sábado, 2 de septiembre de 2017

Juventud...divino tesoro.


Dicen que la juventud es el divino tesoro, y eso no está en nuestro entendimiento sólo hasta haber traspasado esa edad, y en muchos años posteriores casi en los ocaso de la tarde de la vida. Allí nos vienen todos los recuerdos y las nostalgias, y la mente nos devuelve en cada aroma, cada paisaje, una fotografía talvez, o un rostro que de pronto vemos y lo recordamos como parte de esa vida que dejamos muy atrás en nuestro paso, entonces comenzamos a sentir esa ansiedad de que los bellos años de la juventud, fueron en verdad, nuestro verdadero y propio tesoro. Comienza la etapa de la vida que ya no nos hace correr hacia adelante ni nos afana la ansiedad, como le sucede al día, todo lo contrario, queremos que las horas pasen lentas, silenciosas tal vez, y oyendo los verdaderos sonidos de la naturaleza, a la cual tampoco le dimos mucha atención en los años de las locas carreras por la existencia, por el ser, por el tener, por el conquistar, dejándonos ese espacio de recogimiento personal para disfrutar de un paisaje, de una puesta de sol, de una noche estrellada o de un merecido descanso, que nos hubiera permitido enredarnos en nuestras sábanas del sueño y el placer que da un buen dormir, porque en ese tiempo, tal vez no hubo tiempo, y nuestros objetivos han sido siempre correr y correr, sin cesar, sin saber muchas veces donde ir. ¡Tantos caminos que debemos enfrentar! Todos para una diferente dirección, buscando todo aquello que la sociedad en que vivimos nos exige, y que buscamos inconscientemente, porque, al igual que las hormigas, todos nos dirigimos a esos extraños y desconocidos lugares sin direcciones claras, en la que nos dejamos llevar por la larga y tumultuosa hilera de lo que verdaderamente creemos que nos conduce al encuentro con la tan buscada felicidad o la realización personal, sin siquiera alcanzar a tomarle el gusto a lo que debemos vivir ni tampoco darnos el tiempo de ir en peregrinación mirando alguna vez el paisaje con detención y con esa mirada que nos permita apreciar lo importante. Yo recuerdo con mucha buena memoria mi infancia. Nadie me creerá que tengo grabado, como si fuera hoy, los momentos en que era amamantado por mi madre en mis primeros años de la luz de la vida o los brazos fuertes de mi padre alzándome y llevándome en sus hombros por las calles del pueblo fingiendo el estar dormido y marcar con mi respiración sus cansados pasos en la noche pampina rumbo al hogar. Luego se vienen esas imágenes que nunca he podido describir con exactitud, esas turbulentas noches de ver rayos claros u obscuros, de sentir que caes a un abismo donde las líneas a veces son rectas o zigzagueantes, perdiendo a ratos la conciencia y luchando con esas oscuridades infernales que sólo quien ha tenido esas convulsiones y alta fiebre , sabe lo que son.Fantasmas con candelabros de luces ávidos de cazar almas.Largas noches de fiebre y convulsiones y mis padres arriba de mi lecho de enfermo, tratando de afirmarme para que mis saltos convulsivos no me llevaran a dejarme caer de mi cama. Siento aún las lágrimas y oraciones de mi madre, las manos ásperas de trabajo del hombre que ayudó a la concepción de mi vida, y que también sufrió la pena de soportar mis delicados estados. Mi infancia fue siempre de procesiones a los hospitales. Tengo otro recuerdo repetitivo, el de toda mi familia, mis hermanas y mis padres, arrodillados mirando los ojos vidriosos y casi con lágrimas, de la imagen de ”Nuestra Señora de Lourdes”, que nos miraba desde lo alto de la "Cómoda" donde guardábamos la ropa, en ese pequeño "Altarcito". Esa imagen aún nos acompaña por más de 50 años. Sigue enhiesta en pie, tal vez un poco desteñida por el paso de los años, y la veo en este instante desde aquí mismo, justo frente a mis ojos, en el velador del dormitorio, al lado de la mesa donde escribo estas líneas hoy, con sus mismos ojos llenos de esperanzas y sus manos unidas en eterna oración, manteniendo un Rosario de madera, el que a veces utilizo, y que en nada se parece al de perlas oscuras que empleaba mi madre cuando rezábamos juntos y en familia cada tarde, con la ronca voz de mi papá que llegaba ansioso después de su trabajo, a enseñarnos el Santo Rosario el cual podía recitar los Misterios de cada día con los ojos cerrados y de memoria. Fue él nuestro mejor apóstol y el mejor ejemplo. Mis juegos de niño en las pampas desoladas son otro recurrente recuerdo. Tardes llenas de sol y calor inmenso buscando playas y mares inexistentes y bosques que nunca crecieron y que sólo conocíamos por alguna de las imágenes en las alternadas tardes de la matinée, en el teatro de la Oficina Salitrera de Maria Elena, y que nos hacían soñar, recorriendo imaginariamente esas verdes estepas o floridos cerros que nunca vimos en los parajes, montados en algún caballo de madera, tan blanco como “Plata” ese de carne y hueso del “Llanero Solitario”, o bien buscando "tesoros" escondidos en los eternos basurales de desechos industriales, arriesgando muchas veces nuestras vidas, al acercarnos al borde de los profundos “piques” mineros, y que según nuestras creencias, podrían llegar en profundidad, hasta el centro de la tierra. Son tantos recuerdos unidos a esa sensación llamada “inquietud”, por no decir y no saber si era “amor”, que nos provocaba esos primeros perceptibles fuertes latidos del corazón, muy distintos al del día a día, cuando se nos subía un rubor de timidez o de emoción , recorriendo todo nuestro cuerpo, al divisar en su camino a la escuela, a la "pequeña" princesa de cintillo blanco, alba y rubia como la "nieve", que tampoco conocíamos, y que se aproximaba rauda y juguetona desde su casa, con su bolso colgado a sus hombros, y que pasaba dejándonos una estela de ilusiones y sonrisas, a esas jornadas de siempre, en las aulas donde juntos aprendíamos las primeras lecciones del libro “Lea”, o en algunos casos de ese viejo leccionario llamado “El Ojo”, donde comenzamos a aprender que tras esos signos maravillosos en que deletreábamos, “Lalo loa a la luna”, o esa miles de palabras combinadas, que nos estaba abriendo a otra aventura de sondear los misterios del mundo y desconocido de la vida, a través de esa llave mágica llamada lectura. No tendría muchas líneas ni tiempo disponible para dejar escrito cada acto, cada situación o cada vivencia de esa maravillosa infancia. Luego la juventud, la vida, los desafíos y los sueños han sido muchos. Ya tendré la ocasión de recordarlos, pero esa etapa de la "juventud divino tesoro", definitivamente se fue, y hoy está cada día más lejana, por ello que si bien fue la etapa más hermosa de cada cual, nos toca hoy dejar esas estelas en el agua del camino recorrido, para mirar con cariño, como una experiencia vivida en el recuerdo de cada tarde, y valorar el que hayamos tenido la ocasión de vivir la tan hermosa vida que Dios nos ha regalado. Juventud, Divino Tesoro, te has ido y dejado tu huella en los rostros ya más raídos de nuestra vida que supera las seis décadas, 62 para ser exactos, pero que nos hacen sonreír agradecidos, por haber tenido la dicha de poseer ese regalo que siendo inmaterial nos dio la oportunidad de crecer, de soñar, y quizás de creer en su momento que todos queremos ser buenos, que buscamos los senderos correctos o que marchamos por el camino de la verdad hacia ese fin último que no queremos enfrentar, pero que paciente nos espera en el hoy o en el mañana, nunca se sabe, pero que nos permitirá marchar enhiestos, cansados, sudorosos o hidalgamente con la frente en alto, a un camino por lo demás desconocido. Quizás sea otro nacimiento, otra vida la Eterna que nos ofrece el Maestro Amado, y tal vez allí tengamos otro tesoro, el verdadero, el real el tangible, que no logramos entender en este paso de apuros, carreras, y sueños. Juventud Divino tesoro, vuelvo a repetir majadero, no sé donde empezamos y no sé si te perdí en el camino, pero aún siento que soy joven y en cada esperanza me acompañas, aunque sea en el último aliento de la vida. Al final, los años escriben en nuestros rostros las historias pintadas en líneas más profundas, o nos delatan en esas plateadas canas que simplemente nos salieron, pero allí, al ladito donde el corazón bombea a diario el flujo generoso de la sangre a nuestro cuerpo, se mantiene ese cofrecito intocable de cada cual, el personal, el silencio, la única riqueza que nos pertenece y que no nos envejece, por que esa es, en sus recuerdos y en sus alhajas, nuestra verdadera forma de sentir que nunca dejaremos nuestra propia juventud, nuestro mejor tesoro y que nos lo llevamos para siempre.

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