En la U.C.I. del Hospital Militar, su vida se iba de a poco en medio de ruidos tecnológicos de máquinas y los compases del respirador. Su cuerpo ya no respondía, pero había una pequeña luz de esperanza, pues el sonido externo lo oía claro en su cerebro que nunca se dejó envejecer.
Acompañado de sus amados hijos,
sus buenos y malos recuerdos, sus penas,
dolores y las muchas alegrías. De pronto se oyó una fuerte voz desde las puertas de la aislada sala,
proveniente del pasillo:
¡¡Busco al ”Esmeraldino” Avello!!
Una potente
e inconfundible voz viril, propia de sus mejores tiempos de soldado irrumpió
las ondas de la sala. Y aquel hombre, lleno de energía y vitalidad, tratando de
arrimarse en su silla de ruedas para ver al interior de la sala por el cristal
de la puerta, sin temor, con fuerza, con
su misma energía de joven sargento de siempre,
rompió ese silencio de enfermedad y recogimiento en la larga espera.
Pareciera que la voz llegó al
alma del enfermo y fue de inmediata reacción de los hijos que custodiaban amorosamente
el momento de su partida inevitable.
- ¿Si señor? Soy Francisco, el hijo del Suboficial Avello.
Él está aquí en este cuarto.
- ¡¡Aquí vengo a presentarle
mis respetos, mi cariño y mi saludo!!….¡SALUD “ESMERALDINO”, QUE EL VIAJE QUE TE ESPERA SEA SIEMPRE COMO TU
MEJOR COMISIÓN A LA FRONTERA!!… ¡¡GRAN
ESMERALDINOOOO!!
Y gritó con esa fuerza que
desgarra el alma y que termina en un oculto llanto, porque la debilidad del
soldado nunca se demuestra.
Luego de un momento, estrechando
la mano de Francisco, se fue consciente,
satisfecho, con fuerza y con esa paz de
haber estado allí presente, pese a la prohibición de acercarse a un lugar de salud aislado. Las lágrimas de gratitud de los
hijos de su amigo fueron su mejor recompensa.
Y se perdió en su silla de ruedas
por los ascensores, con su mirada nublada por la emoción de la tarde.
Afuera se respiraban los aires de
septiembre. Un volantín “chino” dibujaba una sonrisa en los cielos de la
capital y muchas banderas tricolores flameaban en las casas y avenidas.
Se fue contento, pero también con
pena, empujando con sus fuertes brazos las ruedas de la silla de transporte, y los
latidos de su corazón se hicieron más acompasados y tomaron el ritmo de sus
mejores años en aquellas caminatas interminables del desierto del norte, apaciguando la emoción de ese viejo soldado de
infantería que tantas veces nos regaló
sus consejos y sus reprimendas en favor
de nuestra vida militar. Así es y será siempre el alma del aparentemente
duro, pero tremendamente
humanitario y generoso, Don Carlitos Alcayaga Aranda.
Una hora después en ese cuarto de
hospital, partía a dar cuenta de los buenos actos de su vida y también de los
otros, el alma del amigo de todos, el sonriente, humilde y servicial “Negro”
Avello, que entró en los aposentos construidos por su propia fe.
En vida siempre decía, lleno de
convicción: “Yo soy Salvo.”
Y ahora
llegó solitariamente, como todos los que se van o nos iremos, al momento de su
verdad.
(Nota: Escrito
por Carlos Garcia, basado en testimonio de Francisco Avello, su hijo.)
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