Desde la garita del jefe de turno, se podía controlar visualmente, tras los sucios cristales de las ventanillas, la faena completa que cumplían los trabajadores salitreros en el molino.
El polvo que flotaba en el aire exterior, era una verdadera tormenta de partículas que oscurecían en cada volcamiento de mineral, el ambiente y la oficina, donde se procuraba mantener la puerta de latón cerrada, sin poder evitar que se empolvaran, en el escritorio de madera, los lápices mitad rojo, mitad azules, con los cuales se inscribían en las planillas del turno los datos correspondientes a la hora, tonelaje y estadísticas de producción relacionadas con el trabajo, con lo cual se hacían los posteriores estudios de costos y producción, al mismo tiempo de controlar el rendimiento efectivo por turnos, lo que ameritaba, en caso de sobreproducción, un bono especial al que todos los trabajadores, empleados, obreros y jefes querían acceder. De allí el entusiasmo por desarrollar con la mayor eficiencia y rendimiento las tareas impuestas por la infaltable “pega” del molino.
El aire se hacía irrespirable en la faena. Cada bocanada de vida, respirada por las narices de los trabajadores, pasaban ásperas y con gran dificultad hacia los pulmones. Los filtros de las mascarillas protectoras de los operarios detenían en muy pequeña proporción las partículas que se mezclaban con la humedad de las vías respiratorias. Irremediable, lenta y silenciosamente, la silicosis se apoderaba de cada cuerpo, cubriendo de polvo los pulmones y causando estragos en esos organismos de esos trabajadores, que, por juventud, vitalidad y motivación de cumplir, no se procuraban mayores cuidados para su integridad personal, primero porque había que cumplir sagradamente las exigencias laborales de la empresa, y segundo, porque después de la pega, siempre había la posibilidad de “limpiar” el cuerpo con un buen vaso de vino o una cerveza considerando, además, que “de algo hay que morirse”, como expresaban sonrientes y locuaces los mismos operarios en las conversas del lonche (lunch), en un pequeño alto en la jornada del trabajo.
Un hormigueo constante de maniobras desarrollaban los operadores de las maquinarias. Unos subían a los carros con verdadera y ágil destreza y a las señales de gritos convencionales anunciando a “viva voz” sus movimientos. De otro lado, se soltaban los frenos mecánicos de los carros que llegaban a ese primer punto del proceso, directamente cargados de los mismos “rajos” para que, cumpliendo todo un protocolo de tareas, pudiesen desplazarse uno a uno y a intervalos constantes, por gravedad en la pendiente de rieles laterales, tomándolos en un segundo movimiento, con gran potencia y fuerza, una pieza de remolque con un grueso cable acerado que llamaban “Mula”, la cual ponía al carro en una nueva posición de ser volteado, desde una maquinaria giratoria que llamaba “cuna”, previo afianzamiento mecánico a su estructura con resistentes palancas y seguros, para derramar el contenido de grandes rocas calicheras que caían inevitablemente hacia ese calculado abismo, para ser finalmente trituradas con un eficiente y poderoso sistema de chancadores, iniciándose la molienda básica con una fuerza que convertía los gruesos terrones en guijarros de cortes regulares que recibían las correas transportadoras, colocadas debajo de todo el sistema y que transportaban el mineral a los ”cachuchos”, procesos obligados en la gran cadena de tareas definidas que daban por resultado la obtención del nitrato natural, que en ese entonces daba la mayor riqueza a Chile .
La pega del molino era extenuante, como así también de alto riesgo. Por eso que quienes trabajaban en esa área, era personal de fina selección y debían ser sometidos a procesos de calificación y constantes charlas para su propia seguridad. Por otra parte, quienes cumplían funciones en el molino, sabían perfectamente de los riesgos, y cualquier error, desconcentración o un mal cálculo podría, sencillamente costarles lo más preciado para ellos: sus propias vidas.
El huaso Pérez, era un trabajador de esos que por influencias familiares, de hermanos y primos con mayor tiempo en la industria, había llegado tentado desde el “sur” de Chile a probar suerte a la salitrera. Sureños le llamábamos, curiosamente, a todos aquellos que provenían desde cualquier ciudad al sur de Antofagasta, es decir a los habitantes de Coquimbo, Ovalle, Vallenar, Tierra Amarilla, Combarbalá, La Serena, que eran tierras de campo, por lo tanto merecían el mote de “huasos”, a mucha honra y orgullo. Por no extenderme innecesariamente, solo diré que los huasos que conocí, de apellidos González, Hidalgo, Molina, Pastén, Cortés o Garcia, eran todos del norte chico, tierra generosa que aportó el esfuerzo y el sudor de cientos de jóvenes de esas tierras que se establecieron definitivamente en estas oficinas, para dejar hasta sus propios huesos enterrados en los cementerios de Coya Sur, la oficina José Francisco Vergara y Pedro de Valdivia, con otros diseminados en Tocopilla y en Antofagasta. En los almacenes y “despachos” de los barrios populares, en el mercado, en los ranchos, siempre un nombre sugerente de habitante del norte chico: “La Ovallina”, “La Combarbalina”, los “Tres rbolitos”, los “Coquimbanos”, (aún cuando este nombre se utilizaba, jocosamente, en jerga pampina para indicar el dolor de “extremidades” masculinas) en fin, una serie de muestras que nuestros huasos eran en realidad de las tierras señaladas. En todo caso, muchos eran apodados por sus ciudades de origen, el Copiapino, el Santiaguino, el Chilote, el Curro, el “Negro” (varios de esos como el “curuche”), “Dago”, “Chago”, “Cachorro”, “Cura”; “Pichi” “Cega” o el “El Piti” (cortos de vista) y cientos y cientos de jocosos sobrenombres, alguno otros tenían sus características propias, como el “Monito Cacanela”, “El “Ñato” , el “Ronco”, el “Pituta”, el “Calchilla”, “Carleque”, “El Burro”, (podría ser por lo porfiado y lerdo, o merecedor al mote por “tanto” atributo masculino). “El Coyito”, oriundo de Coya Sur, el “Chumahue”, (por lo alto…¡¡chuch…el manso hueón…!.) el “Viejo é los pollos”, El “Cucaracho”, etc... De estas folklóricas denominaciones no se escapaban ni las damas, especialmente aquellas que estaban insertas en el mundo laboral, deportivo ó en los lugares públicos, como la pulpería, los ranchos, el teatro, hospital, o la “isla de los choros”, como le decían vulgar e irónicamente a la oficina de contabilidad donde trabajaban mayoritariamente mujeres. Como procuro ser un caballero, me reservaré el derecho de nombrar algún apodo ofensivo, sin dejar de mencionar que, en todo caso, las mujeres pampinas eran son y serán poseedoras de la más grandes virtudes que Dios ha dado a la vida con sus pulcras y singulares bellezas.
Desde todos los puntos de nuestro largo y amado Chile, convergían hombres y mujeres a buscar nuevos horizontes, entre ellos, como dije, los habitantes del norte chico poniendo al servicio de la industria salitrera una gran cantidad de buenos y esforzados trabajadores, considerando además, aquellos que llegaron en los antiguos y tradicionales “enganches salitreros”, que son también parte de los primeros habitantes de la pampa, contando con gentes de Santiago, Valparaíso, Rancagua y muchos otros.
Una diversidad de costumbres hermanaban a los pampinos, sobretodo la cordialidad, la amistad, ser solidarios y compartir siempre con gran espíritu de generosidad las horas del tiempo libre.
La sociedad pampina, fue de un carácter y con un sello diferente. Se trabajaba con mucho ahínco y grandes esfuerzos, pasando también necesidades superadas con estoicos sacrificios. Sin duda era tierra de hombres y mujeres de carácter fuerte, moldeados en la rudeza del trabajo del minero. A todos les tocaba entregar en su justa medida su personal cuota de entrega y compromiso. Pero en la hora de la amistad, del compartir, del ayudar, estaba siempre allí el pampino, sin ningún sentimiento de aquellos que resienten o hacen sentir menos a los hombres. Mi padre fue un obrero a mucha honra, que empezó de auxiliar en la carpintería. Siguió de ayudante de mecánico en el garaje y con gran pompa “ascendió” después de un prudente tiempo a “Empleado”, viviendo todas su vida en esa “categoría”, chofereando en camionetas camiones y luego en autos, sin jamás hacernos sentir distintos ni tampoco situarnos en posiciones circunstanciales, que eran en el fondo, el orden establecido que daban las reglas del juego, aceptando con humildad los destinos de la vida, entendiendo que todos somos eslabones de una misma cadena, pero dándonos valores de lealtad, amistad, cordialidad, entrega y compromiso, especialmente con una formación profundamente apegada a las cosas de Dios, la familia y la patria, en ese estricto orden de importancia. Cada tarde, casi noche, calmaba el dolor de sus propias manos lavándonos los pies en un recipiente de hojalata, para asirnos en brazos y acostarnos limpios y olorosos, en un alba sábana, confeccionada por mi madre con humildes sacos harineros, que eran extremadamente tibios y nos prodigaban dulces y hermosos sueños. Por lo tanto, crecimos en una pampa diferente, en una cofradía de hermanos, esperando con ansias las marcadas fiestas anuales del calendario. En cada septiembre, por ejemplo, junto con disfrutar de los programas de celebraciones patrias de la Escuela, de contagiarnos de singulares muestras del espíritu de chilenidad imperante, con los ornatos dieciocheros que trabajadores instalaban en lugares visibles de cada calle y esquinas del campamento, nos dábamos a la ilusión de recibir, al menos una vez al año, el primer zapato nuevo, pedido fiado en la pulpería, para reemplazar el viejo calzado ya sin forma, desgarbado, de suelas cansadas de tanto cartón de parche, utilizado en las pichangas del barrio, desgastados y moribundos, con los contrafuertes agobiados de las interminables tardes de juegos. En más de una ocasión, como “extra” de fin de año, nos enviaba la abuela Melania desde Santiago, una humilde encomienda que traía el tren, en viajes de más de treinta días, hasta “Chacance”. Caja sellada con trozos de tela de sacos, lacradas a fuego con una vela y escritas con un lápiz a cuya punta le fijaban un algodón, untándolo en un grueso frasco de tinta, antecesor de los primeros “plumones” gráficos. En la mágica curiosidad que produce el abrir una caja de pandora, buscábamos entre todos, descubriendo algún paquete de nueces o de dulces, un frasco de vidrio bien envuelto en diarios capitalinos con mermeladas de ciruelas, alguna muñeca un tanto destartalada que, para efectos del juego, eran toda una belleza. Mamá buscaba solamente las cartas, y entre pañales, ropas y usadas carteras, de vez en cuando aparecía algún par de calzado reparado, usado por mis primos, y que me ayudaban a pasar estoicamente las actividades últimas del año. Una sencilla tenida, era el mejor regalo de nuestros padres para concurrir a los desfiles para ver al Cuadro Blanco, que mostraba sus academias de gimnastas o sus sonrientes y pequeños marineros, sintiéndonos todos orgullosos de nuestras hermosas tradiciones. En esas ocasiones dieciocheras, ponía para la venta en las ventanas enrejadas de mi casa, volantines hechos con papel delgado de envolver de la pulpería, pegados con “colapez”, calentada a “baño maria” en la cocina a leña de nuestro pequeño patio, confeccionado con cañas traídas al hombro en largas travesías a pie, en caravana de amigos desde el Rio Loa, vendiéndolos a moderado precio, a los hijos de los “gringos” que “bajaban” del llamado “campamento americano” con el mismo espíritu infantil de diversión para jugar en las tardes a elevar nuestros volantines a los cielos de la pampa mandándoles entretenidas cartas que hacíamos pasar con un orificio central por la “cañuela” y que subían lentamente por la blanca cuerda, sintiendo verdaderamente que allá las leía San Pedro. No teníamos tiempo para rencores en el alma, excepto las peleas propias de los niños, inmediatamente olvidadas al calor de una sonrisa. No teníamos temores de ninguna índole, donde íbamos, había un buen amigo, al que abrazábamos y apreciábamos sin importar la condición social o laboral de sus padres. Éramos “hermanos” de la pampa, hermanos del salitre, con aficiones distintas, con visiones distintas que llevaron a unos, a ser eximios periodistas, escritores, músicos, profesores, técnicos, ingenieros, militares, y a otros obreros, cargadores, carrilanos, carrunchos o aseadores, eléctricos o mecánicos, plomeros o gásfiter, administrativos, bomberos, dirigentes deportivos y políticos, bailarines de cofradías religiosas, católicos o evangélicos, del sindicato de obreros o de empleados, de la radio o de la escuela, del campamento de “arriba” o el de “abajo”, de los “pasajes” o los “buques”, de los “finados” o los “truenos”, de los “hippies” o los “ Tímidos”, los “Chuzmiza” los “Pura calle” da lo mismo, de los “Piratas” o los “Cardenales”, del “Cóndor”, “Caupolicán” o el “Tocopilla”, del liceo diurno o el nocturno, de los que estudiaban en Antofagasta y vivían en los internados de los liceos fiscales o particulares, o los que permanecíamos comiéndonos el polvo o el barro, para salir adelante venciendo con verdadero espíritu de superación, nuestras propias realidades; pero tras todo esto, éramos parte de nuestra sociedad pampina, sin duda hermanos, de sueños, de esperanzas de ilusiones, poetas, cantores de festivales, hermanos del circo en el estadio o en el parque de las diversiones, de ganarnos un “canchito” ayudando a llevar maletas, en la flota Cóndor, Camus o Barrios, de arrojarnos entrelazándonos a empujones a la salida de la iglesia, para recoger desde el suelo las albas monedas lanzadas al aire por los “padrinitos cachos”, que motivados por los gritos de los niños soltaban las “chauchas” lanzándolas al aire, sintiendo las armónicas campanas del sonido metálico en el pavimento, soñando con alcanzar la totalidad de esa nube blanca de monedas, y comprar el mundo, entonces tan barato, o aprovechar esos pocos pesos al final de la noche, intercambiándolos por dulces, chupetes, turrones hechos en la casa del “Patoco” Ruiz, o comprando sobres de colección para los álbumes de moda en la librería. Éramos hermanos del barrio, de los juegos del trompo, y las bolitas, de la “challa”, espiando a veces las ventanas de la casa de los hermanos Azócar, para escuchar embelesados el último bolero de la moda: “Los carretes que le faltan a la luna”, (yo los tengo guardados en el fondo de mar…), interpretado magistralmente en violín, frente a una partitura musical por el padre del cariñoso “guatón”, que se ponía de espaldas a la ventana para aprovechar la luz natural y leer las notas a los rayos del sol de la tarde; hermanos de ver y escuchar en concursos de cantos, en la biblioteca o en el “proscenio” del colegio, las canciones mexicanas del “Chumingo” Bravo, acompañado del “Munita” Córdova, oír la voz hermosa de la “Pichindunga” y su amor eterno, el Milenko, cantando la canción “ Si ya sé, que no puedo pensar en él, en mi profesor…”, mientras se ganaba el ovacionado aplauso de la audiencia escolar; los hermanitos Garcia cantando la única tonada que sabían y que salvaban cada acto: “Que bonito que cantaba, la palomita en su nido…” acompañado en la guitarra por el querido profesor Sergio Montivero, ó escuchando a la Teresita Navarro, la Elizabeth Vargas, la Anita Espinoza de Coya Sur, la orquesta tropical con trompetas y “tumbadoras” del chico David Castañeda, bailar en el club con los “King Size”, (por que fumaban todos los integrantes, cigarrillos “Hilton”) con los profesores de la escuela encabezados por el chico Aramayo. Más tecnificados y contemporáneos, con buen sonido los famosos Ruters del chico Hidalgo ó los queridos integrantes del Norte 6, con sus giras culturales por todas las oficinas salitreras con toda una caravana animada por el icono de la pampa Jaimito Guerra y artistas pampinos consagrados como los “Perejildos”, que animaban cada fiesta y cada acto con sus cantos pícaros y alegres:”Yo soy, bom bom bom, de “Potosí”, pero no me gusta el pollo. Que rico el pollo que sabroso el pollo, pero yo no como pollo… ; el inolvidable Mario Luna, cantando “Me quebraste la vida…..” que causaba una sonrisa porque su marcada cojera incitaba maliciosamente a decir para los adentros ”Me quebraste la ”pata”…, el enamorado y bien cotizado solista, el Danny, que las chiquillas de Pedro de Valdivia o Vergara le esperaban ansiosas después de sus presentaciones, ocultas y siempre dispuestas a un furtivo y audaz “atraque”, atrás del teatro. Rondaba el amor, rondaba el amor por todas partes, con los cinco latinos: “Tú eres para mí…..”…”Como antes, más que antes te amaré….” En el “Wurlitzer de la “Chilenita” del mercado, o en la heladería del Galpón: “Nena ven aquí, y dime que me quieres….” Éramos todos, sin duda, buenos y grandes hermanos.
Perdón por extenderme tanto. No fue posible detener ese canto fluido en un momento de sincera reflexión desde el fondo de mi alma, y que quisieron aflorar con ímpetu y fuerzas desde los ocultos baúles del recuerdo.
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