viernes, 22 de septiembre de 2023

¡¡GRAN ESMERALDINO!

 

               En la U.C.I. del Hospital Militar,  su vida se iba de a poco en medio de ruidos tecnológicos de máquinas y los compases del respirador. Su cuerpo ya no respondía, pero había una pequeña luz de esperanza, pues el sonido externo lo oía claro en su cerebro que nunca se dejó envejecer.            

               Acompañado de sus amados hijos, sus buenos y malos recuerdos, sus  penas, dolores y las muchas alegrías. De pronto se oyó una fuerte  voz desde las puertas de la aislada sala, proveniente del pasillo:

                ¡¡Busco al ”Esmeraldino” Avello!!

                Una potente e inconfundible voz viril, propia de sus mejores tiempos de soldado irrumpió las ondas de la sala. Y aquel hombre, lleno de energía y vitalidad, tratando de arrimarse en su silla de ruedas para ver al interior de la sala por el cristal de la puerta, sin  temor, con fuerza, con su misma energía de joven sargento de siempre,  rompió ese silencio de enfermedad y recogimiento en la larga espera.

               Pareciera que la voz llegó al alma del enfermo y fue de inmediata reacción de los hijos que custodiaban amorosamente el momento de su partida  inevitable.

               - ¿Si señor?  Soy Francisco, el hijo del Suboficial Avello. Él está aquí en este cuarto.

               - ¡¡Aquí vengo a presentarle mis respetos, mi cariño y mi saludo!!….¡SALUD “ESMERALDINO”, QUE  EL VIAJE QUE TE ESPERA SEA SIEMPRE COMO TU MEJOR  COMISIÓN A LA FRONTERA!!… ¡¡GRAN ESMERALDINOOOO!!

               Y gritó con esa fuerza que desgarra el alma y que termina en un oculto llanto, porque la debilidad del soldado nunca se demuestra.

               Luego de un momento, estrechando la mano de Francisco, se fue  consciente, satisfecho,  con fuerza y con esa paz de haber estado allí presente, pese a la prohibición de acercarse a un lugar de salud  aislado. Las lágrimas de gratitud de los hijos de su amigo fueron su mejor recompensa.

               Y se perdió en su silla de ruedas por los ascensores, con su mirada nublada por la emoción de la tarde.

               Afuera se respiraban los aires de septiembre. Un volantín “chino” dibujaba una sonrisa en los cielos de la capital y muchas banderas tricolores flameaban en las casas y avenidas.

               Se fue contento, pero también con pena, empujando con sus fuertes brazos las ruedas de la silla de transporte, y los latidos de su corazón se hicieron más acompasados y tomaron el ritmo de sus mejores años en aquellas caminatas interminables del desierto del norte,  apaciguando la emoción de ese viejo soldado de infantería  que tantas veces nos regaló sus consejos y sus  reprimendas en favor de nuestra vida militar. Así es y será siempre el alma del  aparentemente  duro, pero  tremendamente humanitario y generoso, Don Carlitos Alcayaga Aranda.

               Una hora después en ese cuarto de hospital, partía a dar cuenta de los buenos actos de su vida y también de los otros, el alma del amigo de todos, el sonriente, humilde y servicial “Negro” Avello, que entró en los aposentos construidos por su propia fe.  

               En vida siempre decía, lleno de convicción: “Yo soy Salvo.”

                Y ahora llegó solitariamente, como todos los que se van o nos iremos, al momento de su verdad.

              

              

(Nota: Escrito por Carlos Garcia, basado en testimonio de Francisco Avello, su hijo.)

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