Era frecuente en los días de escuela de la pampa,
a la que concurríamos los de cursos más pequeños solamente en las tardes, que estuviéramos con mamá toda la mañana, acompañándola en las rabietas
del día y obligadamente ayudándola en
los quehaceres de la casa. Nadie estaba exento en nuestra casa de trabajar, en lo que fuera, para el bien de todos.
Siempre nuestra madre fue muy exigente, al menos con los que éramos los
hermanos mayores.
Mientras ella
cocinaba o picaba la cebolla, nosotros corríamos las sillas que se usaban en
ese entonces en lo que llamábamos la “Sala” principal a la entrada de la
pequeña vivienda.
Con mi respetada “hermana mayor”, Ana Maria “jugábamos”
a pasar el “chancho” con una virutilla bajo el peso de ese armatoste de fierro que tenía apernado
un escobillón a veces muy gastado, y que servía para sacarle brillo, después
del encerado, al piso entablado. Nos entreteníamos desplazándonos como campesino en el arado, arrastrando el pesado
“chancho” sobre las tablas, que ennegrecidas
por la cera acumulada en sus hendijas y
porosidades al transcurrir de las semana,
se tornaban opacas y oscuras. A veces en
los pocos días libres que tenía mi padre, él hacia su gimnasia de piernas tipo
boxeril, desplazándose a dos piernas y sacando como verdadera escofina con las mallas del acero de la virutilla,
toda esa grasa de la cera pegada y oscura, y con ese ejercicio, iba floreciendo la madera
viva, llena de hermosas vetas, entonces nos alegrábamos de esa limpieza que con
tanta efectividad efectuaba en un juego de colaboración permanente a mi madre,
y que nosotros en sus ausencias laborales, imitábamos, con ese mismo entusiasmo con el pesado
“chancho”, pero con un gran interés, puesto que después de hecho aquello,
tendríamos el “permiso” y los “setenta pesos”
correspondientes al valor de la entrada, para arrancar alguna tarde
a sentarnos a ver una película en nuestro Teatro de Maria Elena. Debo ser
sincero, yo me ganaba los setenta pesos,
ese billete azul con el rostro de OHiggins y esas dos monedas blancas para mi
entrada a la “Galería”; pero mi hermana,
más fina y no tan de pueblo como yo,
había que darle el doble, porque ella se sentaba en la platea que tenía
sillones cubiertos y blandos en cambio
nosotros los de abajo, sillones con tablas
bien moldeadas para las sentaderas pero por cierto más duras. Los de “arriba”
en la platea, los de “abajo” en la galería.
En la faena
del “Chancho” nuestro y en la de la cocina el picadillo de las cebollas para los tallarines con salsa, oíamos
a veces a mi madre llorar de vez en
cuando y la sorprendíamos cantando, mirando un papel con la letra
escrita de la canción a lápiz grafito sobre su mesa de trabajo de cocina, muy afinada como era ella, entre lágrimas de
la cebolla o quizás de algún personal
recuerdo, entonando: “Era un
triángulo, triángulo, triángulo (había allí una pausa: tatata - tan) y
proseguía alargando el final del verso, “Nuestro
quereeeer…”. Sus lágrimas entonces corrían por su hermosa y tostada
mejilla, la suponíamos siempre, por
causa de la fuerte esencia de la cebolla,
no por algún sentimiento que le
recordaba quizás un secreto triángulo de esos tan comunes que se leían mucho en las revistas de
“Fotonovelas”, o “Cine Amor”, o en esos
libros como “Pampa Desnuda” que en esas largas horas de biblioteca escribiera
el Sr. Sánchez y que con los años vendía en las esquinas de la ciudad de
Antofagasta o Santiago, con tanta ilusión y con un casco de minero, que algunos
lo tildaban de loco, aunque fuera para honor de los pampinos, uno de los
primeros escritores reales de nuestra pampa.
Para alegría
nuestra, el olor a cebolla no nos alcanzaba en la faena de limpieza, arando con
el chancho, puesto que los olores se disipaban rápidamente, aprovechando la
corriente de aire que entraba de la
mosquitero de la puerta hacia la calle
Luis Acevedo, y que se llevaba los
olores de la cebolla y las notas de las canciones, por una hermosa “Claraboya”,
que mi papito con ingenio y ayuda de unos maestros de la carpintería, había construido en el tejado, con ventanales
que se abrían tirando con una cuerda desde abajo, y que más allá de la utilidad
práctica que muchos luego tuvieron en sus casa, nosotros como niños, creíamos que eran ventanales o puertas que nos llevaban al cielo.
En realidad
los tejados estaban siempre cubiertos de gruesas capas de tierra y elementos de
desecho, cajas vacías con botellas que alguna vez fueron de la cantina de
nuestros vecinos del “Rancho Chuqui”, algunas
alpargatas abandonadas o tiradas al
techo a propósito, pelotas de trapo
ajadas por el sol inclemente, o juguetes de lata de sardinas, que eran nuestros
mejores entretenciones.
Una vez fueron
los maestros “plomeros” a instalar una chimenea para la cocina a leña del patio
de mi casa, subieron al tejado a la
faena desde muy temprano en la mañana, y al parecer era solo perforar el zinc
del tejado, poner la prolongación del tubo metálico y sellarlo con brea y/o algo de felástica con pintura, una sencilla tarea;
sin embargo, aparte de la brea caliente, que fundían en un tarro con leños en
la calzada de la casa, seguramente alguno de los maestros de la “cuadrilla”, subió al remate
final con su botellón de vino
oculto, y ya muy tarde casi noche, sentimos
los ruidos en el tejado, pensando que era un gato, y los gritos del buen hombre nos pedían la escalera.
Seguramente se durmió cansado y asoleado toda la tarde tapando el orificio con brea y esperando que se secara con su buen botellón de vino. Hubo
que llamar por teléfono desde el Pasaje
“Orella”, a la “Oficina de Casas” para traer una escala y nuestro buen trabajador, se fue con una sonrisa en
los labios, descansado de la “mona” y
feliz con el resultado óptimo de su eficiente trabajo.
Yo me subía
muy seguido al techo, por el palo del asta de la bandera, con esforzada destreza
y cuidado, y entonces les decía a mis hermanas que allí había un mundo de
muñecas y que era todo hermoso, en
especial sentirse como en las nubes pampinas que a veces eran muy escasas en las tardes
calurosas, pero que nos pintaban el cielo de crepúsculos arrebolados multicolores en esos inolvidables atardeceres en
su caída hacia el oeste de “nuestro sol” pampino que se retiraba a dormir en alguna cama del lejano océano en las
noches.
El tejado era
otro mundo y cuando estábamos en la sala pasando el chancho mi hermana menor me preguntaba que como sería subirse al
cielo por esa ventana y cabalgar en las nubes,
esas que yo le hablaba que abundaban en ese espacio y que soñaba con
conocer ese mundo de cuentos y acunar alguna bellezas de carey.
Limpiar con el famoso y pesado escobillón de fierro, era
toda una odisea de movimiento en espacio
tan pequeño: corríamos las sillas
que eran de madera noble y fina, como casi todos los muebles de
los pampinos, construidos en la misma carpintería de la empresa, con esas
perforaciones en su maderas de la sentadera como bizcochos de naipe y muy barnizadas con un
cubre sillas de género para evitar
que se destiñeran y que mi mama confeccionaba
con algún cortinaje o tela barata
adquirida en nuestra pulpería, para
proteger . de la tierra nuestros humildes pero útiles muebles.
Después de
terminar la sala, venían los dormitorios, cada cual debía hacer “su” cama, y allí trabajábamos toda la mañana sin antes terminar
mi jornada, subiéndome a una silla
y alcanzando la alta tabla de aplanchar
y mojar con una escobilla con té, mis
pantalones cortos café para ir en la tarde a la Escuela, pues mi madre nos daba
a todos pequeñas misiones y debíamos limpiar
y barrer toda la casa y en mi
caso eso era especial, me gustaba aplanchar
mis pantalones cortos de la escuela. Así
ayudábamos los habitantes del pequeño hogar mientras ella asumía mayores
obligaciones mientras se paseaba afanosa y
diligente con su barriga “siempre llena”, esperando una cuarta o quinta
niña. No creo haya sido fácil para ella asumir tanto con esos pampinos pequeños
y buenos para comer, jugar y hacernos cumplir las tareas escolares o dejarnos después de cumplidas nuestras
obligaciones, recostarnos a descansar en
las camas recién estiradas con un libro
de lectura o una revista de aventuras disfrutando
algunas veces del fresco aire que entraba en poca cantidad, pero fresco al fin,
por las ventanas enrejadas.
Llegaba la
hora de terminar el almuerzo y allí sí que mi mamá se tornaba una mujer casi religiosa,
nos dejaba mirarla en silencio absoluto en su tarea que reiniciaría pronto, si
queríamos permanecer en ella como espectadores,
o nos dejaba salir a la calle a jugar para no entorpecer más el urgente
trabajo del día.
Antes de ello
inspeccionaba el aseo, secaba sus lágrimas de la cebolla, lavaba sus manos y
entonces se sentaba después de poner la mesa con las cucharas, tenedores,
cuchillos y las servilletas de género que ella, al igual que las tibias sábanas
de invierno, confeccionaba con la tela los sacos de harina que se hacían
pocos para tanta población, comprados clandestinamente a algún panadero de la pulpería, siempre albas y limpias y que
antes de confeccionar sus paños de plato
o bolsas para el pan, remojaba con
agua y jabón gringo rallado y mezclado
con “Agua de Cuba” , en agua hirviendo,
dentro de unos tarros cuadrados
metálicos, donde se envasaba la manteca, a fuego
lento pero intenso del carbón de nuestra
amada cocina a leña de nuestro pequeño patio. Y en ese ambiente de tranquilidad
y mientras calculaba la hora para el “pito” de
la “Una y cuarto”, que anunciaba la hora del almuerzo, se sentaba en la esquina
de la mesa, más tranquila, lavada sus manos, todo revisado y acorde a lo que le
gustaba el orden y la limpieza, y empezaba su maravillosa tarea, la última de
la mañana antes del almuerzo: su artística, ceremoniosa, llena de oraciones y
buenos pensamientos: “Su” apreciada y deliciosa “mayonesa”.
Dos yemas de huevos, un plato hondo blanco de
esos de loza que se usaban en la
pampa, medio limón cortado listo para
exprimir su jugo, un poco de ajo picado y entonces, y el salero a mano. Nos
decía que para éxito de esa mezcla, debía estar sola y tranquila y entonces nos dejaba elegir:
permanecíamos mirando para aprender silenciosos y sin hablar sin mirar el plato
por temor a que nuestra vista le hiciera “ojo” a su manjar, o salir arrancando a jugar a la calle. Más
preferíamos la calle, pero alguna vez me
quedé allí para aprender la obra de su
manos.
La más rica y
sabrosa mayonesa que hayamos comido como
niños de la pampa, y hasta hoy como adultos,
la confeccionaba en casa mi mamá, y como ella muchas mamitas de nuestra
querida “oficina salitrera”.
Comenzaba con
un tenedor engañando a las yemas, dándole
vueltas lentamente y con la otra mano, tomaba su botella tradicional de aceite,
que comprábamos por litro y a granel”, en la pulpería y lentamente, mirando
siempre al centro, casi sin respirar, con un
sentimiento casi de retiro espiritual, le daba vueltas y vueltas a las yemas
de huevo y poco a poco vertía muy
sutilmente el aceite mezclando y tomando
esa consistencia que después de mucho rato, de girar incansable y constante,
recién comenzaba a tornarse cremosa y firme dándole todo su cariño y
concentración a esa delicia aceitosa casera que le había enseñado a hacer
nuestra adoptiva abuela Anita, que tanto la quería, y que le enseñó a cocinar, a hacer
queques, a confeccionar el pan y
hasta a coser sus propias cortinas.
Entonces el tenedor danzaba la ronda interminable de
la vueltas de la vida y ella concentrada, casi absorta, sin bulla, sin niños,
sin ollas que mirar, sin camas que estirar, sin el “chancho” que limpiar, aprovechaba ese silencio para sus Rosarios
diarios, dándole vueltas y observando los círculos y óvalos que dibujaba con su
tenedor entre la yema y el aceite,
imaginando galaxias amarillas, estrellas y nebulosas que
agitadas se movían en el firmamento de sus sueños y de su mano, dándole a esa arremolinada mezcla, sabores de
polvos de estrellas y caminos de lunas, que cantaba balbuceando casi en
sordina, y tarareando silenciosamente
para no despertar los crueles demonios de las yemas que al verse descubiertas destruían
su danza armónica cremosa y cambiaban sus esencias a débiles y aguachentas espumas aceitosas. A
veces el cansancio la hacía agitar sus
hombros para no acalambrarse, y no se
daba cuenta que la mirábamos oculto desde la ventana y captábamos la melancolía de
su mirada , que entre giros de tenedor y aceite, dejaban escapar alguna lágrima
pequeña sin saber si de alegría o de tristeza, pero que la llevaban en sus recuerdos
a su dura, sacrificada, pero feliz infancia, y a las nostalgias de su familia y
madre ausente y lejana allá en la
capital, limpiándose las lágrimas cuidadosamente con un gran pañuelo de seda, para
no mezclarlas con el aceite y entre
tantas vueltas, recuerdos, galaxias y nubarrones celestiales, en menos de media hora, el volumen del plato sobrepasaba el círculo
verde que marcaba su máxima capacidad y
lentamente iba deteniendo su impulso, y dejando de a poco su constante girar, hasta detener silenciosamente
su trabajo y comenzaba la tarea lenta del
ajo, la sal y el limón, girando ya más tranquila y relajada la ya cremosa
materia, con esa paz que le daba hacer su
buena, y su “mejor” mayonesa.
En otras
ocasiones, en medio de la bulla de nuestros juegos, ella nos hacía callar, y entre
tanto girar la mezcla, de pronto se detenía abruptamente y gritaba impotente y enojada:
- ¡¡ Se me
cortó la mayonesa. Ustedes tienen la culpa!!”
Y nosotros que
ignorábamos esos lenguajes de cocina, y para ser conciliadores buscábamos los trozos
de la mayonesa que suponíamos cortada a pedazos entre medio de las sillas y
entonces nos lanzaba con un nuevo grito a que fuéramos a jugar un rato a la
calle, y volvía a comenzar con nuevos ingredientes una nueva mayonesa, hasta cuando ya tenía su mezcla casi lista, volvía lentamente a echar sobre aquella, esa espumosa mezcla de mayonesa cortada, así entonces
iba salvando la vieja mayonesa y convirtiendo todo en un mágico bálsamo
amarillo, sonriendo, al final, satisfecha
de su ingenio de cocinera.
Terminada su
tarea, nos convocaba a la mesa del almuerzo. Algunas veces papá podía estar
con nosotros, otras no. Cuando así era, compartíamos las crujientes marraquetas pampinas, cortadas en la panera, las que con gusto y satisfacción, nos llenaban la boca de
deliciosos y aromáticos jugos cremosos de
la rica mayonesa, hasta hacíamos un sorteo: El primero que se comiera su plato
de comida, limpiaba el plato de la mayonesa con deliciosas migas de pan,
dejándolo reluciente y limpio, sin quedar en él partículas de aceite, huevos,
limón o sal y ajo. Daba gusto rezar esos días,
la oración del Padrenuestro, pidiendo que “el pan nuestro de cada día”,
fuera siempre así: crujiente y con esa
rica mayonesa.
¡Ah!, ni
decir de lo delicioso, hasta hoy, las
papas cocidas o fritas con mayonesa. Los
“locos” traídos desde el puerto de
Tocopilla con mayonesa; Perejil y salsa verde, con mayonesa. Huevos duros con
mayonesa, y siempre había esa mezcla para
regalarnos esos sabores tan de sus manos que nos acompañaron en las mejores y humildes comidas, porque pareciera que esa
crema mejoraba todo, las sopas de
lenteja, las sopas de porotos, la sopas de garbanzo, el puré de papas, el pan del té de las 5 en punto, la ”once”, con pan con aceitunas….y mayonesa..o
el resto del pollo fiambre, molido, con
un poco de sal….y mayonesa…¡¡Ay Dios!! Cuántas cosas nos alimentaron con esa fresca y refrescante crema de los dioses que mamá (y
las madres de los niños pampinos) nos
preparaba, y jamás nadie se enfermó de “salmonella” ni nadie tuvo que
correr de carreritas al baño, porque
la que ella hacia estaba llena de amor,
de caridad, de oraciones, y hasta parecía nuestra comunión del almuerzo pues con tantos padrenuestros y aves marías no había mejor sabor que esa exquisita
mayonesa.
Mañana
celebramos el Día de las Madres, de todas esa esforzadas mujeres y madres pampinas que nos regalaron tanto amor y tanta
vida.
Estaremos
unidos los mismos de ayer en cada hogar, a pesar de la pandemia, deseosos de compartir un pan, una taza de té
pampino y una tertulia de conversa y de recuerdos.
Mañana será
propicio en la sencillez de los encierros de la “Cuarentena” obligada, aprovisionarse
de algunas marraquetas crujientes, un buen plato de aceitunas, quizás unos
canapés de huevos”, o de “paté de
ternera”, adornados con trozos cuadrados
de zanahorias cocidas y ojalá, como un
homenaje a nuestras esforzadas madres, sentarnos en la tranquilidad de la tarde, con la televisión apagada, para dibujar en círculos
o en elipses, las dos sagradas yemas,
vertiendo el aceite lentamente, hasta conformar esa pasta maravillosa, llena de
estrellas , nebulosas o galaxias amarillas, y que nos traerán el
sabor de nuestra amada infancia, que fue
tan simple, tan delicada y tan noble,
como esa rica y amarilla masa de crema de sueños que confeccionó mi madre, sus
madres, y nuestras amadas madres: la más rica, única, verdadera y
deliciosa mayonesa.