban las nostalgias de la ausencia de la familia. Soñaba con la calidez y humildad de nuestro cuarto de joven matrimonio, y esos días de “espera” de nuestro bebé, que vendría desde el túnel de la vida, trayéndonos las sanas alegrías que una familia ansiosa espera. Sin embargo, no había mucho tiempo para pensar en ello, mi obsesión por el trabajo y las cosas del servicio, me alejaban de una tan humana necesidad, pero primaba por sobretodo la misión. Es la formación, es la personalidad, es la mente o condición siquiátrica del individuo.
Desperté de madrugada y sentí esos pasos. ¿¿Pasossss?
Un movimiento extraño. Abrí los ojos bruscamente como si estuviera en una película de terror. Los abrí ampliamente para acostumbrar mi vista a la oscuridad reinante. Los ruidos de la noche de la playa eran los mismos de siempre, pero esto era diferente, arrastraban, revisaban, controlaban, buscaban. Movimientos leves y calculados. (¿Estoy siendo atacado nuevamente por algún terrorista?) (Después de todo en ese tiempo vivíamos aún en “guerra”.)
-Mi fusil-pensé-. ¡Lo primero!. Lo mantenía cargado en las noches y solo con su seguro.
Lo saqué lentamente desde mi saco de dormir, desaseguré. El problema era cómo salir rápidamente de la incomodidad, ¿o comodidad? del tibio saco. Los ruidos continuaban y el silencio se alteraba.
Me levanté despacio. Palpé las bolsas hacia los pies del saco y mi mochila no estaba. Me acordé que entre los víveres venía una bolsita con un par de chorizos secos que me regaló Jorge y que podrían ser asados a las brasas.
Me quedé un buen rato en silencio, salté impetuoso hacia el lado para enfrentarme a mi enemigo, y dentro de la pocas visibilidad que me ofrecía la noche de estrellas, divisé una cola ancha y gruesa de un zorro que escapó hacia los cerros llevándose en su hocico algo de los pocos víveres que me quedaban. Esperè la madrugada y poco a poco descubrir que durante mis sueños, el astuto zorro, arrastró mi mochila a varios metros y allí se dio a la delicada tarea de abrir las cuerdas, rasgar la tela y encontrarse con un buen y abundante bocadillo. Lo último que se llevó, pudo haber sido mis chorizos envueltos, y haberlos disfrutado en su propia madriguera.
-Este zorro volverá otra vez y le tenderé una trampa- pensé.
Tuve que pasar el resto del día ideando una forma de atrapar al intruso de la noche, no tanto como para sacrificarlo, sino más bien para darle una lección. Cavé un hoyo como una madriguera, puse un poco de mi pan, y restos de manzana, una tapa de la misma copa de agua atada con un cordel. Entraba el zorro, mordía y yo tiraba la cuerda y caía la tapa en la pequeña cueva. ¡¡Perfecta la trampa !!¡¡Probada y aprobada!!
En la tarde esperé. Observando largamente mi trampa. Llegó por algunas horas a compartir la comida del zorro la lagartija, siempre con el vaivén de su cabeza y su mirada desconfiada. Lo más sorprendente, es que apareció también un pequeño roedor, una laucha chica y ordinaria, pero con unos ojitos oscuros sin brillo, que me miraban con una dulzura angelical, muy complacida con el pan y la manzana. Después de todo, no era tanta mi soledad. Ladré suavemente como un perro para poder comunicarme con la especie animal. La lagartija me miró indiferente. Comió y dando un paso hacia el lado, siempre con un vaivén de su cabeza, se dirigió rápidamente hacia las piedras. El pequeño ratón fue más rápido. Lo único diferente de su carrera, es que ésta fue directamente hacia mí al lugar donde me encontraba observando, como “atacando” a su “atacante”. (Pensé en el ratón y el elefante…)
Esto me obligó a saltar asustado y buscar al pequeño roedor. No fue posible, sencillamente se esfumó en la arena o entre las bolsas.
Lo di por perdido y seguí mi rutina del día, esperando ansioso la hora de la noche. Encontré unos trozos de vela en el basural, bastante derretidos y doblados pero aún con vida útil.
En la hora del té de las cinco, el poco pan que me quedaba estaba casi molido justo en mi cabecera, donde lo guardaba en una bolsa. Comí un poco, sobretodo de los trozos menos molidos y más enteros que encontré.
Mi vela, los fósforos, el cordel, mi fusil, de almohada mi bolsa y sobre la bolsa, lo poco que me quedaba de pan.
Pasé la noche esperando. Tal vez me quedé dormido. La amanecida siguiente me encontró con las “pepas” bien abiertas y los oídos atentos, y mi cuerda lista para tirar. Miré la cueva de mi trampa y estaba vacía de pan y de manzana. La tapa de la copa de agua intacta y alrededor de la cueva las pisadas y huellas imborrables del zorro de la noche, que me atacó y me sorprendió nuevamente con su astucia.¡Qué rabia más grande, ya no me quedaban esperanzas!
Una última manzana me quedaba para el almuerzo, y el poco “pan molido” de mi cabecera. Último almuerzo en el vivac. Me decidí. -Me iré definitivamente donde mis amigos a la casa rodante esta misma tarde -
Mientras comía mi manzana, nuevamente el ratoncito, justo enfrente de mí, moviendo su cola y disfrutando otro trozo de pan. Le tiré un pedazo de mi manzana. Parece que entendió, por que no se movió. Estoy seguro que en su lenguaje me dijo: ¡ Gracias¡
Se acercó mucho más a mis pies. Otro trozo de manzana. Nuevamente un “gracias” captado desde mi instinto de animal. Entre pedazos de manzanas y nuestros ojos que se miraban mutuamente, pasamos bastantes horas mirándonos y compartiendo la fruta del día. Yo estaba solo, el (o ella?) estaba solo(a). Y en esa soledad junto a la presencia divina de Dios, estábamos el uno al otro, como criaturas terrenales, alimentándonos y siendo humanos y animales compartíamos nuestras básicas necesidades.
Quise hablarle pero no se me ocurrió cual era el idioma de los ratones. Así que ladré nuevamente, muy suave. Me miró sorprendido(a). Ladré más fuerte, a ver si escuchaba por respuesta un “ladrido” de ratón. El pequeño roedor, nuevamente me encaró. Me miró un tanto molesto, como los ratones de caricaturas, se enfrentó cara a cara a mi y este desgraciado, cuando menos me lo imaginaba, tomó una gran bocanada de aire, un rápido impulso como toro en la arena y me “atacó” directamente. Parece que buscaba el combate cuerpo a cuerpo, por que corría por entre el saco, por la frazada, saltó para “sacarme un ojo” (así lo percibí) o si fuera gallo, la “cresta”, y se fue directo a la cabecera de la cama, donde se perdió para siempre de mi vista. El superatón era una porquería al lado de éste.
Jadeando de cansancio, (yo, no el ratón), comencé a arreglar mi bolso y mis cosas. Desde mi bolsa de pan saqué una útima migaja. La tuve en la punta de la lengua y descubrí la verdad del ataque. El ratoncito, entraba por la bolsa y desde allì se iba justo, por otro orificio de la misma bolsa, hacia la entrada de una cueva profunda que tenía justo al lado de mi cabecera y que seguramente le llevaba a su propia madriguera. Dormíamos prácticamente juntos y respirábamos hasta el mismo aire.
O sea que el pan molido, era lo que me iba dejando para mí después de roer lo mejor de la marraqueta, y cuando saltó directamente a mí, en verdad iba escapando por su propia vida a su propia casa, debiendo pasar por mi cabecera y mi bolso, antes de alcanzar la seguridad de su caverna.
Me acordé de mis años de soldado, cuando el “muerto” Guerra, en mi sesión de “sombras” frente a un espejo practicando box, me gritò: ¡¡ Sácate esa “wea” de la cara… lanzando (por el ratón y la ctm), los mismos escupitajos, con la misma sensación anterior, toda vez que no cabía dudas que habíamos compartido como criaturas terrenales el mismo pan fraterno con el cual, ambos subsistimos.
Tomé mis cosas y decidí partir, esperando que alguien me viniera a buscar definitivamente desde mi querido Regimiento, dejándole las pocas migas disponibles para mis amigos, la lagartija y el ratón, y como postre cáscaras de manzana y me fui caminando, lentamente, por la orilla de la playa.
Dormí en la casa rodante, me la dejaron abierta. Jorge Ardiles, Manuel y los muchachos, no se encontraban en la faena. Estaba todo con candado, bajaron a la ciudad. Estuve solo, como muchas horas de mi vida, nuevamente esa noche.
A la mañana siguiente, en mi puesto de combate, al lado de los caballetes metálicos para el control, llegó un camión militar, con varios soldados. El CB1º Pincheira venía a buscar el estanque del agua, con 15 soldados con mi amigo el entonces CB2. Manuel Guerrero, quienes se dirigieron al vivac, cargaron el estanque, la estructura metálica y. a la vuelta, me pasaron a buscar.
Me subí atrás con lo soldados, con ganas de conversarles de mis aventuras, pero no me entenderían. El camión partió y mi última mirada, fue hacia el mástil pequeño de la casa de latas de la granja de cultivos marinos de la familia Granic, donde flameaba una pequeña y humilde banderita chilena. Las gaviotas seguían volando y en el fondo del mar, como a cuatro o cinco metros de profundidad, entre jaibas y peces, crecían los “moños” de gracilaria afirmados a las rejas metálicas con elásticos, a razón de 5 cms. por noche.
Un vuelo inolvidable
- Garcia- me dijo el coronel Jorge Romero, abriendo la puerta de su oficina y dirigiéndose a mi pequeña oficina que funcionaba al lado de la suya en la Comandancia
- ¡Ordene mi coronel!
- Tome la cámara de filmar del regimiento y espéreme en el jeep con el conductor, el Cabo2 Pérez Manríquez. Iremos al pelotón de aviación en diez minutos más para efectuar un vuelo de control de las columnas terrestres del regimiento que retornan de terreno, para anexarle todas las imágenes que se tomaron del ejercicio, a ver si podemos hacer un compacto de todo y exhibirlo al personal en la critica.
- ¡De inmediato mi coronel!
Manos a la obra. Un rápido aseo a la cámara filmadora, que aun tenia polvo del largo viaje que efectuamos el día anterior, después de haber permanecido por más de quince días en la zona de ejercicios al interior de la ciudad, y una batería de reserva que afortunadamente se encontraba a plena carga.
Era una mañana normal en cuanto a temperatura y un poco más relajada que los días anteriores presionados por las actividades del ejercicio en el terreno. Se esperaba el arribo de las columnas a media tarde para cerrar el ciclo final y cumplir la Orden de Marcha. En lo personal, estaba cansado pero a la vez contento, sentimiento natural del hombre que después de tantos días en la faena vuelve a casa después de varios días de ausencia. Mis pies adoloridos por las marcha de las últimas horas y complicado por el tema de mi tenida, puesto que en ese instante, no andaba con la habitual tenida de combate, bastante sucia y en proceso de lavado. Sin duda que mi esposa, como muchas esposas de nuestro personal, hacendosas y preocupadas, a esa hora remojaba la tenida en la incomodidad de la tina del baño de la población “Los Militares”, junto a otras sucias prendas, antes de someterlas al remolino de limpieza de la lavadora, luchando los “biosolve” del detergente en arduo combate para extraer las incrustadas partículas de polvo acumulado en el terreno, ennegreciendo las parkas, calcetas, camisetas, poleras y los cuellos de los sucios uniformes.
La cuestión es que, en tenida de oficina, con camisa gris perla, gorra de salida y zapatos rebajados, pañuelo blanco en el bolsillo de atrás, bastante elegantes como para ir a terreno, partimos esa mañana rumbo al pelotón donde nos esperaba una avioneta que nos llevaría a reconocer las columnas de marcha en el sector de la estación Baquedano.
-Lo importante Garcia- me decía el coronel durante la marcha hacia Cerro Moreno, -son la toma que haremos cuando el avión pase rasante por la columna. Seguidamente haremos un par de círculos y tomaremos las imágenes de lado para tener la magnitud y verificar el largo de la columna de marcha.
- Si mi coronel, a su orden mi coronel, no se preocupe mi coronel-
Llegando al pelotón de aviación, bajamos nuestra herramienta de trabajo, y mi coronel me ordenó: -Deja la maleta acá. El espacio es reducido. Lleva la pura cámara. Y tú Pérez, cierra el jeep con llave y acompáñanos. Será muy corto el viaje.-
Nos miramos con el cabo Pérez. Nos inundaba una sensación de sincera emoción. Era una buena oportunidad para experimentar. Un vuelo corto, rápido, sin mayores dificultades y en una avioneta pequeña, con un reconocido buen piloto, no había riesgo, solamente disfrutar. Sonreímos y nos embarcamos disimulando nuestro nerviosismo en la parte trasera del pequeño avión. Sin duda que las sensaciones eran diferentes para cada cual. Pérez, un tanto indiferente o silenciosamente temeroso; tenía en el cuerpo tantas horas de andar en vehículo terrestre, que seguro pensaba, que era lo mismo, pero en vez de carretera: el aire.
Acomodamos nuestra gorra militar en el costado y nuestro trasero en los estrechos asientos, el cinturón de seguridad bien afiatado a la cintura y esperamos los primeros movimientos vibratorios del único motor de la avioneta. Luego del precalentamiento, un breve avance, toma de la dirección de salida y la carrera posterior por la pista, y en un “dos por tres”, estábamos volando por el aire, con esa sensación propia que da el vértigo, pero con la tranquilidad otorgada por el diestro piloto que pronto, después de un amplio giro, estabilizó las alas y se dirigió en una ruta aérea silenciosa hasta tomar en dirección al desierto. Observábamos de vez en cuando la silueta de la sombra de la avioneta sobre las arenas y la conversa del piloto con el coronel se tornaba agradable entre ellos, y hasta intercambiaban sonrisas. Con Pérez nos mirábamos de reojo. En realidad, ni hablábamos, estábamos sumidos en la fantasía de volar y sentirnos tan “cerquita” del cielo que podríamos haber estado en esa tranquilidad todo un día o toda una noche; una verdadera cuna mecida en el aire por el viento y una sensación de flotar como una pequeña plumilla que se mueve acompasada en el aire, dominando el mundo desde ese hermoso lugar, entibiado por los rayos de un sol generoso y radiante que inundaba al deserto de luz y nos ofrecía la tibieza de su generoso calor. A ratos, en maniobras imperceptibles del diestro piloto, navegábamos en ese paisaje a muy baja altura, para volver poco a poco a las alturas, gozando y aportándonos a nuestra vida, experiencias de gran significado para nuestra incipiente carrera de jóvenes Clases de Ejército como éramos en aquel tiempo.
El piloto captó nuestro relajo y hasta nuestra agradable mirada perdida en la inmensidad de los cielos, con una parsimonia que nos llevaba de pronto a pestañear rápidamente para no caer en esa somnolienta y relajadora sensación que da el sueño, cayendo en una situación de sueño que tocaba también a nuestro jefe, que ya andaba por las oscuridades de los túneles mentales, soñando, en una gabinete que se tornaba un agradable paseo por las nubes.
En tan grato momento para quienes conformábamos la tripulación de solamente dos pasajeros, el piloto sonrió entre dientes para sí y comenzó a disfrutar él de su propio juego para traernos a la cruda realidad. De pronto subió la nariz del pequeño avión raudamente apuntando hacia el sol alcanzando gran altura. Después de mantenernos en esa posición uno leves segundos, picó hacia abajo, observando con nuestros abiertos ojos las arenas amarillas e iluminadas, y al acercarnos hacia la tierra, sentir que a nuestra visión crecían las rocas de los cerros en cada metro para volver a subir hacia hermosas alturas. (Ah, pensaba a mis adentros, igual que Juan Salvador Gaviota, ese cuento que me acompañó tantas veces en mi juventud y en mi vida, así debe haber practicado sus vuelos en ese “cielo solitario”, o en esas abruptas picadas golpeándose de bruces en el mar…)
La experiencia del vuelo hacia arriba y después en picada, o girando bruscamente hasta hacernos ver casi completamente el suelo bajo el avioneta desde el costado, manteniendo nuestra adrenalina bajo control, con excepción de esos líquidos que corrían silenciosos por entre los conductos estomacales, agitándose sus salivas y líquidos corporales interiores, afectando también con dolores fuertes y clavadas permanentes hasta los propios intestinos.
Ya divisábamos a lo lejos la larga columna que enfilada, se desplazaba en una velocidad razonable hacia la ciudad, antes de la estación Baquedano.
Mi cuerpo comenzaba a sentir algunas extrañas sensaciones. La paz inicial del vuelo, con esos espacios serenos y llenos de gratificante tranquilidad y en una pureza de silencio, se habían alterado por los bruscos movimientos. El coronel, que a ratos dormitaba en los asientos de la cabina me ordenó de pronto: -¿Cómo estás Garcia? Ahora tendrás que filmar las columnas… prepárate.
-Si mi coronel estoy listo…._
- Unas maniobras previas de paseo por sobre la columna girando de pronto para mirarlas de lado y una vuelta completa dábamos para llegar nuevamente a la cabeza de la columna de marcha, pasábamos rasantes y medio inclinados por el lado, buscando un buen ángulo para la filmación.
Ya mis líquidos, a esas alturas se mantenían completamente agitados y mis interiores corporales e intestinales subían y bajaban por mi esófago, apretando mis músculos y hasta mi orificio posterior, para controlar los gases que ya deseaban buscar urgente una salida.
-Apunta bien la cámara Garcia.-
-Si Mi coronel, en eso estoy…
-¿Tai filmando?
- Siiiii
- Ya…pónele “guinda al pavo”.. ahoraaa ( jajaja)
- Siii, aquí vamos otra vez,….-¡y la avioneta subía y bajaba impasible y nuestros cuerpos afirmados por los cinturones seguían la línea natural de las inercias. El ruido de motor se aumentaba notablemente en las bajadas.
En esa prolongada presión de movimientos, entre preguntas de que si estaba filmando o no, debo decir con honestidad que mi conciencia me decía que no estaba haciendo bien las cosas. Apegaba con fuerza y sincera motivación la cámara a mi ojo tratando de captar la mejor imagen de la columna, pero me era imposible abrirlos y mirar por el visor y cuando lograba hacerlo, descubría que el vapor de mi propia mirada, empañaba el visor de la cámara, afectando la visión, siendo imposible captar una buena imagen. Se tornaba insoportable mantener la calma porque mis energías estaban concentradas en soportar las reacciones de mi cuerpo. Después de los tormentosos giros y vuelos de la avioneta vino una relativa calma. -¿Estás listo Garcia?- -Siiii mi corooooneeeel,,,(¡Hic!) Todo bien- dije en voz bastante baja y controlando mis vísceras internas para evitar la salida abrupta de los gases o los líquidos que se ensañaban con mi carácter y mi fuerza corporal.
-Vámonos a la guarnición- ordenó mi coronel. Una última pasada por sobre la larga columna y una agitación de las alas en un saludo aéreo a los integrantes de la columna del “Esmeralda”, fueron nuestra despedida a la larga hilera de vehículos que llegaría en algunas horas de la tarde al regimiento.
No aguantaba más. En verdad, el cuerpo cuando decide hacer lo que tiene que hacer, sencillamente…lo hace.
El cabo Pérez, con sus lentes oscuros, y su rostro más pálido que nunca, se mantenía firme con sus manos apretándose el estómago. Firme y sereno.
Por mi parte, ya venían en marcha sin posibilidad de detención, subiendo lentamente pero seguros, esa horda de líquidos biliares, amarillentos, viscosos, mezclados con mis salivas corporales o ¿siniobiales? (¡Ah! Nó. Esos líquidos son de las rodillas) procurando provocarnos arcadas. Ya ni sé qué es lo que produce el cuerpo en esas emergencias, pero sentía claramente en mi garganta ese líquido suave previo al vómito, que inevitablemente surgiría en uno u otro momento.
Miraba al frente…pensaba…-Si me ocurre esto en este instante….¡Ohh no!, ensuciaré al piloto. Recibirá el baño tibio en sus espaldas y con el susto, capaz que eche abajo el avión… Luego miraba a la derecha…-Ahí va mi coronel. Si me logra pasar esta incontrolable necesidad ¿Cómo voy a dejar caer mi humanidad, mi honor, mi humillación, mi valentía, mi capacidad de resistir en las espaldas de “mi” Comandante?...- Urgaba en mi bolsillo el único pañuelo….-Una bolsa de nylon podría salvarme. Por último la arrojo por la pequeña hendija de la ventana hacia el vacío, en medio del desierto nadie lo notará…¡Oh! Dios, tengo como receptor mi gorra de salida, me puede servir de depósito. ¿Y los aromas aceitosos? Es más fácil comprar una gorra que la vida…¿Y si tiro para el lado? Oh, mi amigo Pérez, no me perdonará nunca esta incongruencia.
No podía más, el cuerpo cuando tiene que actuar, actúa, y si tiene que hacer su voluntad, ao lo hace.
Soy soldado. Apreté mi conciencia y estómago hasta donde pude. Soporté con la frente en alto y a cada minuto aumentaba en gruesos goterones el sudor que empapaba mi camisa absorbiendo la humedad del cuerpo, todo mi cuerpo luchando en una absurda resistencia. ¡Si alguien tiene que sufrir por mí, es cosa del destino!
Me propuse enfrentar la corriente interna. Vino un fuerte reflujo desde el alma de mi estómago. Afloraron, (hablando en cámara lenta), esos ríos incontenibles que inundaban de olas y movimientos mi lengua, mis dientes, pero mi boca permanecía apretada, porque la única salida a la tormenta perfecta, era dejarme vencer con la fuerza y permitir que esa boca, que nunca ha podido controlar la palabra, se contuviera como una compuerta hermética. Vino un segundo flujo….un tercero…Ya no cabía más líquido en la cavidad bucal. Ahora era la oportunidad de abrir y saltar con mis rios tormentosos acumulados y arrojar la lluvia sobre ese cielo tibio y sofisticado de los instrumentos del avión. Me armé de valor, al parecer el cuerpo se sentía un poco mejor y había descansado con esas corrientes líquidas que fluyeron hacia mi boca. Apreté mi garganta con valentía, mis ojos, mi dignidad, mi honra mi orgullo mi soberbia, hasta mis pecados, y haciendo doble fuerza mientras apretaba los puños y el.…, hice el movimiento natural de tragar, y el río revuelto e intenso, viscoso y amarillento cambió su dirección abruptamente volviendo los cauces a la tormenta interna de mi estómago. Tuve que tragar, lentamente, apretando con mis dedos mi nariz para bloquear el olfato y no caer en una nueva crisis de arcada, bebiendo todo lo acumulado, y constituyéndose, definitivamente, en el peor y más amargo de los tragos de mi vida…
Recuerdos de Maria Elena
A mi querida oficina salitrera, hoy flamante “Ciudad del Salitre”, concurrí en varias oportunidades, especialmente cuando Maria Elena integraba, en caso de Movilización, el IV Batallón de Infantería del Regimiento “Esmeralda” y contábamos en esa localidad con un Clase que servía de hombre de enlace permanente, ocupando dependencias facilitadas por le empresa, manteniendo vestuario y equipo listo para las Unidades a movilizar, más un selecto grupo de trabajadores, que conformaban el personal movilizado y que otorgaban una seria presencia de rudos mineros dispuestos a conformar las Unidades en caso de conflicto, contando con vehículos requisados y una estructura administrativa y de mando y control muy eficiente y responsable. Los reservistas, complementaban su trabajo de la minería, con las fases de instrucción que se efectuaban con intensos movimientos de personal de oficiales y Cuadro Permanente, los fines de semana, en sacrificados y extenuantes períodos, con claro sacrificio para sus familias, pero con claro sentido de servicio a la Institución.
Una de las primeras actividades que se propuso el recién asumido comandante del regimiento, fue conocer la Zona Jurisdiccional y por supuesto los sectores de la geografía salitrera, razón por la cual muy de madrugada partimos en un vehículo a un reconocimiento que nos llevaría a mantenernos ocupados todo el día en un tour de rápida acción y movimiento. El teniente coronel Slater disfrutaba mucho de esos viajes de trabajo y compartía generosamente momentos de grata conversa con su personal con una constante y permanente toma de notas, las que escribía sagrada y ordenadamente en su agenda diaria, a fin de ir registrando las ideas que le llegaban de pronto en olas de inspiración a su mente, ocupada constantemente en su acción de mando. En otras ocasiones -durante la vida normal de cuartel- al parecer despertaba de sus inquietos sueños a altas horas de la noche en su hogar por mensajes subliminales de situaciones referidas a la marcha del regimiento, y anotaba sus ideas en cualquier parte, de modo que llegaba en las mañanas con trozos de servilletas, pedazos de papel arrancados de alguna hoja de cuentas o cualquier elemento que estuviera cercano, hasta cartones de cajas de medicamentos, y allí anotaba sus tareas, las que luego las transformaba en documentos o notas de su agenda o en órdenes, y con ellas efectuaba su personal fiscalización y control.
En aquella oportunidad, desplazándonos muy temprano por el Salar del Carmen, en el sector de Baquedano hicimos un pequeño alto para un sencillo desayuno de café y sandwichs envueltos en papel “alusa” preparados amorosamente la noche anterior por mi esposa. Fue esa feliz ocasión en que pudimos compartir con nuestro comandante, la idea de materializar en su período de mando, el traslado de los restos del General “Amengual” al patio principal de nuestro regimiento, iniciativa que surgió algún tiempo anterior en una conversación informal de quien escribe, con el entonces capitán Rodrigo Grunert Lawrence, (unidos ambos por el amor a la historia y al canto folklórico). El “gringo” Irlandés, como le llamábamos en tono de amistad y respeto en las conversas de la tropa, soñaba con construir en la tribuna principal del Patio de Honor del “Esmeralda”, una cripta subterránea para el homenaje permanente a ese héroe patronímico tan importante para la Unidad. Pero ello, como tantas buenas obras, quedó en los tinteros del recuerdo. Esta era una buena oportunidad de plantear ese sueño que era el de todos los que conformábamos el “Esmeralda”, y que habíamos en más de una ocasión recordado en homenajes internos la memoria del ilustre soldado que lo diera todo por su “pijes” a los cuales instruyó en Carmen Alto, cercano a Antofagasta, antes de ser sometidos a su “Bautismo de Fuego” en la Batalla de Tacna, contando en esa oportunidad, con el entusiasmo del Comandante, tomando como propio ese desafío, por esa clara visión de líder y fijándose siempre en el objetivo final y con esa visión inteligente que lo caracterizaba como un gran conductor de su tropa, anotó en su agenda lo menos importante del caso: la idea. El problema vendría después en el “cómo”.
En nuestro rápido viaje por la zona, llegamos a la salitrera de mis amores, muy ligada a mi vida personal y pasamos algunos minutos a saludar al personal de Carabineros con fines protocolares y de cordialidad y contarles que andaríamos recorriendo la oficina con fines de conocimiento general. Un cabo de la dotación, después de saludarnos amablemente y compartir algunas palabras, sacó algunas antiguas revistas “Pampa” de un estante, las que fuimos hojeando más tarde camino a San Pedro, con algunas historias gráficas de la vida de la salitrera y viendo con agradable sorpresa algunas fotografías estampadas en sus páginas, que recordaban a mis antiguos vecinos y amigos salitreros.
Caminamos por los sitios cercanos a la plaza y recorrimos los rincones de mayor importancia. Fuimos acogidos fraternalmente con un cariñoso saludo y amistad de don Jaime Guerra, un icono pampino conocedor de la cultura y desarrollo y ligado permanentemente a la historia pampina por sus cualidades de comunicador social, compartiendo también el poco tiempo y conversando temas sociales, culturales y propios de la minería pampina. Después de disfrutar la amena conversación y conocer tantos lugares hermosos que conforman el núcleo central de la oficina salitrera, volvimos al sector del cuartel para una rápida colación y quedarnos sentados en el vehículo refrescándonos bajo unos pimientos, mientras entraban a raudales por la ventanilla y la mente, esas brisas tibias de calor, cargadas de profundos recuerdos, sentimientos y nostalgias…
-Ay! Maria Elena…. Suspiré a mis adentros. Seguidamente comenzaron a pasear en mi mente los recuerdos…
Aquí, en estas tierras salinas, están impregnados en sus partículas de polvos, mis años de estudiante básico, de juegos callejeros y esa corta juventud que pasó de los molinos a los pimientos empolvados y los jardines de la plaza, el teatro y los lugares aledaños a la escuela. Cuántos recuerdos inolvidables. En algunas tardes de la pampa, acompañando a mi padre circunstancialmente a su trabajo de chofer y en el garage, mientras le ayudaba a soltar una tuerca metido bajo un viejo motor de camioneta Chevrolet, gracias a lo diminuto de mis manos, a la pregunta de todo padre: -¿Qué quieres ser el día de mañana?-, yo contestaba seguro y ufano: -Ingeniero mecánico-, mientras me esforzaba por soltar los pernos sintiendo las grasas tibias del aceite del motor, que corría silenciosa por mis manos.
Una carrera en la Universidad era el mejor futuro para el hijo de pampino. Muchos trabajadores entregaron tanto de sus esfuerzos y sudores para una mejor opción de educación par sus hijos, los que lograron tras grandes sacrificios y renuncias, alcanzar títulos profesionales de médicos, maestros, educadores de excelencia, periodistas, ingenieros o técnicos de alto nivel. Otros, con grandes capacidades, conocimientos y habilidades, pero con menores oportunidades, debieron enfrentar la vida del trabajo que ofrecía la pampa salitrera integrándose como trabajadores de la empresa, para ayudar a educar a hermanos menores o aportar recursos para asegurar la subsistencia y vida de sus numerosas familias.
Cada vida es y fue una historia diferente. Cada historia siempre unida a un referente de inmenso amor, entrega y compromiso de tantos hombres y mujeres que lucharon en el día a día, por conquistar y horadar la costra del caliche, otorgando a su estoico sacrificio el de ofrendar hasta sus propias vidas en aras del trabajo y del crecimiento personal, en sistemas que no siempre favorecían, como en todo orden de cosas, a los sectores de mayor vulnerabilidad, situación que aún persiste en todos los ámbitos sociales y en todos los escenarios de nuestra sociedad.
Las conquistas sociales por un mejor sistema de justicia de la pampa, hicieron de sus hijos, hombres en permanente preocupación y deseosos de abogar por una sociedad equilibrada y más justa; fuimos educados en un sistema en que amábamos nuestro entorno, compartíamos con todos quienes eran nuestros vecinos y “hermanos” pampinos y también nos sensibilizábamos ante el dolor y desgracia ajenos, pero siempre hubo y habrá odiosas diferencias que en nada aportan al entendimiento, más cooperan a fomentar el enfrentamiento.
Vivir en la inocencia de esa etapa de la niñez, ajenos a toda contingencia nos hace seres felices. Crecer en ese sueño diario de juegos y en la construcción de nuestras propias experiencias buscando la verdad de un mundo de mejores oportunidades, nos hace seres integrales. No hay mejor tiempo que el de los niños, amados intensamente por sus padres, dedicados a guiarles por los buenos caminos, otorgándoles todo el tiempo disponible, aportando en ellos valores fundamentales para la vida. Eso es el secreto de la felicidad eterna. Los hijos son en realidad la fuente perenne de la vida y nada justifica el que no le demos nuestro tiempo. Esa niñez hermosa, esa infancia feliz, ese recuerdo maravilloso de sentirnos “hombres buenos”, es lo que nos ha otorgado la mayor de las fuerzas en las propias debilidades a que nos somete nuestra humanidad y vaya que de esas formas de vida, en un ambiente de trabajo y de gran diversidad como el que se vivió en la pampa, forjó hombres de bien que a lo largo del país y en el extranjero, dieron importantes frutos de abnegación, responsabilidad, sentido de sacrificio y hombres útiles a la sociedad.
Aún así, en el ideal de ser buenos padres, cuando los tiempos han cambiado notablemente, la mayoría de los niños de la pampa recordamos a los nuestros como hombres de trabajo, dedicados con gran sacrificio a sus responsabilidades, pero nunca dejamos de pasear un domingo por la plaza, escuchando la banda instrumental del maestro Florencio Guardia en el odeón principal de la plaza, lugar utilizado en otras ocasiones como importante tribuna, por los candidatos de cualquier orden político, que llegaban a la pampa en campaña con sendos y comprometedores discursos, a buscar apoyo de la masa de trabajadores del salitre, olvidándose de ellos casi siempre, después de las elecciones.
Nunca dejamos de asistir a un buen espectáculo cultural, a las actividades deportivas, al teatro, los festivales del cantar, el arte coral, la lectura en las biblioteca, los juegos infantiles, las tertulias de lecturas de la prensa en entidades culturales como el Instituto Chileno Norteamericano que funcionaba cada día y nos permitía educarnos en un ambiente humilde pero de excelencia, o desgastar nuestra energía juvenil, en las lides deportivas, con tantos hombres maduros y buenos que guiaron por senderos sanos a los cientos de jóvenes pampinos de ayer y por puro amor al arte, o completando nuestros espacios de orden espiritual a través de la activa presencia de los Oblatos de María Inmaculada siempre presentes en la vida cultural y religiosa de la pampa salitrera, y presentes en la parroquia San Rafael Arcángel, construida inicialmente con una arquitectura acorde a las corrientes religiosas inglesas Anglicanas, pero puesta al servicio de la Iglesia Católica con un trabajo de muchos años al servicio de la comunidad, y con sacerdotes comprometidos con su labor apostólica, que vivieron y murieron drenando sus sangre y sus carnes en los polvos de los cementerios pampinos. Cuando la sociedad, encabezada por los padres, se preocupa de los niños, tenemos mejores ciudadanos y hombres comprometidos con el bien. No es solamente en la pampa donde se han criado y educado hombres buenos, es la tónica normal de la larga geografía en toda su extensión y en los diversos espacios sociales, contando siempre con el factor educación y en especial con el compromiso de crianza de los padres.
Así que en esa ambiente de trabajo, de luchas sociales, de amistades puras y sinceras, de cercanía intensa con las manifestaciones de la fe, gracias a la abnegación de aquellos sacerdotes y pastores que desde siempre entregaron sus valores espirituales aportando a la educación y a una sociedad mejor, fue posible entonces comprender la necesidad de luchar cada día por un mundo más justo, sin rencores, sin diferencias de ningún orden, solamente el de cumplir bien conforme a la vocación de cada cual. No puedo negar las situaciones propias del trabajo de los padres, distintos todos en un tema de remuneraciones, viviendas, “vales de colores” sociales para el crédito en las pulperías, etc.. una marcada diferencia social laboral entre todos, pero ¿saben? Entre los hijos de la pampa, aquellos que aún subsistimos, nunca vivimos preocupados de aquello, exceptuando algunos casos aislados, por que en lo general compartíamos el mismo espacio, la misma tierra y la misma necesidad de subsistir y ser felices.
El más grande de los orgullos de mi etapa escolar infantil, fueron aquellos vividos en la Escuela Consolidada, con un grupo de maestros que sembraron en los corazones de esos niños de ayer, su gran vocación de educadores y que nunca dejarán de permanecer en nuestros corazones y recuerdos. Son miles los pampinos que pasaron por esas aulas.
En ese tiempo el costo de estudiar en la ciudad era elevado en especial a nuestra numerosa familia. De un total de seis hermanos, solamente una, la mayor, Ana Maria, podía educarse gracias al internado del Liceo de Niñas de Antofagasta. Sagradamente los fines de semana le enviábamos su ropa y uno que otro engañito, para procurarle una mejor educación, con un inmenso esfuerzo económico de mi padre, que con su salario de humildes chofer, debía doblar su jornada cada día para optar a un sobre tiempo y vender en los períodos de descanso, sus vacaciones para juntar algunos pesos. Eso nunca ha podido ser mejorado en las gestiones gubernamentales, todavía hay mucho que hacer para brindar mejores oportunidades de educación sobretodo a las familias numerosas.
La solución: emigrar la familia con la madre a la cabeza en caravana al puerto mientras el jefe de hogar mantenía su posición de combate en su trabajo en primera línea.
Recuerdo claramente esa tarde, con cajas y maletas rumbo a la agencia de la Flota “Cóndor”. Mi padre, como siempre, obligadamente ausente por la infaltable “pega” y nosotros, en la aventura de un viaje sin retorno a Antofagasta buscando mejores y nuevos horizontes, con una ilusión individual y personal de seguir con nuestra educación, optando a mejores oportunidades.
En esa edad hermosa, no alcanzas a darte cuenta de lo trascendente que es dejar todo para procurarse una mejor vida o buscar una nueva oportunidad, en un ambiente desconocido, casi inhóspito, alejado de las amistades y de un entorno que ha sido tu lugar de crecimiento y desarrollo. Educarse no para “tener”, sino para “ser” mejor persona y conocer la vida y creer que en base a ello podrás ganarte el respeto y aprecio de la gente mejorando también la calidad de vida.
Allí se quedaron enredados en los tejados polvorientos de nuestra casa de Luis Acevedo Nº 94, tantos sueños, tantas alegrías, las horas de la enfermedad y los dulces cuidados de mi madre o de las leches tomadas en botellas transparentes de Orange Crush o Bilz, envueltas en calcetines de lana para no quemarnos. Tantas historias escritas en esos muros de barro y paja pintados con óleos de colores revueltos para hacerlo más “barato”. En esos muros estarán por siempre nuestras voces bullangueras de alegría infantil saltando en las camas en somier de mallas y colchones de lana peinados en nuestro pequeño patio y frecuentemente por un operario que llegaba premunido de una máquina con erizados y parejos ganchos, que a ritmo acompasado, iba abriendo las motas de la lana de algodón para volver a ser echadas a la funda del colchón, dándonos mayor suavidad en el lecho a la hora del descanso, siempre abrigado por las albas y pulcras sábanas de sacos harineros. Allí estarán por siempre las letanías del Ave María del Santo Rosario rezado en familia, aquellas tardes vespertinas, con hermosos cielos anaranjados y nubes que nos hacían ver y reforzar nuestra fe en la divinidad de Dios y su hermosa creación o esas madrugadas de gorros y chalecos de lanas, caminábamos en larga procesión de fieles, por la carretera hacia Coya Sur, ofrendando nuestro sacrificio matutino a Dios a través de la Santísima Madre Maria, entonando cantos y oraciones, alcanzando con los primeros rayos del sol la gruta levantada para su veneración a mitad del camino.
También algún dolor, por alguna maldad extrema de niño inquieto. No puedo dejar de recordarme con escalofrío, esas palizas que me daba mi padre con una correa, azotando el cuero duro a mi débil piel mientras trataba de esquivar los azotes metiéndome bajo el catre y corriendo de un lado para otro al ritmo de la cama que se arrastraba casi como en un exorcismo para todos lados, saltando con mi débil cuerpo como lagartija, y desplazándome ágilmente de un lado a otro, hasta quedar completamente delatado y a la vista cuando el somier era levantado y girado de costado, esperando indefenso y arrinconado mi duro castigo. Más tarde vendrían las excusas, el perdón mutuo, la reconciliación, con bebidas y chocolate a la cama y las nuevas historietas de Walt Disney compradas al “Chululo”, que se desplazaba por todo el campamento en bicicleta con un bolsón de cuero amplio repleto, voceando en ese sonsonete característico de suplementero los diarios y revistas de la época: -¡Rosita, Vea, El Mercurio….!- cuando en verdad mis oídos, y varios otros como yo, escuchábamos clarito:
-Rosita véame el culoooooo…-
-¡Ay Maria Elena! No sabes cuánto te amo. No se si habré merecido todo aquello que me has dado, y que conforman mi mejor recuerdo de una vida sencilla, sobria, donde conocimos las verdades de la vida, del amor y la amistad. Nos iremos junto a los miles de pampinos caminando hacia la otra vida que nos espera, llevando lo mejor de tus sonrisas, de tus pechos blancos de salitre y las más hermosas historias. No hay tiempo para llenar las hojas blancas de las bibliotecas de tu vida y entregar en sus páginas los mejores tesoros y recuerdos allí vividos.
El amor rondaba siempre en tus callejones claros y oscuros y la luna paseaba sus románticos rayos, siendo testigo de los húmedos labios que se entrelazaban en la lucha amorosa del encuentro mezclada con insípidas salivas que fluían de esas lenguas llenas de pasión y de motivos de amor.
Los años han pasado. Nunca se olvidan los nombres de aquellas que despertaron alguna inquietud del inocente amor de la infancia:
Helga, Alicia, Lina, Myriam, Blanca, Jacqueline, Verónica, etc… y que permitieron sentir con intensidad esos latidos silenciosos, acompañados de suspiros, por que en verdad, enamorarse de una pampina, era tan fácil, porque todas eran bellas y cada cual pintaba una corona de reina en sus sienes, conocedoras del trabajo y el sacrificio pampino, pero abrigando siempre mejores esperanzas de salir adelante en la vida, conociendo la entrega sacrificada y limitante de sus padres, hombre y mujeres, héroes anónimos de la extensa pampa.
Los juegos del circo en el barrio cercano donde vivían los hermanos Figueroa, cuyos padres acompañaban a sus numerosos hijos en todas las aventuras artísticas que ellos emprendían. Cómo nos deleitábamos con los famosos fonomímicos de los populares “Beatles”, personificados con pelucas de lana y guitarras de cartón. Pasábamos largas y agradables tardes de “circo pampino”, y no puedo dejar de recordar cuando éstos, tan diestros y ágiles, montaban sus trapecios entre unos altos fierros y hacían mil piruetas, sin jamás sufrir un accidente y sin entender hasta hoy, cómo ninguno sufrió jamás un rasguño, jugando hasta con su vida en esos altos espacios aéreos de trapecios y columpios y de sueños que volaban por las tardes, yo quise una tarde en espera de la función, oculto en nuestro cuarto de juegos, sellar un compromiso de amor con Jaqueline y entonces, furtivamente, en un gesto de ambos, sano y puro como el alma, le arranqué un pequeño beso, que me …..
- Garcia despierta- me dijo el huaso Pérez, - Mi comandante te está hablando...-
- Ah? Ahh. Ohh, perdón mi corone, ¡Bahh! mi comandante.. Andaba volando por los patios de las casas y me alzaba sobre los recuerdos del colegio. No sabe usted donde andaba mi corazón de soldado enamorado...
-¿Ya nos vamos?..Ah…ya mi coronel…San Pedro de Atacama nos espera…
La “Prolonga”
La mañana aquella, era de gran nerviosismo entre los oficiales y la tropa. Mucha gente, clases y contingente, debió amanecerse y permanecer trabajando toda la noche en los detalles de la limpieza de los patios, los aseos internos de las oficinas y externos de cada sector de aseo y también las cuadrillas ejecutoras de trabajos de pintura de la guardia y la señales de tránsito de líneas blancas y amarillas pintadas en los pavimentos del cuartel.
-“Todo lo que no se mueve, se pinta con cal”, era la orden, y las cuadrillas de soldados se desplazaban por todos los rincones y lugares, chorreando sobre las piedras la mezcla acuosa de la cal, empleando palos entorchados con telas de sábanas blancas dadas de baja, abundantes en el almacén de excusados. No había piedra que pudiera escaparse del jugoso baño y con el milagro del sol y el vapor, quedar blancas y albas mostrando un patio con jardines y entornos ordenados.
En la cancha de fútbol cercana al cine, una cuadrilla arrastraba largas redes de pesca en desuso, con piedras y rieles como peso, para lograr emparejar la tierra roja del campo deportivo, mientras otra cuadrilla, lienza en mano, tiraba cal seca, marcando los límites del recinto deportivo, los estacionamientos, letreros, luces y los encargados del cine, ultimando los detalles de un prolijo encerado. Amplificación, parlantes, pruebas de audio, micrófonos, cables cortados que había que probar y soldar, etc... Nada puede dejarse al azar, todo probado y todo perfecto.
. La “Guardia de Honor”, ensayando sus mejores manejos y golpeando los fusiles con la mayor fuerza, gritando al unísono: “Buenos diassss mi generallll””….con las salivas controladas de las lenguas que se apretaban entre los dientes de las caras duras y frías de los centinelas de la escuadra, mientras el corneta con los carretes cansados de tanto soplar, demostraba que sabia perfectamente el “toque” de llegada de la autoridad y que sus labios tenían la fuerza necesaria para hacer soplar el clarín, con el aire suficientemente acumulado en los pulmones para el alargue del toque.
El personal de clases, atiborraba la peluquería para los detalles del corte de pelo y cada cual trataba de acicalarse lo mejor posible y salvarse con la desvellada. Otros, más osados, con una máquina de afeitar en mano, mirándose las nucas entre dos espejos, se afeitaban los vellos sobrantes del cabello en sus cuellos para correr luego a sus cuadras de solteros, para lustrar sus botas o aplanchar sus tenidas. Abundante gomina, colonias, jabones, cuadra y camas de solteros aseadas, baños limpios y sin uso, (los intestinos de los clases aguantando hasta que pasara la hora de la revista.) Una verdadera e inconsecuente pesadilla de apuros y nerviosismo, pero todo acorde al estricto orden exigido. Había un sobreesfuerzo, pero se cumplía la exigencia ordenada.
A las 13:00 hrs. el personal formado frente al cine para la revista de presentación personal y luego, enfilados todos, rumbo a las butacas viejas del antiguo cine del “Exploradores”, a completar la larga y tediosa espera del inicio de la reunión programada para las 15:00 hrs. Por fin el toque de corneta desde la lejana guardia, anunció la llegada del Comandante en Jefe del Ejército. Muchos suspiros contenidos y los cuerpos rectos en posición firmes, con la mirada fija en un punto imaginario al frente. Un cabo corría por los pasillos rápidamente en los últimos detalles para destapar el agua mineral ubicada en el centro del escritorio del escenario del cine, y en la bajada, vaciaba con la misma rapidez el contenido de un frasco metálico de spray, otorgando al lugar un agradable aroma “a limpio”.
Después de la cuenta respectiva, vino el saludo de la autoridad, contestado al unísono y con bastante energía: ¡Buenas tardes mi general!! lo que también permitió exhalar con la voz, los aires y las tensiones guardadas en los pulmones y en rápido movimiento, con las dos manos al frente tomándonos las rodillas, pasamos a la temática de la reunión, que con tantos esfuerzos y desgaste se preparara.
Del contenido de ella, puedo decir que eran temas institucionales contingentes, los trabajos y el estado de avance del estudio de un importante proyecto a futuro impulsado por el CJE de entonces: la “Modernización del Ejército”, más una serie de materias interesantes que competen a quienes formábamos entonces el personal del Ejército.
En el tema disciplinario, reforzar los controles que debían efectuar los comandantes, y vino una larga charla referida a una situación que trataré de narrar como la escuché de boca del propio Comandante en Jefe:
-Este tema de los conductores de vehículos militares, hay que arreglarlo. Deben ser más acuciosos y ordenados y preocuparse de los cargos. Yo, hasta hace poco, tenía un conductor que era muy hablador y en varias ocasiones lo sorprendí en diversos controles de sus cargos.
- La última vez que fuimos en una comitiva, quedamos en una situación complicada y tuve que pedir al chofer que usara la “prolonga”.
- ¿Y trajo usted mi cabo la prolonga?
- Esteee… no me parece mi general, parece que no la traje. Se debe haber quedado en la otra caja de herramientas.
- ¡Pero si eso es lo que necesitamos para esta emergencia!! Explicándonos a la audiencia con su convincente voz: -Tuve que sancionar al cabo drásticamente por su falta de responsabilidad en la administración de los cargos de su vehículo. Todos los vehículos deben tener prolonga lo cual resulta fundamental en las emergencias.-
En la sala de la reunión, no volaba ni un suspiro. Nadie quería ser interrogado ni menos parecer contrario a la decisión del jefe, menos otorgarle la leve inquietud y caer en alguna duda frente a la clara decisión y resolución de la máxima autoridad.
En muchas mentes de los presentes y hasta en los comentarios íntimos de cada uno, daba vueltas lo razonable y justo que había sido mi general. ¿Cómo era posible que no anduviera con su prolonga de cargo, y en esas especiales circunstancias con tan alta autoridad. Si eso se media así en ese alto rango, ¿Qué se puede esperar para los más bajos escalones? Era, a todas luces, muy justa la sanción impuesta.
Durante otra observación referida al tema, el General manifestó y en carácter de orden: - -Ustedes comandantes, tienen que pasar revista el lunes a primera hora de la prolonga a todos los conductores en cada una de sus Unidades- Las miradas de los jefes se entrecruzaron y asintiendo las cabezas, por no atreverse nadie a contradecir o solicitar mayor aclaración de la orden, anotando en sus agendas: “Revistar el lunes a los conductores la prolonga.”
Terminada la larga reunión, grata y consistente, con varias materias de interés para los presentes, sobretodo de orden militar, se retiró el Comandante en Jefe, en medio de carreras, trotes, flash fotográficos, cámaras y personal corriendo por los patios y acelerando los vehículos con gran fuerza y pasando a alta velocidad por sobre el recién aplanado y rayado campo deportivo.
En los momentos previos a la retirada, el Comandante de la División, con su voz de líder silencioso, pensador, resolutivo y tranquilo, se dirigió a los presentes.
- Agradezco a todo el personal los esfuerzos desarrollados en las últimas horas porque permitieron cumplir esta misión con nuestro Comandante en Jefe y mostrar un cuartel ordenado, limpio y hasta oloroso -
- Recomiendo a los comandantes, especial cuidado en los controles y revistas. No puede ser que un conductor de esta Unidad, no lleve su prolonga en sus vehículos de cargo. Como escucharon de mi general, eso es motivo de sanción y nadie puede volver a repetir esa experiencia que, por si ustedes no lo saben, el cabo afectado, tuvo que ser dado de baja de la institución por su negligencia y falta de preocupación. Nadie puede andar sin su prolonga. Retirarse el personal-.
Cada uno se retiró en silencio. Todos iban preocupados de la larga jornada, cansados, menos tensos, tediosos, mal humorados por lo extenso de la reunión. Nadie hablaba ni siquiera insinuaba la palabra para no parecer ignorantes frente al resto.
_-Garcia-__ me dijo el Comandante del Regimiento. Mañana hay que publicar en la orden que el lunes a primera hora habrá revista de prolongas a todos los conductores del Regimiento.
-A su orden mi coronel- le contesté. Quedándome un buen rato frente a él…- Después de observarme me dijo: -¿Que querís que me estai mirando con esa cara?.:
- Perdone mi coronel, mi ignorancia, tal vez mis años de fila no han sido suficientes o no he estado muy involucrado con el tema de los pocos vehículos que he tenido de cargo… ¿Sabe? Cuando yo estaba en el IV Batallón del “Esmeralda” tenia cuatro jeeps de cargo y a todos los vehículos les conseguimos todas las herramientas y los pintamos comprando la pintura con plata de nuestro propios bolsillos y marcamos una importante diferencia por que queríamos con mi teniente Ugalde ser los mejores del regimiento, pero en una oportunidad….
-A ver a ver a VER…, espera…¿Qué es lo que en verdad deseas saber?
- Derechamente.¿Qué es la prolonga?
-¿Cómo no vas a saber lo que es eso?
- La verdad, no lo sé mi coronel.
- Mmmmmm a ver….Déjame pensar…¿Sabes?...la prologa…la prolonga…¡Garcia! Ni yo me acuerdo que ch… es la prolonga.
- ¡Llama a los viejos suboficiales del círculo de esmeraldinos en retiro, y alli te puden ayudar a aclarar esa duda. El tema es que el lunes hay revista de prolonga!
…………………………………………………………………….
- Aló… aló? ¿Mi Suboficial Remigio Rojas?
- Hola mi subificial, tanto tiempo…sin verlo. Ocurre… siii… siii exacto,..Sii anduvo por acá hoy día mi general Pinochet. No tuvo tiempo para reunirse con los viejos del “Esmeralda”, para la próxima tal vez…Oiga…si sissi..pa hacer el cuento corto mi Subificial: ¿Se acuerda usté de sus tiempos a que xuxa le llamaban la prolonga?
- Ah siii - Me dijo el viejo y querido suboficial mayor que tantas oportunidades me ayudó estando yo de joven clase en el “Esmeralda”:
- ¡Èse es el cable de acero que se usa para tractar los vehículos en caso de emergencia!
- ¿Eso???
- Sí eso.
- Ahhh jajajaj si jajaja era eso…jajaja …
- Porqué?
- No mi suficial, son weás que se le ocurren a los militares…
- Gracias mi suficial…Cuídese y un abrazo…
- Mi coronel, mi coronel…..hay varios tipos de prolonga, depende la capacidad de resistencia del vehículo….
- ¿??????? ¡Bien la misión! ¡El lunes revisamos las “prolongas”!
La campana del “Esmeralda”
El año 1928, el entonces llamado Regimiento de Infantería de Montaña Nº 7 “Esmeralda”, del “General Santiago Amengual”, ubicado en ese tiempo en la Avenida Brasil frente a los juegos infantiles de la ciudad de Antofagasta, mantenía en la entrada de su cuartel, cercano a la Guardia, una campana que formaba parte de los sistemas manuales de alarmas para casos de emergencias, elemento fundamental de las brigadas contra incendio y eventuales ejercicios de empleo de las reservas del cuartel en las horas de descanso o fines de semana.
En la década del sesenta, después de varios años del trágico incendio del 14 de enero del 1955 que destruyó el antiguo cuartel, fue trasladada y colocada en la Guardia del nuevo cuartel de la Avenida Ejército, cumpliendo similar función. Estuvo por largos años colgada de una sencilla estructura de fierro, primero en el sector del frontis de la comandancia y posteriormente trasladada al sector del estacionamiento de la guardia, siendo utilizada en ejercicios frecuentes que se desarrollaban en el cuartel, anunciando con su melódica y alarmante voz, los asaltos e incendios y emergencias ficticias, que era necesario practicar en cualquier oportunidad, midiendo las capacidades de reacción del personal de las guardias y de quienes cumplían tareas al interior del cuartel.
Las campanas fueron y son, importantes elementos de comunicación por la emisión de sonidos que alertan a quienes escuchan, sea en situaciones de invitación masiva, como es el caso de las capillas o iglesias o en tareas en que se utilizan como señales convenidas. Las naves de guerra mantienen esos tradicionales elementos y hay algunas de carácter histórico como la conocida campana de la Gloriosa “Esmeralda” que rompe sus ecos cada 21 de mayo en los actos de homenaje y recuerdo de nuestro máximo héroe naval Arturo Prat.
Constituyen, en la práctica, elementos muy eficientes existiendo hoy en día otro tipo de alarmas electrónicas anti-tsunamis o antirobo, con dispositivos electrónicos expuestos a fallas de conexión por el moho, o sencillamente por falta de energía.
En el norte de Chile, se fabricaron muchas campanas en fundiciones de las empresas salitreras o en otras de carácter particular, como es el caso de la prestigiosa “Fundición Orchard” de la ciudad. Varias de ellas, penden con sus propias historias, en muchos campanarios de iglesias, cuarteles militares y/o de bomberos.
En los tiempos del mando del coronel Enrique Slater, y habiendo vivido en lo personal poco tiempo atrás, un intenso retiro espiritual, llamado “Cursillo de Cristiandad” en un largo y hermoso fin de semana, que me permitió cambiar completamente mi visión de la vida, presenté a éste, una maqueta, como borrador inicial de un proyecto de Capilla para la Unidad, en un estilo bastante especial, sencillo y sobrio, con una línea de santuario shoenstattiano, pero que requería en realidad, una fuerte inversión económica y que por supuesto no contaba con los fondos para su financiamiento necesario. Me entusiasmaba el trabajo de albañilería aprendido en el “Altar de los Héroes” y no me parecía complicado, dado que los militares estamos acostumbrados a construir donde hace falta y sembrar donde se hace necesario. El comandante y líder del regimiento, tomó como propio el desafío, como muchas cosas buenas que, sin importar el origen de la idea, hacen tan bien a la vida de las Unidades, como era el caso de esa humilde iniciativa. Tal fue así, que empleó los mejores esfuerzos, entusiasmo y dispuso personal especial en apoyo a la sección de construcciones, con el Capitán Salazar a la cabeza y un grupo de esforzados clases y soldados. Los recursos para lo obra, fueron aportados en gran parte por el regimiento y por personas anónimas y generosas, entre las cuales puedo recordar a Vinko Klaric, dueño de la Ferretería “La Sierra”, presente en el mundo social de la ciudad, por su conocido espíritu altruista y de gran generosidad, colaborador de cuánta acción social y de bien hubiera que hacer en beneficio de los necesitados. El Sr. Klaric, era socio de los círculos sociales de amistad de nuestras Unidades militares de la Guarnición de Antofagasta y a él (y muchas otras generosas personas), le debemos mucho, sobretodo la gratitud y homenaje merecido, que nunca se materializó, ni siquiera en la hora de su eterna y silenciosa partida. En ocasiones, los militares somos demasiado fríos e impersonales en eso, utilizamos los afectos y voluntades de las personas que aman la Institución, pero en la hora de brindarles los apoyos o reconocimientos, no lo hacemos, quedando muchas veces relegados en un injusto olvido o en puras buenas intenciones.
Como la historia se construye basada en la verdad y sin deseos de remover viejas situaciones que no constituyen heridas sino defectos tremendamente humanos y que pudieran ser bien o mal comprendidos, se inició la construcción de nuestra pequeña capilla, en un modelo mucho más sencillo y acorde a la realidad económica, sirviendo como material base, el empleo de piedras y rocas traídas desde la cantera, y que le dieron posteriormente un aspecto de firmeza, con el entusiasmo propio de nuestro comandante y el personal que trabajó en la obra, pero con la oposición acérrima del capellán que en ese entonces pasó por estas tierras del norte, y que marcó profundas huellas que hirieron la moral y fe de los creyentes, implantando un sistema que nunca fue el de servir a su comunidad ni menos a los demás. De hecho, el fin de semana, no podía concurrir a terreno a cumplir una acción religiosa para el contingente porque él, en sus propias palabras expresaba que “solamente cumplía con dos misas los domingos y todo lo extra, había que pedirle permiso a “su” obispo, y menos los días lunes, que era su día habitual de descanso”. Lamentablemente, la figura del lobo disfrazado de cordero, sigue latente en muchas confesiones religiosas, haciéndole un flaco favor a los buenos seguidores de Cristo y la fe, que no es culpable de las acciones de los hombres, la cual se ve notoriamente afectada por los malos testimonios. De eso habría mucho que contar, pero se tejen muchas historias que con los años, más temprano que tarde, salen a la luz pública, dando un sabor amargo al gusto dulce de sentir el amor verdadero de Jesús en el corazón y alma, y que se fortalece cuando uno ve a tantos buenos sacerdotes y laicos que cumplen sus deberes sagradamente con y para la Iglesia y en eso, también debo mis respetos y admiración a grandes amigos, entre ellos al capellán Luis González Ponce y, sobretodo, a esos sacerdotes diocesanos que con tan poco hacen mucho, construyendo la civilización del amor y la fe, partiendo en el servicio humilde y sencillo a sus propios parroquianos y proyectando su personal ejemplo a los demás. Grandes hitos de la historia que dan verdadero testimonio de lo que son los servidores del Señor. Los malos, no tienen cabida y ya la Iglesia ha entendido, que deben ser denunciados, sancionados y expulsados.
Una mañana de domingo, que concurrí a la Santa Misa en la explanada donde se levanta la actual capilla militar, en el sector interior de la pequeña sacristía de la capilla, se encontraba la urna con los restos mortales de una señora que era una fiel cristiana, madre de la esposa de un militar, y que había fallecido el fin de semana. Fue sacada esa mañana de la nave central, lugar de su velatorio, por tener que celebrar la misa dominical y colocada en ese pequeño espacio, en una brutal y desamparada soledad.
Terminada la misa, correspondía un sencillo responso, que es lo mínimo que se puede ofrecer a una doliente y digna familia, y una justa despedida a una persona que compartió los momentos de su vida con la comunidad, como el caso de la afectada, y por el respeto que se merecen las personas, conociendo de la fidelidad de la mujer que domingo a domingo veíamos en la eucaristía, orando entusiasmada y silenciosa, fortaleciendo su fe cristiana.
El capellán, visiblemente molesto por la hora, indicando con su reloj que debía viajar urgente ese domingo, ofreció el responso a tan humilde dama, en ese pequeño lugar justo al lado del baño maloliente, negándose rotundamente a pasar la urna a la nave central, expresando su molestia porque esto había que “hacerlo rapidito porque el cuerpo estaba bastante pasadito”, al mismo tiempo que agitaba sus manos por sobre sus fosas nasales.
Así que, sin mediar respeto y urgido por su “viaje”, el cual era comprensible en cuanto a horario pensando en que los aviones del aeropuerto exigen una hora prudente y adecuada, se cumplió con el rito religioso, casi a la carrera; se despachó por fin a la “finaita” y al rato llegó el auto que acompañaría al Reverendo a su importante viaje: un paseo de playa organizado por la curia local de la Diócesis a Mejillones, pareciéndome tremendamente irrespetuoso e indolente.
Antes de ese ansiado proyecto de la capillita para el “Esmeralda”, mi vida religiosa interior, otrora de gran compromiso, nacida y formada en la mejor escuela del amor como lo fue mi pampa natal, Maria Elena, donde fui acólito de la Parroquia San Rafael Arcángel junto a tantos niños de esa época, (alguno de ellos abrazaron la carrera sacerdotal, como el caso de Francisco Rojas, ó militares como Antonio Pizarrro o Naldo Veas, (“Castorcito”). Otros fueron profesores como Walter Rojas, ingenieros, periodistas y muchas otras gamas de respetables oficios y profesiones.) Como decía, mi compromiso religioso, estaba un tanto opacado o herido en aquel tiempo, por la influencia de ideas de orden político partidista de aquella época, en que veíamos que la iglesia y los curas participaban activamente en organizaciones de beneficencia que iban en contra de las ideas del Gobierno Militar, como la Vicaria de la Solidaridad, los Derechos Humanos y todo aquello que atentaba, - a nuestro mezquino entender- contra el buen desarrollo y honorable gestión que se efectuaba, sinceramente y de corazón, arriesgando la integridad de la familia y hasta la propia vida, en bien del país. La desinformación o el manejo de las poderosas redes de comunicación, como ayer, como hoy y como siempre, solamente crean desconcierto y atacan la voluntad del servir honrado del hombre. Si todo lo que se hablara en los medios fueran la verdad pura y honorable, y manejado con espíritu de servicio basado en el conocimiento y la difusión de las verdades, otra realidad viviría el mundo, pero hoy lo irreal es verdad, lo real es ficticio y la sociedad puede más que todo aquello que hace la vida fácil, sencilla y de felicidad a los hombres, exceptuando los siempre honrados servidores de las comunicaciones, que ponen su corazón y vida en una acción sincera y veraz por su propia vocación de servicio. Eso de mentir en los medios debe ser de muchos años, pero en aquella ocasión se utilizó como parte de las tareas llamadas de operaciones sicológicas, y fue creciendo hasta hoy, con otros ribetes que rayan en lo inaceptable: los medios se emplean para el engaño, para la manipulación y para los propios beneficios de las corrientes ideológicas interesadas en plasmar sus sellos en los humildes ciudadanos. Hay muchas honrosas excepciones.
Por eso que me extrañó profundamente que el coronel Slater, hombre de fe, de claros principios cristianos y alto compromiso con los valores eclesiásticos, me llamara en una de esas tarde de viernes, en que uno ansía que termine pronto la jornada para compartir con los suyos, o descansar merecidamente de los esfuerzos de la semana y me pidiera que ubicara a un “curita” en Antofagasta, (en ausencia del consabido capellán, de viaje en esos días en alguna ciudad de Chile), para que oficiara una “Misa de Campaña” a partir de las 16 hrs. del domingo, en el sector de “Caleta Errázuriz” para nuestro recién acuartelado contingente.
En verdad, no era para nada de fácil la misión, dada la animadversión casi personal con los “curas”. Era viernes y muy tarde. Dejaríamos la búsqueda del cura para el sábado. Al día siguiente, las cosas del hogar, la pintura pendiente, el cambio de la llave del lavaplatos, el aseo de fin de semana de los habitantes del block 2 de la población “Los Militares”, el regadío de las plantas y el sistema comunitario militar, que afectaba notablemente también la vida personal, me olvidé del famoso cura.
La noche y la mente suelen traer, entre el cansancio y el sueño, las imágenes que se transforman en pesadillas, sobretodo si ellas atentan contra nuestra integridad. Un despertar violento tuve, con la idea de que el coronel me mandara al “chucho” o me “pasara la cuenta”, escuchando claramente su voz: “Diez días de arresto”, por lo que me levanté de madrugada y hablando con el oficial de Guardia de parte del Comandante, surgió un jeep de apoyo para la “comisión”, con el CB2 Fredy La Rosa como conductor. Salimos a recorrer Antofagasta desde muy temprano, iglesia por iglesia y capilla por capilla, con un nuevo enemigo que atentaba a la misión, el mismo conductor, que era practicante evangélico, (se hizo posteriormente “Testigo de Jehová”), comprendiendo que lo único que quería ese cristiano en esas horas de la mañana de tanto trajín, era irse a descansar, con legitimo derecho a su casa. Así que con su clara y contrariada predisposición, con el tiempo jugando en contra, esperando los finales de cada misa que pudimos oportunamente encontrar, sin cumplir la misión, a las 13 horas, después de una ardua batalla, volvíamos desilusionados, cansados y desamparados a nuestra Unidad, para informarle al Comandante que debíamos suspender la misa, por ausencia de sacerdote.
Quienes conocen Antofagasta pueden entender mejor. Viniendo desde el norte por la Avenida Circunvalación, cercana al cementerio y observando la pobreza de las casitas instaladas más arriba de esa avenida, divisé por entre los tejados levemente la figura de una cruz, que afloraba media oculta entre los techos del lugar. -¡¡Vamos pa allá Fredy!!- le dije y éste, ya bastante “choreado”. y con las únicas y pocas ganas que le quedaban de participar en el cumplimiento de la orden dada por el Comandante del Regimiento, enfiló por un camino cercano, subimos el cerro y entre estrechas callejuelas nos encontramos justo con una pequeña capillita enclavada en ese lugar; Cristo Redentor, como el Cristo del “Paso de los Andes”, pero en muy menor proporción.
Nos detuvimos, algunas personas salían de ese lugar. Yo estaba aun molesto en mi interior, porque los curas habían provocado en mí, desde hace un tiempo, una pesadez en el estómago.
Me acerqué. Salía en ese instante un joven sacerdote, recién ordenado, con una cruz de madera, y tras él un grupo de unos veinte varones, jóvenes y de mayor edad y en mi terquedad, me quedé escuchando su canto, que afloraba con mágica y potente voz de ese grupo de hombres y que hablaban de un “pescador… que al pasar por la orilla del lago…” No había escuchado nunca esa canción. Sn embargo pensé en mi interior: “Miren estos huevones como cantan…”Y lo que más me llamó la atención, era que cada uno de ellos mostraba un rostro casi angelical, dulce, lleno de paz, de sinceridad, repitiéndome también con voz fuerte y clara en mi mente: ¡¡La cara de weón que traen estos gallos!!”….
Entre el grupo de varones, divisé a Oscar Muñoz, que trabajaba en el Cuartel General y que, era bastante conocido por la rudeza de su carácter y rostro siempre serio. Cumplía una gran labor a cargo de la Oficina de Movilización, contratado como civil pero con el rango de Capitán.
-Mirshh-, me dije (como lo dirían hoy los más jóvenes). -Éste sí que tiene cara de doble weón. (Comparándolo con la imagen mental que tenía de él.)
Nuestras miradas se cruzaron. Me saludó, y luego me sonrió, (cosa curiosa.). Mentí:-¡¡Qué gusto me da el verlo Don Oscar!!…Mire, ando en esta misión por orden del Comandante Slater…(a ver si con ello causaba algún tipo de “presión”), explicándole los detalles.
-Mmm- me dijo. -Nosotros somos un equipo de varones que está preparando un “Cursillo de Cristiandad”, al cual, aprovechando la oportunidad, me gustaría invitarlo…Yo puedo ser su padrino, pero me tiene que firmar una ficha…-
Le dije -¿Y el curita podría participar en una misa hoy en terreno con los soldados?
Me contestó: - La ficha se llena con lápiz azul..Yo le ayudo si quiere a escribir los datos.
- Bueno, le firmo lo que quiera, como “cheque en blanco”, todo lo que quiera, pero me interesa el cura por favor, el curaaaa. Lo del retiro después lo vemos.
Firmada la ficha, me dijo: -El padre y yo, acompañaremos a los soldados en la misa de campaña. A las 16:00 estaremos allá-. Mándenos un vehículo y asunto solucionado-
Se hizo la misa y la misión se cumplió correctamente. A las dos semanas, fui a pagar “mi deuda” con mi “padrino” Oscar. Participé del retiro, como la mejor experiencia y sueño hecho realidad de mi vida. A los tres meses de mi salida del cursillo, invitado en un nuevo equipo que se había conformado para ese nuevo retiro, me encontré un mediodía cualquiera, que venía saliendo casualmente de la misma capilla, en el mismo sector, cantando una canción parecida, emotiva, grandiosa, maravillosa, espirituosa, encabezando una columna que cantaba con el más profundo sentimiento, pronunciando cada palabra desde el propio corazón, con lágrimas contenidas, llevando en el alma a un Cristo Vivo, convencido de su presencia espiritual entre nosotros, y sonriendo maliciosamente en el recuerdo de esa mañana de hace tres meses, porque no cabía dudas que en ese minuto, llevaba doblemente dibujada en mi cara, lo que había visto en esos otros hombres varoniles: una tremenda cara de weón.
La obra de la capillita del “Esmeralda”, se inició y desarrolló con mucho sacrificio y esfuerzos, especialmente por los soldados que trabajaron muchas horas en ella. Allí en el interior de la capilla están grabados los nombres en una placa recordatoria de quienes trabajaron en la obra y que merecen siempre el reconocimiento más sincero, por ser sus ejecutores.
Muchas celebraciones litúrgicas desarrollamos entre sus paredes, las más notables fueron esas “Vigilias de Armas” de Oficiales y Clases, bautismos al contingente y los hijos del personal.
Entonces, el coronel autorizó colocar la campana fuera de la capilla, y si bien aún prestaba utilidad en caso de emergencia, se instalaron medios electrónicos para un mismo fin en las cuadras.
A la entrada de la Compañía de Comandos, ubicada en ese tiempo en el sector Ruinas de Huanchaca ocupando unas instalaciones que fueron hasta el año 1973 un internado estudiantil de los alumnos de la Universidad Católica del Norte, existía una campana similar en tamaño, pero pulcramente pulida y que brillaba cada día aprovechando las energías de los soldados de la guardia que, para no permanecer desocupados, limpiaban día y noche y bruñían la cubierta de bronce de esa hermosa campana. La del “Esmeralda” era gris, porque en verdad nunca fue pulida, pero esa de la Compañía de Comandos, sí que era una hermosura y también era ocupada en las actividades internas de la Unidad, como instrumento de aviso para ejercicios.
Hubo un capitán, cuyo nombre no recuerdo, me había comentado en varias oportunidades la idea de querer llevarse una campana algún día, para instalarla en una capillita que sus suegros tenían al interior de un gran campo. Como él servía en la Compañía de Comandos, siempre mantuve cautela y control indirecto sobre ese preciado pedazo metálico de historia, conociendo sus oscuras intenciones.
La pesada campana puesta en el frontis de la capilla del “Esmeralda”, permaneció por varios años ubicada allí, hasta que una tarde cualquiera se quebró su soporte desgastado por el óxido y por la natural fatiga del material.
Ya habían cambiado algunos mandos de la Unidad.
El coronel Slater, antes de irse destinado de la Unidad, donó para la capilla una hermosa imagen de la “Virgen del Carmen”, Patrona y Generala de las FAs y Carabineros de Chile, y en la última tarde antes de salir destinado a su nueva Unidad, con su familia, se acercó a ese lugar de oración y depositó en las manos de la imagen de la Virgen un sencillo escapulario que en la fecha que escribo estas notas, permanece en el silencio del lugar.
La pesada campana que se cayó de su soporte, la guardamos con un grupo de soldados al interior de la capilla, pensando en construir una mejor estructura, tal vez de cemento y/o fierro o mejorar aquella colapsada por el uso.
El Coronel Sergio Jara y su esposa Solange, continuaron en años posteriores su compromiso de ayuda a mantener ese lugar religioso y sagrado, que no solamente servía para confesiones religiosas católicas. Todavía no se promulgaba la ley de libertad de culto, y ya en ese tiempo compartíamos el lugar con hermanos protestantes, respetando la imagen de Maria en su advocación Del Carmen y reconociéndola como la Madre de Jesús, figura importante en el inicio de la vida cristiana.
De modo que pasaron varios años en que nuestra capillita cumplió una importante labor, reuniendo incluso a miembros en condición de retiro en misas de recuerdos a nuestros ex suboficiales que partieron de este mundo, sirviendo también como lugar de reunión para apoyar la labor de un grupo de clases y suboficiales que trabajaron con tanto cariño en la formación del contingente, entre ellos el entonces Sargento Elbert Muñoz, posteriormente nombrado Diácono en una iglesia local de Antofagasta; el Padre Oscar Jorquera: suboficiales René Leiva Cortés, Alberto González, Manuel Aros, Angel Lagos, Edison Moncada y muchos que no recuerdo, desgraciadamente, sus nombres, hombres de servicio a Dios y al Ejército que tanto dieron por la formación de nuestros soldados.
Cuando vino la fusión de los regimientos de la I División de Ejército, y se formó el nuevo Regimiento Reforzado Nº 20 “La Concepción”, se produjo un gran desorden en el cambio de los cargos de inventario. (A río revuelto ganancias de pescadores.)
Quien escribe estas notas era el responsable del inventario de la capilla, y en tal sentido debía responder de los cargos formulados. De modo que el suboficial Ortiz, revistando el cargo, y yo conociéndolo perfectamente, nos dimos cuenta que la campanita aquella, había sido birlada.
Comenzó un vía crucis que duró varios años, por cuanto en cada revista que se pasaba como control de inventarios de la famosa campana, ésta era observada como desaparecida. Una cierta fortuna me favorecía: cada vez que pasaban revista de la campana del “Esmeralda”, mostrábamos la campana de la ex Compañía de Comandos que estaba en la bodega de inventarios.
Intentamos muchas fórmulas para descubrir el robo de la campana. No era posible ni fácil llevarse una mole metálica de tanto peso, sin contar con camión y medios humanos para cargarla. De modo que la buscamos por muchos años sin saber nada de ella.
Cuando el suboficial Ortiz, ascendido a Suboficial Mayor debió irse destinado, y como una manera de solucionar el problema del inventario, me sugirió generosamente y con autorización del jefe de la comisión, que por no tener medidas el cargo, propusiéramos ese elemento para la baja, consiguiendo o adquiriendo una campana de menor tamaño, sin que ello significara un gasto muy oneroso, por cuanto en el Ejército, (siempre ha sido así y qué bueno que así sea: “el que pierde… paga”. )
En cuanto a mis sospechas, ustedes ya lo saben. No me cabía dudas quién podría habérsela llevado. El cómo, era mi gran duda. Mantuve por muchos años esa espina, porque a veces las malas experiencias o sospechas justas o injustas, quedan allí clavadas.
No hace mucho tiempo, y porque ya no vivo hace años en el sector, concurrí a una visita al sector de la capilla militar, ubicada frente al Cuarte General y me senté a orar, como es casi siempre mi costumbre, a conversar un poco con Dios, a pedirle un poco más de tiempo para concretar algunas tareas pendientes de la vida terrena, entendiendo que los años que viví, ya no los tengo ni los podré vivir de nuevo, deseando de corazón contar con algunos años de paz y tranquilidad, nada más que eso, sin aspirar a riquezas de ningún orden, solamente paz y descanso y un tiempo prudente para disfrutar de la alegría de los nietos e intentar escribir mi libro, mientras busco el lugar donde plantar el árbol y cerrar lo círculos que nos atan a la tierra, para asumir estoicamente el momento en que deba partir a ese mundo en que la fe me dice que será de mejores horizontes, junto al amado Padre de los cielos. Si estoy equivocado en mi concepción lo asumo, pero en verdad, así lo creo.
Observé un buen rato el sector. Me acordé que allí en los exteriores, se levanta una pequeña gruta para veneración de Maria Santísima, que siendo muy sencilla y sobria, fue una pequeña obra que construí con una cuadrilla de soldados de mi Regimiento “Esmeralda”, contando con muy pocos recursos y malas herramientas, moldeando la cúpula de la misma con armazones de madera y alambre y estucada ingeniosamente con una humilde suela de goma de una zapatilla de baño, trabajo que ofreció el coronel Luis Garfias Cabrera como ofrenda silenciosa a Maria y que recibiera en aquellos años con tanta alegría al Capellán de ese entonces Mayor Luis Jorquera Molina, y que permanece en el entorno. Di gracias a Dios también por eso y recordé a los que me ayudaron en ese trabajo.
Después de mi oración y descanso, dirigí mi vista al alto campanario; un negro jote carroñero, familiar del buitre, agitaba sus alas majestuosas sobre la alta cruz sobre el campanario.
¿La campana?
Estaba allí, instalada, enhiesta y silenciosa, y quizás de cuánto tiempo, la campana del “Esmeralda”, perdida, birlada y sacada silenciosamente desde la capilla oratorio del Regimiento, al parecer con ese buen fin, pero dañando a terceros. Me tranquilicé, me dio rabia, me enojé y recordé todos los tragos amargos que pasé por ella y sobretodo por que para darla de baja me tuve a que conseguir una pequeña, que aún debo.
Me sirve de consuelo que haya sido empleada para ese noble fin, pero me duele que haya sido sacada a mis espaldas, por cuanto yo era el responsable del inventario de la capillita del “Esmeralda”. Tengo ahora mis claras y fundadas sospechas de los culpables, pero no tengo pruebas y me excuso por mi mal pensamiento con aquel capitán que si bien tuvo la intención no consumó los hechos y de quien siempre lo creí culpable y sospechoso de haberse llevado la campana al fundo de sus suegros.
Algún día, la crónica o la vida, descubrirá al o los responsables. Para bien o para mal, allí suena cada domingo, antes de la misa llamando a los pocos feligreses, la perdida y rescatada campana del “Esmeralda”.
El IV Batallón
No tengo mucho lugar en lo frágil de mi mente para rememorar y recordar con lujo de detalles las fechas, por ser ésta mi peor debilidad.
Pero no cabe dudas que esto lo viví por la década del ochenta y uno, es decir hace como treinta años, cuando joven egresado de la Escuela de Infantería, nos integramos a nuestras tareas de instructor del arma en el Glorioso Regimiento de Infantería Nº 7 “Esmeralda”. Una de mis primeras y esforzadas campañas, la realizamos en la zona de Caleta Errázuriz, cercana a la Isla Santa Maria en la ciudad de Antofagasta, donde concurríamos con nuestros pertrechos aprovechando los espacios libres y la vasta zona que se nos ofrecía como un buen lugar para la instrucción en un lugar muy cercano al mar y en donde quedábamos lo suficientemente aislados, pero lo necesariamente conectados, para cumplir con nuestras tareas y no perder el definitivo contacto que siempre debe haber con la Unidad.
En mi mente afloran los recuerdos de grandes instructores militares como el guatón Luis Riveros Escalona, hoy militar en retiro dedicado a taxista, que siendo de la zona del sur de Chile, tenía ese carisma del huaso simpático, bonachón, bueno para el vino tinto y la empanada, pero también un líder, que sabía ganarse el aprecio de los hombres de su escuadra, a quienes trataba con cariño, amor y calculada dureza pero que, en el final de la balanza, conseguía de todos sus subordinados, su obediencia y todo aquello que era necesario cumplir en los procesos de formación de los arduos y extensos periodos básicos de instrucción del contingente.
El Cabo 1º Riveros, usaba una manopla de esponja y cuero que autodenominaba el “Sherpa”. Èste era un guante de faena de cuero normal, al cual le había cosido un cojín circular de esponja forrado en tevinil y que era como la prolongación de su gran mano.
Cuando un soldado daba la “hora”, que en la jerga significa que no cumplía bien las órdenes, el guatón Riveros sacaba al responsable al frente y le adosaba en pleno pecho, un magistral golpe con el almohadón que, sin ser doloroso, era bastante incómodo recibir, más que nada por el gran tamaño del “Sherpa”, y por el impulso y fuerza brutal que el huaso le impregnaba. Los soldados se reían a carcajadas cuando a un certero golpe del “Sherpa”, salían los soldados hacia atrás a sentarse literalmente de “raja”, volviendo risueños a su lugar en la fila, con la carcajada general de los miembros de la escuadra o la sección, la cual también acompañaba el instructor, sin tener jamás un mal instinto o intención de dañar, sino que era una manera dulce y blanda para corregir los errores y matizar con una cuota de alegría, lo tedioso de trabajar bajo el sol inclemente del verano. Mientras la ciudad estaba llena de turistas y hermosas chicas en las playas, nosotros a escasos metros del agua, sin poder disfrutar de un buen baño de mar, todo lo contrario, forjándonos en las inclemencias del tiempo solo para la guerra, conociendo los fundamentos de la formación militar y la disciplina.
En todo caso, como nadie quería experimentar un “golpe” de esa naturaleza, con un cojín de cuero en el pecho, pero con la velocidad y fuerza que le impregnaba el “lanzador”, todos los soldados trataban en lo posible, de cumplir sus ejercicios en la mejor forma.
En mi escuadra vivía yo un drama personal.
Tenía para mi gusto, los mejores soldados, a los cuales recuerdo hasta hoy con mucho cariño. La mayoría me ha escrito desde lejanos lugares de Chile aprovechando la modernidad de las redes sociales. Hasta grupos de amigos se han formado y con ellos nos comunicamos habitualmente, recordando con cariño nuestras inolvidables jornadas de campaña.
Dos situaciones bastantes complicadas que me atormentaban vivì en ese entonces. Una: El soldado Ordoñez, que era un muchacho de un alma justa y noble, un hombre de un valor extraordinario, una gran persona, sencillo, humilde como nadie, obediente, disciplinado, buen soldado, dispuesto a tratar de hacer lo mejor posible las cosas y eso de “hasta rendir la vida si fuese necesario”, era parte de su personalidad; pero tenia un problema que traía desde pequeño y que era una situación que le dificultaba su aprendizaje.
Nuestra pedagogía de instructores entonces, no era la más docta y tampoco nos enseñaban mucho de ello. Cada cual se forjaba y formaba con sus propias herramientas culturales y cultivando personalmente su propio conocimiento, ejerciendo lo mejor posible la instrucción y sobretodo rindiendo de una u otra forma, lo mejores frutos.
Ordóñez me quitaba el sueño cada noche y cada día.
Aparte de contar, como dije, con el “otro” problema: Un Comandante de Compañía, al cual le temíamos por sus excesivos arranques de nervios y que de pronto, estando en muy buena lid y estado anímico, cambiaba abruptamente su personalidad, aparentemente calmada con una de inusitada violencia, procedía a gritar y comenzaba a tirar sanciones a diestra y siniestra cayendo en unos estados que nos hacían trabajar llenos de temores, sin poder desarrollar nuestras capacidades y conocimientos, viviendo angustiados. La “Ley del terror”, o “el festival del palo”, como decían algunos Clases más antiguos.
Se trabajaba con temor y pánico, lo que contagiaba también al contingente, cayendo todos en un estado de nerviosismo tal, que en vez de concentrarnos en la formación y las tareas planificadas, debíamos muchas veces, concentrar nuestras energías, en eludir el contacto con el oficial que al parecer, nunca leyó el “Arte de Mandar”.
La situación con el Teniente Villa como comandante de la Unidad se transformaba en un caos. No puedo negar de sus capacidad de entrega, de alguna virtud personal ajena a la profesión o de su deseo interior de hacer las cosas bien, pero su carácter lo traicionaba y se tornaba demasiado violento y en ese escenario de situaciones, yo trataba de educar, en los ejercicios de escuela a mi escuadra, y entre ellos a mi querido soldado Ordoñez, el cual tenía gran voluntad y noble corazón, por lo cual nunca pude ni siquiera levantarle la voz con airado enojo por su condición de hombre humilde, que no entendía las órdenes, por tener una mente ágil y brillante para muchas cosas, pero lenta para la reacción exigida en la formación militar.
- Mira Ordoñez - le decía.
- La mano derecha es esa con la que comes…
-¿Con cuál mano comes?- Y Ordóñez levantaba honradamente su brazo y mano izquierda.
- Ah, comprendo. Entonces eres izquierdo… (o “ñurdo”). Bueno. Mira, con calma, La mano izquierda es ésta y como se llama la otra?
(silencio de Ordóñez.)
- A ver…. No te pongas nervioso. Tendrás que aprender.
- Si esta es tu mano izquierda cual es tu mano derecha?-
Ordoñez titubeaba y después de pensar más que un buen rato, levantaba la mano correcta con mi aplauso y alegría de aprobación.
- Muy bien Ordóñez, muy bien.
- Ahora, mira, escúchame y observa.
- Me pondré al lado tuyo para que al mirarme de frente no te confundas de lado -
- Cuando yo te digo en voz preventiva a la IZZZ…..
- Tú debes YA estar pensando que tendrás que girar hacia el lado de la mano que comes. ¿Me entiendes?
- Hagamos una práctica…
- ¡¡El resto de la Escuadra trabajar en parejas, en giros sobre la marcha - gritaba con voz enérgica a ratos, para no perder el control, por que desde el cerro, disfrutando del paisaje y fumando un cigarrillo, con su tenida pulcra y ordenada, peinadito y hasta con olor a perfume nos observaba el nervioso teniente Villa, que de vez en cuando acercaba las uñas de su mano a sus dientes, lanzando luego un trozo de ésta mezclada con saliva y humo de cigarro tratando de vencer su propio nerviosismo, al frente.
- Ordóñez. ¡ A la IZZZZZ….(voz preventiva)..-¿sabes Ordóñez lo que viene?
Éste contestaba: ¡¡Siiiii mi cabooooo!! (pausa conciente)
- QUIER….(voz ejecutiva.)
Y Ordònez giraba con lo mejor de su voluntad, a la derecha, es decir al lado contrario de lo ordenado.
-Mira. Colócate en esta posición. Para el cerro está la derecha y para la izquierda el mar.
-Practiquemos.
- Al cerro la derecha y a la izquierda el mar
- Al cerro la derecha y a la izquierda el mar
- Al cerro a la derecha y a la izquierda el mar…..¿Estamos “claro”?
-Al cerro la……DERECHA
-Y A LA IZQUIERDA……El Mar…
-Cuando yo de la orden de: A LA IZZZZZ ¿Para dónde piensas que girarás?
-¡ Para el cerro mi cabooo….!
Date vuelta Ordoñez…En este nuevo frente.
Cuando yo de la orden de: A LA IZZZZZ ¿Para dónde piensas que girarás?
-Para el mar…
(Conchas de ostiones y todas las de la playa……)
…………………………………………………………………
- ¡La escuadra: A formarrrrrrrr!
-Son ya las cinco de la tarde, conforme a horario tendremos media hora de descanso para repasar los antecedentes de sus familias, cuantos hermanos tienen, el nombre de sus padres, lugar de trabajo, sus direcciones y todo lo que está aquí registrado en mi libreta de Comandante de Escuadra. ¡Sentarse!
-¿Puedo fumar mi cabo?
-Conforme, pero enciendan dos cigarros.Fúmenlo y compártanlo con toda la escuadra. Tal como fumaban los indios la “pipa de la paz”. Aquí hay una naranja. Un gajo para cada uno y para todos y una manzana para el que no alcance. Un paquete de galletas y las cantimploras aún están con jugo.
- Repasemos….
-Mi cabo. ¿Por qué el teniente Villa es tan nervioso y nos aporrea a cada rato?
- Lo que creo soldado Soto, es que mi teniente está enfermo. Traten de portarse bien y no hagan huevadas, por que con el sistema que él tiene, se pondrá “huevón”, y nos sacará a todos la cresta. ¿Entendido?
-.Si mi cabooooo
- Hay que tener cuidado entonces!
- Y sobretodo hacer las cosas bien “pelao”, por que este tema hay que cumplir bien y hacerlo bien. Y si a mi teniente le da la “gueá” hay que apechugar no más. Soportar como soldados valientes.
- Practiquemos una vez más los antecedentes de la familia.
- Germán Castillo Oberg… Oriundo de Santiago. Tu padre se llama Luis y tu madre……tu madre……
-Ah ya….leamos mejor de nuevo….(pausa)
Un largo pitazo sonó desde lo alto del cerro, con una energía de un ser que había estado toda la tarde contemplando lo hermoso del paisaje desde tan buena posición.
-Parece que “el” Villa está nervioso- espetó medio en broma medio en serio un soldado.
-Escuadra… A la Izzz….quierrr
- Muy bien…pero.. ¿Ordòñez?
- Media…..Vuelt
(¡Para el otro lado por la cresta ¡¡ Ordoñez!!)
-A la Deee Re
(Chuchas Ordoñez)
-Media….Vuelt!
-(Cresta de mi madre Ordóñez, por Ordoñez nos va a cagar el Villa… - Ordóñez…)
-¡¡Media vuelta carrera mar toda la escuadra!!
-¡¡Sapitos comenzar!!
-Ordòñez ¡ Enchúfate. Para el otro lado. Dije “sapitos” y no tumbos de carnero. Por favor, (què por favor) … Noooo: ¡¡Por la chuchaaaaa!!
-Tenderse!! … “Punta y codos”, comenzaaaarrr.
-¡Permiso mi Cabo para hablar con usted!.
-¿Qué te pasa Soto?
-Solicito permiso para hablar con “mi “ teniente
- Claro que si pos Soto, pero ¿qué necesitas hablar con èl?
-Le voy a decir que usted dijo que “Èl era un huevón enfermo y que nos “sacaría la cresta”…
-(Concha e mi maire….) pensé a mis adentros.
- ¿Quéeeeeee decís Soto?
-Yo dije otra cosa y en otro “contexto”…
-Pero así lo entendí yo… así que le diré eso…
- Bueno Soto. Anda a hablar con mi teniente, pero tú sabes que no fue así.
-Tengo la escuadra de testigo y todos escucharon eso.
-Siii Soto sìii, pero no en el contexto que estás pensando;¿pero sabes? Anda a hablar no más con mi teniente. Lo único que te digo que cuando hablamos, lo hicimos en una hora de amistad y de compañerismo donde compartimos como amigos un momento de camaradería y si eso es tu venganza, para mi es traición. ¡¡Anda no más, “pelao” maricón…!!
-¡¡Y el resto de la escuadra…!!
-¡¡¡Media vuelta carrera marrr!!
Demás esta comentar los pensamientos qu3e inundaban los recodos de mi mente en esa situación por una expresión mal dicha o por una mala interpretación. -¡Hasta aquí no más llegaste Cabo Garcia, por que el loco del Villa, te hará pedazos, jajajaj! Me decía burlonamente el pequeño duende malo en la cabeza.)
-¡Formar la escuadra…!
-El día no ha sido muy bueno. Espero que en la instrucciones nocturnas programadas, podamos rendir un poco mejor. Los ejercicios de escuela no han estado bien. Nos falta fomentar mayormente el compañerismo y quiero que todos se preocupen de ayudar a Ordóñez para que aprovechen las horas de descanso y asuman que esto es problema de todos.
Desde el cerro sentí una voz lejana: (¡¡ Aquí me llegó la mía!! seguì pensando.)
- ¡Permiso mi cabo para hablar con usted!
Era la inconfundible voz del “pájaro” Soto.
- Diga no más soldado Soto. ¿Qué pasa?…(Duende malo..Te llamarán a presentarte el “loco” Villa..)
- Lo que pasa mi cabo es que…
- ¡Qué pasa “pos” Soto. Dime de una vez! ¿Qué es lo que pasa?
- Lo que pasa mi cabo es que me quedé pensando que cuando usted dijo eso, no quiso decir eso, eso que usted dijo cuando lo dijo, conversábamos y comíamos galletas era que... en realidad era por que… usted dijo que mi teniente estaba enfermo y que lo de huevón estaba fuera del “tecto” (por contexto). ¿Sabe mi cabo? Yo sé que me dicen “pájaro” porque se me olvidan las cosas, y en verdad ya ni me acuerdo lo que usted dijo ni como lo dijo y no soy ningún pelao maricón …. – Y adoptando la mejor posición firme enseñada en el día finalizó su alocución con estas palabras: ¡¡ Permiso mi cabo para tomar mi puesto en la escuadra!!
- ¡Tome su puesto soldado. Aquí no ha pasado nada de nada. De chico hay que ser hombre…
- ¡Formar para irse al vivac y prepararse para el rancho….!
(Ufff….)
Después de esa inolvidable campaña, y de haber aprendido todos nuevas técnicas y haber construido, lo digo con verdadero orgullo, la “mejor pasarela de cuerdas” que haya yo visto en mi vida militar, junto al huaso Riveros en una alta quebrada, fijando en los extremos unos poderosos pilares de sujeción con medios de circunstancias de la zona, a la que llamábamos técnicamente “patas de cabra”, tensando a pulso las cuerdas de montaña con la mayor de nuestras fuerzas, (la mía mínima, la del huaso a mil) pudimos someter y medir su propia resistencia al paso exitoso de los más de trescientos hombres de las diferentes compañías que vivían el período de instrucción básico de combate en el vivac y enseñar exitosamente las materias del plan de instrucción previsto para esa fase. Al teniente Villa, que poseía la piocha de instructor de montaña, le dejamos la pasarela para que hiciera gimnasia cada día y se entretuviera cruzando la pasarela, ofreciéndole con ello una sana terapia para el tratamiento de su sistema nervioso y al mismo tiempo, mantenerlo alejado de sus ataques de ira que afectaban a nuestra Compañía.
De vuelta al cuartel, vino la revista de reclutas de término del período, tratando de entrenar al máximo la memoria para poder lograr aprenderme tantos antecedentes de mis soldados Carrasco, Castillo, Ordoñez, Rojo, el “Moai” Segovia, Soto, sus padres, madres, hermanos, estudios, edades, fechas de nacimiento, etc… (una tarea tremendamente difícil que para mi gusto no reviste ninguna importancia por que al soldado se le conoce por su actitud, trabajo, sentido de responsabilidad, y porque él solo se acerca a uno a contarle sus situaciones personales de familia, lo cual hace que uno como comandante vaya conociendo a sus soldados por las virtudes de su corazón.)
El Batallón de instrucción, pasó muy bien la revista. Nuestra Compañía fue la primera en enfrentar a los evaluadores y mi escuadra, para fortuna mía por el problemita de Ordoñez, era la tercera escuadra de la primera sección. Ya habíamos pasado lo peor y el Capitán Marcelo Ramírez nos interrogó y controló y para hacer el cuento corto, sabiendo el temita de Ordóñez, nos echó rapidito fuera del patio. Íbamos saliendo del patio de honor cantando un himno militar, cuando el corneta de la guardia anunciaba con su toque la llegada del Comandante en Jefe de la I División General Christian Ackerknecht, hombre estricto pero justo, que venía especialmente a verificar e interrogar uno a uno a los Comandantes de Escuadra y seguir con el programa previsto para la revista, la cual, afortunadamente, tuvo excelentes resultados por las capacidades de nuestros instructores.
El lunes siguiente, la Unidad fue distribuida a las diferentes compañías y algunos clases fuimos propuestos para cubrir vacantes en Unidades de movilización, las que consideraban personal por vacantes para llenar y que provenían de los planes de movilización de aquella época, existiendo una presencia física real de los mandos de cada una de las unidades, pero las dotaciones provenían de los reservistas y personal por movilizar. Nuestro IV Batallón, se movilizaba con reservistas y personal de la oficina salitrera Maria Elena, (nuevamente mi destino de pampino) y su Comandante era el joven teniente Rodolfo Ugalde Gormaz, que a pesar de su grado y juventud, gozaba de un estado de gran madurez militar y un sentido de entrega y vocación a la profesión, que nunca ví en otro oficial, en mis largos años de carrera militar.
Nuestro IV Batallón, reunía a un grupo selecto de jóvenes clases, cuya única particularidad y distinción era que poseían un espíritu de inmensa entrega, vocación y servicio que tampoco puede volver a ver en otra agrupación, y sobretodo el liderazgo que ejercía su joven Comandante. No puedo dejar de nombrar con sincera gratitud a mi querido instructor y Jefe de la Plana Mayor de ese Batallón, el suboficial Hugo Cortés Neira, (en su juventud eximio boxeador militar), al cual le distinguía un espíritu ejemplar y era un hombre de un extraordinario sentimiento humanitario, sincero y honesto que entregó, más allá de la exigencia militar, toda su bondad, sabiduría y virtud humana en bien de “su” personal.
Mi situación militar era complicada por aquello que he comentado en algunas partes de esta historia, el haber permanecido siempre estigmatizado por temas de política contingente en la Universidad. Me tenía drásticamente marcado, o “picado” en mis antecedentes, dentro de los listados de los organismos de seguridad que custodian con un celo natural y propio de su trabajo y obligaciones, a las personas e instalaciones, tratando de evitar cualquier situación que lesione la integridad de la Institución, y evitando al máximo los riesgos que pudieran significar un atentado o sabotaje a instalaciones militares, especialmente por problemas de fanatismos ideológicos que, en aquellos tiempos por las situaciones de todos conocidas, eran de un estado de guerra interno que es y ha sido siempre una verdad histórica y que las autoridades de entonces debieron enfrentar con el empleo del máximo celo y preocupación. No se puede soslayar la historia y no es mentira que en esa época hubo grandes enfrentamientos, muertes, encuentros armados, infiltraciones y materias que afectaron a la seguridad militar, las que son perfectamente comprensibles aún cuando me hayan afectado en mi valor de vocación y entrega a nuestra querida Institución.
Tenía toda mi voluntad y en verdad una sincera vocación de servicio unido a un amor inconmensurable al Ejército de Chile, que gracias al Señor y su Santísima Madre, soporté estoicamente muchas situaciones de injusta persecución, de permanente seguimiento y observación, de un inusitado control y desconfianza, amparado siempre por el oportuno consejo y conocimiento de muchos oficiales y sabios suboficiales que en verdad conocían mis sentimientos y espíritu y de quienes recibí siempre sus mejores consejos, predisposición, comprensión y voluntad. A ellos les guardo en un lugar de privilegio en mi corazón, y recuerdo con sincero sentimiento de gratitud, en especial a mi querido amigo y ex comandante de escuadra Rodolfo Tillería, al “viejo” Duarte, mi estimado y recordado Suboficial Reynaldo Corrotea Mancilla, que cumplió una brillante labor de proyección de la Institución volcando sus capacidades militares y su experiencia de Tambor Mayor de la Banda de Guerra del “Esmeralda”, en muchas generaciones de jóvenes estudiantes que formaron parte de la Banda de Guerra del Instituto Superior de Comercio de la ciudad y su participación permanente en la formación disciplinada de muchos jóvenes que guardan de èl los mejores recuerdos y emociones. Aparte de su gran amistad, nacida en años posteriores, no puedo dejar de recordarme que también tenía su lado negativo y que en varias ocasiones me golpeó como conscripto, dejándome estampando en la frágil piel de mi cuello su tosca y fuerte mano de “Tambor Mayor” dejándome la piel enrojecida y dibujado sus dedos en mi piel, por la intensidad de ese golpe al que llamaban “cariñosamente” “El Parche Rojo”.
En una oportunidad, tuve un problema familiar que me afectaba notablemente por cuanto mi padre, que trabajaba de chofer en la Oficina Maria Elena, sufrió el robo de un sobre de dinero que debía entregar de parte de un señor de apellido Véliz, quien mandaba semanalmente dinero a su familia y clientes pampinos, producto de unos arriendos de viviendas que administraba en la ciudad. Mi padre cumplía ese sagrado oficio en calidad de favor, como una forma de servicio voluntario, sin usufructuar jamás para si mismo algún beneficio, por sus valores de honradez ejemplar, y buena voluntad, arriesgando siempre pérdidas como aquella.
Lamentablemente la cantidad era no menor, y en verdad era casi un sueldo completo de oficial de aquel entonces, comparado a mi sueldo que era en realidad bastante más exiguo.
Hice presente a mi comandante de Batallón, el Teniente Ugalde este problema, que no solo afectaba la honra de mi padre y de la familia, sino que nos tenía a todos sumidos en una angustiosa preocupación y hasta profundo dolor, por cuanto no había ninguna forma de solución.
El sabio teniente Ugalde, preocupado siempre de su personal e integridad me recomendó un préstamo de caja interno, y la presentación, por el respectivo conducto regular, de mi problema al Comandante de Regimiento, al que en ese tiempo apodaban como “Pirulo” por su gusto personal de mirarse en un espejo que puso especialmente para su porte y talle en el pasillo frente al baño de su oficina, donde disfrutaba mirándose hacer gárgaras de agua con limón y practicar ademanes de expresión corporal y voz, antes de entrar a las ceremonias para hacer uso de la palabra, pidiendo a su ayudante, el teniente Garcia, una inspección ocular a la pulcra raya de su pantalón, el cual ceñía muy al cuerpo como todas sus tenidas. Esperábamos sus salidas diarias y sorpresivas para escapar de su presencia y no ser victimas de una sanción por un corvo particular oxidado o sucio, y /o por no haberse “desvellado” el pelo.
En esas circunstancias y desconociendo su posible reacción, pero también entendiendo que en estas situaciones uno espera la mayor comprensión de quienes son sus comandantes, el teniente Ugalde entró para presentarme a éste en su oficina, Al entrar me sorprendió su postura: los pies sobre el escritorio, déspota y desconcentrado, hasta vanidoso, leyendo e informándose de los acontecimientos políticos y sociales en las páginas del diario, sin dar la cara y oculto entre las páginas del periódico, hablando oculto entre las páginas sin la ocasión de mirarle a sus ojos:
-¿Y usted que quiere?
Sentí su voz lejana, con un eco que salía un tanto enredado entre las hojas.
Recité la poesía tradicional que nos enseña la disciplina, rezando sagradamente sus letras en una oración que fue fluyendo nerviosamente una a una por temor a equivocarme:
-Cabo 2do. Carlos Garcia, de dotación de la Compañía de Morteros del IV Batallón, se presenta con previo conducto regular y solicita permiso para hablar con usted - Señalándole en seguida que tenía dificultades familiares de una gran preocupación y que mi única “salvación”, era un préstamo de caja, descontado en seis meses, para salvaguardar el honor de la familia y la reputación de mi padre, víctima de un lamentable robo, en su trabajo.
Dando vueltas a la hoja del diario y buscando algo más interesante que leer en las noticias el “Pirulo”, buscando afanosamente una rápida solución para el tema en el menor tiempo posible, dijo en una inteligente resolución digna de su grado:
- ¿Tiene televisor a color? (Los que en ese tiempo se adquirían con un gran esfuerzo económico.
- - Esteeee, sí mi coronel, uno pequeño…este….Si mi coronel.
- ¡Véndalo! y pague sus cuentas- Disponiendo en seguida salir de su oficina.
Una dolorosa muestra de incomprensible dolor interior se dibujó en mi rostro, por donde la sangre subió agitada provocándome un vergonzoso rubor, pidiendo el permiso reglamentario para retirarme y, dando una enérgica media vuelta, abandonando con mi estimado teniente Ugalde, el que me miraba impávido, esa oficina donde había recibido uno de los tantos dardos, y bebiendo uno de los muchos tragos amargos y que también, con verdadera honradez, quedó enterrado sin rencor y con un comprensible y natural perdón.
En las afueras de la comandancia, mientras caminábamos a la salida de la puerta, pisando con franco paso militar el brillante flexit rojo, con la cabeza enhiesta y la moral igual de alta, el teniente se detuvo y, tocando mis hombros para mirarlo de frente me dijo sacando su mano del bolsillo, con una papeleta larga envolviendo unos cuantos billetes:
-¡Tome Garcia! Aquí tiene mi sueldo completo del mes. Solucione su problema y páguemelo como pueda. Yo me las arreglaré sin salir del Regimiento.
Hay gestos que quedan grabados en el alma y no tienen forma de expresar la gratitud que ello nos provoca.
Quedé frío, helado, gélido, descolocado. No esperaba eso de mi teniente. Pero tenía en ese instante la desgraciada necesidad y valorando su lealtad con un mismo sentimiento, juré trabajar en medio de la tormenta, con mayor fuerza y entrega, perdonando el incidente y valorando para siempre ese inolvidable gesto de humanidad, que como en una “cadena de favores” se fue repitiendo también de mi parte en otros anónimos auxilios a amigos y subalternos en necesidad, para seguir cumpliendo con los dictados de la vocación del alma, convencido que de esa forma se trabaja por amor a Chile.
No guardé rencor por esa negativa actitud del comandante. Creo que, si se hizo a la luz de los análisis pertinentes, fue su justa resolución y se debe cumplir. Si obedeció a un impulso momentáneo producto de una situación de momento, debe ser analizada como lección aprendida para otros mandos.
Con el paso de los años, fui demostrado mi honestidad, mi valor de sacrifico y aprendí de muchos oficiales y clases de esa época que me dieron su confianza y su mejor ejemplo, por cuanto estuvimos siempre en el lado de los que producen con trabajo honrado, sacrificado, dedicados nuestras labores, compartiendo en la soledad de las montañas, en el frío de los desiertos, o en la tertulia de la sana camaradería, estrechando a ellos mi fraterno y cariñoso recuerdo. Son muchos nombres: Juan Carlos Sands, Oscar Gajardo, Pulgar, Ugalde, Valdés, Orueta, Garfias, Echeverrìa, Sánchez, Gonzàlez, Villagrán, Jara, Villarroel, Ramírez, Ayala, Prado Macuada, Abdé, Aliaga, Sandoval, Zamorano, Oyarce y cientos que quedaron en mis recuerdos; Ramón Cerda, José Iturrieta, Pèrez, Avello, Rauld, Estrada, Carvajal, Neira, Muñoz, Fierro, Gatica, Jara, Ibarra, Espinoza, Soto, Estrada, Homazábal, Gallardo, Hernández, Huenupi, Becerra, Contreras, Avendaño, Morales, Araya, Contreras, Maldonado, Rojas, Moncada, Ortiz, Inzunza, Astete, Aros, Flavio Becerra, Cornejo, Aguayo, Méndez, Cid, Valerio, Aedo, Fuentes, Rebolledo, Riveros, Escalona, Alcayaga, Rivas, Colina, Rebolledo, Rufrán, Aillón, Albornoz, Santis, Triviño, Tillería, etc…
La Burbuja….
El “Altar de los Héroes”, monumento que recuerda los combates y acciones del “Séptimo de Línea” en la historia, se encontraba listo esa mañana para celebrar la misa al nuevo contingente recientemente acuartelado en el Regimiento. El capellán Oscar Jorquera oficiaría la liturgia, y tenía contemplado saludar en esa especial ocasión, a los oficiales y clases recientemente destinados al Glorioso “Esmeralda”. Un coro de civiles cursillistas preparaba los instrumentos y ensayaba los cantos religiosos de la eucaristía y se esperaba la llegada del comandante del regimiento para dar inicio a tan solemne ceremonia religiosa.
Entre los lectores voluntarios para la misa, se ofreció el subteniente Barrera, oficial recientemente destinado a la Unidad, quien practicaba en ese instante con mucho interés la Primera Lectura bíblica del libro ubicado en el ambón cercano al altar.
El cabo Muñoz Cerda arreglaba los micrófonos y los detalles del audio y el suboficial González, ultimaba los arreglos, acomodando el cáliz y los elementos de la liturgia, las vinajeras y el agua en la mesita lateral, llamada credencia, colocando la patena y el pequeño recipiente para el lavado de las manos del sacerdote, en el rito previo a la consagración.
Con la llegada del coronel, el coro irrumpió con el canto de entrada y siguió todo un esquema propio de la ceremonia religiosa. La Unidad estuvo atenta a las lecturas y después de la homilía dedicada a fortalecer el espíritu de los soldados que iniciaban una nueva experiencia en sus vidas otorgando a sus palabras un importante baño de cultura militar y énfasis en los valores de la responsabilidad y el cumplimiento el deber. Unas especiales palabras dedicadas a los nuevos oficiales, para continuar posteriormente con la eucaristía. La Unidad al mando del coronel, adoptó la posición ¡Firmes! al momento de la consagración anunciado por el corneta, y luego, en el final, la Santa Comunión, donde gran cantidad de oficiales, clases y soldados recibieron el cuerpo consagrado de Cristo, iniciando esa mañana con una nueva energía, con una valor distinto, propio de la presencia del Espíritu Santo, finalizando la jornada de oración con el canto final a María Santísima.
Eran frecuentes las celebraciones litúrgicas, tan necesarias para el espíritu de cuerpo y para unirnos en torno a valores que nos hacen mejores personas, cuidando siempre de no herir o no obligar a quienes no profesaran la fe católica. Nadie eludía esa actividad y el respeto mutuo a los valores cristianos se practicaba.
Las actividades del día continuaron en forma normal y en la ayudantía del regimiento se preparaban las órdenes diarias y los trámites de los documentos de rigor.
Cada día de trabajo durante las semanas siguientes, fue posible divisar el recién llegado oficial de material de guerra que había leído la Primera Lectura en la misa. Se acercaba en toda ocasión que podía a conversar o compartir alguna información directamente con el Comandante de Regimiento, llegando en cada oportunidad con sus libros de control de combustibles, gastos, y solicitudes específicas. Si bien los primeros días llegaba con una actitud sumisa y deferente a consultar la disponibilidad del jefe, ya pasado un escaso mes de haber llegado, mostraba las ínfulas del aire que hace crecer la vanidad en los jóvenes oficiales que toman demasiado en serio su rol creyéndose un cuento falso, y que pronto comienzan a mirar por sobre el hombro a los que ostentan menor rango pero con mucha mayor experiencia, sin la cultura de entender que la única forma de compartir la victoria en el fin último, es el trabajo en equipo, lo cual resulta ser el mejor sistema, que permite el desarrollo de las capacidades individuales y colectivas. De allí que en el hoy se hable mucho sobre los liderazgos de los comandantes que, en esencia son cada día mejores, llevados a la práctica en una sociedad pequeña y humana como lo es la Institución, pero donde nunca faltan los que sin darse cuenta atornillan al revés, especialmente por aquellos que trabajan solamente por el cumplimiento, es decir por el “cumplo” y “miento”, preocupados más de su propio desarrollo, interés personalista y egoísta visión, sin entender que lo que está sobre todos nosotros, es Chile y su Ejército. En todo caso son los menos pero es bueno que estos ejemplos sirvan especialmente para los que comienzan su vida militar y que nada conocen, o creen conocerlo todo con un simple título que, a la larga, de nada sirve si no se complementa con la práctica y sobretodo con el conocimiento de los hombres que representan la experiencia y que poseen ese conocimiento que los hace líderes naturales y a quienes la tropa les sigue por el conocimiento y no el temor.
No hace ni más rico ni más pobre saludar, sonreír o considerar que las oportunidades de la vida para los individuos, a veces son casualidad de los destinos. Nadie nace en cuna de oro y más temprano que tarde hay que asumir la propia realidad. Nadie puede continuar envuelto en esas burbujas tan frágiles que otorga la vida y que en cualquier momento se revienta. Esa personalidad del joven oficial, me recordaba el personaje del viejo cuento de Olegario Lazo, El Padre, que negaba sus raíces y su humilde origen eclipsado por un falso brillo estelar que cubre muchas veces a las falsas estrellas.
No había rencores que tocaran mi interior por su extraña personalidad. A lo largo de mi vida militar, he visto muchas personalidades similares y he descubierto que tras la crueldad, o en esas falsas ínfulas que muchos ostentan o disfrazan, viven seres con perfiles de ignorancia extrema y definida, peligrosos en su actuar y en sus prejuicios, jueces implacables del prójimo y mentirosos permanentes que hacen del engaño un arte para su propio vivir y conveniencia pero no me cansaré de decir que son los menos. Como dijo Garay, hay pocos, pero hay...
Dentro de las actitudes extrañas del joven oficial, llamaba la atención su gusto personal por llevar siempre en sus manos, voluminosas y amplias carteras portacheques de fino cuero, que le daban una apariencia de gran poder económico, unido a ello su porte y estatura, cabellos dorados y grandes ojos de color, que los distinguían notablemente de entre sus pares.
En su oficina, se explayaba con sus subalternos hablando de los últimos y modernos automóviles llegados al mercado, y entre charlas y conversa de pronto extraía de sus cerrados escritorios vales de combustible que regalaba a los sargentos, ganándose entre tales sus afectos y admirable respeto por su poder.
Pero el trato hacia otros personajes, ajenos a su función, era déspota y hasta causaba irritación su clara soberbia.
Quienes más compartían con él sabían de sus riquezas materiales. Hijo de un gran empresario del rubro automotriz, se mantenía al día en todas las informaciones referidas al mercado, los nuevos modelos con tecnología de punta y las mil y una posibilidades y ofertas existentes, lo cual trasmitía constantemente en sus amenas charlas de oficina, especialmente a los más jóvenes que aspiraban adquirir un bien automotriz, contando con los contactos y confianzas de su padre. Eso lo hacía popular entre su pequeño círculo de subalternos y más de alguno pensó que esa sería una buena posibilidad, que más tarde, sacando resultados de sumas y restas en su propios hogares, llegaban a la conclusión de que no era por el momento posible. Pero la oferta estaba abierta. A veces sorprendía al personal llegando con autos de distintos modelos, y su sola presencia en cualquier sector del regimiento, provocaba una sana envidia, ante la ostentación y demostración de sus grandes bienes, los cuales mostraba como legítima opción y por lo cual, no era necesario dar explicaciones a nadie. Eso mismo nos hacía pensar sobre las consideraciones de los poderosos con dinero, a quienes siempre se les abren de par en par las puertas. Eso de una u otra forma justificaba plenamente el que llegara muchas mañanas a nuestra comandancia, y sin siquiera saludar, ni menos consultar, como muestra de mínimo respeto, golpeaba la oficina del comandante y chequera y libro en mano, lograba el libre acceso y atención, obteniendo sin grandes esfuerzos la siempre necesaria, pero a veces esquiva, comunicación, considerando que en aquellos años, los conductos regulares era de estrictez extrema.
Una tarde me encontré en la puerta de la comandancia y el joven subteniente de dijo: -Garcia, estoy vendiendo un buzo deportivo nuevo, modelo de cargo, por solo diez “lucrecias”-. Me pareció bueno el precio, dado que en ese año recién se había regulado el uso de uniforme deportivo, concurrí a su pieza, donde me entregó el elemento, cancelé su valor y me retiré bastante satisfecho, preguntándome en mi interior cual sería la necesidad de vender el buzo si en verdad él contaba con abundantes recursos económicos.
El comandante del regimiento, de esos “zorros” que conocen por su experiencia las fortalezas y debilidades de sus subalternos y que poseen esa intuición por su preparación, acostumbrado a percibir y conocer a primera vista al personal, por sus propias actitudes, podía calificar directamente y sin pensarlo dos veces, quienes eran honestos en su trabajo, y quienes utilizaban el viejo y antiguo recurso de la parafernaria, diferenciando claramente ambas actitudes.
En su permanente tarea de fiscalización y control, ordenó a un oficial de alto rango efectuar un estudio silencioso y detallado de los consumos de combustibles y un exhaustivo control de los libros existentes. Algo sospechaba por esa intuición propia de hombre preparado para el Mando y Control y hasta tomando como ejemplo su misma vida, llevada con austeridad, sobriedad y sin grandes aspavientos. Todo le señalaba en su olfato de comandante con experiencia, que algo andaba mal.
Una mañana, se encontraban algunos oficiales y suboficiales con el subteniente Barra. Después de los hechos, supe que se preparaban en ese instante para acompañar al oficial a una financiera a avalar y conseguir un préstamo económico para la solución de algunos problemas que solo ellos conocían.
En ese momento, se detuvo un vehículo en la entrada de la Guardia y el conductor, un alto ejecutivo de una empresa de combustibles de la ciudad, pidió autorización de acceso para una entrevista que tenía esa mañana con el 2do. Comandante.
Entre el grupo de oficiales, surgió la voz del subteniente Barra, con la tranquilidad que acostumbraba, diciendo en voz alta un pensamiento personal como queriendo señalar que lo que venia no era bueno para él.
Pronto, se excusó por un par de minutos, expresando medo en broma medio en serio: - Ahh aquí cagamos….- y se dirigió a su cuarto de oficial soltero, esperando el personal su pronto retorno para concretar la ida al centro de la ciudad a los trámites del préstamo.
Las evidencias posteriores, indicaron que entró a su cuarto y leyó un largo salmo de la biblia.
No hay mayor e incomprensible impacto en la vida del hombre, sobretodo para quienes permanecen impávidos y dolorosos en su alrededor, cuando en una inexplicable ignorancia se busca resolver los problemas de esa forma tan abrupta y cruenta consigo mismo y que no es la oportunidad de explicar.
La convulsión propia del hecho, trajo todo un sistema de cambios de planes en las actividades programadas para el día. Hasta la Policía de Investigaciones debió indagar en el lugar con peritos especialistas que solo podían corroborar la dura realidad.
No hay peor noche en la que los individuos no pueden conciliar el sueño y que las imágenes llegan en una carrera que hacen del descanso un abismo de confusiones, los rostros conocidos, las escenas dolorosas, todo eso que rodea al diario vivir y que se transforma en obras teatrales internas mentales en las cuales somos los principales protagonistas sin entender y corroborar que somos tan pequeños en la vida. Esa noche fue de desvelo para muchos.
La mañana del día siguiente se inició con otros ajetreos. Dar la cara en una explicación a los seres amados, que no tiene explicación, porque de por medio, hay voluntad y decisión personal en el hecho. No es para nada fácil.
Mientras se preparaba todo el sistema de traslado del cuerpo a la ciudad de Santiago y cada comisión administrativa cumplía las tareas propias de esta situación dolorosa que afecta la vida normal de la Unidad y que se siente con el alma convulsionada por cuanto, sin juzgar las personalidades que son todas diferentes, se puede percibir en el aire y corazón, las tristezas incontenibles cuando uno de los nuestros ha caído.
A mediodía, mientras cumplía mis tareas en la comandancia, llegó un hombre pequeño, delgado, sumiso, angelical, de un rostro sereno pero a la vez indescriptible, por los diferentes rasgos que presentaba y que lo hacia parecer un hombre que estaba conteniendo una furia, un dolor, una incomprensión, o una bomba silenciosa a punto de estallar, pero que al hablar, demostraba ser un sencillo trabajador. El Comandante que lo esperaba salió a su encuentro y estuvieron bastante rato charlando.
Luego de un rato, el coronel salió con su Ayudante al Cuartel General, y hubo un instante en que el hombre joven, se entretuvo en la espera del coronel, mirando la Galería de Comandantes y cuadros de las vitrinas. Luego se acercó a mi oficina para tenderme su mano caballerosa y entablar conmigo una pequeña conversación mientras esperaba algunas solicitudes de apoyo que era necesario autorizar en otros niveles del mando por lo cual esperaría al coronel que volviera de esa breve audiencia con el general.
-Y usted ¿qué hace señor en su vida de trabajo? Le pregunté después de ofrecerle una taza de café, buscando por todos los medios alejarme lo más posible de cualquier palabra que pudiera encender la verdadera situación que se vivía, haciendo funcionar esa maquinaria de la impotencia, que se expresa en las miradas de quienes sufren, buscando en el silencio personal, una respuesta a lo inexplicable.
-Bueno… mi vida es muy agitada sargento. Me levanto a las cinco de la madrugada, guardo mi viandita en un bolsito, mis libros del día, mis carpetas, mi abrigo y mi paraguas por si llueve…- me decía con una hermosa sonrisa que ayudaba al diálogo fraterno.
-No se imagina. Atravieso en micro todo Santiago para llegar a un colegio rural en los suburbios de La Pintana, donde hago clases durante toda la mañana. A mediodía, debo cruzar al otro extremo y con mis libros, mis notas y mi abrigo, mi paraguas, haga frio o calor, recorro nuevamente el mismo tramo multiplicándolo por dos, pero hacia el otro extremo. En el mismo bus arrinconado en los últimos asientos, me sirvo la colación que me he preparado el día anterior para llegar a las dos y media de la tarde a la nueva jornada escolar de la tarde. Así son mis días sargento, un constante vivir en las micros; correr cada mañana y llegar a medianoche a mi casa a corregir pruebas, preparar materiales, verificar los planes, preparar mi viandita y volver a salir de madrugada. Así se vive en Santiago…
Un silencio profundo, largo, tedioso, como un ancho desierto se interpuso de pronto entre los dos. Miraba hacia la guardia por la ventana de mi pequeña oficina, entre la delgada placa del polarizado del cristal y observaba las gaviotas que lejanas se movían y caían en picada hacia el mar….El rumor lejano de las olas me parecía sentirlo arrastrando las espumas dentro de la propia oficina, con las olas reventando en la conciencia del recuerdo de cuántas horas de sudor y sacrificio del maestro rural, que se encontraba en ese religioso y tan personal silencio….Miró a uno y otro extremo….Su mirada llevaba una opaca luz. - Mi hijo…- pronunció en baja voz abriendo levemente los labios.
-No se imagina lo que me costó pagarle la Escuela Militar. Él salió apuesto y alto, a su abuelo, pero usted ve, yo soy pequeño, delgaducho, debe ser porque llevo en mis hombros tanto peso de responsabilidad y preocupaciones. Él era nuestra esperanza, no por nosotros, sino por sus hermanos…- De pronto inspiraba mucho aire y lo arrojaba con una intensa fuerza para calmar su estresante ansiedad.
-Los fines de semana salía con su uniforme y llegaba a la población donde todos le admiraban. Es que era ver un alemán, y con otros compañeros de curso principalmente del norte, de Iquique, se quedaban con nosotros. Le acomodábamos sacos de dormir en el living y como buenos soldados todos dormían juntos en el suelo. Hay que compartir, así se aprende a ser generoso para la guerra - Ya no sonreía. Definitivamente reía en pequeñas carcajadas mezclando su nerviosismo con sus recuerdos.
Luego se perdía su mirada nuevamente en el horizonte del mar.
Estuvimos mucho tiempo junto con el honorable profesor rural. Luego la llegada del coronel y la visita al General para conversar y los trámites de rigor.
En otra de las tardes siguientes, volvimos a charlar largamente con mayor profundidad, sobre su amado hijo y su familia, tomándole un especial sentimiento de afecto. Le acompañamos junto a su familia en la misa en la Capilla Militar y nos estrechamos en un abrazo sincero de respeto y cariño en su partida, dándole a entender que sufríamos como él esa lamentable e irrecuperable pérdida. Los camaradas de la oficina, también hicieron importantes turnos para acompañarle y aliviarle de sus penas.
Más tarde el avión que lo llevaba con su preciosa carga, se elevó por los cielos de Cerro Moreno rumbo a la capital.
El “Cheo” Mendizabal, un ex clase de veterinaria proveniente del sur de Chile, y que ahora ostentaba el título de oficial de transportes, me conversó con la confianza de buenos amigos en una de esas tardes posteriores al lamentable hecho.
-Las personas en nuestro sistema educativo militar, se engañan o las engañan. Las hacen creer que pertenecen a otra galaxia. A mí me dijeron en muchas oportunidades que “tenia que creerme el cuento”, y que a partir de ahora mi vida como oficial, sería diferente-
¿Sabes viejo Garcia? Eso de vivir al interior de una frágil burbuja, te hace vulnerable. En cualquier momento ésta se revienta…
Altar de los Héroes del “Séptimo de Línea”
Hay muchas situaciones de la vida militar que nos someten a a constantes cuestionamientos, a las personas, sus liderazgos, capacidades o incapacidades profesionales y humanas, tinos, desatinos, virtudes y defectos. Todos somos sometidos a una permanente critica y en cada momento somos observados, para bien o para mal, por nuestras actitudes, por la prestancia, presencia, sentido de justicia, oportunidad, valor y valer militar y todas aquellas aptitudes que son de nuestra propia vocación, elegida libre y voluntariamente y que nos hacen aceptar la constante presión de los sistemas en los cuales funcionamos, los que de una u otra forma nos moldean el carácter.
Nunca se termina de aprender, sobretodo de aquellas personas que aparentemente nos parecen tan duras, frías e impersonales, pero que despojándose de sus máscaras, utilizadas muchas veces como mecanismos de autodefensa, entendible solamente por quienes estudian la psicología del hombre, hace que tras ellas, se descubran hombres o mujeres en la más pura realidad humana, formados en la rudeza y convicción militar de que “se vive para morir con las botas puestas”, y a cualquier precio por cumplir los sagrados deberes, pero que en las situaciones mediáticas del transcurrir de la vida, van reflejando a hombres duros, pero inmensamente humanos, bondadosos y de grandes valores espirituales.
Hay muchas situaciones de este orden. Muchas han tocado la sensibilidad de mi alma, y varias me han servido en la vida para reflexionar.
El coronel Luis Garfias Cabrera, era un comandante estricto y sumamente celoso con el cumplimiento del deber. No poseía un carácter dúctil que pudiera doblarse fácilmente en sus decisiones, (en la jerga militar”Quebrarle la mano”) y tenía muy claro el concepto de que el Mando, la fiscalización y las responsabilidades, deben ser siempre asumidas por un tema ético, valórico y hasta remunerativo por los oficiales. (“Para eso nos pagan”, decía) por lo tanto las exigencias a ese nivel eran drásticas, sin opción de perdón por aquellos que flaquearan o demostraran tibieza en el cumplimiento de sus deberes, pero además muy justo y generoso con aquellos que se “hacían merecedores a la confianza de sus superiores por su mérito y trabajo”. Era frecuente escuchar en sus charlas y llamadas de atención que debíamos revertir con trabajo y profesionalismo la opinión civil de que “Los “milicos” son los únicos flojos que se levantan temprano”. Excluía sabiamente de sus consideraciones a cualquier “colgado de la oreja”. Esos especímenes definidos por el diccionario de la jerga en confección, como “aquellos que acostumbran a granjearse los afectos de sus superiores con los tradicionales cuentos mitos y leyendas. Dichos siempre en sordina y bajo cuerda, habiendo algunos individuos que les encanta también ese sistema de Mando y Control, prestando oídos a situaciones que muchas veces son rumores mal intencionados. (Falta mucha educación en ese aspecto.)
En honor a la verdad, la oficialidad no le guardaba muchas consideraciones ni menos sentimientos de afecto al “duro” coronel, sin que por ello no lograra imponerse como líder y comandante por sus conocimientos y capacidad de resolución. Se sumaba a ello su clara decisión, producto de algunas situaciones de exceso, de establecer como medida colectiva, dentro de las fronteras del regimiento, una “Ley seca” en las atenciones de los casinos, con prohibición absoluta de venta de alcohol, lo que en aquella época era una afrenta, pero que en el fondo, permitía al personal mejorar sus ingresos familiares ante la ausencia de descuentos y un mayor tiempo para la familia. Los tradicionales ”San Viernes” era de sencillas bebidas, algún pernil con papas cocidas y aji, y antes de que el sol se ocultara en el horizonte visible en la costa cercana al casino, una hilera de sobrios y contentos comensales, salían por la Guardia, rumbo a sus casas, pese a las molestias que la medida ocasionaba a los más débiles de garganta.
El coronel privilegiaba la vida sana y sobretodo el deporte. En las jornadas de mediodía, formaba todo el regimiento “Esmeralda” en tenida de buzo deportivo. Él se plantaba un jockey azul, con laureles dorados de fantasía en la visera, recibía cuenta de toda la Unidad y después de cerciorarse la presencia y/o ausencias justificadas, a la enérgica voz de: ¡¡Al trote, maaaar!! encabezaba la larga columna de oficiales, clases y soldados , que salíamos en correcta formación desde la Guardia, conduciéndonos por toda la costanera en dirección al cerro Coloso, ida y vuelta, en pruebas de largo aliento para mejorar nuestras capacidades físicas.
Cuando llamaba a un oficial en el patio, del rango que fuera, éste debía trotar directamente hacia él y adoptar la posición fundamental con los antiguos y doctrinarios “tres pasos de distancia” reglamentarios para esperar a oír sus órdenes. Cuando éste no lo hacía, le ordenaba devolverse y cumplir el ritual siempre al trote, diciéndole cara a cara y con los ojos bien abiertos, con franca mirada, lo que tenía que decir o disponer. Hoy hay muchos oficiales que no aplican con rigor esa importante norma de la doctrina y van deteriorando inconcientemente la disciplina. He aprendido en mis años de experiencia que se debe ser honesto consigo mismo y transparente enfrentando las situaciones de la vida con hombría y valentía, cara a cara. Nadie puede ni debe sentirse menoscabado ni menos lesionado en sus derechos cuando se le dice la verdad que por dolorosa que parezca, permite enmendar rumbos o mejorar errores y conductas. Hay muchos casos de excesiva sensibilidad de aquellos a quienes se les corrige, acabando en estados depresivos y con apoyo médico de hasta 30 días por crisis de adaptación, en circunstancias que debieron ser sometidos a exámenes sicológicos antes de ingresar a nuestras filas, causando grave daño y sobrecargando de tareas a los que permanecen en las acciones de trabajo, evitando todo tipo de responsabilidades. En los casos que he conocido, son asiduos integrantes de los “círculos de amiguis”, protegidos y regalones. Por tratar de ser justos e imponer las normas de la disciplina en beneficio de la Institución cae uno en el injusto dolor de “ser culpable” de los males de adaptación de otros a quienes en verdad les interesa un cuesco los valores de la vocación y del trabajo y desinteresada entrega. Es frecuente trabajar con personal que mantiene en su bolsillo una lista permanente de sus derechos y garantías laborales, pero los deberes, brillan por su ausencia, sin compromiso verdadero. Sin embargo están los que en su gran mayoría se comprometen y esmeran cada día por la causa de la patria, la cual no tiene límites. Ellos son mi mejer referente de los buenos recuerdos.
El coronel Garfias había servido como comandante en la Escuela de Infantería donde tuve el gusto de conocerle un tanto a la distancia por cuanto nuestra condición de alumnos y por estar encuadrado èl en actividades relacionadas con operaciones e intrucción en ese Instituto, solamente lo divisábamos en las múltiples actividades de escuela sin tener un contacto directo, pero se destacaba por su porte, estatura y distinción, además que irradiaba una gran fuerza y energía propia de líder. Su mayor orgullo fue, en años posteriores, el de haber servido en el Regimiento de Infantería Nº 23 Copiapó”, Unidad en la cual dejó bastantes buenas obras y que quiso proyectar después en el “Esmeralda”.
Mi condición de ex alumno del Grado de Técnicos de la ex UTE me trajo muchas ventajas en cuanto a conocimientos de todo orden y creo que influyó notablemente en mi vida de soldado, aplicando muchas materias aprendidas allí y que fueron herramientas fundamentales para servir a mi Institución, sobretodo en tareas que tuve que enfrentar inicialmente como soldado conscripto y ahora como parte del Cuadro Permanente, cumpliendo satisfactoriamente actividades de orden técnico. En cuanto a dificultades, también las tuve, por lo que he señalado en muchas ocasiones, viéndome en muchos casos envuelto en conflictos que me aislaban de la integración y que injustamente me causaban mucho daño pero que supe con estoicismo y humildad superar y vencer, considerando también una franca cuota de comprensión y hasta de justificación por los estados de excepción que se vivía en esa época, y porque era estrictamente necesario salvaguardar la integridad del personal y material y la seguridad propia de las instalaciones militares con alto grado de sensibilidad en cuanto a armas y municiones.
Aprovechando también algunos conocimientos muy simples y básicos de física impartidos en mis tiempos de estudiante, traté de ahondar en algunos viejos libros de física y que hablaban de los conceptos básicos del magnetismo y sencillos estudios referidos al tema. Me apasionaba en mis primeros años de instructor enseñar a mis soldados el empleo y uso de las cartas y sobretodo de las brújulas. En las canchas de instrucción montadas en los lugares del terreno siempre tenia la oportunidad de enseñar técnicas de orientación y navegación, cosa muy sencilla y sin mayor ciencia en nuestro ambiente, en especial por quienes conformaban las Unidades de morteros. Por esa motivación permanente y porque en las horas de instrucción se enseñaba equivocadamente a los soldados que la brújula marcaba al norte porque en esa zona se encontraban “los grandes minerales”, (escuchado en muchas ocasiones) decidí complementar con un sencillo y pequeño estudio más detallado sobre esa materia referida al magnetismo terrestre, permitiendo con ello un mejor entendimiento y dominio de ese instrumento de tantas generaciones en especial a nuestro contingente que no habían tenido mejores oportunidades de orden educativo, encontrando en la Institución la gran oportunidad de crecer y en muchas situaciones, considerar que lo mejor que les pudo haber pasado en su vida juvenil era, sin duda, cumplir con el servicio militar, optando a nuevas oportunidades para su crecimiento intelectual y físico, lo que con los años nos ha permitido apreciar y valorar en su real dimensión los esfuerzos del Ejército por formar hombres de bien para la patria y la sociedad.
En ese tiempo, no teníamos ni contábamos con la maravilla actual de la computación y era muy difícil escribir y desarrollar trabajos de investigación. La imagen de las largas y pesadas máquinas planilleras de oficina y tradicionales, se vienen claramente a mi memoria. En cuanto a trabajos de oficina, resultaban ser agotadores y de extensas jornadas al escribir las hojas en las máquinas mecánicas, cualquier error echaba a perder todo un documento o una idea, lo que obligaba a replanear los textos, cuadrar espacios y líneas y lograr las correcciones necesarias. ¡Ay! Si te equivocabas en la ortografía, un caso aparte, borrar hoja o hoja con una goma dura azul para tinta, (el extremo rojo era para el grafito) lo que a veces rompía las hojas, o bien había que tratar de raspar el error con una hoja de afeitar (Guillete.)
Cuando había muchas copias para distribución, por ejemplo órdenes internas que requerían de un amplio plan de distribución, se empleaba el papel calco y unas gruesas hojas de papel roneo y copia. Para asegurar la marcación de la letra en las diez hojas restantes, como mínimo, había que golpear con mucha fuerza la tecla de la máquina, para asegurar una buena impresión para una posterior lectura. Más de diez hojas de un documento cualquiera, obligaba a escribirlo dos veces en dos tandas diferentes, con la consiguiente pérdida de tiempo, personal y largas horas de trabajo.
En caso de escribir planes con necesidad de mayores copias de distribución, se ocupaban el papel stencils, y los antiguos mimeógrafos a tintas. El operador de aquellas màquinas trabajaba en el rincón más sucio de las oficinas de la Ayudantía y por más cuidado que pusiera en su labor, era inevitable trabajar en un ambiente de alta suciedad pese a los esfuerzos por no manchar paredes y pisos de flexit, mobiliario, basureros, manos y calzados. Se trabajaba muy sucio pero los documentos debían salir pulcros e incólumes, sin mancha.
La maquinaria como tal era extraordinaria, perfecta, bien trabajada y eficiente con tecnologías mecánicas excelentes, como las que emplean las antiguas maquinas de coser, y que la electrónica moderna supo reemplazar y superar. Los tipos, o letras que golpeaban el papel sobre el rodillo blando para permitir la impresión, a veces se desoldaban con facilidad. Las cintas se gastaban con el uso periódico y eran un insumo de obligada adquisición. A veces se estaba por terminar un documento y en el último segundo, fallaba el tipo y era imposible cuadrar la letra para una óptima presentación. Ni hablar de aquellas sábanas gigantes llamadas “Lista de Revista Comisario” en las que se consignaban los datos individuales de cada uno de los integrantes de una Unidad (mínimo 161 hombres en una antigua compañía de infantería) considerando nombres, apellidos, carnet (con “t”) de identidad, número de rol, año de egreso, años de servicio, ¿Ocupa casa fiscal? Cargas familiares, etc… información extensa y agobiante para los que cumplían tareas de Sargentos Primeros o Jefes de Planas Mayores de esa época y que se esmeraban por cumplir esa tareas de estadística militar, en largas horas sin considerar la ceremonia que se llevaba a efecto cuando una comisión designada por el mando perteneciente a otra Unidad de la guarnición o fuera de ésta, debía controlar uno por uno a todo el personal para consignar la veracidad de los datos escritos. Debiendo cada uno memorizar los mismos.
Se formaba en el patio, con los documentos personales estrictamente al día, Carnét de identidad, carnét de chofer, “Libreta de la Carne” (jocosamente llamada así a la “Libreta de Matrimonio”), Tifas, Tim, (fotos al día), cargas etc… y todo documento comprobatorio de lo consignado en la “Lista de Revista Comisario Por Presente.”
Una larga fila de todo el personal, a pleno sol, y con un comportamiento disciplinado, silencioso y ordenado, corriendo de a un paso al frente cada vez que corría la fila hacia el sector donde se encontraba la comisión de control, instalada en una mesa central a pleno sol también, ubicado el Inspector al centro, con los respectivos auxiliares. Había que llegar desfilando marcialmente, ponerse firme enérgicamente en forma lateral a la mesa principal de control, mirar en un rápido y enérgico giro a la derecha, y llevar la “vista franca” al inspector quién, siempre serio, se dedicaba a controlar los datos estadísticos consignados con la comprobación veraz de todo aquello allí expresado. No había duda que el nerviosismo consumía a cualquiera. Más si se esperaba que lo sancionarían por presentación personal, (despeinado, pelo largo, tenida sucia, botas mal lustradas, chapa del cinturón sin brillo) y cualquier cosa ajena al principal objetivo, que era el tener los documentos al día. Al final nadie dormía en paz, ni en el antes, menos en el durante y algunos sí lo hacían en el después si es que no habían sido observados por cualquier nimiedad. Aquella era una ceremonia doctrinaria, pero inútil, con largas horas perdidas, que si bien fomentaban la disciplina y la preocupación personal de cada uno por sus propios documentos y antecedentes, causaban una enorme pérdida de tiempo. (Generaciones completas vivieron esa amargas y agotadoras instancias con personal desgastado, trasnochado, gastos de insumos, horas hombres, etc…) habiendo tantas fórmulas más prácticas, por ejemplo, las selectivas. Una de tantas mañanas ya un tanto con la “marea baja” (Dícese así a los períodos en que baja la intensidad del trabajo administrativo o hay menos presión de los mandos), después de haber trabajado silenciosamente el coronel Garfias con su Sargento Primero Octavio Fierro en la consulta de libros y documentos históricos, fui llamado por él a su oficina.
- Garcia Banda- me dijo mi coronel, con ese lenguaje de caballero y de gran sencillez, al tiempo que se ponía de pie y se calzaba los zapatos, los cuales acostumbraba a sacárselos y dejarlos debajo de su escritorio para pasear con calcetines en el fresco flexit de su oficina. - Acompáñeme-
Después de caminar algunos pasos hacia el exterior de la Comandancia (mientras yo pensaba en mi interior sobre qué cagada me podía haber mandado, activándose las neuronas del sistema nervioso a full y doliéndome los intestinos con claros síntomas que me afectan hasta hoy al “culon”, perdón colon irritable) fijó su mirada a un punto en el patio principal del cuartel del “Esmeralda” hacia el sector sur, donde se había construido en tiempo pasado una escala que servía de acceso al lugar, diciéndome:
-Me gustaría construir en ese punto, un monolito que recuerde las batallas o hechos históricos del “Esmeralda”, aprovechando esa escala como acceso y que sirva para rescatar la historia de nuestro regimiento. Aquí tiene la historia divida por períodos, la cual me he dado el arduo trabajo de investigar y recopilar por mucho tiempo. Confío en usted y espero pronto un proyecto que reúna lo expresado. Tiene mi apoyo en los requerimientos de personal y algunos pocos, pero muy pocos recursos financieros. En cuanto a tiempo, debe inaugurarse en la próxima venida del Comandante en Jefe del Ejército y ex comandante de Regimiento mi general Pinochet-
Crear y dibujar un proyecto, no era para mí un tema de mayor complicación. Había adquirido un poco de experiencia práctica en mis tareas como alumno de la ex UTE y en la Unidad con el Suboficial Carvajal, Armero Artificiero que siempre me pedía que le ayudara en la confección de planos para el regimiento y que, siendo un hombre extraordinario en capacidad y conocimientos de su labor, y al mismo tiempo exigente, encontraba que mi trabajo lo ejecutaba bien, laborando muchas veces de madrugada en proyectos que él debía cumplir y que contaban con mi anónimo esfuerzo, por un gusto personal de trabajar esas materias técnicas aprendidas en mis años de estudio. Con ello se acrecentó nuestra amistad profesional y sus especiales consideraciones, a pesar de lo fuerte de su carácter que lo hacia de muy pocos amigos.
Es así que, la tarea del proyecto me mantuvo bastante ocupado un par de semanas, empelando siempre horas extras aparte de mis obligaciones y junto con los dibujos y planos iniciales, se me ocurrió construir una maqueta para representar mejor la idea.
El problema es que nunca había pegado bloques, ni conocía mucho de las técnicas básicas de la construcción. Pero Dios siempre provee.
El CB2 Efraín Cornejo, el “Pelao” como le llamábamos cariñosamente los más cercanos, puesto que no era muy conocido por haber sido destinado muy poco tiempo desde Copiapó y dueño de un carácter no muy afectivo, especialmente con quienes no le conocían; las malas lenguas lo encontraban “Ajefado”. Sin embargo, tenía una gran virtud, era de gran voluntad y poseía una extraordinaria capacidad para las labores de construcción. Un soldador, debo decir que de media capacidad, por que era bastante “chamullento” pero al igual voluntarioso, el “Burro” Muñoz. El CB1 Oscar Aguayo Avila, diestro conductor de camiones, voluntarioso y motivado, conformaría el equipo de trabajo como encargado de los acopios de material, traído desde las quebradas y arenales abaratando al máximo los costos. Por otra parte el “guatón” Juan Jerez Urdiles, Clase del Arma de Ingenieros, que trabajaba en un patio trasero del pabellón a cargo de un proyecto de invención artesanal y personal a través de una máquina para fabricar bloques, que abastecían distintas necesidades del regimiento. Serían los primeros “convocados en compartir el equipo de trabajo. No puedo dejar de mencionar al maestro Lazús, un obrero a trato del “Esmeralda”, de mucha voluntad, un gran trabajador que colaborara con sus grandes conocimientos en cualquier tarea requerida y personal asignado en ese tiempo, cuyos nombres desgraciadamente no recuerdo, y que integraban una cuadrilla de trabajo de personal que cumplía tareas como parte del Programa de Obras para Jefes de Hogar (POHJ) como necesidad fundamental de subsistencia en tiempos de la recesión.
Punto aparte merecen los verdaderos artífices de la obra y que siempre quedan en el anonimato. Los soldados que colaboraron directamente en la ejecución de la obra, en especial el soldado conscripto René Almonacid, de alta estatura, clara inteligencia, extremada humildad y eficiencia, experto en “pegar” bloques y en la confección de las mezclas. Le debo todo lo que aprendí y que me ha servido para la vida. Junto a él, el SLC. Hugo Robles, comprometido también con la ejecución del trabajo.
La obra se reinició con las dificultades de siempre, y las persecuciones indirectas de quienes sienten celo por que no están involucrados en la iniciativa, (“Si la envidia fuera tiña…”). Se marca al personal cuando lealmente cumple labores de apoyo a las órdenes directas del “Jefe” y pasan a constituir parte del equipo de los “arrastrados”. Eso lo viví muchas veces y nadie me puede decir que no es así.
Voy a hacer un alto:
En una oportunidad, concurrí con el comandante del regimiento como parte de la Plana Mayor, a los campos de instrucción de Portezuelo para la ejecución y puiesta en práctica de un importante ejercicio del “Batallón de Infantería en el Ataque”.
Después de varios días de instrucción y un severo control por parte del comandante, especialmente en los aspectos de integridad y seguridad del personal, citó a reunión final en la tradicional “Loma de espectadores”, para lo cual se me ordenó trasladar las cartas topográficas de la zona y dejarlas a resguardo hasta antes del inicio de la coordinación final.
Como el viento reinante en la zona es de bastante intensidad, puse la carta acostada en el suelo del cerro y la cubrí con un par de frazadas para evitar cualquier daño o deterioro de éstas, afirmada con 4 piedras, una en cada esquina, y como en el vehículo cercano había una banca de madera, utilizada como silla, se me ocurrió ponerla en el centro para evitar que el viento levantara los elementos que serian utilizados para la ocasión.
La “campañitis”, es una enfermedad que afecta los nervios después varios días sometidos a las inclemencias del terreno y confunde la mente y altera el carácter de las personas. Trabajar con el “Jefe”, crea ese injusto celo expresado, incluso en los oficiales de mayor rango. De modo que llegó temprano al lugar, un capitán de apellido Pérez, visiblemente molesto por la hora, el trabajo, la reunión, el control, en fin todo. Se veía afectado visiblemente por tener que hacer su pega y cumplir su obligación. Cegado tal vez por la “campañitis”, al llegar al cerro, vio con desagrado (y con los ojos nublados por la ira) la frazada y la banca, confundiéndola con una “tribuna de honor con alfombra” y en un estado irascible y violento, se dirigió a mí, que solamente cuidaba el lugar, gritando y ofendiendo gratuitamente: -Huevones chupamedias, cómo se les ocurre ponerle alfombra en el terreno al coronel-, lanzando una patada violenta a la banca que rodó por la quebrada y cayó al acantilado, levantándose la frazada con el viento y corriendo desesperadamente para rescatar la carta y documentos de la exposición que ya tomaban un vuelo de paloma por las altas y aireadas alturas de la loma, en pleno desierto de Atacama.
Sigo con en el tema:
El trabajo se desarrolló con el mejor de los ánimos. La máquina de Jerez fabricaba los bloques; el camión traía las arenas y piedras; Cornejo tomaba los niveles y a pala y picota canalizaba las fundaciones para los muros. En el patio de honor, la Unidad trotaba al mando del Jefe de la Plana Mayor, el gringo Irlandés que miraba molesto de reojo, y al pasar por nuestro lado, las tallas mal intencionadas llovían en voces que se ocultaban en medio de la tropa.
Guardo las tres más importantes fotos de esa obra, tomadas por nuestro amigo hoy Suboficial Mayor en retiro, Victor Erices: El inicio, en un terreno descubierto; la fase construcción y la solemne inauguración de lo que se llamaría el “Altar de los Héroes del Séptimo de Línea”. Fueron tiempos extenuantes de trabajo. La misión no escatimaba esfuerzos. Había que desplegar iniciativas y buscar apoyos técnicos, conseguir algunos materiales y estar en permanente contacto con el teniente Cartagena, oficial de Intendencia que contaba con pocos recursos pero que se organizaba para la compara de bastimentos y materiales básicos.
En cuanto a la confección de las placas de mármol reconstituido, le debemos ese trabajo generoso y de inmenso valor a Marcelino Vargas de la ”Marmolería Vargas”, cercana al cementerio. En ese tiempo Marcelino se comprometió con la causa de nuestro monumento y se instaló en la bodega de inventarios al interior de la Unidad, para moldear las pesadas placas, usando marmolina, cemento blanco y armazones de fierro, trabajando allí por largas semanas una a una, cada placa y cada letra tallada a martillo y cincel, sacrificando su tiempo por puro cariño al Ejército, devolviéndole a cambio por su abnegado trabajo, algunos bloques y arena a modo de pago. No hubo capitales para levantar ese Altar, solamente amor, sacrificio y voluntad de servir.
Estucar las paredes curvas y el piso, fue obra del maestro Eduardo Barrera, un amigo de familia que había efectuado algunos trabajos en nuestra casa por idea de mi padre. El Sr. Barrera y algunos de sus familiares, también colaboraron en el detalle de la terminación del trabajo.
No puedo negar que hubo mucha satisfacción (de eso “vivimos los militares”) en esa importante obra para el rescate de la historia del regimiento. Una anécdota que me gustaría registrar es que, en el centro del altar, se contempló instalar una “Llama eterna”, con el fin de recordar con esa luz perenne el heroísmo de los soldados en la historia.
Hicimos muchos dibujos y proyectos pero no había cómo financiar esa parte final. Una noche veníamos en comisión de servicio desde el sector norte, específicamente desde el pelotón de aviación cercano a La Chimba, y se me ocurrió rescatar una copa abandonada en unos jardines de la Avenida Brasil, de una línea muy hermosa y que evocaba el “Cáliz de Ambrosia”, y que serviría como corolario central del monumento.
Una solicitud a la Ilustre Municipalidad de Antofagasta y finalmente la aprobación de la misma, con lo que pudimos cumplir ese objetivo. El Sargento Luis Morales se preocupó de los detalles de la instalación del gas contemplado en el proyecto, y cuyo depósito central, estaba al interior del cajón central del conjunto.
El problema que tuvimos para la inauguración, era que no podíamos contar con una antorcha larga o un sistema que opacar o pusiera en riesgo la solemnidad del acto, más que nada, por miedo a que no resultara el encendido o que el ambiente se llenara de gas licuado y pudiera producirse una explosión del sistema, lo cual seria un grave atentado, considerando que venía personalmente el Presidente de la República y Comandante en Jefe del Ejército a encender la “Llama Eterna”. En verdad era una situación especial, no exenta de riesgo. Hay algo que debo recalcar con clara convicción: La confianza de los mandos es primordial para una buena gestión. Cuando un mando se mete demasiado en los sistemas y quiere mantener todo el control, se convierte en un elemento que estorba y no deja trabajar, no da curso a las iniciativas y el temor a equivocarse crece por parte de quienes cumplen. Si bien es cierto muchos caminos nos llevan a un mismo fin, hay mandos que quieren que todo se haga como ellos quieren y temen el error o el asumir responsabilidades, dejando al personal trunco en la conducción y desarrollo “táctico” de las operaciones. El caso del Coronel Garfias era de confianza plena, sin perder la virtud y obligación de fiscalizar o enmendar errores. El daba la orden y el cómo era resorte de cada cual. Sin jamás dudar en la capacidad de su personal. Para este caso nos otorgó la confianza y libertad plena para resolver directamente los problemas menores de la construcción.
Un último desafío fue la inauguración. Si bien estaba todo previsto en cuanto a discursos, horarios, libreto, bandas y temas de forma, nos dejó a nosotros el tema inaugural sobretodo el encendido de la llama que era nuestra más importante preocupación.
Trabajar con esa libertad apuntados con un espíritu responsable al cumplimiento de nuestro deber nos otorgó en esa ocasión dignidad, respeto y un reconocimiento a nuestras capacidades y confianza, valores suficientes para responder con el mejor de los esfuerzos la labor en que nos encontrábamos empeñados.
El cómo podríamos lograr que el Comandante en Jefe y Presidente de la República encendiera la llama sin sobre exponerlo a situaciones de ridículo motivadas por algún error por falla del sistema o que pudiera alterar la sobriedad y dignidad de este acto, tuvo una solución justamente la noche en que mi suegra encendía el gas para hacer hervir el agua e invitarme a una rica taza de tè.
El brrrrpppp del encendedor del gas me dio la idea. Conectar un encendedor de gas con un interruptor eléctrico, avisar con el destello de luz de una ampolleta conectada en serie al operador del gas, oculto en el depósito para abrir el paso del gas y pfummmm (si es que así suena el gas al encender), sería el sistema más práctico que podíamos emplear. No me digan que era tan simple, habiendo hoy tantos sistemas más prácticos que aquel, pero piensen que en ese tiempo no había celulares, señales de microondas o cualquier forma computacional.
Después de los ensayos previos, procedimos a la colocación final del ánfora central y la conexión de nuestro sistema de encendido “mágico”. Un botón elegante puesto en una de las finas balaustradas de bronce, herencia del coronel Belarmino López que todavía permanecían en la Galería de Comandantes del “Séptimo de Línea”, con el cableado eléctrico absolutamente oculto y todo probado nos permitirían, al clic inicial del botón, encender la luz, observada por el sargento Morales oculto en el depósito, ante lo cual él daba paso de inmediato al gas para que el brpppp lanzara sus chispas a través de la bobina eléctrica del encendedor y floreciera mágicamente la “Llama Eterna” en nuestro monumento.
Los detalles de la ceremonia son innumerables. Solo puedo decir que el pequeño “Día “D” llegó. Todo el protocolo en acción, los detalles del discurso, la banda, la guardia de honor, los honores de reglamento, las inspecciones previas de la seguridad, el chequeo de las piedras y bajo las sillas, etc… La voz del locutor: -“A continuación S.E. el Presidente de la República y Comandante en Jefe del Ejército Capitán General… acompañado del….. y del… procederán a la solemne inauguración del “Altar de los Héroes del Séptimo de Línea” con el corte tradicional de cinta y el encendido de la “Llama eterna” que trae el recuerdo imborrable de los héroes de ayer, hoy y siempre….”
Al sargento Morales le transpiraban las manos y el sudor corría por su blanca frente; sus ojos azulados, empañados por el sudor y ciegos por la oscuridad y la desesperación de tan larga espera. La ansiedad le comía los nervios, estaba casi seguro que la ampolleta se había quemado y estaba a punto de abortar para salir a preguntar qué pasaba con la inauguración, estando completamente ajeno a lo que ocurría en el exterior… No había nada que hacer…solo esperar…un último esfuerzo de mover los dedos acalambrados por la espera sobre la llave de paso hasta que vino, por fin, la señal de la luz: Apertura de la llave del gas ipso facto yyy….pfummmmm (si puede sonar así), y surgió brillante y doradamente amarilla la luz desde el ánfora central, bella, diáfana como el espíritu de los soldados de la historia homenajeados y de pronto, una sonrisa de satisfacción pocas veces vista, se dibujó en el rostro y en la mirada transparente y clara de nuestro Comandante en Jefe, a la vez que los pulmones tensos de todos los acompañantes al acto, exhalaban suavemente el aire acumulado por la natural tensión y nerviosismo.
A los pocos minutos de la inauguración, la llama se tornó oscura, casi negra, con un olor nauseabundo, pero solamente duró pocos instantes, y como la atención de las autoridades estaba centrada en la lectura de las placas y de ellas la historia del “Esmeralda”, solamente yo pude comprender a la distancia de mi puesto de observador, que el humo oscuro, era sin duda la acción del calor y fuego sobre el encendedor facilitado en préstamo por mi querida suegra que se encontraba en pleno proceso de fundición que se gestaba al interior de esa ánfora que expelía con sus llamas un grato recuerdo y un leve mal olor.
Con mi letra gótica, escrita a tinta china, escribí un acta y en días posteriores fue firmada para el testimonio de la historia y que dice así:
Acta de Construcción
En Antofagasta, a veintiocho días del mes de Julio de mil novecientos ochenta y seis y por expresa disposición del Comandante del regimiento Coronel Luisa Armando Garfias Cabrera, se dio inicio a la construcción del “Altar de los Héroes del Séptimo de Línea”, como lugar de veneración y de recuerdo de aquellos que con su sangre escribieron las páginas más brillantes de nuestra Unidad.
Este monumento fue inaugurado el 23 de Octubre de 1986 por S.E. el Presidente de la República y Comandante en Jefe del Ejecito, Capitán General AUGUSTO PINOCHET UGARTE, con motivo del 166ª aniversario del regimiento.
Trabajaron en la obra:
- Jefe de Obra: Coronel Luis Armando Garfias Cabrera
- Ayudante General: CB2 Carlos Garcia Banda
- Comisión de Inventarios: CB1 Efraín Cornejo Pizarro
CB1 Carlos Muñoz Peña
- Conductor: CB1. Oscar Aguayo Avila
- Albañiles: SLC. René Almonacid A.
SLC. Hugo Robles
- Personal del POJH
Para constancia firman:
R. Grunert L.
Mayor
Jefe de la Plana Mayor
Luis Garfias Cabrera
Coronel
Comandante del Regimiento
La idea de la “Llama eterna” era noble y buena, de alto significado espiritual para quienes sentimos en el alma el orgullo de ser soldados herederos de la historia de ayer, pero tenía un alto costo por el insumo y consumo del gas. Un bidón de 15 kilos duraba toda la semana y en realidad no era posible financiar el oneroso gasto. Además de ello, con sorpresa descubrimos que en las frías noches de la guardia, los centinelas concurrían silenciosamente al monumento a “impregnarse de historia” y a sentir en el alma el orgullo de ser soldados, cultivando su acervo a través de la lectura de los hechos expresados allí. Lo que no se veía mucho era que, mientras consumían pacientemente sus horas en esa tarea, sobre el ánfora, colocaban un tarro con agua, para procurarse unos buenos litros de agua hervida y prepararse una deliciosa y abrigadora “choca” para compartirla con los centinelas de los puestos de guardia y pasar la fría noche con abundante café.
Hubo que suspender la “Llama Eterna” y quedar como “Llama ocasional” solamente en los actos nocturnos o grandes ceremonias.
Después de la exitosa inauguración y varios meses de trabajo en conjunto con un equipo silencioso y de excelencia y otros más anónimos de buena gente que siempre empuja el carro para un buen fin, continué con mi trabajo pendiente de “El Magnetismo y la Brújula”, que me interesaba terminar por ser en ese entonces el encargado del almacén de “Ayudas de Instrucción” y que serviría como cartilla básica para nuestro personal. Paralelo a ello, escribía en el silencio de mi hogar, un cuento que llamé “Copo de Nieve” y que era la historia de un perrito que tenían los oficiales del “Esmeralda” y que con los años fue publicado en la revista Armas y Servicios y que pretendo en el final de estas notas, reescribirlo pero agregándole un anexo que llamaré “Corolario del Copo de Nieve” y que cuenta un especial final.
En el “sucucho” donde guardaba las ayudas de instrucción, al lado de la “sastrería” donde trabajaba el querido “Gato Cáceres”, iniciaba cada mañana mi labor acompañado indirectamente de la buena música que el “Gato” acostumbraba a escuchar en sus tareas de aplanchando y arreglo de tenidas, aunque cuando uno iba a pedirle el arreglo de un simple botón lo echaba “cuspiando” por no tener tiempo ni material. Los olores del buen desayuno del sastre y sus constantes rabietas, nos hacía buenos vecinos de faena, pero distanciados muchos metros por el delgado muro. Con el tiempo nos hicimos grandes amigos, y a a esa altura ya tomábamos desayunos juntos.
Allí me fabrique mi propio tablero de dibujos con el cual pude posteriormente cumplir trabajos de proyectos del comandante de la Unidad, entre los que estuvieron el arreglo del frontis con esas nuevas dos torres, (modelo de las construidas en Copiapó) y el nuevo “Arco de Entrada”, tarea que realizó con el tiempo el Suboficial Mayor Enrique Cuello, del arma de Ingenieros, encargado en ese entonces de la Comisión Construcciones, trabajos y obras que aún perduran.
Con gran satisfacción por lo hasta ese tiempo obrado, me ordenaron continuar con ese trabajo en el mentado “sucucho”, y pasar agregado al Departamento de Instrucción. Una mala experiencia tuve la primera semana en esa oficina. Me llevaron para “dictar” documentos para el ágil Cabo 1º Toro, que escribía con espectacular rapidez los documentos, especialmente esas abultadas “Directivas” y que me ha parecido, junto con Benjamín Tapia, los mejores dactilógrafos que haya yo conocido en mi vida de soldado.
Después de un par de días de trabajo, se extravió un documento de carácter “Secreto”, una Directiva de Instrucción que más por su “Clasificación” que por su contenido, causaba gravísimo daño, siendo la pena mínima una baja absoluta de la Institución, previa investigación. Durante el natural proceso de búsqueda de esa Directiva, de la cual no tuve nunca acceso por llevar solamente un par de días en esa oficina, buscando y ayudando en lo mismo en forma voluntariosa, presionado por la insistencia del jefe, el Cabo Toro se presentó al Capitán Alvarez, dándole cuenta de la pérdida del documento, y señalando cobardemente (“agarrándose del mantel”), que me la había pasado personalmente para ser guardada en el estante con llaves, cuando ni siquiera tenía llaves de la oficina.
No saben la amargura, después de tanto éxito con nuestro Altar. Somos sensibles, y estamos proclives al cielo y al infierno en cada día. (Un coronel, Pacheco, decía siempre: ”Se manda sobre un barril de pólvora”). Hombre de fe que soy, y conectado permanentemente en mi espíritu interno con las “Almas del Purgatorio”, recurrí al Santo de mi devoción: San Judas Tadeo, y durante la tarde, mientras se preparaba el documento que daba cuenta por el extravío del documento y del cual me hacían responsable directo a mi, con el “Credo” en la boca comencé una nueva búsqueda y con muy pocas esperanzas. Se me ocurrió entonces sacar el último cajón del escritorio del Cabo Toro, el que tenía una tabla que protegía la caída de cualquier papel, cuando en el fondo, metiendo mi mano incómodamente en los rincones, palpé el “mamotreto” dormido, silencioso y tristemente abandonado. Era la Directiva de Instrucción. (Me reservo la sarta de improperios lanzado a mi propio interior, por tema de disciplina)
Días después, terminé mi pequeño trabajo de la brújula, y como en nuestras actividades siempre respetamos el conducto regular, me presenté al jefe de instrucción reemplazante el teniente Ronny Vasco, solicitando el conducto regular para hablar con mi coronel y solicitar su autorización para el envío de mi trabajo para consideración y/o publicación de las autoridades respectivas.
El teniente hojeó indiferente y despectivo el trabajo dibujado a mano con tinta china en hojas de papel diamante, con set fotográfico adjunto y escrito con mucha delicadeza y dedicación y anillado con los mejores materiales pagados de mi propio pecunio, me dijo: - Y esto.. ¿quién lo ordenó?
- Es una iniciativa en beneficio de la instrucción mi teniente y me gustaría mandarlo a Santiago por si interesa el tema en las publicaciones de revistas militares.
- Mmmm no me parece, pero lo hablaré con mi coronel.
Después de varias insistencias una tarde cualquiera, a raíz de la presentación de otras materias, el teniente entró a la oficina del comandante de la Unidad, con sus documentos y entre ellos mi trabajo. Ansioso esperé el resultado por cuanto uno siempre espera una corrección o un sano halago de una buena iniciativa.
Varias horas después me comunicó el teniente: -¿Sabes? Dice mi coronel que le parece bueno e interesante, pero que en verdad, este trabajo no te corresponde a ti, debe ser de un “oficial”. Si quieres mandarlo debes ponerle mi nombre que avala la seriedad y el tuyo como auxiliar - haciéndome entrega de mi impecable trabajo el que guardé en mi caja dc campaña con profunda pena y sintiendo que la gestión de quienes servimos a un mismo Ejército, obedece a un sincero deseo de servir y una misma vocación. No justifico esas diferencias de las personas cuando no todas han tenido la misma oportunidad.
No le dí más vueltas al tema y lo guardé como archivo del ingrato recuerdo, sin antes derrumbar en mí la imagen del comandante al que agredí con mis malos pensamientos considerándolo injusto y “clasista” y echándole mil maldiciones a sus propios demonios.
Los tiempos aquellos eran difíciles, agotadores, lejanos para la familia, nadie pensaba en el hogar, en las responsabilidades de padres, en las obligaciones de esposo. El primer año del nacimiento de mi hija, no la vi jamás. Solamente un sábado de todo un año pude compartir con mi familia porque estábamos empleados día y noche en muchas actividades de control y seguridad. Las Unidades permanecían en permanente emergencia, dormíamos arriba de los camiones con casco de acero y fusil, listos para salir a combatir y pasábamos noches interminables cuidando estanques, torres eléctricas poblaciones militares y cuarteles con un desgaste casi inhumano de personal. Nuestros camaradas dedicados a la Seguridad Militar, trabajaban en dos frentes: el externo, muy juicioso y legítimo detectando posibles situaciones de riesgo en contra de nuestra propia integridad, pero también se tornaban en nuestro peores enemigos, tratando de sorprendernos en situaciones de abandono e informando de cualquier anomalía. La Guardia que efectuábamos en las poblaciones, eran de protección hacia “adentro”, para nuestras propias fuerzas, más que las externas adversarias. Una guardia nos obligaba a permanecer 24 horas apostado en las poblaciones, y terminábamos hecho un harapo. A la mañana siguiente ni siquiera tiempo para nuestras propias necesidades. A veces, en la hora nocturna concurríamos a algún cerro cercano, escondidos, esperando no ser sorprendidos, y estábamos a metros de nuestras propias viviendas. Se nos prohibía entrar a las casas y aquel que lo hiciera, era drásticamente sancionado. Era muy indecoroso y triste ver en esos años a viejos suboficiales, con tantos combates en el cuerpo, pasearse por toda la población “Los militares”, soportando estoicamente las inclemencias y exigencias, sin posibilidad de ninguna regalías, y controlados muchas veces por clases del área de seguridad, de menor rango.
Una noche se produjo una emergencia. Llegó una orden en la que se preveía un ataque y un eventual envenenamiento de los estanques del agua potable en alguna población de Antofagasta.
Se puso en ejecución la maniobra y los camiones salieron en diferentes direcciones para cumplir el plan de protección establecido.
A mi me correspondió la delicada misión de protección, tomando todas las medidas de resguardo en un sector cercano a los “Jardines del Sur”.
Con el CB1 Jaime Aliste, nos nombraron para esa tarea. Nuestros fusiles, la munición el cargo de abrigo para vencer el frío de la noche y en una marcha nocturna y silenciosa fuimos dejados en el estanque el cual debíamos cuidar y proteger conforme al plan de seguridad dispuesto.
Al llegar al lugar donde se ubicaba el estanque, el oficial de seguridad encargado de la disitribución del personal en el Plan nos recomendó:
- Mucho cuidado con el estanque del agua, que es un lugar vulnerable para los ataques terroristas y pueden envenenar el agua de la población. Cuídense y cualquier cosa disparen. Las radios están cargando las baterías y no habrá comunicación. Cualquier emergencia, actúen y mueran combatiendo en el intento.-
Con el CB1 Aliste nos pusimos de acuerdo en un santo y seña común para identificarnos, aparte del establecido para las propias tropas. No nos quedamos al lado del estanque por q ser muy obvia la posición pero sì nos alejamos describiendo una zona de seguridad formando un circulo c de control unos treinta metros de modo que girábamos con el estanque al centro cada una hora, tiempo en que nos encontrábamos cara a cara en nuestro recorrido. Allí conversábamos silenciosos, sin luces ni nada que nos delatara y observábamos atentos la llegada, en cualquier instante, del enemigo.
- ¿Pasamos bala por si acaso?- Le pregunté al CB1 Aliste que era el clase más antiguo conforme a nuestra jerarquía.
- Si, pero deja asegurado el armamento. Hay que estar bien seguros de usar el fusil…- NO, mejor no. Estemos listos para cargar pero desasegurados para no perder tiempo y actuar.
- Seguimos patrullando, dividiéndonos la zona general en los segmentos circulares alrededor del estanque.
Estaba en ello, en el lado opuesto de mi camarada de patrulla, justo hacia el lado que daba hacia el oeste de nuestra ubicación, cuando observé dos luces que se acercaban silenciosamente en una situación de gran sospecha. Pronto observé que el vehículo se detuvo y adopté una posición de tiro efectivo, pensando en que pronto encontraría a los terroristas corriendo hacia nuestro lugar de custodia, para envenenar el agua.
Esperé en silencio, respirando entrecortado, mis ojos de pronto se nublaban de la emoción o de la preocupación. Estaba la vida en juego. La mia y la de los terroristas, pero el daño era mayor, si moría en combate y ellos lograban su objetivo, serían cientos los ciudadanos que al amanecer, prepararían su desayuno mortal con veneno en el agua y morirían cientos de niños, hombres y mujeres. Había que morir con las botas puestas. El ataque seguramente se produciría en cualquier instante. El CB1 Aliste se demoraba más de la cuenta y yo esperaba que no delatara nuestra posición, a pesar que teníamos la ventaja de desplazarnos por la oscuridad, llevando la iniciativa en la acción.
En el automóvil se percibían movimientos, y pensaba:
- Están preparando los paquetes del veneno para el agua o preparando el armamento para el ataque.
No puedo esperar. Tal vez mataron a mi camarada. Yo debo responder de la situación. Soy soldado, la esperanza de salvaguardar el agua y esta es mi misión.
Me arrastré unos 50 metros por el suelo, a punta y codos, evitando todo ruido posible. Ya había perdido la posibilidad de contactarme con mi cabo Aliste. Observé. Algo ocurre. Me Subí a una pequeña loma y me dije: Seré un poco más espectacular para infundir miedo al enemigo. En un instante que fueron milésimas de segundos, cargué el arma y grité con toda mi voz y fuerza. ¡¡Alto, quieeeen vivceeee,! ¡ Saaalgaaan con las manos en alto… A la vez que gritaba dando intrucciones al aire a mi “escuadra imaginaria” para que pensara el adversario que entre varios los teníamos rodeados.
¡Tirador uno apunte a la cabeza! ¡Tirador dos, atento con las granadas!¡ Tirador tres, apunte la ametralladora!
Estaba en eso cuando llegó Aliste…-¿Qué pasa we…n? Shhhhttt los terroristas…Quédate acá protégeme. Yo actúio. (Que bueno que estès vivo).
Corrí desaforado hacia el automóvil, pero no quise dispara, hasta no encontrar evidencia exacta de la presencia del adversario ordenando: ¡¡Fuera!!!
De pronto, salió un individuo completamente desnudo, con una mano cubriéndose la erecta intimidad, y la otra mano en su nuca.
En el lado contrario se abrió la puerta lentamente y bajó una dama, completamente desnuda también, a la cual no le dimos tregua: ¡¡Arriba las manos!!…..observando con pudoroso disimulo, en la tenue luz que llegaba de la contaminación lumínica de la lejana ciudad, su contorneado cuerpo y sus sensaciones de nerviosa tensión.
¡Carnè de identidad….! Gritó Aliste.
Le dije casi en sordina -…Weòn.. perdón “mi” cabo. Están en pelotas…
. Chuch… Yaaaa, ¡¡identificarse!!
- Una voz asustada, débil, llena de pánico se oyó en la noche del estanque: -Mire caballero, soy estudiante universitario y venimos de la discoteca con mi polola….Sabe? Yo hice el Curso Especial de Estudiantes en el Regimiento de Artillería Nº 5 “Antofagasta” y conozco al Cabo 2 Alberto González y al Sargento Goutier….(nombres muy familiares para mì.)
- Yaaaa, ¿y en qué “andais” por aquì???
- . Bueno… como usted ve….
- Ya, ya, ya…entiendo….¡¡Última vez que se te ocurra venir a “pisar” al estanque del agua de este sector!! ¡¡Saca plata del bolsillo y ándate a un hotel, weón. Porque fuiste pelao Artillero te salvaste.¡¡ Váyanse y no vuelvan nunca más….!!
- ¡¡Patrulla, guardar el armamento…!! Grité como voz de mando para los supuestos centinelas que protegían mi actuar. Ya el Jaime Aliste se había acercado definitivamente a mi lado, con esos ojos desorbitados, creyendo que era un sueño lo que veían sus ojos…¡Harto rica..- me murmuró… -Asegura el fusil mejor - le contesté-
Nos sorprendimos riendo a carcajadas, después del ataque terrorista en medio de la madrugada fría y de escalofríos. Vimos salir con la rapidez de un rayo los tórtolos enamorados, vistiéndose rápidamente y enfilando por el camino, perdiéndose en la noche antofagastina, buscando un hotel o un mejor destino….(Creo, sinceramente, que ni lo uno ni lo otro…)
La experiencia del ataque, nos relajó. Esperamos pacientes, Ya quedaba poco para el amanecer y estábamos tan bien instalados cercanos al estanque, que nuestras rondas nos permitían observar en el amplio círculo de desplazamiento, las posibles vías de acceso adversarias.
Ya comenzaba a amanecer con esa tenue luz que da el crepúsculo matutino y posprimeros cantos de los gorriones. Al lado del estanque, había una escala soldada a la estructura que llevaba a la tapa superior. Le dije al Jaime. –Espérame. Subiré a ver si es mejor ese punto de observación. Fusil en la espalda llegué al alto estanque. Saqué la tapa para verificar el interior y la cantidad de agua. Solamente expelía un mal olor. Pasó un rato, ya comenzaba a clarear. El interior del estanque, estaba definitivamente vacío. Un par de cadáveres de canes muertos en proceso de descomposición. Papeles, bolsas de nylon, piedras y un basural que hablaban muy claro del estado de abandono de ese lugar, señalado en el Plan del oficial de seguridad como zona de objetivo adversario.
Miré a mí alrededor. A doscientos metros más al Este, había otro estanque, se notaba bien mantenido, en mejores condiciones y por supuesto que nos acercamos después de bajarme con cierta dificultad por la empinada escala. AL acercarnos, sentimos el canto del chorro del agua de llenado que caía con gran presión al interior y algunas gotas de la cañería de drenaje humedecían un pequeño bofedal donde crecían frondosas cañas que daban una sensación de frescura al lugar.
Habíamos estado toda la noche, cuidando un estanque vacío y abandonado.
La historia del estanque y las unidades de emergencia volvieron a sus lugares de origen y se preparaba el Regimiento para un nuevo ejercicio en la zona del cordón O´Higgins.
Nueva etapa. Preparar la caja de campaña, revisar los elementos de escritorio, comprar insumos para las órdenes, timbres, tampones, repuestos de cintas, gomas de borrar, resmas de roneo, las carpas, las redes del mimetismo, los palos, las cuerdas, las estacas, el camión, los sacos, las frazadas, el casco, la ropa de abrigo, la ropa de cambio, la linterna el gas, el fusil, el arnés, el mimetismo, las lámparas “Petrogas” a parafina. Ufff…(y para la emergencia personal, la cocinilla, los queques, las roscas, el despertador, los tarros de atún, el lavatorio, el bidón de agua, la cebolla infaltable y hasta los huevos envueltos en abundante papel de diario, una que otra mercadería para enfrentar la ausencia de la logística que en esos años, en verdad, no llegaba nunca y pasábamos hasta quince días esperando alguna ración, logrando siempre “movernos” con algo de pan, comprado en la ciudad con algún vehiculo que bajaba con solicitudes de arreglos de motores, neumáticos o repuestos para la guarnición.
No quisiera alargar tanto el detalle del ejercicio, fue óptimo y de gran valor para nuestra preparación y para la instrucción. Solamente quisiera, apuntado a terminar con lo que estoy narrando, que una tarde, mientras confeccionaba una Orden de Combate, escribiendo en la máquina sobre el cajón de campaña, al sacar unas hojas de roneo y unos calcos, el coronel Garfias me preguntó -¡Qué es ese documento de tapas rojas anillado que tienes allí en tu caja?
- Ah mi coronel. Es el trabajo que le mostró el teniente Ronny Vasco, en esa tarde en que usted dijo que …eso era trabajo exclusivo de un oficial…
- ¿Quéee…????
- ¡ A ver!… tráelo para verlo…
Seguimos en el trabajo de las órdenes y distribución a través de mensajeros motorizados.
En la noche, mientras tomábamos una taza de café, el coronel me dijo: - Garcia. Leí su trabajo. Me parece excelente. Lo enviaremos apenas lleguemos, a la revista “Armas y Servicios” y a la superioridad para verificar los contenidos y ver su posible inclusión como trabajo de una cartilla.¡¡Ese teniente Vásquez…Un mentiroso. Nunca me mostró este trabajo…
- ¡Lo felicito y ordenaré en su Hoja de Vida una felicitación de más un punto, por su excelente aporte. (¡Plop!)
Cuento inconcluso…
No puedo seguir en esta oportunidad. El tiempo apremia. Por más de un año he estado escribiendo, borrando, reescribiendo, eliminando, agregando, quitando y poniendo. En definitiva no tengo nada de escritor, no he logrado cultivar esa facilidad de expresión, que encante y entusiasme, que me permita fluir en ese necesario manantial que nos lleva al río de las aventuras en el arte de la palabra. No soy escritor, solamente recreo lo que mis ojos han visto y lo que mi espíritu de soldado ha logrado captar en mi lenguaje soez y grosero, o en ese lenguaje que me ha llevado solamente a sobrevivir.
La hora de partir en este primer intento me sorprende. Quedan tantas historias que contar, por lo pronto cierro este capítulo, I Parte, porque la segunda, Dios mediante, comienza hoy, en la marcha que a principio de estas letras les contaba, y que me sorprenderán en mis nostalgias, si es que las tardes futuras me acompaña la memoria, por que en verdad, queda mucho en el tintero….
Gracias a Dios que me ha dado esta nueva oportunidad…Gracias a mis Jefes que me han acompañado en este intento… Gracias a mi familia que desconoce este trabajo pero que me soporta en mis ausencias o en esas noches de computador encendido y de sueños cortos…pero sobretodo gracias, a mis amigos, a quienes comparten conmigo estas últimas tardes de oficina, a quienes les debo tanto por su paciencia, por su amistad, por su comprensión, a mi camarada y compañero de curso SOF. Juan Oyarzo Aguila, gran militar, mejor soldado que yo, que debía haber sido distinguido con la presillas de Suboficial Mayor, pero que ya las lleva en su alma y corazón de soldado de vocación, al CB1. Alexis Martínez, que escucha silencioso o lee de reojo las tonteras que escribo; al CB1 Marcos Guerrero, que a cada instante repara en que tengo mucha imaginación y se ríe de estas inútiles horas perdidas, por que dice claramente que no tengo esperanzas, que el premio del concurso, ya debe tener “nombre”, al CB1 Villouta, servicial y generoso y lleno de buenas vibras, al CB1 Luis Berenguela, excelente padre, esposo, y resbaloso en el trabajo, como también a su amigo inseparable, con quien le separan diarias discusiones laborales, CB1. Inostroza, de buen espíritu y gran trabajador, de alto compromiso, a la Cabo Valenzuela, nuestra “dama” enfermera que reemplaza a la ausente secretaria, que siempre está sonriente y que pasa a cada rato por mi escritorio y me observa, escribiendo, concentrado, pensando tal vez que la ignoro, porque estoy ensimismado y temeroso de desconcentrarme en mi pequeña obra, pero que sabe en el fondo del corazón que el sentimiento de paternidad que nos une mucho tiempo, desde que recién comenzara su carrera militar, es y será siempre perenne en mi. A los enemigos envidiosos, arribistas, chaqueteros, de pésima voluntad que nos rodean y que desean verme caído, gracias porque me hacen más humildes, aunque les responda con indiferencia, ellos me permiten darme cuanta que la vida sigue su curso y que yo, tù, ese y aquel, pasamos como nada por la vida otorgándonos ínfulas y aires que se mueren con los alientos de la noche y nada nos llevamos…Gracias a la Institución que me ha dado y quitado, alegrías y penas, justicia e injusticia, pero que me han hecho un hombre integral sin por ello luchar cada día por un mundo más ecuánime, de mayor justicia y de mejor futuro para los que empiezan como yo, ilusionados, pero que en el camino se sienten golpeados tantas veces. Gracias a mis ex Comandantes del “Esmeralda”, Lagos, López, Sánchez, Echeverría, Garfias, Romero, Slater, González, Barrientos, Jara, Villagrán, Rothkegel: A Muñoz Prussing, Grunert, Sandoval, Hernàndez, Fuenzalida, Cifuentes, Becerra. Del desaparecido RR Nº 20 “La Concepción”, cuya historia esta en proyecto: Coronel Marcos López que me dio la oportunidad de escribir en su publicación mensual “La Concepción Informa” y que despertó en mí esta ansia de expresar en palabras mis sentimientos, Daniel Arancibia Clavel que confió en mí humilde aporte en la creación de su obra “Presencia del Ejército de Chile en la II Región” y sus oficiales, al Cuartel General de la I División de Ejército, tan frío, tan especial, pero que poco a poco ha ido mostrando el rostro afectivo y cariñoso de su gente, a la cual he logrado conocer sabiendo de las riquezas interiores de su alma, tanto a oficiales, suboficiales, Clases y soldados. A mis amigos de la Banda Instrumental, al Cuerpo de Suboficiales y a quienes me han regalado desinteresadamente una sonrisa. A aquellos o aquellas que alguna vez se aprovecharon de mi amistad y fueron indiferentes a mi sano espíritu paternal, mi comprensión, mi perdón. La vida es nada, somos un punto en el espacio y nada es lo que somos por que nada llena los vacíos de nuestra imperfección humana. Gracias a mi hija Carolina que noche a noche me pregunta: ¿Cuándo hablamos? Pero yo estaba en esto; a mi nieta Samantha y al que viene en camino, al cual, le llevaré a U.S.A. la réplica de la espada de OHiggins. A mis amadas hermanas y sobrinas, a mi padre ausente, a mi madre presente y a la vida misma, a mis hermanos Pampinos de ayer hoy y siempre. Muchas Gracias.
Antofagasta 27 de Agosto de 2012