El "Mes de
María", que comenzaba en noviembre de cada año, era la fiesta religiosa “Mariana” de gran convocatoria en nuestra Parroquia “SAN
RAFAEL ARCÁNGEL” de María Elena.
La fe era la que movía las montañas
de necesidades, falencias, preocupaciones e inquietudes y deseos de una mejor
vida, y esas fiestas de oración nos regalaban entusiasmo, alegrías y confianzas,
y la seguridad que la vida sería siempre un caminar lleno del Señor en nuestros
corazones, siempre protegidos por su Santa Madre, a la que venerábamos con
respeto y cariño, recitando en esas largas jornadas de caminata casi nocturna, todos
los Misterios del Santo Rosario que no eran otra cosa que la vida misma de Jesús en esta tierra.
Recuerdo esas madrugadas de ansiosas preparaciones. Ya
a las seis de la mañana mi mamá con sus atuendos invernales que le enviaba mi
abuela desde Santiago para enfrentar los fríos del norte, y que guardaba delicadamente en la parte
superior del ropero en esas cajas de cartón con
embalaje de saco harinero y grandes letras azules que llegaban a la
Estación cercana de la calle Luis Acevedo,
vistiendo su abrigo y gorro, Rosario y Oremus en mano, nos llevaba con mi hermana al punto de partida e inicio de la marcha del “Santo
Rosario”, reuniéndonos con muchas personas que con sus sonrisas y acogida,
se juntaban en pequeños clanes familiares que incluía hasta los perros pampinos
de la época, para emprender
juntos esa “larga” caminata, quizás las primeras experiencias místicas de nuestra
niñez, que nos sorprendían aun con las
estrellas del amanecer dibujadas en el cielo, y preocupados del “humo” de vapor
que salía del aliento de nuestras bocas. Bien abrigados con esos chalecos de
lana regalados por nuestros primos más grandes y calzoncillos largos de tibias telas
de saco, con nuestros pequeños pasos cansinos
casi trotando, para alcanzar a los más “grandes”. Las bufandas enredadas en el
cuello, los gorros de lana y esos zapatos
baratos, enteros de goma, con los cuales sentíamos claramente las pinchadas de las piedras del camino en
nuestras frágiles plantas de los pies, pero que no significaban ningún obstáculo frente a lo que
era marchar por ese oscuro y largo camino, meditando los misterios dolorosos del
camino de la cruz, con esos matrimonios
dedicados a la vida de la iglesia encabezados por la voz grave y de profundo contenido de Don Jorge Nef y su esposa Lidu, con el apoyo de los Rojas, (los papás de la
Juanita), los Cancino, el matrimonio
Salinas, los Pizarro, (el “Baquelita”),
los Valdés, las hermanas Molina que tocaban el armonio en el coro de la
iglesia, y tantos otros que quisiera recordar pero que ya se han quedado
ocultos en los mejores baúles del recuerdo.
Fueron mis primeras experiencias de caminata
de madrugada, después vinieron muchas marchas a pie al Rio Loa, muy de madrugada,
con los Scouts con nuestro “jefe” Rubén Vargas y otras por paseo y diversión, para llegar a
ese remanso de agua cristalina y fría que bajaba de la cordillera, para
bañarnos en calzoncillos en esos recodos frondosos de alfalfa, esquivando esos tábanos que nos aguijoneaban
traicioneramente en las espaldas y cabeza.
Ya más adulto, me propuse realizar
un viaje a pie a Coya Sur para visitar mis viejos amigos que descansan en su
cementerio, entre ellos el inolvidable Benjamín, el René Ovalle y los muchos que fueron mis compañeros de
esta larga y hermosa vida que Dios me ha dado.
Era una odisea esa marcha del “Mes de María”. El temor a perdernos
en la oscuridad de la mañana, nos hacia
estar pegados a nuestras madres, pero ya cuando el crespúsculo comenzaba
a clarear junto a lo gorriones, divisábamos de lejos el
punto de llegada, donde habría alguna golosina o un rico té pampino, para volver luego a la segunda fase de ese largo
camino que tenía como punto de peregrinación la “Gruta de la Virgen del Carmen”
que se ubicaba (aún hoy lo está), en la “mitad
del camino” a Coya Sur, y que era el mejor sacrificio ofrecido entre cantos y
oraciones del Ave María, acompañados por la comunidad que encabezaban los curas
de entonces, el Padre Leonel ó el P. Luciano,
en esas inolvidables amanecidas de
esos años….
Con el amigo y vecino, con quien no nos veíamos hace más
de sesenta años, Sanfor Aracena, (que es una biblioteca de conocimientos
pampinos) estuvimos allí hace poco, en ese paseo que emprendimos como reencuentro con nuestras raíces pampinas y
que aun no logramos escribir la crónica del viaje, pero fueron momentos de emoción compartidos con la
amistad que nos une de tantos años y sumando a ellos el traspaso del “testimonio” de la maratón de conocimiento de nuestra cultura pampina, a
los nietos, en esa posta de carrera que nos lleva ya a
pensar que la vida se ha
desenrollado con tanta rapidez y que pronto
llegaremos a tener que dejar todas estas
hermosas experiencias que nos hicieron amantes de nuestra tierra pampina.
Estos días de noviembre son de nostalgias,
por los que ya han partido, por los que están enfermos, por los que luchan por
la vida, pero también de optimismo por los que quedan, los que son las nuevas
generaciones y que no solo mantienen la esperanza y la fe vivas en sus vidas
sino que además siguen haciendo realidad
el sueño de vivir eternamente generosos
y dichosos de haber sido nacidos, criados o simplemente hayan sentido
en su corto pasar por la pampa, que han quedado enredados en las
redes mágicas tejidas por esa maravillosa
forma de vida que nos hace ser y sentirnos siempre y por siempre, y donde
estemos, los eternos hijos pampinos….
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