Camarada y amigo Luis Carvajal Ulloa (Q.E.P.D.)
Recordarte en este minuto de tu
partida, significa traer al recuerdo de la mente tu invalorable apoyo cuando fui soldado conscripto del Regimiento
“Esmerada”, y donde compartimos muchas horas de servicio allá en la lejana
cordillera, cercanos a Monturaqui e Imilac, y en esas soledades, donde la vida
transcurre silenciosa junto al viento frio
de las montañas, y donde las estrellas se dibujan majestuosas cada noche
en un paisaje de constelaciones y luces que
escapan fugaces del manto negro a cada instante, surcando sus caminos
luminosos que se encienden brevemente en un
corto segundo de vida perdiéndose en los abismos, nos enseñabas, entre
tus cualidades de líder y soldado y también de hombre de campo, los “trucos” aprendidos en tu vida de “huaso” sureño, trayendo en tus memorias tu amado Temuco.
Eras un “Cabro Montañés” por excelencia, y tantas veces nos deleitaste con tus
hermosas historias en lenguaje coloquial y de raíz amena, sincera y afectiva.
Cuando en un tiempo de esos largos de comisión
en la frontera, vivimos la emergencia producida por los cambios
imprevistos del clima y quedamos aislados por la nieve y la inseguridad de los campos minados de ese
tiempo, y sin comunicación radial ni menos física, por la imposibilidad de contar con el servicio de
trenes de ferrocarril que hacían sus viajes hacia Socompa y ya transcurridos
varios días en que se acabaron las provisiones de víveres, logramos a tu
consejo y experiencia, reunir lo poco
que nos quedaba en un solo fondo común para subsistir, empleando sistemas
de alimentación restringida. Enfrentamos unidos la emergencia y necesidad,
y gracias a tu espíritu de hombre de la montaña, preocupado de tus “jóvenes”
soldados niños que nada sabíamos de subsistencia ni menos de supervivencia, sorprendidos de tus capacidades de líder,
alguna tarde cocinaste entre unas latas viejas, un zorro lánguido y flacuchento
faenado a escondidas, y tuvimos sopa caliente con esos huesos casi pelados y
poco carnudos que hervían espumosamente
en un par cascos de acero y que nos sirvieron, con generosidad y necesidad extrema, como un
manjar para calmar nuestra hambre, abandonados en medio del aislamiento del
abastecimiento involuntario por causas climáticas, compartiendo esas
experiencias con nuestro recordado suboficial Calameño, el “viejito” Miranda ó
el impetuoso joven teniente Gortázar que se paseaba ufano y orgulloso con su
boina de infantería por los carros de pasajeros que alguna vez lograron pasar
hacia Argentina por los pasos de Jama en
esos fríos y tan poco acogedores coches de ferrocarril.
No puedo dejar de recordar esas
salidas furtivas en la emergencia alguna tarde, en esos difíciles caminos y
quebradas, sorteando los obstáculos y la nieve con esas maravillas de máquinas
como lo eran los camiones Unimog, marchábamos nerviosos con la esperanza de cazar
algún burro salvaje de esos que a veces cruzaban las cordilleras desde
Argentina o se desplazaban casualmente por tantos cerros y quebradas. Alguna
vez tuvimos la suerte de atravesarnos con un animal que en el día de hoy, pensando con el corazón, nos produce mucha tristeza, pero que en medio de
las circunstancias de la vida militar, teníamos que sacrificar en bien de la
supervivencia, alimento que compartíamos con el cuidador de la estación, el entonces
maduro Señor Vargas, que custodiaba ese
lugar y en cuyo patio principal de su casa instalábamos la central de
telecomunicaciones, considerando algún
dormitorio de esas casas casi vacías para el Comandante de la Sección y en otro
espacio el Suboficial Miranda y varios clases en algún otro lugar cercano o
contiguo a la casa principal.
En ese sitio el Sr. Vargas tenía
esas salamandras a leña para el frío y cocinaba también en ella parte de lo que
le donábamos después de la cacería, (por cierto no muy a “gusto” por lo obrado),
pero ante la necesidad, nos salvó el momento algún guiso de carne y que “Varguitas”,
como le motejábamos con cariño, mostrando su mejor sonrisa dibujada con su único
diente disponible en su boca, preparaba con sus manos diestras en medio de su agradable y amena charla, trozando en un
viejo tablón algo de la carne que cocinaba con muy poco aderezo y/o condimento que
le quedaba de sus raciones escazas de víveres, considerando un poco de sal, para
superar el mal gusto. En esas horas nos
entrelazábamos junto al fogón del Sr. Vargas, para recibir el calor de la
salamandra, y a veces nos quedábamos dormidos en la tibieza de ese cuarto de la
estación, apegados por el frio gozando de su fogón de leña en el que se
consumían trozos de madera de viejos durmientes, reemplazados por las
cuadrillas de reparaciones de trabajadores carrilanos, en el largo camino de la
línea férrea que atravesaba todo el desierto. También compartíamos lo poco que
teníamos con algunos trabajadores vecinos, también “aislados”, y era nuestra
única forma de comunicarnos con la ciudad, ese antiguo teléfono a magneto de la
oficina principal de la estación, que requería darle innumerables vueltas a la manivela para activar las señales
de timbre y oír desde muy lejana distancia, hablando a “grito pelado”, para tratar de escuchar alguna voz lejana que
contestaba con gran dificultad y que nos
servía como retransmisión y enlace con el telefonista del Regimiento, para
enviar mensajes que a veces las radios BLU de 20 Watts, por temas de energía o
complicación del aire, fallaban.
Para ese efecto de comunicación
radial, funcionábamos como Central y
teníamos solamente un generador manual, la llamada “bicicleta”, accionado el rotor del motor con nuestras
manos, pero a veces fallaba y quedábamos aislados.
Fue fundamental tu impulso a la
tropa desconfiada y llena de temores pero tú,
el ”Montañés” que se enorgullecía de su “boina” verde, te chantabas
frente a todos nosotros y con ese característico
sonsonete y tu lenguaje de campesino bonachón nos interpelabas: “¡PELAOS…PONER
ATENCIÓN!, y nos hablabas de la “Misión”
y la tarea que debíamos cumplir, y tu
palabra se entremezclaba con la convicción del deber y era tan clara tu expresión
que nos convencías paternalmente como líder, a poner todos nuestros esfuerzos y
juvenil entusiasmo en asumir las tareas por las cuales cumplíamos esa
misión de protección cercanos a la
frontera.
Alguna tarde nos enseñaste a
descuerar y reír también con el tema de los “locos altiplánicos” utilizados
también en otras circunstancias, en especial aquellas cuando llegaban en visita
ocasional de conocimiento a la zona, Cabos recién egresados de la Escuela, o jóvenes oficiales,
a los que también se les vacunaba con la “antipúnica”, a fin de evitarles el
mal de la “Puna”, en medio de las muchas sonrisas ocultas de quienes atribuían
a esos tratamientos como serias bromas.
Te vimos marchar muchas veces con tu
fusil de infante que parecía liviano como el plástico. Jamás mostraste
debilidad frente a la fortaleza de soldado pues tu orgullo de ser soldado de
infantería, te hacia superar toda debilidad o situación de fuerza. Con tu
mochila y fusil te vimos correr en muchas oportunidades, integrando las fuerzas
de la infantería, integrando como líder
indiscutido, las tradicionales ”Competencias de Patrullas”.
En ese bendito pasar en el desierto
nos hiciste crecer como niños que recién estábamos aprendiendo lo que era la sacrificada
vida de soldado.
Tuve, en años posteriores a mie
experiencia de soldado, la fortuna de
ser acogido por tu amistad en mis tiempos de “Reservista”. Allí nos hicimos más
amigos, y más tarde, como colegas y
hermanos de armas, siendo tu nuestro líder “más antiguo”, en mi reciente destinación
como Cabo 2do de Infantería al Glorioso “Esmeralda”, cumplimos juntos roles de guardia
en muchas ocasiones en nuestro cuartel. Recuerdo que a veces estabas sereno y
tranquilo, tu mirada fija en el horizonte oscuro de la noche y de pronto te
dabas a la necesidad del control del
Infante y gritabas con toda tus fuerzas a los soldados: ¡¡ASALTO AL CUARTEL!! y
golpeabas la mesa y quedaba la loca carrera de muchachos, agarrando fusiles,
cascos, fornituras y todos intrépidos y audaces, corríamos, (Comandante de Relevo incluido), a tomar las posiciones defensivas de combate, porque
entrenábamos el plan dos o tres veces en la larga noche y así nos mantenías
despiertos, preocupados y atentos a la
misión y disfrutábamos cuando ya la
noche volvía a ser día y estabas intacto, impávido lleno de la misma energía y volvíamos a la amena charla con quien fuera tu “Comandante
de Relevos” y que periódicamente en le
transcurso de la noche, me enviabas a
controlar los puestos de los centinelas. Vivimos muchas acciones en esas
interminables horas del siempre interminable “servicio”.
Cuando trabajamos en la “Cancha de
Obstáculos”, en la construcción de ese circuito de instrucción donde el Armero
Núñez Guerrero me enseñó a soldar las pesadas vigas de fierro de los obstáculos
en construcción, en el primer obstáculo donde pendían las cuerdas de ascenso de cinco metros de altura, tú me enseñaste a
escalar y como buen montañés me ayudaste
a dominar la técnica, la que aprendí con facilidad, y cada vez que había que pasar esa cancha, al
menos en ese primer obstáculo no tenía
grandes problemas no así en la “Mesa Irlandesa” que me dejaba los brazos
morados y que tanto me costaba sortear y
que el “Negro” Belenguer, 2do. Comandante, pasaba casi soplado como rauda pluma, por su gran
capacidad física y destacado espíritu deportivo.
Pero fueron muchas historias que
compartimos, sobre todo en la cordillera donde de verdad eras experto. Pasamos
muchas horas conversando y eras ameno, agradable y lleno de energía y cuentos.
Hace un tiempo atrás, en medio de la
pandemia, hablamos por teléfono: Tu misma voz, tu mismo entusiasmo, tu permanente orgullo de
ser soldado y patriota, me contabas de las dolencias de tu cuerpo, de tu
enfermedad, de esa situación que se vive en el dolor del alma, y aun me contabas
con tu voz emocionada de tus hijos, los famosos “Mellizos” que no tuve
ni tengo el gusto de saber ni conocer.
Cada vez que volvías del Calama, de la Montaña,
llegabas al” Esmeralda” y teníamos la oportunidad de estrecharnos en un abrazo
fraterno, y entender que la vida militar es un camino de
hermanos que parten juntos, que se dividen en los senderos, pero que siempre permanecemos
unidos, unos por el norte otros por el sur, otros por los cielos y los más viviendo y luchando por nuestra subsistencia
con los más hermosos recuerdos en esta amada tierra.
Un soldado, para hablar de lo que es
la vida militar, debe estar allí. Nadie puede ni tiene la autoridad moral ni la
capacidad para hablar de lo que no ha vivido ni menos conoce ni menos sabe de
nuestra entrega, integridad, lealtad, de nuestra jerarquía respetuosa, pero sin
dejar jamás de cultivar la sana amistad.
Es por eso que, en este día en que
las tristezas consumen el corazón y el alma por tu partida definitiva al cielo
de los infantes “Esmeraldinos” de siempre, no puedo dejar de expresarte el
cariño y el recuerdo de tantos momentos compartidos como hermanos de armas y
amigos del combate y del silencio nocturno.
Aprendí a conocerte en esas largas noches
de vigilia, al calor de un ardiente fogón, con un tacho de café para amainar
los pesares del frío, (que entendemos los que “hemos” estado allí), sintiendo
esos pies helados, congelados, inertes, tratando de tomar el calor de las
llamas para entibiarnos y quedar desde siempre y para siempre, empapados del
sentimiento más puro que es la amistad y liderazgo de un soldado.
Descansa en paz amigo y hermano
soldado de siempre y para siempre.
Fotografías aportadas por Raúl Carvajal Escobar
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