domingo, 22 de noviembre de 2020

Miguel Ledezma, un hombre de buen corazón...

 El año 1972, era muy popular entre los jóvenes del Grado Técnico Profesional de la Universidad Técnica del Estado de Antofagasta,  participar   por puro espíritu solidario  y con el siempre eterno deseo de construir un ”mundo mejor”, en esos inolvidables  períodos veraniegos o de fin de semana que se llamaban “Trabajos Voluntarios”, derrotando con ese esfuerzo juvenil la pobreza y haciendo con ello,  un mundo de mayor justicia, entregando esa energía y fuerzas solidarias siempre para un buen fin. 

En todo tiempo de la historia ha habido jóvenes que creen que con solo la fuerza de su amor y servicio se pueden cambiar las estructuras, bajo la inocencia de no saber que los mañosos políticos de siempre utilizan ese impulso sano, para sus propios intereses y conveniencias y  utilizan toda esa fuerza para sus propias ganancias tan personales y tan poco solidarias.

No digo que sea la tónica general, hay jóvenes también que encontraron en ese camino un mejor lugar para  impartir mejor justicia y si muchos quisieron creer que ese era el camino, están exentos de castigo por que creyeron de buena fe que eso les llevaría a un mejor lugar y a una mejor consideración en la lucha por lo que todos queremos en alguna oportunidad pelear, y es hacer un mundo más justo, más generoso y de mayor ecuanimidad, donde los que más tienen, sin arrebatarles el fruto de su inteligencia y trabajo, o sueños de su esfuerzo, puedan también compartir con los que sufren con el sacrificado  trabajo y las miserias económicas que reciben, sin muchas veces poder  definir  los estudios y proyectos de familia de sus hijos, en medio de una sociedad que es exigente pero también discriminadora e inhumana.

Aun así, hay gente linda y buena de buen corazón que da mucho más de lo que uno espera.

El año 72, lo decía en el inicio,  estaba en pleno auge el trabajar como estudiantes en los llamados “Trabajos Voluntarios”, que se organizaban  entre las Federaciones de estudiantes para ayudar a los pobladores  de distintos barrios, y hasta en las empresas donde se notaba muchas veces la injusticia social, y la falta de recursos familiares para una mejor calidad de vida. En tal sentido,  eran muchos los que concurrían, pala en mano y entusiasmo desbordantes, a cumplir en aras de un buen fin y a materializar obras de bien por  los demás y a juzgar por esos tiempos de compromiso social  de los estudiantes, estos trabajos no estaban ligados a ideas o líneas políticas de algún bando, puesto que como jóvenes, todos iban con ese buen sentido de ayuda al prójimo y de dejar algo de su esfuerzos para el bien de los demás.

Resalta en mi memoria, una jornada que se hizo como Federación de Estudiantes de la U.T.E., en la Oficina Alemania, donde sin duda el  privilegio mayor de nuestro trabajo favorecía a los arreglos de  la Escuela básica de dicho lugar y un par de casas donde vivían y pernoctaban en su tiempos de docencia,  las profesoras que desde la ciudad de Antofagasta debían concurrir y vivir allí con algunas muy malas condiciones sanitarias y de calidad de vida, para cumplir su vocación de educadoras, en esos colegios  carentes de comodidades, y de verdad que faltaban esas manos de obra mágicas que pintaban, arreglaban,  construían y entregaban todo  su descanso de verano, para adaptar los ambientes y recibir, en los meses de Marzo a Diciembre,  a los hijos de los pampinos de esa oficina  en un mejor lugar para desarrollar sus estudios.

La misma escuela en esa oportunidad, nos cedió los pisos de tablas blancas de polvos ocultos y de tierra de sus salas de clases, para que se transformaran en nuestros cómodos lechos, donde poníamos cartones de cajas vacías para aislar el frío, y nuestras humildes frazadas para defendernos de las la helada nocturna; dormíamos vestidos, lo poco que podíamos y antes que cantara el gallo, y con  las manos pegajosas de pintura y  sucias del trabajo del día anterior, no impedían que   tomáramos  rápidamente un tacho de té caliente y un pan sin grandes lujos, al menos con dulce membrillo o mantequilla, para seguir en las cuadrillas veraniegas pintando, arreglando las instalaciones eléctricas, carpintereando otros y un equipo mínimo  en las cocinas, para procurarnos alguna colación de mediodía y  mantener los tambores de agua  dulce, un poco más fría con  cubiertas de sacos de  arpillera húmeda y que nos refrescaban en las tardes de calor intenso.

Fue una experiencia asombrosa trabajar  por el prójimo en pos de una mejor calidad de vida. No tengo muchos recuerdos claros de quienes fuimos o estuvimos, solo me acuerdo de mi amigo Juan Amas, que siempre me invitaba a esas obras de bien y que asegurando a mi madre que me cuidaría, por ser el más maduro y casi más responsable, me  llevaba como convidado de piedra. Lo mismo me ocurría con Carlitos Gutiérrez, que era siempre movido de  hacer solidaridad con los que más necesitaban y que yo veía en ellos gente de bien y  de corazón generoso, dispuestos a dejar tanto por  conseguir un mejor pasar a los más humildes y desposeídos de esos campamentos casi en abandono, a pesar de pertenecer a empresas establecidas y que reunían  grandes ganancias económicas  pero que tan poco les alcanzaba para arreglar la calidad de vida de sus propios trabajadores.

Eso es un tema para muy largo aliento y difícil de tratar. El tema es que finalizados los trabajos de ese verano volvimos en esas micros salmones de la UTE, y arribamos muy contentos, cansados, agotados, sucios y maltrechos, pero habiendo dejado  nuestros  sudores y voluntad en bien de la comunidad, depositado en las pinturas y paredes, y en los arreglos que habíamos realizado todo el deseo de construir un mundo mejor.

El “Chico” La Rosas fue el cocinero alegre que nos bailaba en las horas de tertulia después del trabajo. El “Chico” Diaz,  con sus alicates y destornilladores se subía a las escaleras, y nos enseñaba los secretos de la electricidad, mientras otras cuadrillas pintaban y arreglaban pisos y tejados. La última noche antes de venirnos a la ciudad,  fue de baile tibio en medio de la cocina con las dos únicas maestras que habitaban  la oficina al lado de la Escuela, y siendo tantos jóvenes impetuosos se convirtieron en nuestras agradecidas maestras, que  nos acompañaron como nuestras alegres compañeras de baile,  hasta altas horas de la madrugada en medio del frio nocturno de la Oficina Alemania. En los preparativos previos de esa tarde, me vi cuchillo en mano persiguiendo por el patio de una casa vecina que nos regaló un par de patos para la merienda,  corriendo tras los resbaladizas aves, que  nos miraban desesperadas y que caían con sus cuellos cercenados por mi  mano, en el terrible sacrificio sobre un tronco  propicio para tan dramática tarea,  que más que una aventura nos provocaba la necesidad de que en esa carne emplumada y  sudorosa, obtendríamos una comida decente en esa última noche.

Los patos fueron asados, no recuerdo si servidos con puré o arroz, escaseaban en forma desmedida también los alimentos y eso todo el mundo lo sabía y sin siquiera tener pan, también escaso, disfrutamos en la amistad de jóvenes con las maestras, de esa comida que   mágicamente, por no tener muchos medios  cocinara el chico La Rosa, poniendo leña de durmientes viejos de ferrocarril,  en esas cocinas de carbón antiguas donde cada mañana nos esperaba algún fondo con te o café para la jornada.

 

Fue tanto el entusiasmo que con Carlos Gutiérrez, en ese entonces integrante de la  Directiva de la Fetepro, (Federación de Estudiantes del Grado  Técnico Profesional de la U.T.E.,) que  decidimos, con el permiso correspondiente de los profesores, concurrir a Maria Elena, para concertar directamente una cita con las autoridades  de la empresa, y coordinar un trabajo voluntario de verano para ese final de año y organizar cuales serían los focos que requerían nuestra mano de obra gratis, contando si con un lugar de alojamiento y algo para poder preparar nuestros propios alimentos, y quizás conseguir algún financiamiento para los materiales de pintura o electricidad y  víveres menores, y de esa forma también comprometer nuestros esfuerzos de jóvenes en la construcción de hacer un mejor mundo con el esfuerzo y el sacrificio de nuestras propias manos.

Esa tarde fue un poco complicado para mí pedir el permiso correspondiente. Siempre hubo en mi familia aprensión y temores  por nuestra integridad y por tener absolutamente claro nuestro destino y jamás pudimos hacer nada sin el control de nuestros padres.

Es así que como a las 19 horas me vino a buscar Carlitos Gutiérrez, y  decidimos ir a Maria Elena, y como no teníamos recursos, irnos a dedo, sin que supieran mis padres de esa aventura, llegando  ya muy tarde a Pedro de Valdivia en esos viajes de buenas personas que nos dejaron por allí cerca, para organizarnos y al otro día en la mañana poder seguir a Maria Elena.

Nos fuimos con la mejor tenida puesta, por supuesto  una tenida delgada casi tipo terno, y nuestros calzados, los mejores como quien asiste a una reunión importante de ejecutivos con la diferencia que nosotros éramos estudiantes y así lo avalaban nuestros documentos otorgados por la Dirección del GTP más nuestros carnets de estudiantes.

Allá será fácil, me decía Carlitos Gutiérrez refiriéndose a Pedro de Valdivia; iremos a una Comisaría y los  Carabineros  de la oficina que tienen buen carácter y fama, nos cobijarán aunque sea en una sala, esperando nuestro viaje de madrugada a Maria Elena.

Después de deambular y buscar  algún  rostro conocido, y ya exhaustos de no encontrar nada, ni menos que alguien nos alojara sin conocernos, aparte que no llevábamos ni siquiera un escudo para alimentación porque éramos jóvenes aventureros y creíamos en la generosidad del mundo, nos fuimos muy tarde, cuando ya el frio comenzaba a  hacerse dueño de  la oficina, a la Comisaría donde un Carabinero, con esa cara propia de policía desconfiado, cansado del servicio y con esa mirada propia de tener mucha rabia en su corazón nos preguntó que queríamos y al contarle nuestras intenciones -no digo que fuera despectivo-, pero  en una palabra bien chilena, nos echó cagando de la Comisaria y dijo que nos fuéramos a otro lugar pero que si nos sorprendía por la plaza o sus calles nos llevarían detenidos.

Sin duda ese mensaje fue realmente violento para nuestras sanas intenciones, hoy en día no sé cómo lo llamaríamos, pero de tal forma, nos alejamos caminando de Pedro de Valdivia en medio de la medianoche y ya con nuestros cuerpos fríos del hielo pampino y nuestras camisas delgadas y zapatos de colegio en los que comenzaban a entrar clavándonos de fuerzas los que yo siempre llamo “cuchillos de hielo” de la noche gélida y mortal de la pampa.

Caminamos muchas horas. En  un momento  divisamos una camioneta Ford antigua desarmada y abandonada que al menos tenía una cabina y  allí nos sentamos con Carlitos Gutiérrez

Carlos tenía esa personalidad de hombre de fe, más que yo. Tenía confianza en todo lo que hacía, y me decía tranquilo chico  ya pasará la noche y seguiremos con el plan de los trabajos voluntarios.

A todo esto yo ya ni quería saber ni de nada de esas cosas y mis pies se helaban en cada momento más y no había como soportar el frio. Una caja de fósforos que llevaba, la encendía y ponía mis dedos fríos en su llama y no lograba entibiar nada de  esos pies tan helados que al contrario enfriaban las llamas y  se apagaban  con la frialdad de la noche. Hice muchas maniobras para doblarme entre esa cabina fría de  camión abandonado, los metales eran verdaderas cubetas de hielo y ya no había ni siquiera la posibilidad de hacer un fogón con los poco que pudiera servir de combustible puesto que el  par de asientos que nos asilaban del metal era nuestra única esperanza de abrigo,  y  afuera no  brillaba ni una estrella para saber en qué lugar nos encontrábamos alejado ya de la  luces de Pedro de Valdivia y temerosos también que nos llevaran detenidos, ante la amenazas del delgado y aburrido policía que nos recibió muy poco amable en esa comisaría.

Aclaraba ya en  la cordillera y el crepúsculo nos invitaba a vislumbrar un poco mejor el paisaje, de modo que nos fuimos caminando para  abrigarnos un poco las frías extremidades que  se doblaban de inertes y nuestra sangre coagulada y fría como el alma activándose un poco con la caminata y ese corazón de jóvenes impetuosos que nunca  temen a nada.  A esta edad actual de mi vida me habría muerto congelado y “empampado” en esas áridas y frías tierras pampinas.

Nos acercamos con cara de frio a la salida de la faena de los trabajadores que terminaban su turno a las siete de la mañana y ya la pulpería tenia esos olores calientes de panadería y nosotros jóvenes sin rumbo y deseosos de ayudar, nos paseábamos como  almas errantes y hambrientas, y muertos de frío por el campamento y  ya estábamos casi moribundos cuando apareció entonces el ángel que nos salvó de morir en esa amanecida.

Miguel Ledezma, nuestro compañero de escuela,  ese fin de semana estaba en su casa. Quizás lo encontramos camino a la panadería en una larga callecita que en el fondo llegaba a una plaza. Venía con su bolso de compras desde muy temprano y  al divisarnos nos saludó con ese sentimiento efusivo de pampino cariñosos y vio quizás nuestra triste condición de seres presentables para la reunión  ejecutiva, pero muy poco razonable para el clima del momento que nos hubiera exigido como mínimo, dos abrigos, dos bufandas y gruesos pantalones y botines para el frio.

Entonces junto a su saludo vino su  cordial invitación: Vamos a tomarnos un café a la casa de mi madre…

Y allí vimos entonces ese letrero que en medio de la soledad del abandono y del mar de la incomprensión de quienes pudieron ayudarnos, o también en  nuestra irresponsabilidad de no organizar las cosas como  debían ser, nos sentamos asustados y entumecidos en una mesita de mantelitos de cuadrillé y la madre de  Ledezma nos regaló esa taza de dulce chocolate, y esos huevos fritos con ese pan de panadería tibio, que ha sido y fue la mejor comida de nuestra vida a punto de morir de frio y nos regaló su generosidad, puesto que  Miguel le dijo seguramente: “Mamá son mis compañeros del colegio y luego me pagarán la cuenta”.

Quizás haya sido un gran abuso, aun no pagamos esa cuenta, ese chocolate y ese sándwich y esos huevos deben tener hoy  incluido los intereses un valor incalculable porque nos salvó la vida, y en esa situación pudimos concurrir prontamente hasta Maria Elena donde tratamos de organizar esos trabajos y ante el trato indiferente de esos jefes nuevos que no tenían mucho intelecto o mucha voluntad de atender a dos pendejos que querían servir al prójimo, nos mandaron sencillamente, al igual que el carabinero de la Comisaria,  a la mierda.

Si no fuera por el desayuno de la madrecita de Miguel Ledezma, aparte de la mierda ofrecida por los políticos del turno, nos habríamos comido la soledad y la indiferencia de los que no comprendieron que los jóvenes también tendríamos algo que hacer y aportar para ese mejor mundo que tanto pintaban.

Esto fue un buen intento, un debut y despedida, y  no tengo memoria haberme acercado nuevamente a ese intento de construir un mejor Chile, lo que vino todos los sabemos y sin juzgar el tiempo, ni de uno otro lado, yo solo quería agradecer a Miguel Ledezma, a su madre, que nos tendió la mano en ese negocito de cafecitos y desayunos llamado “LA ISLITA” y que fue una verdadera isla donde nos salvamos de tanto nadar en la noche y de tanto correr por las oscuras aguas, hasta caer en su regazo y beber la primera agua tibia del día y con ello sentir que vivíamos y que hoy quisiera  agradecer, al menos por mi parte, pues de Carlitos yo hace tiempo que no sé nada de él, a pesar del cariño que le tengo, y decirle a la madre de Miguel “Gracias Mamà”, porque  nos tendiste la mano en medio de tus propias preocupaciones, y luchas nos recibiste en tu Islita pampina y nos regalase ese “Pan Nuestro de cada Día”, y sin duda que  fuiste un Jesús o quizás “María, la Santísima” la que nos llenó de amor, paz y sosiego en esa aventura que estuvo a punto de matarnos de frio en esa noche inolvidable de Pedro de Valdivia,  en esos años de  idealismos en que creíamos que el mundo sería así de bueno con nuestras manos y que pasados los años nos damos cuenta que éramos soñadores pero que otros, como en todas épocas de la historia, se comían y se comen,  las ganancias de los esfuerzos juveniles, a través de  cremosas tortas y pasteles……

  Gracias Miguelito y un abrazo a tu madre….

 

Tu amigo agradecido: Carlos Eduardo Garcia Banda. 22.NOV.2020

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