domingo, 12 de julio de 2009

Capítulo II

El “Huaso” tenía varios años en la faena. Conocedor centímetro a centímetro de la estructura que formaba el sistema del molino. Podía detectar el ruido de cualquier falla mecánica del sistema, o detener en un segundo todo el proceso en caso de emergencia. Estaba absolutamente ambientado a la labor de producción, por lo cual había sido ascendido a un merecido puesto de capataz. No se encaramaba en los carros ni participaba directamente de la maniobra, más bien servía de permanente fiscalizador y constituía un maestro, respetado, de mucha experiencia en la obra. Pocas veces mezclaba su vida personal con el trabajo, por lo que existía una gran barrera entre su afable y alegre personalidad y la tormenta que le consumía poco a poco en su interior.
Por ello que en este tiempo se le había visto un tanto solitario, aún cuando compartía alegremente, las horas de la colación con sus compañeros, tenía la sonrisa siempre a flor de labios y presto a un buen consejo o sana reprimenda, para quienes le requerían o quienes se desconcentraban en su trabajo donde era muy estricto, especialmente en las exigencias relacionadas con la integridad física de la gente: “Seguridad Ante Todo”.
Se le había visto desde un tiempo con rostro demacrado. Decían que era el “mal del amor” que se había anidado en su mente y corazón. En todo caso, si esa era la causa, más que tristezas debía provocarle, naturalmente, una inmensa alegría a este hombre que a esa edad comenzaba a sentir la necesidad de una buena compañera para construir una familia y darse a la tarea de los que más ansiaba, la crianza de sus propios hijos.


No había tenido tiempo para sus sentimientos. Los hombres ensimismados por conquistar metas de trabajo, que les puedan prodigar una ansiada y digna subsistencia, se van dejando de lado, renunciando a su propia felicidad, con los temores propios que nos da la vida, buscando primero tener la tranquilidad de contar con una “entrada” que nos permita la propia supervivencia y, si bien en el trascurso de ellas hay oportunidades para recibir gratificantes satisfacciones, en cada acto que se emprende, siempre está la inseguridad, siempre existe con respecto a los resultados, la duda. En tal sentido, no se comprendía el dolor que mostraba entre sonrisas fingidas, pero con un inquisidor reflejo en su mirada, que hablaba de las tristezas del alma.
Vigoroso, juvenil, de buena salud, gran porte y estatura, como capataz con un ingreso económico mejor que los demás, eran atributos que perfectamente lo podrían situar, en una escala femenina, como “un buen e interesante partido”, sumado a ello su espíritu cordial, para formar un hogar con aquella que ocupaba, desde hace poco tiempo en su corazón un lugar de permanente pensamiento.
Al término de cada jornada de la tarde, el huaso apuraba el tranco para llegar a su pieza, ducharse rápidamente para sacarse las partículas del polvo y dándose, finalmente un buen baño de lociones, aceleraba el paso a la pensión del rancho. Allí pasaba grandes jornadas de amena charla, arrimado al mesón de la cantina o participando de los juegos de salón, el cacho o el dominó, procurando ocupar su mente un tanto intranquila.
Las risas que volaban por los ecos del ambiente mezclados a los ruidos de las botellas de cerveza, o el chocar intermitente de los dados en manos de los diestros jugadores que agitaban el cacho con grandes movimientos, pensando ilusionados en conseguir un buen full, después del golpe triunfante en las mesas, daban a la tarde la alegría propia de la entretención de los mineros. Sopas abundantes de papas y zapallos, choclos amarillos y cocinadas zanahorias humeaban a toda hora, en las bandejas que servían afanadas las mozas del lugar a los hambrientos y sedientos parroquianos.
Desde el rincón, el huaso, jugando sonriente, miraba con ojos de ladino sureño los desplazamientos, cargada de platos y bandejas de Alicia, la joven moza, que hace pocos días había comenzado a trabajar en la pensión. Era ella delgada, de un rostro salpicado de pequitas que no le avergonzaban para nada, estaba siempre exenta de todo maquillaje. Uno que otro lunar inquieto le pintaba su carita, dándole un rostro casi oriental por lo rasgado de sus ojos. No era de una gran belleza, de protuberancias exuberantes de la cual, cualquier hombre con sus hormonas definidas no hubiera sentido obligadamente la necesidad de otear con una mirada con alguna oculta pasión. Era de lo más normal, sencilla, ágil, sin atributos de diva o de coqueta, estaba allí porque tenía que cumplir con un trabajo que la necesidad le obligaba: su joven esposo, víctima de un desgraciado accidente ferroviario, sufrió la amputación de ambas piernas, justo en los momentos que se iba a su faena, resbalando accidentalmente del tren en movimiento. Ahora yacía en una dolorosa situación de incertidumbre y dolor, de esas que van hundiendo a los hombres en el fango de la más profunda pena. No asimilaba aún la lucha que le esperaba de por vida, venciendo sus propios orgullos o cayendo en un abismo de injustificados celos.
Estaba en el proceso lento de una dolorosa recuperación, y ya se habían efectuado los trámites para ser jubilado de la empresa. Mientras tanto, se venía un mundo impensado, un peso de grandes dificultades derivadas de la tarea de educar a sus pequeñas hijas, Bárbara y Gabriela, que concurrían diariamente a las clases en la jornada de la tarde en la única escuela. De allí entonces que Alicia se dedicaba en las mañanas a las tareas propias de una esposa en casa. En la tarde, ocupaban su prioridad las pequeñas que iban con sus delantales blancos y sus cuellos de marineros a la Escuela “América”, y a partir de ahora, en este nuevo horario, que mediaba hasta alcanzar la medianoche, al nuevo mundo de un trabajo malamente remunerado buscando un mejor sustento para mantener la difícil situación de su familia. Era casi pequeña, fina, de movimientos refinados, pero de una vitalidad y fuerzas impresionante y tenía bien guardada una reserva de energía, que le sacaban las garras ocultas de león cuando, traspasando la delgada línea roja de lo íntimo y personal, sentía violentada la fibra que más amaba: su familia.
No era fácil para ella empezar su vida laboral en ese ambiente. Más que mal, su presencia femenina despertaba sentimientos que no estaban anidados en su espíritu de cristiana creyente y practicante.
Pero tenía un inocente defecto o virtud, según como se mire, que no era su propósito hacer notar, una actitud que por ser de dulzura extrema, se abría como una encantadora y mágica red lanzada al azar, sin ninguna intención personal, tocando con sus fibras delgadas y livianas a quienes por su camino se cruzaban. No era un arma de conquista femenina, de ningún modo. No era una virtud mal utilizada en las guerras sentimentales. Eran, sencillamente, su forma natural de ser. Esas virtudes eran: Una graciosa y dulce voz y una hermosa, pero hermosísima sonrisa.

Ella hablaba, y pareciera que un coro de ángeles, anidados en su pecho, con conexión directa al cielo, afloraban de su alma. Ella sonreía y un nuevo aliento de optimismo surcaba desde el fondo de su garganta haciendo florecer, entre las perlas blancas de sus dientes racimos de pétalos de flores, siendo su brillo verdaderas gotas de rocíos resbalando entre la tentadora humedad de sus labios, donde fulguraban silenciosos y cómplices brillos que invitaban, con solo mirarla, a sumirse en sueños aletargados de ilusiones y pasiones. Quienes le miraban, caían en un magnético encantamiento propio de cuentos de hadas, que dejaba paralogizados a los hombres. Era de una personalidad que irradiaba un peligroso magnetismo. Tratar de llegar a ella, no era un imposible. Estaba siempre presta a servir, a colaborar, a ser útil con su presencia, y sobre todo a escuchar. Pero pretender dar un paso, más allá de la justa amistad, era sencillamente urdir un plan, con resultados sencillamente imposibles.
Muchos corazones rotos quedaron, por un tiempo, deshechos en el rancho, y se asumía, en todo caso que Alicia, era toda una señora, por tanto los primeros pícaros piropos, pasaron a ser solamente sanas palabras de respeto y muestras de cordiales relaciones de personas.
Los tragos del buen vino de los chuicos recién deslacrados, eran sacados en sendas jarras que se acomodaban en las mesas. Desde allí se bebía en vasos de cristales alargados, produciendo cambios notables de personalidad en los rostros curtidos y sufridos de los mineros:
– Quién se toma un litro al seco – competían unos por allí, mientras alzaban los jarros a la voz de un canto unísono, que era acompañado de un compás intermitente de vasos golpeando las mesas mientras que otros, entonaban: “Tómese esa copa esa copa de vino….”, debiendo las mocitas llenar rápidamente las mesas con nuevas jarras. Era la “limpieza” del polvo acumulado en las gargantas, pero también el baño necesario para ahogar las siempre presentes melancolías del alma.
– Que cante el guatón Maureira - espetaban otros, desde un rincón del salón, al mismo tiempo que de por allí llegaba alguna vieja guitarra, que ponía una nota de pulsados compases a boleros y baladas: “Han brotado otra vez los rosales, junto al muro del viejo jazmín…”, cantaba acompañándole con lágrimas en los ojos, el rucio Garcia, inundando los aires con el canto de la “Malagueña” de Javier Solis: “Qué bonitos ojos tienes , debajo de esas dos cejas, que bonitos ojos tienes…”
Las risas de la alegría, del vino y la cazuela despertaban sentimientos de amistad, y eran las horas en que también afloraban desde el interior del alma, las penas. Transcurrían las horas raudas como el sol de la tarde, y ya en las últimos estertores del día, aún podía escucharse una última canción, en el pick up manual con su aguja desgastada, extrayendo de un viejo disco de vinilo, la inconfundible voz de Pedro Infante y su “Cucurrucucu….paloma….”, o “Sombras nada más, entre tu vida y mi vida….” Todas puñaladas directas al alma, ahogadas en el mosto moreno de las uvas. Era la cultura de la tarde o de la noche, el fin de una nueva jornada o el inicio de un nuevo día, hora suficiente para dar término a la entretenida tertulia. El deber es el deber, y el trabajo, como sea, como fuera, se cumplía.
La alegría individual o de los grupos duraba hasta la hora del cierre de las cantinas. Un sentido fraterno de lealtad invitaba a acompañar a los más afectado en el combate del vino, desplazándose en procesiones intermitentes, ebrios de alcohol y alegría, por entre los callejones fríos de latas, o de gallos cantando a la madrugada en los gallineros, entonando muchas veces los versos “pegados” en la mente de la última canción bajo la estrellada noche de la pampa, lanzando de vez en cuando una patada a alguna piedra suelta, para asustar a algún gato negro que pudiera cruzarse al correr desde los basureros. Había que cumplir la tarea totalmente, hasta acostar en sus propios cuartos a los convalecientes de la jornada. Era parte de la poesía y el canto alegre del joven minero.

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