La casa del Mr. Albert Metcalf, estaba ubicada en una lomita, en el campamento americano. Tenía dos entradas: una de servicio y otra para las visitas. Estaba rodeada de altos y frondosos pimientos y algarrobos, unas frescas y abundantes enredaderas crecían entrelazándose entre las bien confeccionadas rejas de madera, que cubrían todas las murallas externas, dejando en libertad solamente los amplios ventanales por donde entraba la luz del sol al amanecer, y también en el ocaso de la tarde. Desde allí mirábamos el mismo paisaje que era patrimonio de todos los que habitábamos la pampa esas tardes de arreboles y colores únicos que nos encienden la nostalgia como un fuego quemante cada día que transcurre.
Un poco más hacia el oriente, la casa de don Tomas Simúnovic, donde arrancábamos con el Tomás chico, después de andar en bicicleta por el sector de las piscinas, buscando a desenterrar tesoros entre los hoyos profundos calicheros, con una bicicleta que, en mi caso, me prestaba el Virgilio Marino. En esas entradas furtivas, nos invitaba a comer ricos panqueques, llenos de dulce manjar, servidos con tanta cordialidad y amistad, junto a un refrescante vaso de leche, por la “nana” de la casa en la cocina. Satisfechos del hambre del cuerpo, con los zapatos cargados de esa tierra de aventuras e ilusiones, nos sentíamos en un mundo que, en honor a la verdad, era bastante diferente a nuestra realidad, pero que en la hora de sentir las mismas emociones, nos uníamos a las moléculas calcinantes del caliche.
Al lado de aquella casa estaba el parque. Un vergel de flores, de pastos frescos y bien cuidados, de gorriones anidándose en la copas de los árboles y comiendo de los exteriores de las jaulas de abundantes pájaros exóticos, que con sus plumas multicolores nos regalaban un movido rompecabezas del arco iris. En las actividades culturales de la Escuela, nos llevaban, algunas mañanas, a dibujar a ese lugar los árboles, los pajaritos, descubriendo nuestros propios rincones artísticos que tenía la “Casa de Directores”. Allí nos llenábamos de otra importante cualidad, nos sentíamos también, parte del entorno, aunque viviéramos en otro barrio diferente.
Por la puerta de servicio de la casa de Mr. Albert, entrábamos a menudo. Éramos de la casa. Compartíamos allí un cuarto externo con los hijos de su esposa. Eran mis mejores amigos y me invitaban periódicamente a disfrutar las hermosas jornadas de nuestros veranos escolares. La señora Gloria, madre de mis amigos, era una dama, hacendosa y trabajadora. Con ella platicábamos en su amplia cocina, sacando de los congeladores panecillos guardados de la última pascua, los que calentaba al horno eléctrico para compartir el té de las cinco, y continuar una larga sobremesa.
Experta en tareas de conservación de alimentos, le encantaba el trabajo de la cocina, a tal punto que conservaba mermeladas y alimentos para las épocas de más dificultades. No se crea que por tener una situación mirada desde un punto de vista de privilegio, no contaba ella, como todo mortal, con un cúmulo de problemas personales. Sin embargo sus prioridades giraban en ordenar algunas situaciones judiciales relacionadas con su familia.
Un tarde, a la hora del crepúsculo, escuchábamos la ópera de Verdi “Aida”, en un moderno pic - up, que como gran novedad permitía poner hasta cinco o seis discos, unos sobre otros para ir escuchándolos automáticamente, permitiéndonos disfrutar de la música
en forma continuada con tal placer, que podíamos cerrar hasta los ojos para imaginarnos lo que fuera, porque en verdad, era amante de la música, pero no había escuchado jamás aquella ópera. Distinto era para la culta señora Gloria, que me iba explicando los movimientos y actos de la misma, sintiendo que estaba aprendiendo algo nuevo y útil para mi propio acervo.
Estábamos apoltronados en un living sencillo y acogedor en el hall de la casa. Escuchábamos coincidentemente la “Marcha triunfal”, cuando de pronto, sentimos los claros pasos de una persona ingresando hacia la cocina por la entrada de servicio, interrumpiéndonos por un rato nuestra concentración auditiva sobre las trompetas y los timbales de nuestra agradable velada en torno a la música. – Es Albert - dijo sonriendo la señora Gloria, al mismo tiempo que levantando su voz decía: - We are here in the living room, listening to music”. ( me imagino algo como “estamos en el living escuchando música”.)
Sobrevino un silencio mientras “Aida” sonaba en la pic up del living.
Al cabo de un rato, y ante la nula respuesta, nos concentramos nuevamente en la música, hasta que por segunda vez, oímos los fuertes pasos de don Albert Metcalf, por cuanto el pasadizo obligado de la cocina al living, había una puerta de vaivén, que al pasar obligadamente por ella, continuaba por bastante rato con ese movimiento de inercia, hasta detener su movimiento. Sencillamente era la oportunidad de saludar al dueño de casa, y siguiendo la música fluyendo en los parlantes, nos levantamos a saludarlo.
Curiosamente no había nadie, aún cuando la puerta seguía en ese leve movimiento.
Eran como las 20 hrs. Hubo que cambiar el switch de “Aida”, para explicarnos el extraño movimiento. Primero encender el máximo de luces, y buscar y buscar por las piezas, el patio y las bodegas.
Más tarde, llegaron sus hijos, entre ellos mis amigos, con el pequeño Walter, a quien entretenía con mis cantos y locuras a la hora de acostarse.
-¿Quién de ustedes vino hará una media hora?, pregunto interrogadora, al mismo tiempo que las miradas de las dudas hicieron comprender la mejor respuesta. Algo extraño ocurrió esa noche.
A la mañana siguiente compartimos el desayuno. Mis amigos acostumbraban a levantarse, en las vacaciones, pasadas la una de la tarde. Era mi única y dolorosa espera. Acostumbrado a madrugar, aún en vacaciones, se me tornaban difíciles y tediosas las horas de espera. Así que decidí colaborar en las labores de casa, y desde muy temprano me entretenía regando las plantas y dando de comer a las coloridas caturras o limpiar las fecas a los perros. Así me entretenía y no mataba inútilmente mis mañanas.
Algunos días después, tratando de tocar un órgano eléctrico, que era toda una pieza histórica de la casa, al que cuidaban con tanta delicadeza y atención y ubicaban también en ese lugar sagrado de la tertulias familiares, el living, sentimos en distinta forma los movimientos violentos de personas en la cocina. La puerta abatible se agitaba con violencia. Pensé que podía ser el pequeño Walter, como tantas veces, se entretenía jugando en tan extensa casa. Un plato cayó haciéndose trizas en el suelo, y ya no hubo dudas que algo estaba allí presente. Por otra parte la señora Gloria, que descansaba en su pieza, salió también corriendo y al entrar los dos por distintos lugares a la misma cocina gritamos asustados mirando nuestros propios rostros. Guardamos silencio, el pánico no podía vencernos. - ¡¡¿Qué es lo que quiere??! Gritó fuerte doña Gloria. – agregando con una seguridad y tranquilidad extremas:- Si necesita algo busque la manera de decirnos-.
Yo transpiraba desde el primero hasta el último cabello de mi cuerpo.
Al mismo tiempo que me encomendaba a mis santos de marcadas preferencias.
Quedé admirado del valor de esa dama la que, finalmente, con voz segura y casi como un orden gritó: - Manifieste lo que necesita…-
Erizado de piel y de cabellos, sentimos los pasos entre nosotros. La puerta abatible comenzó a moverse sin que mediara fuerza física o humana. Luego se abrió la puerta hacia el patio, siguiendo los ecos del ruido de los pasos, que se internaron en una pequeña bodega que llamaban de “las herramientas”. Salimos curiosos, asustados, transpirados. Ya era noche nuevamente. Desde dentro del cuarto de las herramientas provenían nuevos ruidos. – ¡Espere hasta mañana! repitió doña Gloria, con una seguridad y fuerzas, abismantes.
Al cese de los ruidos, nos sentamos en la cocina. No parábamos de tiritar en nuestras voces. En los mesones de la cocina, estaban perfectamente dibujadas las huellas de unos pies de niño. –¡Ah!, me dijo,- Son los duendes…(??)
Como yo dormía en un cuarto aledaño al de las herramientas, esa noche no pegué ni una pestañada. Me lo pasé rezando oculto entre las sábanas en el camarote superior, mientras el Pepe y el Francisco, ajenos a esa experiencia, disfrutaban escuchando sus discos de la moda.
A la mañana siguiente, temprano, nos encaminamos con Doña Gloria, confiados por la luz de la mañana a buscar restos o indicios que justificaran esa inolvidable experiencia.
Comenzamos a sacar tarros, herramientas por montones, cuadros de fotografías antiguas, sillas a las que les faltaban algunos de sus brazos.
Entre todas las curiosidades existente aparecieron, en un rincón, ocultas una hermosa cruz forjada en fierro, con bellas figuras trabajadas a golpe de cincel y a fuego y una corona metálica de bellos pétalos de rosas trabajados con un cariño por un artesano de la forja. -Ésta es la cuestión- me dijo la señora Gloria, inspeccionándola en detalle y descubriendo un nombre y una leyenda en la que resaltaba su lugar proveniencia, “Cementerio de Cobija”.
-Albert, Albert ¿Puede usted venir?.- le dijo por el teléfono de casa que funcionaba vía operadora. Después de un rato, apareció la figura gruesa y silenciosa del gringo Metcalf, alto y con sus oscuras gafas. Mientras hablaban en Inglés, tomó los elementos y echándolos en el maletero de su viejo auto, marchó con tan sagrada carga hacia el desierto. No me enteré de su destino. Supongo lo llevó al mismo lugar, cercano a Tocopilla. Después de todo, viajaba regularmente a esa zona, al aeródromo de Barriles, donde el ex Infante de Marina de la II Guerra Mundial y ex piloto Albert Metcalf, tenia siempre operacional para su uso, una pequeña avioneta.
No hubo más pasos ni más curiosidades de esa naturaleza en la casa. “Aida” ahora sonaba con su marcha triunfal sin interrupciones. Luego vino Rigoletto, la Traviata, Carmen y otras piezas musicales de óperas por mí hasta ese entonces, ignoradas. Aprendí que en esas cosa que parecen de lo oculto, hay que conservar la calma y mirarlas con sincera credibilidad y gran respeto.
domingo, 12 de julio de 2009
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