jueves, 28 de septiembre de 2017
miércoles, 13 de septiembre de 2017
Al profesor Leoncio González
sábado, 9 de septiembre de 2017
Hora de nostalgias...
EL “YAYO SILVA”
No
había tenido la ocasión de compartir con ustedes, por razones de no estar muy
al día en estas “modernidades” cibernéticas de los llamados computadores o en
estas “redes sociales” que a veces nos dejan en “jaque”, obligándonos a llamar
a los “nietos” para que nos ayuden buscar el “Word”, o descubrir en qué lugar
quedó guardado nuestro valioso documento. Sin embargo, esta tarde de
septiembre, he tenido el agrado de recordar, en medio de tantas notas que se
publican en los conocidos “Muros”, a ese hombre, sencillamente maravilloso, al
cual tuvimos la oportunidad de conocer, y del cual guardamos los más hermosos
recuerdos de nuestra vecindad en María Elena.
Fue el amigo, el querido vecino,
el inteligente "Yayo" Silva, que compartía las grandes responsabilidades
como hijo en todas las tareas que emprendía su querida madre, para mí la muy
amada y recordada Sra. Raquel, (“casi” mi madre adoptiva.) No es propicio
decirlo, pero tampoco puedo callarlo y lo digo en tono convincente y muy
afirmativo que ella para mí fue también como un angelito enviado del cielo en
esos tiempos de la feliz infancia: ¡En verdad, no hubo ninguna navidad pampina
en mi hogar, en que ella no se hiciera presente!, (éramos, muchos hermanos y el
esquivo “viejo pascuero”, a veces tenía otros más importantes “pedidos” que
cumplir y se pasaba por alto nuestros deseos). Como yo estaba ya acostumbrado a
esa ausencia del pascuero y sus tacaños renos, que tampoco conocía y que más me
parecían ser como esos bicharracos plomos llamados burros, que atravesaban una
larga senda nocturna desde los corrales de “Cuchillón” y que conocí cuando los
sorprendíamos con los amigos del barrio de Luis Acevedo, buscando algún
alimento en los tarros basureros de los cercanos callejones. Muy en el fondo de
mi corazón de niño, abrigaba siempre esa esperanza cierta, que la Sra. Raquel
me regalaría - y como todos los años - ese tan necesario “entrepiernas”, (short
de baño) y esa toalla que me acompañaría en la temporada de baños veraniega ó
en los paseos de ensueños al rio Loa, generalmente a las piscinas y en el
tradicional paseo estudiantil al litoral tocopillano, “Punta Blanca”. No debo
ser mal agradecido, pero también la “Compañía” y su comité de navidad, nos
regalaban casi todos los años, esos “palitroques” de monos plásticos embolsados
con pelotas reventadas, que duraban sólo una tarde de nuestros eternos juegos.
Nuestra relación familiar más directa en esta historia del “Yayo” Silva, fue
con la entonces pequeña "Quela", la amiga de nuestros juegos y
también en años posteriores mi compañera de colegio. Sus hermanos, Eduardo y
Julio, eran muy famosos en María Elena. Los vimos creciendo sobre nosotros,
educarse, entregados al deporte, a la docencia, y al trabajo administrativo
desarrollados con excelencia. El “Yayo” tenía una letra espectacular y escribía
a pulso los más hermosos letreros y Diarios Murales de colegio o “avisos” de
casa, con una envidiable caligrafía que solamente hoy se puede ver en las
cómodas y caras impresiones a tinta de las máquinas modernas conectadas a los
computadores. Era un artista en vivo y en directo. De hecho, y recuerdo como
hoy, varios cursos que nos hizo como alumnos de la escuela, enseñándonos
distintos tipos de “letras” y formas de escritura, que no eran su ramo fuerte o
principal, pero que dominaba con pasión extrema. Siempre fue para nosotros un
gran ejemplo. Como le decía, porque además de ser muy trabajadores, se
prepararon con mucho sacrificio. Don Eduardo Silva Valencia, el profesor, era
serio tal vez estricto, como lo eran todos nuestros amados y recordados
maestros “Normalistas”, pero un maestro distinguido, noble y muy buena persona.
Además de tener fama de ser buen educador, tenía esas condiciones innatas de
líder natural, que con sólo mirarnos uno sabía que nos llevaría siempre por un
buen camino; fue un gran y eximio deportista. No hay ninguna forma,- si se es
pampino- no saber de ellos, no haber oído nunca de los hermanos Silva y en
especial del querido Yayo, porque está en el alma y la retina de los recuerdos
de los pampinos. Entre sus tantas virtudes, estaba la de ser un muy buen
jugador de básquetbol; Ágil, buena “puntería” para “encestar” y fuerza para
“contener”, luchador incansable y trabajador en la cancha, compartiendo las
acciones de sus juegos como parte del equipo. Su hermano Julio, también
desarrolló y practicó con mucho corazón y garra esa pasión deportiva y que en
nuestra “Oficina” Salitrera, para nosotros nuestro “pueblo”, nos permitían
reunirnos algunas tardes de solaz y esparcimiento, en la gran diversidad de
deportes que allí se practicaban, y que eran la actividad más importante que
realizaban los hombres y mujeres de la pampa después de entregar sus horas
generosas al trabajo. Ni hablar de ser padres ejemplares y que se daban el
tiempo para pasear con nosotros los domingos por la plaza, comprarnos el terno
y los zapatos nuevos para el “Dieciocho” o vernos en las representaciones
artísticas en los actos culturales de la biblioteca o del colegio. Hay, en la
vida del profesor amado y admirado, una historia que para mis ojos de niño de
ese ayer y sobre todo en la madurez de hoy cobra gran importancia especialmente
para quienes son hoy sus hijos de los cuales sólo tengo el gusto de conocer a
quien fuera nuestro Conscripto como estudiante en el Glorioso “Esmeralda” en la
ciudad de Antofagasta, el pequeño Eduardo. Esta parte de su vida tan personal y
de la cual no tengo ni un derecho de tocar pero que está en la verdad de la
historia, es que en la vida del maestro, hubo un sol, que le llevó por esos
senderos del más puro amor; de ese amor del bueno, del puro, del que se rodea
de encantos y de ilusión, de ese amor de las historias que a veces
disfrutábamos en esas tardes de matineé en el Teatro, especialmente esas con
príncipes y princesas que despertaban de sus largos letargos con un beso y
cantaban las aves y florecían las flores animadas. Sé que estas palabras no
debiera escribirlas, tal vez por ser tan íntimas, pero es que no puedo dejar de
pensar en lo grande que fue el YAYO SILVA....Él construyó en esa pampa, y como
todo ser mortal que desea proyectar su amor, una hermosa familia, con mucha
alegría e ilusión. Le conocimos en los días que feliz "pololeaba" con
la más bella dama que hubiéramos tenido la oportunidad de conocer los pequeños
pampinos de esos años. Una Reina por cierto y cuya belleza fuera publicada en
alguna contraportada de la revista “Pampa”, que tanto disfrutábamos, sobretodo
en el tema de la página dedicada a “Nuestros Niños” y que si mal no recuerdo
tenía como distintivo la silueta de un pequeño soldado con gorro de papel
marchando sin destino. La más bella novia, de la cual también podríamos
escribir interminables palabras, porque más allá de su belleza, era bella de
alma, mujer tremendamente noble y muy querida, que en verdad yo conocí solo a
la distancia, en esas horas que los veía felices paseando en dirección a alguna
casa. A veces, y como soy un hombre absolutamente creyente, esas cosas de Dios
nos impresionan. Encontrarse el tal para cual, no fue casualidad, fue la
historia más romántica de la época. Quiera Dios que exista algún cronista con
aires de escritor, para que rescate de la pampa esas cosas maravillosas y
únicas historias; esas que hablan de amor, de familia, de trabajo, de
compromiso de conquistas sociales: De esas situaciones que forjaron al hombre y
la mujer como seres de bien construyendo vidas de esfuerzo y de ilusiones, y no
aprovechen el tan bajo recurso de esas historias mundanas que nosotros muy bien
conocemos, pero que no eran lo más importante de nuestras vidas, salvo aquellas
acciones que significaron conquistar temas de equidad y justicia social tan
necesarios para una sociedad equlibrada y correcta, en un mundo que ya en ese
entonces era injusto y que por la experiencia de los años, sigue siéndolo, aun
cuando los que gobiernen se pongan como título pertenecer a esa clase
explotada, y que en el fondo se burlan de esas aspiraciones y sueños. Los más
desvalidos y pobres, siguen esperando.
El Yayo Silva, era de figura afable, su
caminar siempre agitado, “hiperkinético” dirían hoy. Nunca se cansaba. Al
parecer siempre emprendía una búsqueda en su marcha siempre afanado, marcando
“deportivamente” su tranco y avanzando en un compás que era su principal
característica de hombre siempre ocupado, enhiesto, seguro, muy tranquilo y
confiado de su camino. Fue siempre para nuestra familia un ejemplo en el largo
tiempo que pudimos vivir como vecinos a su lado, frente a frente de nuestras
casas, separados por ese característico pasillo, llamados “las cocinas”, y en
donde lo vimos cada tarde, cada mañana, o cada noche en una carrera que iba y
venía, subía y/o bajaba, a veces oíamos su risa y su vozarrón característico, o
lo veíamos apoyado en el pequeño bar del Rancho “Chuqui”, siempre acogedor y
limpio, y con esos aromas deliciosos que surgían de los grandes fondos donde se
cocinaban las más deliciosas cazuelas y donde salían a mediodía esas viandas
humeantes y olorosas, llenas del alimento necesario para renovar las fuerzas de
esos brazos fuertes del trabajador minero, que sí hacía honor a su condición de
hombre fuerte puesto que horadaba las rocas de caliche, con más esfuerzo humano
que tecnólogico. Esos olores, llegaban a bocanadas a nuestro humilde comedor,
tan cercano, donde nunca nos faltó el alimento, pero, que en medio de esa
fantasía de aromas, nos aumentaba el apetito. El maestro Silva era un gran
profesor y un caballero de “tomo y lomo”, cooperador, sencillo, correcto. Un
hombre de bien. Lamentablemente lo dejé de ver en un tiempo importante porque
tuvimos que venirnos a la gran ciudad, buscando mejores esperanzas y horizontes
para nuestra familia. Muchos años pasaron, diría más de veinte de nuestra
salida de la pampa. La última vez que lo ví, me enteré de algunos detalles
referidos al dolor de la pérdida de su esposa, la bella pampina que le cautivó
el alma y de la cual él fue su siempre eterno enamorado. Ese encuentro de
tantos años, estuvo ligado a su hijo, que como decía más arriba, cumplió su
servicio militar en el Glorioso Regimiento “Esmeralda”. ¡Qué gran padre era
también don Eduardo! Concurrió muchas veces a las ceremonias que se
desarrollaron en el “Patio de Honor” de la Unidad. Le vi siempre optimista,
sonriente, lleno de vida, pero marcado en el rictus de sus labios, la ausencia
de su esposa amada, nos abrazamos con ese cariño propio de pampinos en el
reencuentro. Para ser sincero, fue la última vez que lo vi, lleno de entusiasmo
y esa alegría de sentirse orgulloso de su hijo soldado. Nos dejamos de ver. Por
esas noticias que trae a veces el viento me enteré de su partida. Una partida muy
repentina tal vez, porque no sé si alcanzó a disfrutar a alguno de sus nietos.
En varias ocasiones he visto en las páginas y grupos pampinos, sus fotos. Fue
siempre el mismo y así lo recordamos. Coloquial, amoroso en su trato, orgulloso
de su origen y raíz, un gran pampino que hizo de su vida lo que quiso, y
entiendo, porque tampoco conozco en detalle el desenlace de la partida
prematura de su bella esposa, es que fue siempre un hombre feliz criando al
parecer a sus hijos con la siempre marcada sonrisa de sus labios y ese espíritu
paternal, que lo caracterizó como una bella y hermosa persona. No sé si decirle
que descanse en paz querido maestro. Porque sé que está junto a quienes más amó
en su vida y que está cada día contemplando desde el cielo a todos esos amores
que le quedaron pendientes en caricias y cariño, pero que lo recuerdan con ese
amor de hijos agradecidos y de amigos para siempre. No sé cómo decirles a sus
hijos, que lo vieron como niños y que disfrutaron de sus caricias y del calor
de sus manos, que su padre fue un hombre fiel e inmortal para sus amigos. No sé
qué decirles a los nietos, que tienen como herencia en las huellas de su propio
ADN, el sacrificio de su abuelo, como herramienta para surgir, el trabajo como
única forma de conquistar los sueños, y sobretodo el amor, como mágico encanto
para amar sin condición a todos quienes le rodearon y ene special a su amad
esposa, y tampoco sé decir la importancia de que nos ha dejado el recuerdo
inolvidable de un personaje activo, sencillo, hasta humilde porque nunca negó
sus raíces, pero fue tremendamente importante para esa pequeña sociedad pampina
de nuestro ayer, y que seguirá siempre, hasta la hora de nuestra partida,
revolviendo los pensamientos del recuerdo y que se enredan con historias infantiles
o adultas, deportivas o de amor, en esa masa gris de nuestro cansado cerebro….
9
DE SEPTIEMBRE DE 2017….
VIVIR FELICES HOY....
sábado, 2 de septiembre de 2017
¡Qué pequeños somos!
Juventud...divino tesoro.
miércoles, 30 de agosto de 2017
A veces quisiera...
Los hermenéuticos
martes, 2 de mayo de 2017
DULCES DE AMOR
DULCES DE AMOR (Carlos Garcia Banda)
La actividad de la Pulpería de Maria Elena, era como siempre efervescente. Las mujeres de delantal y ropa fresca y sencilla, se agolpaban en la fila larga que se formaba en el sector de las carnes y cecinas, y corrían los pequeños hijos, agachándose entre los grandes mesones de mármol, entretenidos y escondiéndose, de pronto, entre las tibias piernas de las jóvenes señoras que entre conversa y risas, o con sus rostros preocupados, esperaban su turno de atención de Miguelito, el carnicero.
A un costado de uno de los grandes portones de entrada, la figura permanente y el rostro serio pero acogedor del “colorín” Pastén, conocido vendedor de dulces, roscas y pasteles, apoyado en los blancos muros pintados de cal, tras su carro barnizado inmaculado, con grandes ruedas con rayos metálicos y gomas con alambre por neumáticos, ingeniosamente adaptados de algún coche antiguo de algún bebé pampino, pulcramente pintadas, con huellas de polvo y chusca, adherida entre los grasientos ejes por los constantes giros de las ruedas entre los tantos traslados del carro dulcero desde y hacia algún lugar mágico del campamento, hacia ese diario punto de venta. Se notaba delicadeza y cuidado de higiene extremos, y los aromáticos y tentadores dulces y roscas nos “aguaban” la boca a los niños de entonces, sintiendo esa fatiga que se nos subía por el estómago en infatigable carrera, para unirse a esos líquidos salivales que nos daban esa sensación de querer paladear y lengüetear las cremas dulces de aceitosos berlines o deliciosos pasteles, o masticar extasiados esas chiclosas masas de las roscas que se estiraban y jugaban en la humedad de nuestras lenguas, especialmente cuando teníamos la oportunidad de pasar por allí, camino a la piscina, o esperando a nuestras madres que compraban, mientras jugábamos acalorados y transpirados, en esos tardes de sol y viento pampinos, corriendo agitadamente entre los bancos y pimientos cercanos de la plaza. El carro era el sabor dulce que mitigaba los sudores y el hambre de los trabajadores que en el turno de las cinco, subían (o bajaban según como se mire), con sus loncheros desde la estación del ferrocarril, por calle Prat, hacia los “buques” o a sus hogares en las calles aledañas o camino hacia los ”ranchos”. Era un espectáculo sencillo de color y sabor, con esos pastelitos deliciosos reunidos en bandejas protegidas por puertas y ventanas de vidrio correderas, mientras el vendedor delicado, agitaba con ahínco y sostenido ritmo, un plumero de tiras de papel periódico, para espantar las abundantes moscas que revoloteaban luchando incansables, hostiles y hasta fatigadas, deseosas de depositar sus huevos en los panales del manjar de los dulces “chilenos” que exhibían lo mejor de sus maquillajes horneados y pintados de crema blanca, amasados con manos cariñosas de alguna mujer, pequeña emprendedora y luchadora por la mejor vida de sus hijos. Quienes compraban, se iban por la calle abriendo el cambucho de papel delgado de envoltorio degustando las ricas masas y cremas y agitando, ya en los últimos conchos, el envoltorio sobre sus bocas, para saborear hasta la última partícula de azúcar flor esparcida por el vendedor sobre las roscas y dulces, con un amarillento tarro agujereado con clavos por la tapa.
¡Qué tardes aquellas!
Pareciera que los recuerdos van y vienen y las escenas fantasmales de esos diminutos momentos llamados de felicidad plena, se han quedado revoloteando en nuestro corazón, y con las imágenes vivas de tantos rostros conocidos que van y vienen como apariciones momentáneas y que hoy son lo que llamamos recuerdos y nostalgias salitreras.
Hoy al desayuno, con un trozo de marraqueta con un poco de manjar, para no abusar de los azúcares en exceso, recordé por un instante a esos pampinos heráldicos y a esas mujeres heroicas y anónimas que nos dieron ese regalo producto de su trabajo ejemplar y abnegado, y son mis recuerdos el respeto a aquellas pampinas que, revolviendo amasijos y horneando en las viejas cocinas de leña de la pampa, convencidas de un mejor futuro para sus hijos, caminaron entusiastas, desenvolviéndose con esperanzas y alegría obrera en esos pequeños habitáculos llamados casas, donde dormían o moraban y donde tantas tardes pasó el sol inclemente besándoles sus mejillas, haciendo la ruta del día, y ayudando con su luz y calor a fortalecer en ellas las esperanzas de sus sueños.
¿Dónde estará el “Rucio” Pastén que nos vendió esos dulces de amor y en especial su madre, la que con sus “brazos de reina” fue una trabajadora incansable, la cual nunca conocimos, pero que nos dejó como herencia el gusto de haber disfrutado con alegría la obra de sus manos generosas y perfectas?
lunes, 1 de mayo de 2017
Activando de nuevo el blog
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