domingo, 12 de julio de 2009

Cuento pampino "ATRAPADO EN LAS REDES..."Capítulo I"

Desde la garita del jefe de turno, se podía controlar visualmente, tras los sucios cristales de las ventanillas, la faena completa que cumplían los trabajadores salitreros en el molino.
El polvo que flotaba en el aire exterior, era una verdadera tormenta de partículas que oscurecían en cada volcamiento de mineral, el ambiente y la oficina, donde se procuraba mantener la puerta de latón cerrada, sin poder evitar que se empolvaran, en el escritorio de madera, los lápices mitad rojo, mitad azules, con los cuales se inscribían en las planillas del turno los datos correspondientes a la hora, tonelaje y estadísticas de producción relacionadas con el trabajo, con lo cual se hacían los posteriores estudios de costos y producción, al mismo tiempo de controlar el rendimiento efectivo por turnos, lo que ameritaba, en caso de sobreproducción, un bono especial al que todos los trabajadores, empleados, obreros y jefes querían acceder. De allí el entusiasmo por desarrollar con la mayor eficiencia y rendimiento las tareas impuestas por la infaltable “pega” del molino.
El aire se hacía irrespirable en la faena. Cada bocanada de vida, respirada por las narices de los trabajadores, pasaban ásperas y con gran dificultad hacia los pulmones. Los filtros de las mascarillas protectoras de los operarios detenían en muy pequeña proporción las partículas que se mezclaban con la humedad de las vías respiratorias. Irremediable, lenta y silenciosamente, la silicosis se apoderaba de cada cuerpo, cubriendo de polvo los pulmones y causando estragos en esos organismos de esos trabajadores, que, por juventud, vitalidad y motivación de cumplir, no se procuraban mayores cuidados para su integridad personal, primero porque había que cumplir sagradamente las exigencias laborales de la empresa, y segundo, porque después de la pega, siempre había la posibilidad de “limpiar” el cuerpo con un buen vaso de vino o una cerveza considerando, además, que “de algo hay que morirse”, como expresaban sonrientes y locuaces los mismos operarios en las conversas del lonche (lunch), en un pequeño alto en la jornada del trabajo.
Un hormigueo constante de maniobras desarrollaban los operadores de las maquinarias. Unos subían a los carros con verdadera y ágil destreza y a las señales de gritos convencionales anunciando a “viva voz” sus movimientos. De otro lado, se soltaban los frenos mecánicos de los carros que llegaban a ese primer punto del proceso, directamente cargados de los mismos “rajos” para que, cumpliendo todo un protocolo de tareas, pudiesen desplazarse uno a uno y a intervalos constantes, por gravedad en la pendiente de rieles laterales, tomándolos en un segundo movimiento, con gran potencia y fuerza, una pieza de remolque con un grueso cable acerado que llamaban “Mula”, la cual ponía al carro en una nueva posición de ser volteado, desde una maquinaria giratoria que llamaba “cuna”, previo afianzamiento mecánico a su estructura con resistentes palancas y seguros, para derramar el contenido de grandes rocas calicheras que caían inevitablemente hacia ese calculado abismo, para ser finalmente trituradas con un eficiente y poderoso sistema de chancadores, iniciándose la molienda básica con una fuerza que convertía los gruesos terrones en guijarros de cortes regulares que recibían las correas transportadoras, colocadas debajo de todo el sistema y que transportaban el mineral a los ”cachuchos”, procesos obligados en la gran cadena de tareas definidas que daban por resultado la obtención del nitrato natural, que en ese entonces daba la mayor riqueza a Chile .
La pega del molino era extenuante, como así también de alto riesgo. Por eso que quienes trabajaban en esa área, era personal de fina selección y debían ser sometidos a procesos de calificación y constantes charlas para su propia seguridad. Por otra parte, quienes cumplían funciones en el molino, sabían perfectamente de los riesgos, y cualquier error, desconcentración o un mal cálculo podría, sencillamente costarles lo más preciado para ellos: sus propias vidas.
El huaso Pérez, era un trabajador de esos que por influencias familiares, de hermanos y primos con mayor tiempo en la industria, había llegado tentado desde el “sur” de Chile a probar suerte a la salitrera. Sureños le llamábamos, curiosamente, a todos aquellos que provenían desde cualquier ciudad al sur de Antofagasta, es decir a los habitantes de Coquimbo, Ovalle, Vallenar, Tierra Amarilla, Combarbalá, La Serena, que eran tierras de campo, por lo tanto merecían el mote de “huasos”, a mucha honra y orgullo. Por no extenderme innecesariamente, solo diré que los huasos que conocí, de apellidos González, Hidalgo, Molina, Pastén, Cortés o Garcia, eran todos del norte chico, tierra generosa que aportó el esfuerzo y el sudor de cientos de jóvenes de esas tierras que se establecieron definitivamente en estas oficinas, para dejar hasta sus propios huesos enterrados en los cementerios de Coya Sur, la oficina José Francisco Vergara y Pedro de Valdivia, con otros diseminados en Tocopilla y en Antofagasta. En los almacenes y “despachos” de los barrios populares, en el mercado, en los ranchos, siempre un nombre sugerente de habitante del norte chico: “La Ovallina”, “La Combarbalina”, los “Tres rbolitos”, los “Coquimbanos”, (aún cuando este nombre se utilizaba, jocosamente, en jerga pampina para indicar el dolor de “extremidades” masculinas) en fin, una serie de muestras que nuestros huasos eran en realidad de las tierras señaladas. En todo caso, muchos eran apodados por sus ciudades de origen, el Copiapino, el Santiaguino, el Chilote, el Curro, el “Negro” (varios de esos como el “curuche”), “Dago”, “Chago”, “Cachorro”, “Cura”; “Pichi” “Cega” o el “El Piti” (cortos de vista) y cientos y cientos de jocosos sobrenombres, alguno otros tenían sus características propias, como el “Monito Cacanela”, “El “Ñato” , el “Ronco”, el “Pituta”, el “Calchilla”, “Carleque”, “El Burro”, (podría ser por lo porfiado y lerdo, o merecedor al mote por “tanto” atributo masculino). “El Coyito”, oriundo de Coya Sur, el “Chumahue”, (por lo alto…¡¡chuch…el manso hueón…!.) el “Viejo é los pollos”, El “Cucaracho”, etc... De estas folklóricas denominaciones no se escapaban ni las damas, especialmente aquellas que estaban insertas en el mundo laboral, deportivo ó en los lugares públicos, como la pulpería, los ranchos, el teatro, hospital, o la “isla de los choros”, como le decían vulgar e irónicamente a la oficina de contabilidad donde trabajaban mayoritariamente mujeres. Como procuro ser un caballero, me reservaré el derecho de nombrar algún apodo ofensivo, sin dejar de mencionar que, en todo caso, las mujeres pampinas eran son y serán poseedoras de la más grandes virtudes que Dios ha dado a la vida con sus pulcras y singulares bellezas.
Desde todos los puntos de nuestro largo y amado Chile, convergían hombres y mujeres a buscar nuevos horizontes, entre ellos, como dije, los habitantes del norte chico poniendo al servicio de la industria salitrera una gran cantidad de buenos y esforzados trabajadores, considerando además, aquellos que llegaron en los antiguos y tradicionales “enganches salitreros”, que son también parte de los primeros habitantes de la pampa, contando con gentes de Santiago, Valparaíso, Rancagua y muchos otros.
Una diversidad de costumbres hermanaban a los pampinos, sobretodo la cordialidad, la amistad, ser solidarios y compartir siempre con gran espíritu de generosidad las horas del tiempo libre.
La sociedad pampina, fue de un carácter y con un sello diferente. Se trabajaba con mucho ahínco y grandes esfuerzos, pasando también necesidades superadas con estoicos sacrificios. Sin duda era tierra de hombres y mujeres de carácter fuerte, moldeados en la rudeza del trabajo del minero. A todos les tocaba entregar en su justa medida su personal cuota de entrega y compromiso. Pero en la hora de la amistad, del compartir, del ayudar, estaba siempre allí el pampino, sin ningún sentimiento de aquellos que resienten o hacen sentir menos a los hombres. Mi padre fue un obrero a mucha honra, que empezó de auxiliar en la carpintería. Siguió de ayudante de mecánico en el garaje y con gran pompa “ascendió” después de un prudente tiempo a “Empleado”, viviendo todas su vida en esa “categoría”, chofereando en camionetas camiones y luego en autos, sin jamás hacernos sentir distintos ni tampoco situarnos en posiciones circunstanciales, que eran en el fondo, el orden establecido que daban las reglas del juego, aceptando con humildad los destinos de la vida, entendiendo que todos somos eslabones de una misma cadena, pero dándonos valores de lealtad, amistad, cordialidad, entrega y compromiso, especialmente con una formación profundamente apegada a las cosas de Dios, la familia y la patria, en ese estricto orden de importancia. Cada tarde, casi noche, calmaba el dolor de sus propias manos lavándonos los pies en un recipiente de hojalata, para asirnos en brazos y acostarnos limpios y olorosos, en un alba sábana, confeccionada por mi madre con humildes sacos harineros, que eran extremadamente tibios y nos prodigaban dulces y hermosos sueños. Por lo tanto, crecimos en una pampa diferente, en una cofradía de hermanos, esperando con ansias las marcadas fiestas anuales del calendario. En cada septiembre, por ejemplo, junto con disfrutar de los programas de celebraciones patrias de la Escuela, de contagiarnos de singulares muestras del espíritu de chilenidad imperante, con los ornatos dieciocheros que trabajadores instalaban en lugares visibles de cada calle y esquinas del campamento, nos dábamos a la ilusión de recibir, al menos una vez al año, el primer zapato nuevo, pedido fiado en la pulpería, para reemplazar el viejo calzado ya sin forma, desgarbado, de suelas cansadas de tanto cartón de parche, utilizado en las pichangas del barrio, desgastados y moribundos, con los contrafuertes agobiados de las interminables tardes de juegos. En más de una ocasión, como “extra” de fin de año, nos enviaba la abuela Melania desde Santiago, una humilde encomienda que traía el tren, en viajes de más de treinta días, hasta “Chacance”. Caja sellada con trozos de tela de sacos, lacradas a fuego con una vela y escritas con un lápiz a cuya punta le fijaban un algodón, untándolo en un grueso frasco de tinta, antecesor de los primeros “plumones” gráficos. En la mágica curiosidad que produce el abrir una caja de pandora, buscábamos entre todos, descubriendo algún paquete de nueces o de dulces, un frasco de vidrio bien envuelto en diarios capitalinos con mermeladas de ciruelas, alguna muñeca un tanto destartalada que, para efectos del juego, eran toda una belleza. Mamá buscaba solamente las cartas, y entre pañales, ropas y usadas carteras, de vez en cuando aparecía algún par de calzado reparado, usado por mis primos, y que me ayudaban a pasar estoicamente las actividades últimas del año. Una sencilla tenida, era el mejor regalo de nuestros padres para concurrir a los desfiles para ver al Cuadro Blanco, que mostraba sus academias de gimnastas o sus sonrientes y pequeños marineros, sintiéndonos todos orgullosos de nuestras hermosas tradiciones. En esas ocasiones dieciocheras, ponía para la venta en las ventanas enrejadas de mi casa, volantines hechos con papel delgado de envolver de la pulpería, pegados con “colapez”, calentada a “baño maria” en la cocina a leña de nuestro pequeño patio, confeccionado con cañas traídas al hombro en largas travesías a pie, en caravana de amigos desde el Rio Loa, vendiéndolos a moderado precio, a los hijos de los “gringos” que “bajaban” del llamado “campamento americano” con el mismo espíritu infantil de diversión para jugar en las tardes a elevar nuestros volantines a los cielos de la pampa mandándoles entretenidas cartas que hacíamos pasar con un orificio central por la “cañuela” y que subían lentamente por la blanca cuerda, sintiendo verdaderamente que allá las leía San Pedro. No teníamos tiempo para rencores en el alma, excepto las peleas propias de los niños, inmediatamente olvidadas al calor de una sonrisa. No teníamos temores de ninguna índole, donde íbamos, había un buen amigo, al que abrazábamos y apreciábamos sin importar la condición social o laboral de sus padres. Éramos “hermanos” de la pampa, hermanos del salitre, con aficiones distintas, con visiones distintas que llevaron a unos, a ser eximios periodistas, escritores, músicos, profesores, técnicos, ingenieros, militares, y a otros obreros, cargadores, carrilanos, carrunchos o aseadores, eléctricos o mecánicos, plomeros o gásfiter, administrativos, bomberos, dirigentes deportivos y políticos, bailarines de cofradías religiosas, católicos o evangélicos, del sindicato de obreros o de empleados, de la radio o de la escuela, del campamento de “arriba” o el de “abajo”, de los “pasajes” o los “buques”, de los “finados” o los “truenos”, de los “hippies” o los “ Tímidos”, los “Chuzmiza” los “Pura calle” da lo mismo, de los “Piratas” o los “Cardenales”, del “Cóndor”, “Caupolicán” o el “Tocopilla”, del liceo diurno o el nocturno, de los que estudiaban en Antofagasta y vivían en los internados de los liceos fiscales o particulares, o los que permanecíamos comiéndonos el polvo o el barro, para salir adelante venciendo con verdadero espíritu de superación, nuestras propias realidades; pero tras todo esto, éramos parte de nuestra sociedad pampina, sin duda hermanos, de sueños, de esperanzas de ilusiones, poetas, cantores de festivales, hermanos del circo en el estadio o en el parque de las diversiones, de ganarnos un “canchito” ayudando a llevar maletas, en la flota Cóndor, Camus o Barrios, de arrojarnos entrelazándonos a empujones a la salida de la iglesia, para recoger desde el suelo las albas monedas lanzadas al aire por los “padrinitos cachos”, que motivados por los gritos de los niños soltaban las “chauchas” lanzándolas al aire, sintiendo las armónicas campanas del sonido metálico en el pavimento, soñando con alcanzar la totalidad de esa nube blanca de monedas, y comprar el mundo, entonces tan barato, o aprovechar esos pocos pesos al final de la noche, intercambiándolos por dulces, chupetes, turrones hechos en la casa del “Patoco” Ruiz, o comprando sobres de colección para los álbumes de moda en la librería. Éramos hermanos del barrio, de los juegos del trompo, y las bolitas, de la “challa”, espiando a veces las ventanas de la casa de los hermanos Azócar, para escuchar embelesados el último bolero de la moda: “Los carretes que le faltan a la luna”, (yo los tengo guardados en el fondo de mar…), interpretado magistralmente en violín, frente a una partitura musical por el padre del cariñoso “guatón”, que se ponía de espaldas a la ventana para aprovechar la luz natural y leer las notas a los rayos del sol de la tarde; hermanos de ver y escuchar en concursos de cantos, en la biblioteca o en el “proscenio” del colegio, las canciones mexicanas del “Chumingo” Bravo, acompañado del “Munita” Córdova, oír la voz hermosa de la “Pichindunga” y su amor eterno, el Milenko, cantando la canción “ Si ya sé, que no puedo pensar en él, en mi profesor…”, mientras se ganaba el ovacionado aplauso de la audiencia escolar; los hermanitos Garcia cantando la única tonada que sabían y que salvaban cada acto: “Que bonito que cantaba, la palomita en su nido…” acompañado en la guitarra por el querido profesor Sergio Montivero, ó escuchando a la Teresita Navarro, la Elizabeth Vargas, la Anita Espinoza de Coya Sur, la orquesta tropical con trompetas y “tumbadoras” del chico David Castañeda, bailar en el club con los “King Size”, (por que fumaban todos los integrantes, cigarrillos “Hilton”) con los profesores de la escuela encabezados por el chico Aramayo. Más tecnificados y contemporáneos, con buen sonido los famosos Ruters del chico Hidalgo ó los queridos integrantes del Norte 6, con sus giras culturales por todas las oficinas salitreras con toda una caravana animada por el icono de la pampa Jaimito Guerra y artistas pampinos consagrados como los “Perejildos”, que animaban cada fiesta y cada acto con sus cantos pícaros y alegres:”Yo soy, bom bom bom, de “Potosí”, pero no me gusta el pollo. Que rico el pollo que sabroso el pollo, pero yo no como pollo… ; el inolvidable Mario Luna, cantando “Me quebraste la vida…..” que causaba una sonrisa porque su marcada cojera incitaba maliciosamente a decir para los adentros ”Me quebraste la ”pata”…, el enamorado y bien cotizado solista, el Danny, que las chiquillas de Pedro de Valdivia o Vergara le esperaban ansiosas después de sus presentaciones, ocultas y siempre dispuestas a un furtivo y audaz “atraque”, atrás del teatro. Rondaba el amor, rondaba el amor por todas partes, con los cinco latinos: “Tú eres para mí…..”…”Como antes, más que antes te amaré….” En el “Wurlitzer de la “Chilenita” del mercado, o en la heladería del Galpón: “Nena ven aquí, y dime que me quieres….” Éramos todos, sin duda, buenos y grandes hermanos.
Perdón por extenderme tanto. No fue posible detener ese canto fluido en un momento de sincera reflexión desde el fondo de mi alma, y que quisieron aflorar con ímpetu y fuerzas desde los ocultos baúles del recuerdo.

Capítulo II

El “Huaso” tenía varios años en la faena. Conocedor centímetro a centímetro de la estructura que formaba el sistema del molino. Podía detectar el ruido de cualquier falla mecánica del sistema, o detener en un segundo todo el proceso en caso de emergencia. Estaba absolutamente ambientado a la labor de producción, por lo cual había sido ascendido a un merecido puesto de capataz. No se encaramaba en los carros ni participaba directamente de la maniobra, más bien servía de permanente fiscalizador y constituía un maestro, respetado, de mucha experiencia en la obra. Pocas veces mezclaba su vida personal con el trabajo, por lo que existía una gran barrera entre su afable y alegre personalidad y la tormenta que le consumía poco a poco en su interior.
Por ello que en este tiempo se le había visto un tanto solitario, aún cuando compartía alegremente, las horas de la colación con sus compañeros, tenía la sonrisa siempre a flor de labios y presto a un buen consejo o sana reprimenda, para quienes le requerían o quienes se desconcentraban en su trabajo donde era muy estricto, especialmente en las exigencias relacionadas con la integridad física de la gente: “Seguridad Ante Todo”.
Se le había visto desde un tiempo con rostro demacrado. Decían que era el “mal del amor” que se había anidado en su mente y corazón. En todo caso, si esa era la causa, más que tristezas debía provocarle, naturalmente, una inmensa alegría a este hombre que a esa edad comenzaba a sentir la necesidad de una buena compañera para construir una familia y darse a la tarea de los que más ansiaba, la crianza de sus propios hijos.


No había tenido tiempo para sus sentimientos. Los hombres ensimismados por conquistar metas de trabajo, que les puedan prodigar una ansiada y digna subsistencia, se van dejando de lado, renunciando a su propia felicidad, con los temores propios que nos da la vida, buscando primero tener la tranquilidad de contar con una “entrada” que nos permita la propia supervivencia y, si bien en el trascurso de ellas hay oportunidades para recibir gratificantes satisfacciones, en cada acto que se emprende, siempre está la inseguridad, siempre existe con respecto a los resultados, la duda. En tal sentido, no se comprendía el dolor que mostraba entre sonrisas fingidas, pero con un inquisidor reflejo en su mirada, que hablaba de las tristezas del alma.
Vigoroso, juvenil, de buena salud, gran porte y estatura, como capataz con un ingreso económico mejor que los demás, eran atributos que perfectamente lo podrían situar, en una escala femenina, como “un buen e interesante partido”, sumado a ello su espíritu cordial, para formar un hogar con aquella que ocupaba, desde hace poco tiempo en su corazón un lugar de permanente pensamiento.
Al término de cada jornada de la tarde, el huaso apuraba el tranco para llegar a su pieza, ducharse rápidamente para sacarse las partículas del polvo y dándose, finalmente un buen baño de lociones, aceleraba el paso a la pensión del rancho. Allí pasaba grandes jornadas de amena charla, arrimado al mesón de la cantina o participando de los juegos de salón, el cacho o el dominó, procurando ocupar su mente un tanto intranquila.
Las risas que volaban por los ecos del ambiente mezclados a los ruidos de las botellas de cerveza, o el chocar intermitente de los dados en manos de los diestros jugadores que agitaban el cacho con grandes movimientos, pensando ilusionados en conseguir un buen full, después del golpe triunfante en las mesas, daban a la tarde la alegría propia de la entretención de los mineros. Sopas abundantes de papas y zapallos, choclos amarillos y cocinadas zanahorias humeaban a toda hora, en las bandejas que servían afanadas las mozas del lugar a los hambrientos y sedientos parroquianos.
Desde el rincón, el huaso, jugando sonriente, miraba con ojos de ladino sureño los desplazamientos, cargada de platos y bandejas de Alicia, la joven moza, que hace pocos días había comenzado a trabajar en la pensión. Era ella delgada, de un rostro salpicado de pequitas que no le avergonzaban para nada, estaba siempre exenta de todo maquillaje. Uno que otro lunar inquieto le pintaba su carita, dándole un rostro casi oriental por lo rasgado de sus ojos. No era de una gran belleza, de protuberancias exuberantes de la cual, cualquier hombre con sus hormonas definidas no hubiera sentido obligadamente la necesidad de otear con una mirada con alguna oculta pasión. Era de lo más normal, sencilla, ágil, sin atributos de diva o de coqueta, estaba allí porque tenía que cumplir con un trabajo que la necesidad le obligaba: su joven esposo, víctima de un desgraciado accidente ferroviario, sufrió la amputación de ambas piernas, justo en los momentos que se iba a su faena, resbalando accidentalmente del tren en movimiento. Ahora yacía en una dolorosa situación de incertidumbre y dolor, de esas que van hundiendo a los hombres en el fango de la más profunda pena. No asimilaba aún la lucha que le esperaba de por vida, venciendo sus propios orgullos o cayendo en un abismo de injustificados celos.
Estaba en el proceso lento de una dolorosa recuperación, y ya se habían efectuado los trámites para ser jubilado de la empresa. Mientras tanto, se venía un mundo impensado, un peso de grandes dificultades derivadas de la tarea de educar a sus pequeñas hijas, Bárbara y Gabriela, que concurrían diariamente a las clases en la jornada de la tarde en la única escuela. De allí entonces que Alicia se dedicaba en las mañanas a las tareas propias de una esposa en casa. En la tarde, ocupaban su prioridad las pequeñas que iban con sus delantales blancos y sus cuellos de marineros a la Escuela “América”, y a partir de ahora, en este nuevo horario, que mediaba hasta alcanzar la medianoche, al nuevo mundo de un trabajo malamente remunerado buscando un mejor sustento para mantener la difícil situación de su familia. Era casi pequeña, fina, de movimientos refinados, pero de una vitalidad y fuerzas impresionante y tenía bien guardada una reserva de energía, que le sacaban las garras ocultas de león cuando, traspasando la delgada línea roja de lo íntimo y personal, sentía violentada la fibra que más amaba: su familia.
No era fácil para ella empezar su vida laboral en ese ambiente. Más que mal, su presencia femenina despertaba sentimientos que no estaban anidados en su espíritu de cristiana creyente y practicante.
Pero tenía un inocente defecto o virtud, según como se mire, que no era su propósito hacer notar, una actitud que por ser de dulzura extrema, se abría como una encantadora y mágica red lanzada al azar, sin ninguna intención personal, tocando con sus fibras delgadas y livianas a quienes por su camino se cruzaban. No era un arma de conquista femenina, de ningún modo. No era una virtud mal utilizada en las guerras sentimentales. Eran, sencillamente, su forma natural de ser. Esas virtudes eran: Una graciosa y dulce voz y una hermosa, pero hermosísima sonrisa.

Ella hablaba, y pareciera que un coro de ángeles, anidados en su pecho, con conexión directa al cielo, afloraban de su alma. Ella sonreía y un nuevo aliento de optimismo surcaba desde el fondo de su garganta haciendo florecer, entre las perlas blancas de sus dientes racimos de pétalos de flores, siendo su brillo verdaderas gotas de rocíos resbalando entre la tentadora humedad de sus labios, donde fulguraban silenciosos y cómplices brillos que invitaban, con solo mirarla, a sumirse en sueños aletargados de ilusiones y pasiones. Quienes le miraban, caían en un magnético encantamiento propio de cuentos de hadas, que dejaba paralogizados a los hombres. Era de una personalidad que irradiaba un peligroso magnetismo. Tratar de llegar a ella, no era un imposible. Estaba siempre presta a servir, a colaborar, a ser útil con su presencia, y sobre todo a escuchar. Pero pretender dar un paso, más allá de la justa amistad, era sencillamente urdir un plan, con resultados sencillamente imposibles.
Muchos corazones rotos quedaron, por un tiempo, deshechos en el rancho, y se asumía, en todo caso que Alicia, era toda una señora, por tanto los primeros pícaros piropos, pasaron a ser solamente sanas palabras de respeto y muestras de cordiales relaciones de personas.
Los tragos del buen vino de los chuicos recién deslacrados, eran sacados en sendas jarras que se acomodaban en las mesas. Desde allí se bebía en vasos de cristales alargados, produciendo cambios notables de personalidad en los rostros curtidos y sufridos de los mineros:
– Quién se toma un litro al seco – competían unos por allí, mientras alzaban los jarros a la voz de un canto unísono, que era acompañado de un compás intermitente de vasos golpeando las mesas mientras que otros, entonaban: “Tómese esa copa esa copa de vino….”, debiendo las mocitas llenar rápidamente las mesas con nuevas jarras. Era la “limpieza” del polvo acumulado en las gargantas, pero también el baño necesario para ahogar las siempre presentes melancolías del alma.
– Que cante el guatón Maureira - espetaban otros, desde un rincón del salón, al mismo tiempo que de por allí llegaba alguna vieja guitarra, que ponía una nota de pulsados compases a boleros y baladas: “Han brotado otra vez los rosales, junto al muro del viejo jazmín…”, cantaba acompañándole con lágrimas en los ojos, el rucio Garcia, inundando los aires con el canto de la “Malagueña” de Javier Solis: “Qué bonitos ojos tienes , debajo de esas dos cejas, que bonitos ojos tienes…”
Las risas de la alegría, del vino y la cazuela despertaban sentimientos de amistad, y eran las horas en que también afloraban desde el interior del alma, las penas. Transcurrían las horas raudas como el sol de la tarde, y ya en las últimos estertores del día, aún podía escucharse una última canción, en el pick up manual con su aguja desgastada, extrayendo de un viejo disco de vinilo, la inconfundible voz de Pedro Infante y su “Cucurrucucu….paloma….”, o “Sombras nada más, entre tu vida y mi vida….” Todas puñaladas directas al alma, ahogadas en el mosto moreno de las uvas. Era la cultura de la tarde o de la noche, el fin de una nueva jornada o el inicio de un nuevo día, hora suficiente para dar término a la entretenida tertulia. El deber es el deber, y el trabajo, como sea, como fuera, se cumplía.
La alegría individual o de los grupos duraba hasta la hora del cierre de las cantinas. Un sentido fraterno de lealtad invitaba a acompañar a los más afectado en el combate del vino, desplazándose en procesiones intermitentes, ebrios de alcohol y alegría, por entre los callejones fríos de latas, o de gallos cantando a la madrugada en los gallineros, entonando muchas veces los versos “pegados” en la mente de la última canción bajo la estrellada noche de la pampa, lanzando de vez en cuando una patada a alguna piedra suelta, para asustar a algún gato negro que pudiera cruzarse al correr desde los basureros. Había que cumplir la tarea totalmente, hasta acostar en sus propios cuartos a los convalecientes de la jornada. Era parte de la poesía y el canto alegre del joven minero.

Capítulo III

No había mejor forma de alegrar la vida en familia, entre las entretenciones que se prodigaban en cantidades abundantes a los trabajadores, aquellas de carácter deportivo. El béisbol en el diamante reunía domingo a domingo a los más entusiastas cultores del deporte gringo, con vistosos equipos formados por los mismos trabajadores de las distintas secciones de la empresa, con sus cátcher, pitcher, jardineros, bateadores, y completos equipos adquiridos en U.S.A., daban una colorida fiesta al deporte que se jugaba en medio de la pampa, bajo los inclementes rayos del sol, buscando los horarios preferentemente matinales, dando vida a un espacio abandonado y mejorado, al lado del “Salón de bailes”. Grandes jornadas deportivas se vivieron en ese “Diamante”, campeonatos nacionales y hasta equipos internacionales mostraron lo mejor de sus destrezas y participaron en grandes encuentros y conquistas, reconociendo al poderoso equipo de los “Campeones de siempre”, Tocopilla.
El fútbol, pasión de multitudes, reunía a los equipos infantiles, juveniles y de adultos. El Royal, Estrella Roja, Tocopilla, Cóndor, Caupolicán; los representantes laborales del Garage, Maestranza, Molinos, Lixiviación, etc… y, especialmente, la gran convocatoria de esos campeonatos que llamaba “Inter Office”, que obligaban a unos encuentros inolvidables entre pampinos de las distintas oficinas, transformados en verdaderos clásicos, que terminaban casi siempre con vítores y gritos de alegría de los triunfadores, y hasta ofensas y pedradas en las difíciles derrotas. Más allá de las pasiones momentáneas que despierta el fútbol, siempre había también un espacio para reconocer hidalgamente la superioridad del contrincante. Gran labor desarrollaron en la pampa deportistas y dirigentes, especialmente aquellos que servían en la Asociación Social y Deportiva, que reunía a socios voluntarios, y que contaba con apoyos e infraestructura de la empresa.
Ciclismo, box, atletismo, waterpolo, deportes para jóvenes, niños y adultos, actividades culturales, sociales, religiosas, daban todo un marco de una organización pensada en el bienestar de los trabajadores, sin esquivar con esto la realidad paralela de los problemas y de las luchas sociales, que en cada tiempo han permitido buscar optimizar la calidad de vida y mejoramiento sustancial y de justicia a los trabajadores.
Pero nosotros, los niños de ese entonces, vivíamos en nuestra propia burbuja, de sueños e ilusiones. Veíamos el trabajo abnegado de nuestros padres, pero en realidad no teníamos tiempo para involucrarnos en sus problemas. Lo nuestro era el estudio, las tareas y por cierto, aprovechar al máximo el tiempo para nuestra mejor aventura y diversión.
Pedro de Valdivia era la sede de la “Olimpiada de Verano” de estudiantes de ese año. Equipos de vóleibol, tenis, fútbol, tenis de mesa, juegos de salón, como dominó y cacho, juegos de naipes, más los que no jugaban a nada, como en mi caso, pero que servíamos para colaborar en la coordinación de tantas actividades, nos aprestábamos a viajar en las góndolas que regularmente salían de la plaza. En algunas oportunidades, contábamos con el apoyo de los hermanos Araya o el señor Urbina empresarios de transportes. A Coya Sur, viajábamos sufriendo entre las latas y los asientos duros del “Galgo Azul”, que de galgo tenía las puras costillas de los fierros que sonaban golpeteando las latas del piso de la máquina. Cuántos viajes habrá efectuado ese fláccido viejo galgo, llevando bolsones, maletas, coronas, gallinas enjavadas sacando entre los palos sus cogotes.¡ Al Rio, al Rio…! en esas tardes de paseos veraniegos, con pesadas carpas de lona, canasto llenos de pan y té, unas javas de cervezas y unos chuicos de 15 lts. forrados en mimbre, para ahogarse y no morir de cualquier sed que sobreviniera.
Finalmente y como buena opción, juntábamos los pesos uno a uno, para cancelar el combustible y al chofer de la micro del conocido empresario y gran colaborador, el señor Carrasco.
Era la mejor aventura del fin de semana de los jóvenes estudiantes que conformábamos distintos grupos juveniles. En nuestro caso, con un nombre poco decoroso pero de alegre sentido juvenil, heredado de una primera agrupación de jóvenes con los mismos gustos y aspiraciones de años anteriores: “Los Finaos” de Maria Elena, v/s los “Escorpios” de Pedro de Valdivia, unidos todos por puras afinidades y lazos de amistad sincera, reforzado con nuestras charlas vespertinas a la sombra de los altos pimientos en la salida del Rancho “4”. Había espacios para todos en nuestra cofradía y primaba en nosotros el sentido natural de divertirnos en buena compañía. Era la oportunidad de conocernos, de soñar con proyectos personales, de cultivar la amistad, y de ser solidarios entre todos. No cabe dudas que de allí surgieron amorosas relaciones sentimentales, estaban todos los elementos a nuestra disposición para divertirnos y nos dimos, como en tantas ocasiones, a la tarea de compartir con espíritu generoso y competitivo nuestra olimpiada, poniendo en la mesa del deporte, las mejores capacidades, ocupados en obtener los mejores resultados de este nuevo encuentro de verano.

Era una elite de jóvenes con talento deportivo los que representaban a nuestras oficinas. Pedro de Valdivia y Maria Elena, los “eternos rivales”, se enfrentarían nuevamente, en esta verdadera lid de competencias. Lo curioso y pintoresco es que, al llegar a esa hermosa oficina, que entre las existentes parecía ser de un mayor orden, con mejor ordenamiento de sus calles, con mejor protección de sus entradas, se nos acogía de inmediato por su calle de entrada alargada, que llegaba hasta puntos importantes cercanos a la plaza, donde sus edificios bien cuidados y una población viva y bullanguera, daban la mejor muestra de una gran ciudadela del desierto. Allí, éramos generosamente acogidos por las mismas familias de quienes eran nuestros adversarios deportivos, las cuales nos prodigaban su desinteresada amistad, cariño y nos atendían en sus propias casas, con lo mejor de su voluntad, a fin de economizar gastos de alojamiento y de comidas. Al verano siguiente, se intercambiaban los papeles y, en una justa retribución, se desarrollaban las mismas competencias en nuestra oficina.
Hablar de ello sería bastante extenso. Basta decir que eran la mejor oportunidad de compartir sentimientos de hermandad pampinos. Las justas deportivas alteran las pasiones, y cada uno quiere, por el amor que le tiene a su terruño, sentirse ganador de algún preciado trofeo. En esa suerte de anhelados triunfos, nos jugábamos por entero defendiendo el color anaranjado por nuestra parte o blanco de nuestras distintas camisetas. Mentiría si no dijera que en más de una oportunidad caímos en el juego violento de las descalificaciones recitando en voz alta palabras soeces y “limpias”, groserías.

- ¡¡Guuenaaa, “mojón” de pantera!!!”-, sonó de pronto con un grito estridente apuntando hacia le entrada del estadio de tenis donde se disputaba el campeonato de singles, con una voz oculta entre tantas de la galería, al momento que entraba un inocente joven de rostro de color, tal vez peruano o brasileño, que quería disfrutar como espectador del encuentro pero que, sin dudas, era simpatizante del equipo “adversario”, uniéndose al grito una risotada burlesca que a cualquiera aplasta. En cambio, los ojos del joven moreno, con su orgullo herido, buscaba al culpable de tremenda ofensa, a fin de retarlo a un duelo. Mirar el desplazamiento de la pelota de tenis de un lado para otro, siguiendo con momentos exagerados su movimiento, borrando toda sonrisa acusadora de nuestros rostros, fue la mejor distracción del instante, evitando con ello comprometerse directamente en el entredicho, al mismo tiempo que entre los apretados dientes, se contenían las sonrisas que aprobaban jocosamente el grito.
Eran los aditivos extras de la afrenta deportiva, que incitaban a un oculto deseo de utilizar, en cualquier oportunidad las armas de la violencia de pies o manos, como si con ello sintiéramos en propiedad, que éramos los escudos de nuestros propios bandos. En otras fases del encuentro, primaban la serenidad y las confianzas mutuas y al calor de los últimos resultados, terminábamos todos abrazados gritando por nuestras propias oficinas.
En una de esas tantas fases de la olimpiada estábamos molestos. No recuerdo por qué circunstancias discutía con uno de los jóvenes líderes y dirigente deportivo del grupo “Escorpios” de Pedro de Valdivia. Ambos éramos, en lo personal, amigos de muchas jornadas de la infancia. Nos criamos casi juntos un tiempo en un mismo barrio de Maria Elena, y sentía un gran respeto y admiración por sus padres y su distinguida familia, aparte que con Roberto, uno de sus hermanos menores, éramos compañeros de un mismo curso, con los mismos intereses. De vez en cuando, como caballeros, rifábamos el honor y “derecho de conquista” de las mismas candidatas, aspirantes a pololas, disputándonos en juegos las mejores chiquillas, aunque éstas, finalmente, nos señalaran su absoluta indiferencia y nos ignoraran a ambos.
No es ésta la hora de pedir perdón, ya el hecho por los años está prescrito, consumado y olvidado; pero esa tarde de sol y pasión deportiva, discutíamos tan acaloradamente, con tanta fuerza y convencimiento de la veracidad de nuestras legítimas razones, haciendo esfuerzos inhumanos por controlar la rabia que en un segundo se transformaría en un claro, injustificado y doloroso intercambio de golpes. Hubo un momento de miradas abismantes, cuando ya no quedan palabras para el convencimiento de tus razones, de esas que disparan odio absurdo desde las entrañas, de esas que si fueran cuchillos alargados, nos romperían mutuamente con profundos cortes, rostros y piernas. Sentimientos incontrolables de una mal entendida pasión que nos envolvió con mi amigo Wilfredo. La tentación, se asomó diabólica por entre ambos contrincantes( -“Hospital” o “Cementerio” - me resonaban esas voces de niños, avivando el fuego, para otros encuentros y peleas, detrás de la escuela). Era la tentación en ese instante, un animal incontrolable, sacando sus tentáculos de pulpo, alargados y dominantes. Era el minuto de uno de los dos. Una situación que hace que los hombres caigan en los laberintos ocultos del pecado bastando solamente el impulso de tan solo una brizna de aire para consumar la violencia. Todos los presentes, eran testigos de nuestra acalorada discusión, tal vez por alguna descalificación o punto de castigo en la competencia. Había que morir hidalgamente en el intento. Era una lucha de palabras y gestos entre David y Goliat. No quiero ser la víctima. Pero Goliat era el más grande, con unas manos gigantes que me hubieran triturado el pescuezo. Salir de allí sin honor, era evitar lo inevitable, estábamos en el punto álgido de trenzarnos en un encuentro de golpes personales, una situación casi cavernícola, inadecuada y de muy poca cultura. Pero uno de los dos sería el ganador, uno de los dos sería el perdedor. Ambos estaríamos en el libro de lo tonto e inexplicable. Así que mirando el lugar donde nos encontrábamos, en una situación que aún no logro comprender, observé a la derecha, el mundo de jóvenes ávidos de ver el desenlace a golpes del desencuentro, terminé entonces la discusión, ya perdida tal vez en palabras o convicción, usando el último recurso posible y disponible hacia el otro extremo, empujando a mi adversario a un acantilado, profundo, alto, casi como un abismo, pasando mil cosas diferentes por la mente de esos largos y eternos segundos, arrepintiéndome ipso facto de la debilidad de mi carácter, o de la violencia injustificada del mismo. Wilfredo entonces, miró de un lado para el otro. Tiró sus manos esperanzado en asirse a cualquier punto de contacto. Él era un caballero, valiente, decente y educado. Quiso cogerme con sus grandes manos para arrastrarme al mismo destino definido e inevitable en las tristes circunstancias, caldeados por un ánimo de pelea reinante. En esa maniobra salvadora, justa de su parte, perdió entonces su equilibrio y cayó y cayó en una interminable caída, contorneando con fuerza su cuerpo, tratando en las últimas instancias de salvar, al menos su reloj o sus lentes, cayendo finalmente a la profundidad de las aguas refrescantes, que ahogaron los rencores, de la piscina de Pedro de Valdivia, chapoteando en las aguas molesto, furioso, enojado y poniendo al fin y al cabo, con una risotada de la audiencia juvenil pampina, un fin absoluto a un desaguisado coloquio. No supe que pasó después. Me tomaron y sacaron, entre los más grandes, no sé si para levantarme en andas, o bien para ocultarme o protegerme de la fase vengativa que irremediablemente se venía. Pensaba nervioso en mis adentros: - Tal vez vendrán los Carabineros -, - Quizás, la expulsión inmediata de la oficina -. No sé, todo un mundo de tormentosa elucubraciones que nublaron también mi mente y mi conciencia.
Después de la tormenta viene la calma, y esa misma noche le busqué en la fiesta final muy arrepentido, para extenderle la diestra del perdón de hermanos pero no lo hallé en ningún lado. Y, desde esa tarde, de hace casi treinta y tantos años, nunca más divisé al Wilfredo. Una vez se me cruzó en frente, atiné a sonreírle con un ademán de encogimiento de hombros, para decirle con todo eso que era posible el reencuentro; pero me dio vueltas su cara. Mastiqué la amargura. Ya no quise saber más del dolor que causa la falta de mesura por un simple desencuentro de opiniones, irremediablemente se disolvió en al agua de la piscina, lo mejor de su amistad, en esas cosas tan absurdas de jóvenes o niños.

Capítulo IV

Resulta tormentoso vivir en una familia al borde de la crisis, por una inesperada situación de accidente del padre, en una sociedad hasta ese entonces machista, que exige la responsabilidad paternal del hombre frente a la familia, considerando a la mujer, no por incapaz sino por respeto a su naturaleza femenina, asumir tareas fundamentales derivadas de la crianza y apoyo en la educación de sus hijos y a obligaciones de ama de casa. Esto no impedía que la mujer no pudiera participar en la sociedad del trabajo, en tantas diversas tareas que, en ese entonces, ya ofrecía la industria salitrera, aceptándose desde ese tiempo su personal libertad y derechos que la ley otorga hoy a nuestras mujeres. Se comprenderán entonces que en el involuntario cambio de roles de un hogar, los fantasmas agoreros y destructores de la mente, comenzaran a entrelazar sus tejidos e intrigas e infundados temores, especialmente en aquel hombre al cual, el destino le daba un vuelco insospechado para su propia vida. Había que fortalecerse en los hermosos recuerdos de esos años de gran felicidad compartidos junto a Alicia y a sus hijas, al haber estado juntos en todas las situaciones que les había deparado la vida, permitiéndoles construir un hogar donde reinaba la felicidad verdadera. Juntos, conformaban una fuerza indestructible sustentada en un sentido de fidelidad producto del amor, eran una muestra clara de que la familia se construye con esfuerzos compartidos, y que en la construcción de ella, está presente la más importante prioridad de toda unión: Dios.
Por ello que cada noche que Alicia terminaba la jornada, al volver fatigada, deseosa de buscar el descanso y la paz de sus habitaciones, debía sobreponerse a las dificultades, atender a Juan, ordenando detalladamente su humilde casa, lavar las ropas, y perder el más precioso tiempo en lo que mejor sabia hacer: conversar.
En la pensión, se notaba el cambio de los rostros de los asiduos pensionistas que se iban produciendo matemáticamente en el ciclo de los turnos de las faenas. Comenzaban para el huaso, las dos semanas de martirio más largas. No tenía explicación el porqué fue dejando que la red de la sonrisa de Alicia lo atrapara, envolviéndolo en una situación que él mismo no esperaba. En un principio, comprendía que había entre ambos una barrera infranqueable. Comenzaba a sentir las dolorosas ansiedades de las nostalgias, y esas interminables dos semanas de trabajo de “tardero” o en el turno de “nochero”, le causaban tanto dolor, que acumulaba fuegos que se apagaban solamente con los jugos refrescantes del vino.
Por ello que la gente en la faena se extrañaba cuando asumía sus tareas, envuelto en un sopor somnoliento, hasta de desconcentración, que no era su tradicional postura.
Así entonces, florecían irremediables hacia adentro, las espinas de extrañar la presencia de quien en silencio amaba en su corazón, y soñaba, soñaba mitigando de ilusiones la larga espera, para renacer sonriente, en el reencuentro de cada tercera semana.
Claro que se notaba. En ese retorno, era todo diferente. Volvía a ser el huaso alegre, amigo de sus amigos, responsable en sus tareas y se le arreglaba mágicamente el carácter, oprimido de tantas horas de incesante espera. Una de esas tantas noches, cuando la luz de la luna, inundaba los oscuros callejones, en la hora del término del trabajo de la pensión, se ofreció galantemente a acompañar a Alicia. Ya habían entablado algunas charlas amenas y la sonrisa de ella, era siempre una muestra de sana amistad y de aprobado advenimiento.
Caminaron por la calle hacia el galpón de la oficina, lugar donde se instalaban en el día, tiendas, heladería, almacenes menores, zapatería y sastrería. A esa hora de la noche, la gente en sus casas acomodaba los cuerpos para recuperar energías en el descanso, muchos ya dormían. Caminaron como amigos, hablando de la vida, los proyectos y los sueños, se enfrascaron en recordar cada uno, distintos parajes de sus vidas, entregándose mutuamente, el uno a la otra, las muestras de sinceros afectos deseando en parte, no terminar la inolvidable velada.
– Aquí es donde vivo -, señaló al fin Alicia. Agregando de inmediato - Gracias por la agradable compañía-
Se empinó en sus cortas y delgadas piernas, para alcanzar el rostro amigable del huaso, y en el más absoluto sentido social de la amistad, selló con un beso, pequeño, cariñoso, hasta insignificante en medio de su hermosa sonrisa, ese gesto que despertaría, confusos y desordenados sentimientos.
Después de ello, caminó el huaso tambaleante, con una dulce ebriedad de profundas e inexplicables emociones. Muchos pensamientos corrían por su mente, tratando de hacer realidad lo imposible. Miró hacia el cielo la constelación de Orión con sus tres marcadas estrellas pegadas en la comba del cielo, mientras que el cuarto menguante encendía en sus ojos el fulgor de una inexplicable ilusión. Había sentido en su rostro curtido de noches, tardes y madrugadas, la inocencia de un beso húmedo y simple que desde hoy no le dejaría. Tal vez podría él iniciar una conquista, podría él dar nuevas luces a su vida, podría sonreír desde hoy, alegre. Ese beso de amistad, de tan poco significado para Alicia, le conectaba a un mundo distinto, no es que se creyera un cuento diferente, no es que fuera en su alma un inmaduro, era lo que había despertado en él, era el resultado de esas redes suaves como seda que le envolvían. Quiso imaginarse ese momento para guardar eternamente ese recuerdo. Se acostó feliz, preparado para las tareas de mañana, con su mano cubrió su rostro, para no sacar de allí, ni la más mínima molécula del más grande de sus tesoros obtenidos en el día. Algo había, alguna posibilidad tendría, se iniciaba entonces la etapa de un nuevo sueño, con tan pequeño gesto, se sintió confundido y atrapado en esas extrañas redes.

Capítulo V

La casa del Mr. Albert Metcalf, estaba ubicada en una lomita, en el campamento americano. Tenía dos entradas: una de servicio y otra para las visitas. Estaba rodeada de altos y frondosos pimientos y algarrobos, unas frescas y abundantes enredaderas crecían entrelazándose entre las bien confeccionadas rejas de madera, que cubrían todas las murallas externas, dejando en libertad solamente los amplios ventanales por donde entraba la luz del sol al amanecer, y también en el ocaso de la tarde. Desde allí mirábamos el mismo paisaje que era patrimonio de todos los que habitábamos la pampa esas tardes de arreboles y colores únicos que nos encienden la nostalgia como un fuego quemante cada día que transcurre.
Un poco más hacia el oriente, la casa de don Tomas Simúnovic, donde arrancábamos con el Tomás chico, después de andar en bicicleta por el sector de las piscinas, buscando a desenterrar tesoros entre los hoyos profundos calicheros, con una bicicleta que, en mi caso, me prestaba el Virgilio Marino. En esas entradas furtivas, nos invitaba a comer ricos panqueques, llenos de dulce manjar, servidos con tanta cordialidad y amistad, junto a un refrescante vaso de leche, por la “nana” de la casa en la cocina. Satisfechos del hambre del cuerpo, con los zapatos cargados de esa tierra de aventuras e ilusiones, nos sentíamos en un mundo que, en honor a la verdad, era bastante diferente a nuestra realidad, pero que en la hora de sentir las mismas emociones, nos uníamos a las moléculas calcinantes del caliche.
Al lado de aquella casa estaba el parque. Un vergel de flores, de pastos frescos y bien cuidados, de gorriones anidándose en la copas de los árboles y comiendo de los exteriores de las jaulas de abundantes pájaros exóticos, que con sus plumas multicolores nos regalaban un movido rompecabezas del arco iris. En las actividades culturales de la Escuela, nos llevaban, algunas mañanas, a dibujar a ese lugar los árboles, los pajaritos, descubriendo nuestros propios rincones artísticos que tenía la “Casa de Directores”. Allí nos llenábamos de otra importante cualidad, nos sentíamos también, parte del entorno, aunque viviéramos en otro barrio diferente.
Por la puerta de servicio de la casa de Mr. Albert, entrábamos a menudo. Éramos de la casa. Compartíamos allí un cuarto externo con los hijos de su esposa. Eran mis mejores amigos y me invitaban periódicamente a disfrutar las hermosas jornadas de nuestros veranos escolares. La señora Gloria, madre de mis amigos, era una dama, hacendosa y trabajadora. Con ella platicábamos en su amplia cocina, sacando de los congeladores panecillos guardados de la última pascua, los que calentaba al horno eléctrico para compartir el té de las cinco, y continuar una larga sobremesa.
Experta en tareas de conservación de alimentos, le encantaba el trabajo de la cocina, a tal punto que conservaba mermeladas y alimentos para las épocas de más dificultades. No se crea que por tener una situación mirada desde un punto de vista de privilegio, no contaba ella, como todo mortal, con un cúmulo de problemas personales. Sin embargo sus prioridades giraban en ordenar algunas situaciones judiciales relacionadas con su familia.
Un tarde, a la hora del crepúsculo, escuchábamos la ópera de Verdi “Aida”, en un moderno pic - up, que como gran novedad permitía poner hasta cinco o seis discos, unos sobre otros para ir escuchándolos automáticamente, permitiéndonos disfrutar de la música
en forma continuada con tal placer, que podíamos cerrar hasta los ojos para imaginarnos lo que fuera, porque en verdad, era amante de la música, pero no había escuchado jamás aquella ópera. Distinto era para la culta señora Gloria, que me iba explicando los movimientos y actos de la misma, sintiendo que estaba aprendiendo algo nuevo y útil para mi propio acervo.
Estábamos apoltronados en un living sencillo y acogedor en el hall de la casa. Escuchábamos coincidentemente la “Marcha triunfal”, cuando de pronto, sentimos los claros pasos de una persona ingresando hacia la cocina por la entrada de servicio, interrumpiéndonos por un rato nuestra concentración auditiva sobre las trompetas y los timbales de nuestra agradable velada en torno a la música. – Es Albert - dijo sonriendo la señora Gloria, al mismo tiempo que levantando su voz decía: - We are here in the living room, listening to music”. ( me imagino algo como “estamos en el living escuchando música”.)
Sobrevino un silencio mientras “Aida” sonaba en la pic up del living.
Al cabo de un rato, y ante la nula respuesta, nos concentramos nuevamente en la música, hasta que por segunda vez, oímos los fuertes pasos de don Albert Metcalf, por cuanto el pasadizo obligado de la cocina al living, había una puerta de vaivén, que al pasar obligadamente por ella, continuaba por bastante rato con ese movimiento de inercia, hasta detener su movimiento. Sencillamente era la oportunidad de saludar al dueño de casa, y siguiendo la música fluyendo en los parlantes, nos levantamos a saludarlo.
Curiosamente no había nadie, aún cuando la puerta seguía en ese leve movimiento.
Eran como las 20 hrs. Hubo que cambiar el switch de “Aida”, para explicarnos el extraño movimiento. Primero encender el máximo de luces, y buscar y buscar por las piezas, el patio y las bodegas.
Más tarde, llegaron sus hijos, entre ellos mis amigos, con el pequeño Walter, a quien entretenía con mis cantos y locuras a la hora de acostarse.
-¿Quién de ustedes vino hará una media hora?, pregunto interrogadora, al mismo tiempo que las miradas de las dudas hicieron comprender la mejor respuesta. Algo extraño ocurrió esa noche.
A la mañana siguiente compartimos el desayuno. Mis amigos acostumbraban a levantarse, en las vacaciones, pasadas la una de la tarde. Era mi única y dolorosa espera. Acostumbrado a madrugar, aún en vacaciones, se me tornaban difíciles y tediosas las horas de espera. Así que decidí colaborar en las labores de casa, y desde muy temprano me entretenía regando las plantas y dando de comer a las coloridas caturras o limpiar las fecas a los perros. Así me entretenía y no mataba inútilmente mis mañanas.
Algunos días después, tratando de tocar un órgano eléctrico, que era toda una pieza histórica de la casa, al que cuidaban con tanta delicadeza y atención y ubicaban también en ese lugar sagrado de la tertulias familiares, el living, sentimos en distinta forma los movimientos violentos de personas en la cocina. La puerta abatible se agitaba con violencia. Pensé que podía ser el pequeño Walter, como tantas veces, se entretenía jugando en tan extensa casa. Un plato cayó haciéndose trizas en el suelo, y ya no hubo dudas que algo estaba allí presente. Por otra parte la señora Gloria, que descansaba en su pieza, salió también corriendo y al entrar los dos por distintos lugares a la misma cocina gritamos asustados mirando nuestros propios rostros. Guardamos silencio, el pánico no podía vencernos. - ¡¡¿Qué es lo que quiere??! Gritó fuerte doña Gloria. – agregando con una seguridad y tranquilidad extremas:- Si necesita algo busque la manera de decirnos-.
Yo transpiraba desde el primero hasta el último cabello de mi cuerpo.
Al mismo tiempo que me encomendaba a mis santos de marcadas preferencias.
Quedé admirado del valor de esa dama la que, finalmente, con voz segura y casi como un orden gritó: - Manifieste lo que necesita…-
Erizado de piel y de cabellos, sentimos los pasos entre nosotros. La puerta abatible comenzó a moverse sin que mediara fuerza física o humana. Luego se abrió la puerta hacia el patio, siguiendo los ecos del ruido de los pasos, que se internaron en una pequeña bodega que llamaban de “las herramientas”. Salimos curiosos, asustados, transpirados. Ya era noche nuevamente. Desde dentro del cuarto de las herramientas provenían nuevos ruidos. – ¡Espere hasta mañana! repitió doña Gloria, con una seguridad y fuerzas, abismantes.
Al cese de los ruidos, nos sentamos en la cocina. No parábamos de tiritar en nuestras voces. En los mesones de la cocina, estaban perfectamente dibujadas las huellas de unos pies de niño. –¡Ah!, me dijo,- Son los duendes…(??)
Como yo dormía en un cuarto aledaño al de las herramientas, esa noche no pegué ni una pestañada. Me lo pasé rezando oculto entre las sábanas en el camarote superior, mientras el Pepe y el Francisco, ajenos a esa experiencia, disfrutaban escuchando sus discos de la moda.
A la mañana siguiente, temprano, nos encaminamos con Doña Gloria, confiados por la luz de la mañana a buscar restos o indicios que justificaran esa inolvidable experiencia.
Comenzamos a sacar tarros, herramientas por montones, cuadros de fotografías antiguas, sillas a las que les faltaban algunos de sus brazos.
Entre todas las curiosidades existente aparecieron, en un rincón, ocultas una hermosa cruz forjada en fierro, con bellas figuras trabajadas a golpe de cincel y a fuego y una corona metálica de bellos pétalos de rosas trabajados con un cariño por un artesano de la forja. -Ésta es la cuestión- me dijo la señora Gloria, inspeccionándola en detalle y descubriendo un nombre y una leyenda en la que resaltaba su lugar proveniencia, “Cementerio de Cobija”.
-Albert, Albert ¿Puede usted venir?.- le dijo por el teléfono de casa que funcionaba vía operadora. Después de un rato, apareció la figura gruesa y silenciosa del gringo Metcalf, alto y con sus oscuras gafas. Mientras hablaban en Inglés, tomó los elementos y echándolos en el maletero de su viejo auto, marchó con tan sagrada carga hacia el desierto. No me enteré de su destino. Supongo lo llevó al mismo lugar, cercano a Tocopilla. Después de todo, viajaba regularmente a esa zona, al aeródromo de Barriles, donde el ex Infante de Marina de la II Guerra Mundial y ex piloto Albert Metcalf, tenia siempre operacional para su uso, una pequeña avioneta.
No hubo más pasos ni más curiosidades de esa naturaleza en la casa. “Aida” ahora sonaba con su marcha triunfal sin interrupciones. Luego vino Rigoletto, la Traviata, Carmen y otras piezas musicales de óperas por mí hasta ese entonces, ignoradas. Aprendí que en esas cosa que parecen de lo oculto, hay que conservar la calma y mirarlas con sincera credibilidad y gran respeto.

Capítulo VI

La vida de la frágil Alicia se estaba tornando, desde hace un tiempo, insoportable. En la última jornada de trabajo, a su llegada, después de la medianoche, su esposo tuvo un nuevo ataque de violencia. La vez anterior, habían quedado de acuerdo que no se repetiría, y comprensiva y amante de su familia, como era ella, y por sobretodo creyente que estas cruces eran la voluntad de Dios, descubrió que ya no era ésta la primera, ni la segunda, ni la tercera vez que, entre lágrimas de hombre arrepentido, le juraban mejorar su conducta y tratarla con el mejor de los cariños. Esa noche llegó como siempre, sonriente y relajada. A la entrada fue recibida a golpes con los pocos enseres que aún se conservaban. Volaron dardos hacia los cristales de las ventanas, destruyendo lo poco y nada que aún tenía carácter de “servible”. El llanto de las pequeñas, las exigencias de silencio de los vecinos, la tormenta de los celos eran extremadamente graves. La silla de ruedas se agitaba por todos los rincones y los gritos e improperios insultaban hasta el aire. De pronto se sintió tomada con violencia desde el cuello, al mismo tiempo que un golpe le marcaba un doloroso moretón en pleno rostro. Esta fue la gota que rebasó el vaso. Estaba desde hace tiempo sufriendo. No hablaba con nadie de su drama, pero el trabajo que ella con tanto sacrifico ejercía, tenían un único objetivo, la tranquilidad de su amada familia.
Vino un tiempo de silencio. Las niñas permanecían y dormían diariamente en la casa de una de sus amigas. Juan debió ser internado por un par de semanas con un diagnóstico reservado, pero que no cabía duda que tenía que ser sometido a un tratamiento siquiátrico, por esas reacciones inusitadas de violencia, aumentadas desde hace tiempo, y que dibujaban en su rostro y dura mirada las huellas de los celos y las desconfianza.
No se puede acceder a lo que no se puede, ni se deben crear falsas ilusiones.
Una nueva tercera semana, comenzó para el huaso. -Esta será de grandes decisiones-, pensó para sí, mientras se encaminaba, como siempre, después de la jornada del trabajo en el molino, al Rancho.
Allí estaba como siempre sonriente y servicial la amada del silencio. Sus lentes oscuros ocultaban las peores marcas de sus últimas horas de tristezas. Los cantos de las mesas continuaban en esa historia de nunca acabar del cada día, las cazuelas humeantes y olorosas seguían su camino, las jarras de vino vaciadas rápidamente, como siempre, y en el viejo pic up sonaba el vals de Agustín Lara “Noche de Rondas” :”Luna que se quiebra sobre las tinieblas, de mi corazón”. – Quién se come más rápido un pernil- - Apuesto a que meo más largooooo- hip – hip. .Más vino pa juntar el aguaaaa….
Al anochecer, cuando ya quedaban los últimos parroquianos en el boliche, el huaso la esperó como siempre, respetuoso e impaciente. Sonaban en su mente, “Que triste pasas”… Caminaron por la calle hacia el galpón “Que triste cruzas por mi balcón.”
Muchos silencios hubo en el camino… “Noche de ronda, cómo me hieres”. La casa de Alicia estaba solitaria. Entraron con el mismo silencio de esa caminata. Entraron a oscuras a tientas, un par de lágrimas o muchas más rodaron por su dolido rostro …“Cómo lastimas mi corazón”… Un par de brazos fuertes la cobijaron, la estrecharon, la protegieron, brazos vigorosos, sinceros, afectivos, llenos de un tímido temblor, la acariciaron con respeto, con confianza, con amor, con pasión… “Luna que se quiebra, sobre las tinieblas de mi soledad…”. Deslizábanse los dedos curtidos por el trabajo, pero suavizados por la magia del jabón, por su golpeado rostro, le besó dulcemente, entre la frente, y poco a poco, con todo el tiempo del mundo a su disposición, comenzó a beber con su labios las salobres lágrimas, y en cada sorbo, se alimentaba el amor oculto con cada peca, cada lunar, cada partícula de ese rostro para llegar buscando con dulzura, la fuente donde florecían las redes que le habían atrapado inevitablemente, que como un cofre de perlas cultivadas se abrían generosamente, limpiamente, silenciosamente, llenas de una ansiedad oculta, con un sentimiento que le haría sentirse esa noche, por las nubes…
-¡¡No puedo ni debo….!!- (¡Oh Dios!, líbrame de esta tentación…) dijo con un sobresalto Alicia.
El la escuchó con respeto. No iba a violentarla, la amaba con la más profunda pureza de su corazón, la amaría por siempre en el más grande de los silencios, había bebido de la magia de sus labios, eso le bastaba, aún cuando su cuerpo estaba exaltado de emociones, respiró profundamente, le besó en la frente en un gesto de amor o de amistad, como sellando con un pacto de amor ese secreto, imposible e inolvidable para los dos. Esa sería su riqueza, un amor limpio, sin exigencias, sin sometimientos, un amor que rondaría como la luna de la canción por todas sus futuras noches, un amor que era también doloroso e irresistible, un amor que…

Dicen que después del tratamiento, Juan mejoró. Estaba dispuesto a comenzar una vida diferente. Los celos eran infundados, su mujer trabajaba por él, por sus hijas, y juntos continuarían escribiendo la más hermosa poesía de amor a su familia.
Su llegada desde el hospital fue de agrado, un beso en la mejilla de Alicia y el abrazo de las hijas selló esa parte de la historia.

Capítulo VII

Desde la garita del jefe de turno del molino, se podía controlar, visualmente, tras los sucios cristales de las ventanillas, la faena completa que cumplían los trabajadores salitreros en el molino.
El huaso era delicado en el trabajo, drástico con quienes no respetaban las normas de seguridad, siempre atentas y diestras en el manejo de las palancas de emergencia.
Las toneladas de rocas llegadas en los carros desde el rajo, estaban en el proceso de molienda. La “mula” empujaba los carros al molino, y una vez allí, se volteaban produciéndose la más enceguecedora y oscura polvareda, mientras los chancadores trituraban las grandes rocas en pequeños guijarros de tamaño regular, trasladando el mineral por las correas directamente a los cachuchos.
El huaso estaba contento. Tenía un secreto. Miró al cielo, buscando al sol maravilloso y quemante de la pampa. El mismo que le había acompañado tantas horas de las jornadas interminables de trabajo.
Quedaba un día para el cambio del turno, sería un nuevo martirio la espera, eterna, incomensurable, a partir de mañana.
Miró sus manos empolvadas, la nube oscurecía la faena y la conciencia, los carros se volteaban uno a uno, y los chancadores trituraban y trituraban las rocas, en una cadena sin tregua en la interminable y permanente molienda.

Cuando se disipó el ambiente de polvos y partículas, el jefe de turno observó la maniobra de la cuna por las sucias ventanas. No divisó al huaso.
De pronto las sirenas estridentes lanzaron sus aullidos estertorosos hacia el aire de la pampa, como un grito ensordecedor que anunciaba un nuevo y trágico "accidente"en la faena del molino...
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En el Rancho, una mesa con un asiento quedó esperando vacía.
Volaban otra vez las cazuelas olorosas de choclos frescos y amarillos.
Por los parlantes del viejo tocadiscos sonaba la voz de Javier Solis …”Amanecí otra vez, entre tus brazos, y desperté llorando de alegrías, me cobijé la cara, con tus manos para seguirte amando, toda la vida…”
Alicia, renovada, tranquila y trabajadora, esperaba como todos los días, la llegada de la clientela al rancho.
(............)


Dedicado a mi dulce amada esposa Mónica y mis hijos Carolina y
Tim y la que viene en camino, Samanthita,
a mis amados padres y hermanas, en especial a Yunia,
a las familias pampinas, amigos y amigas…

Con cariño…

Carlos Eduardo Garcia Banda

LA FOTOGRAFÍA DEL “CANDIDATO”. Carlos E. Garcia Banda

Las épocas de elecciones, entusiasmaban enormemente a los trabajadores pampinos. Eran la ocasión propicia, única y decisiva, para darse a conocer, entre los habitantes de la oficina y población en general, poniendo sus personales cualidades y virtudes al servicio desinteresado y de franca vocación, a eso que llaman hasta hoy, la “cosa pública”. Esto motivaba a quienes integraban los cuadros de líderes y dirigentes, de las más variadas corrientes ideológicas presentes, a buscar con su participación, cualquier posibilidad que permitiera entregar una cuota de esfuerzo en beneficio del conjunto, logrando acercamientos y entendimientos en las aspiraciones de mejorar la calidad de vida, para ese gran universo de trabajadores, empleados u obreros y sus familias, contando con una infinidad de organizaciones de orden político, religiosas, deportivas y gremiales, como también instancias de participación directa a través de los sindicatos de trabajadores locales.
En mi modesta opinión, la mejor escuela para formar líderes de todo orden y según mi poco entendimiento lo fue, en realidad, la pampa salitrera. De allí surgieron grandes servidores públicos, no solamente en las corrientes políticas o gremiales, sino que hombres y mujeres integrados a la sociedad chilena, ocupando hasta el día de hoy con verdadero sentido de liderazgo y responsabilidad, distintos escenarios, del orden cultural, artístico, político, en las comunicaciones, en la literatura y en otras de carácter social, profesional, religioso, deportivo. militar, etc...
Para llegar directamente al “fondo de la olla”, interesa recordar un triste y lamentable accidente ocurrido por aquellos años. Diría en la época del 50 o 60 en la panadería aledaña a la pulpería de Maria Elena. La memoria y crónica de los hechos de esta lamentable situación, es motivo de una indagación mayor y tendremos que rescatarla de la memoria de quienes pudieron conocer en vivo y en directo el doloroso desenlace.
Es aquí entonces, donde aparece don Carlos. Un trabajador de la panadería que conocí, con su mirada oculta casi siempre tras un par de grandes gafas negras. Él habría sobrevivido a esta tragedia, sufriendo los dolores que lo tuvieron al borde de la muerte. Era éste un hombre muy querido, respetado y, por sobretodo, uno de aquellos trabajadores que merecen nuestro respeto y admiración, además privilegiado ante la divina providencia, que le había permitido salvar milagrosamente con vida, de esas circunstancias. En ese espíritu de hombre generoso, entusiasmado por sus amigos, con un claro espíritu de servicio público, decidió entonces, después de varios años de un largo tratamiento, completa recuperación y vuelta a su trabajo, optar a los “escaños” que ofrecía la postulación a un importante cargo público.
Como toda campaña electoral, fue necesario organizar un comité de trabajo, quienes resolvieron secretamente fijar estrategias y formas para dar a conocer su candidato, a través de la colocación de pancartas y propaganda en las principales calles del campamento.
Para eso, se organizaron encuestadores por sectores, y equipos de carpinteros y pintores, procediendo los primeros a confeccionar los bastidores de madera, entachuelando aquellos marcos con cartones corrugados y materiales conseguidos de las bodegas de la empresa y en la propia pulpería.
Estaba todo listo para comenzar la lucha por conseguir la simpatía de los electores. Calculada la cantidad de letreros, y faltaba entonces, el más importante detalle de toda campaña: La fotografía del candidato.
Ella debía ser el mejor testimonio, para convencer gráficamente a los electores. Tal tarea fue encomendada a uno de los tantos fotógrafos que marcaron su presencia artística, en todos los eventos de la pampa.
La sesión fotográfica fue organizada con toda la reserva en un estudio, al interior del galpón, “Portal Anglo Lautaro”.
Había que ejecutar un trabajo con un buen fondo y mostrar en la imagen un rostro confiable, sereno, afable y convincente.
Don Carlos llegó temprano y en silencio al estudio, Con su mejor “eterno”. Una humita negra le hacía juego al traje, y su camisa almidonadamente blanca. El artista de la imagen, encendió sus focos y luces, comenzó a buscar la más perfecta pose y el mejor ángulo, pidiéndole expresamente se sacara las frías e impersonales gafas negras.
Al mirar por el lente y comprobar la nitidez y perfección del cuadro, el paparazzi notó que, sin las gafas protectoras, se veía notoriamente un defecto lamentable, secuela de su accidente. Un ojo de vidrio en su lado derecho, lo que afectaba un poco la pureza de la imagen. Actuando con finura y elegancia, para no herir las susceptibilidades, señaló un tanto preocupado: - Don Carlitos….a ver… a ver.., gire su cabecita hacia su derecha, a fin de que la foto muestre su perfil (y el “ojo bueno” pensó en sus adentros). Estaba casi lista la solución, cuando al mirar por el lente nuevamente, descubrió una segunda sorpresa: la ausencia total de la oreja izquierda…
No podía ser grosero. Ante todo, era un candidato y “su” cliente.
Cerró sus dos ojos mintiendo, haciendo un disimulado ademán de mirar por el lente de la cámara y se mordió la lengua...Nuevamente pensó a sus adentros. Volvió a la realidad diciendo: - A ver Carlitos, (ahora lo tuteaba nerviosamente). Mire...(¿mire?)….ponga su mano izquierda como tomando su “perita”, en una actitud como de un hombre pensador, tapando con su dedo “mayor” e “´’índice” y parte del pulgar, un poco el orificio de su oreja...
Al decir esto, se dio cuenta que aquella mano izquierda, estaba también, dolorosamente lisiada y le faltaban, los tres más importantes dedos del centro, con lo cual, no podía disimular el defecto.
Cerró sus ojos. No sabía si reir o llorar. Se mordió los labios. Lo pensó y repensó. Hubo una gran pausa.Lo volvió a pensar…Pero era un caballero. Estuvo a punto de gritar con toda su fuerza y rabia….¿Sabe que más don Carlos? ¡¡¡Póngase de “espaldas” pa la foto …..!!!!

La campaña siguió su curso, las fotos no “alcanzaron a llegar” impresas.
El equipo de empapeladores tuvo que botar los engrudos y pasar a engrosar el equipo de pintores.
Se prepararon las brochas y pinturas y en cada bastidor destinado a las fotografías que nunca llegaron, comenzaron a escribir:
“Don Carlos. Candidato Lista A -1. Por sus obras y liderazgo, no necesita foto. Sólo requiere la confianza de tu voto".

¡¡Esa es voluntad de solución!!

La “mala leche” (Carlos Eduardo Garcia Banda)

Una tarde, caminaba por los campos de “La Dehesa”, disfrutando de las bondades del clima de la cordillera, aprovechando un descanso de fin de semana, conociendo un poco de la flora y tratando de identificar, entre la abundante variedad de árboles, un quillay, al que me decían: -Si le sacas un poco de corteza y la pones en un balde con agua, tendrás un champú espumoso y natural, que te dejará el pelo brillante, limpio sedoso y sobretodo, sin caspa-.
Mi amigo Uribe, oriundo de Chillán y compañero de esas andanzas me dijo, observando en lontananza: -¡Allá hay unas vacas pastando! ¿Vamos y tomamos un poco de leche?-
-¡No tengo ni un peso!- contesté, mientras el “huaso” se reía a carcajadas….
-Nooo, aquí en el campo no se compra-.
Así que siguiendo sus consejos, le acompañé silencioso y expectante para verificar sus habilidades de sureño ordeñador.
Usando sus diestras manos y con movimientos armónicos de sus dedos, con presiones y tirones suaves y controlados, comenzó a apretar las “ubres” de la vaca, mientras una leche blanca, casi aguada pero espumosa fluía pura, buscando su delgado chorro caer al centro de una botella plástica, cortada a la mitad, que encontramos casi nueva, oculta entre los matorrales.
-¿Hay toma´o leche al pie de la vaca?- Me dijo risueño, sobrepasando ya la mitad de la capacidad del envase, deteniéndose abruptamente y pronunciando escuetamente: - ¡Ya compadre!. ¡Salud!- al mismo tiempo que me entregaba el envase acercando a mis sedientos labios, un jugoso néctar, tibio, de pureza extrema, que fui bebiendo profusa y ansiosamente, cayendo esa lluvia de nutrientes directo hacia mi estómago. El resto del contenido, fue a parar al otro estómago, al del huaso, lanzando, finalmente, un eructo de satisfacción, sobajeando satisfecho su mano derecha por su vientre:
-¡Esto es pura vida sana, compadre!
Lo que vino para mi, al cabo de no más de quince minutos, fue una profusa y completa indigestión, que me tuvo por varias decenas de minutos transpirando y con una “colitis” conectada directamente a la cañería de salida de mi acongojado intestino, agachado y compungido entre los matorrales de espinos, buscando urgente la forma de cómo limpiar mis intimidades, echando mano como recurso válido, a mi único y albo pañuelo.
-“¡Mala leche” para usté, compadre-….!
La “mala leche”, me ha producido esta sensación de dolorosa indigesta, no solamente en esa inolvidable tarde de campo, aprovechando un permiso de fin de semana, otorgado por el comandante de la compañía, en nuestros tiempos de estudiantes de la escuela de suboficiales. La he bebido en muchas situaciones de la vida, queriéndome nutrir de sabiduría, de amistad, de compañerismo. De tratar de beber responsabilidades que me permitan santificar mis actos frente a muchas situaciones, innumerables de narrar y que son parte de nuestra propia vida.
¿Saben?
La envidia es la peor “mala leche”.
La leche en sí es nutritiva, rica, alimentadora, de composición química que nos trae grandes beneficios a nuestro organismo. En mi caso personal, debe ser sin lactosa, por exigencia de mi propio cuerpo.
Pero hay mucha “mala leche” en las actitudes, en los compromisos, en las lealtades, especialmente en el mundo de nuestro diario entorno. Hay muchos hombres o mujeres “mala leche”. Esos que pareciera que harán un importante aporte para mejorar el crecimiento de tu propia vida, por lo que bebes profusamente, con el mayor sentido de inocencia su propia “leche”, sintiendo la agradable sensación de frescura, comparable al buen brindis, al trago de la verdadera amistad, que trae consigo salud, al cuerpo y al espíritu, pero produciéndote un efecto verdaderamente contrario al esperado. Desastroso. Lo rechaza hasta el cuerpo.
Cuando ello ocurre, estás en presencia de un individuo que es sólo eso:
“¡Mala leche compadre!”.
Si estas situaciones ocurren con aquellos que estimas y confías, a pesar de ese otro gran dolor intermedio,- el de la traición-, el problema se debe terminar, simplemente siguiendo la fuerza de la naturaleza de tu propio cuerpo, en la soledad de los oscuros matorrales…

¡Salud compadre!
La vida es hermosa. Basta mirar con confianza y optimismo el sol del nuevo día, pidiendo perdón, con humildad y sencillez por aquellos que “no saben lo que hacen”. Dios lo sabe todo.
Al final, la “mala leche” se transforma, se pudre, se solidifica o evapora, pasando inadvertida entre sus propias suciedades, sirviendo muchas veces como caldo de cultivo de infecciones y depósito de larvas, especial para las moscas.
Curiosamente al lado, las abejas que trabajan incansables, beben de los néctares jugosos del polen de cientos de flores multicolores, que alegran y dan colorido a los más hermosos paisajes del día, transformando su ardua y gran tarea, en un resultado increíble, que se percibe y aprecia solamente con el paladar, en el dulzor de la miel que se gesta en el panal.
Es la vida que a pesar de los “mala leche” nos deben hacer, finalmente, felices.

Antofagasta, Octubre de 2008.


A las personas que más amo, a mis amigos y amigas... y a los “mala leche”, también.

Cuento pampino:LA BESTIA DEL DESIERTO. (Carlos E. Garcia Banda)

La carretera se extendía recta como una alargada e interminable lanza hacia la profundidad del camino, el sol, menos ardiente que en la jornada de la tarde, caía poco a poco entre los cerros del poniente, dando sus rayos el efecto de un paisaje de colores a esa parte del desierto marcando el inicio del crepúsculo.
El “rucio” Garcia, era chofer de experiencia, varias horas de “vuelo” en el “ranking”. Formado en rudas faenas mineras, comenzó limpiando camionetas, entre huaipes, franelas y cueros de “ante” en el garaje, pasando en breve tiempo a cumplir el rol de “oficial mecánico”, aprovechando oportunidades que, generosamente brindaban los jefes de la empresa, a quienes demostraban espíritu de superación y voluntad de aprendizaje. Su condición de obrero, lo hacía un hombre solidario y compasivo. Atento a un buen consejo a los jóvenes que comenzaban su vida laboral entre aceites, motores y ruidosos compresores..Era feliz, considerado por quienes le mandaban y, sobretodo, buen compañero, gran amigo. Nunca sentía envidia por que otros alcanzaran mejores metas, al contrario, se alegraba. De sonrisa afable. Ocupaban su vida, su mujer y sus hijos. No faltaban los que por allí le cuestionaban ser demasiado “apegado” a su familia, lo motejaban cariñosamente como “yunito”, por ser faldero y “mandoneado”, (decían los infaltables mal hablados) por su esposa, evitando en lo posible esas tardes de juerga y de cervezas.
Esa tarde estaba cansado. Acostumbrado a recorrer, hasta tres veces en el día esa ruta, en jornadas de agotadora labor, motivado únicamente por los beneficios económicos de las horas extras del “sobretiempo”, que pagaban en la oficina salitrera. Mantener seis críos y la “iñora”, eran motivos suficientes para someterse a tanto sacrificio y no había otra mejor posibilidad en “cartelera”.
El paisaje hermoso y desolado que se reflejaba en las verdes pupilas del chofer y el canto del silencio en los recuerdos de su mente, unido al monótono compás del motor que se desplazaba en esa carretera, hacían aflorar en su voluntad la necesidad humana de un breve descanso.
No era su costumbre detener su marcha. El Chevrolet Biscayne confiado a su responsabilidad eran su herramienta de trabajo. Un accidente, por cansancio sería de una irresponsabilidad extrema.
Las luces altas iluminaban las líneas intermitentes marcadas en la acera, y de vez en cuando algún compañero de ruta pasaba haciendo señales con un respetuoso y cordial cambio de luces, dando paso luego, a la soledad profunda con figuras calichosas y siluetas engañosas. Todo un aire de sepulcros a la noche.
Con mirada escudriñadora, bajando un tanto la cortina de los párpados por una sensación de sueño extremo, decidió, abandonar un rato la carretera.
Cerca de la abandonada oficina “Chacabuco”, encontró un camino secundario, de esos que abundan en direcciones a lugares de faena. Exento de cualquier temor, con la confianza de encontrarse en terrenos muchas veces recorrido. Detuvo la marcha, inclinó su cabeza y cerrando sus ojos de cansancio se dio a la tarea de un “reparador” descanso., sin antes recitar, un breve Ave María, que se extinguió sin terminar en sus sonrientes labios.
Sabe solo Dios de los insondables caminos que recorre la mente en los túneles interminables de los sueños.
¿Realidad? ¿Ficción?, ¿Cansancio?
El Rucio no supo explicar aquello.
El Chevrolet comenzó de pronto a saltar, a agitarse como herido estertorosamente, a brincar como una pelota de básquetbol, boteando entre sus cuatro neumáticos. El “rucio” se sintió a bordo de una rueda del parque de juegos de su infancia. Afloraban recuerdos de agitados “manteos” de sus recreos escolares. Se vio bajando desde el cerro “rajado” en carros de madera confeccionados con cuatro rodamientos, tirando de la rienda a modo de volante, sintiendo la caía dolorosa en el término de su loca carrera, enredado entre cuerdas, palos y golpes en la berma, natural reacción a la sensación que experimentaba en ese instante.
De pronto su mirada se tornó indescriptible.
La noche que era estrellada hasta ese instante se tornó una película terrorífica, con una polvareda o niebla que rodeaba el vehículo. Golpes que lo sacaron abruptamente de un aletargado sueño, saltos desesperados articulando con dolorosas maniobras el cuerpo, procurando cerrar los seguros interiores, mientras desde el parabrisa resbalaban unas manos monstruosas, de uñas largas, y una bestia, quizás mitad hombre, pero ciertamente con rostro de perro, abría sus hambrientas fauces, escupiendo entre su lengua un líquido baboso y amarillo que opacaba la visión por los cristales. Fue una tormentosa hora, quizás un siglo, tal vez sólo un minuto ….No lo supo, nunca lo supo…. Accionó la llave colocada en el contacto, y la marcha en la palanca lateral del volante y arrancó, arrancó, arrancó acelerando desesperadamente por la ruta nocturna solitaria, mientras la bestia de la pampa emitía guturales y alardeantes quejidos.
Una alta cuota de adrenalina y un interminable rosario de avemarías le acompañaron en la loca carrera del regreso por el deserto.
Las luces de Maria Elena le daban una cuota de confianza. El “rucio” llegó callado, pálido, nervioso. Una profusa indigestión le humedeció sus intimidades. Lavó el auto, extrañamente, a medianoche, incómodo por la sensación desagradable y mal oliente de su humano traspié, resultado inevitabe otorgado por su colon irritable. Dejó el auto brillante, sacó a uña las vscosidades amarillentas y fétidas de parabrisas, ante la sorpresa e incredulidad del jefe de turno. Luego, terminada la faena, se encaminó por las calles, cerca de la esatción para llegar a su casa asignada con el inconfundible "94".Una ducha fría le refrescó y aseó sus delicadas partes. Todos dormían. Se acostó en silencio, casi en la esquina del lecho, sin hacer ruidos.No fue posible conciliar en sueño durante toda la noche. Los ojos pegados a la blanca pintura del cielo interior de la alcoba.
Al día siguiente, los rumores de una matanza de gallinas, chanchos y hasta un burro, en los corrales del “Cuchillón”, corrieron como reguero por las pulperías, la plaza y las faenas.
Después de treinta años, el rucio lee el diario "La Estrella" del norte" con sus grandes titulares: “Nuevas correrías del “chupacabras” y sigue en silencio la lectura.
Los nietos que el acompañan a la hora del almuerzo, comentan entre risas: - Son tonteras. Ese animal casi mitológico no existe. Es la prensa, la gente. Son sencillamente perros.-
Un vaso de áspero vino tinto remoja la sequedad de su garganta. Sus lindos ojos verdes, emiten un especial brillo. Traga al seco un nuevo sorbo y un nerviosismo recorre con escalofríos su cuerpo y le inquieta la conciencia y el alma.

domingo, 5 de julio de 2009

UNA HOJA DE OTOÑO

La vida, que trascurre con tanta prisa, nos sorprende en un crecimiento permanente, en un levantarnos cada día buscando las alturas del sol. Estamos como el árbol, sometido a los embates de la naturaleza y queremos sobrevivir cada día afianzando nuestras raices a la tierra generosa, pero alzando nuestras ramas al firmamento para buscar a Dios, y alcanzar en nuestra humana y errátil búsqueda, la perfección, con la cual sentimos que estamos cumpliendo una verdad: la de vivir, la de existir,la de ser parte de este mundo, como integrantes del bosque humano que se nutre de los vapores y las aguas de la vida, pero que como toda la naturaleza, alcanza un tiempo otorgado por el creador, y las ramas que acogieron con tanta vitalidad los nidos, hoy, en el otoño natural de la vida, comienzan a caer desoladas, amarillas, olvidadas, dejando al descubierto la desnudez de un cuerpo enmarañado, de un cuerpo cansado, otrora frondoso y que, de tanto crecer y vivir, fue quedando solitario en el camino. implorando el agua que seca sus raices, enhiesto mirando al cielo a ver si viene un gorrión a protegerse del frío en unas ramas que se secan poco a poco. Vamos asi en la vida, entregando y en el vedor de la juventud otorgando el refugio a los que amamos, pero, al final de cuentas, quedamos solitarios frente a Dios, frente al firmamento eterno, que nos llama desde la noche estrellada o desde el cenit solar, a entender la vida, a entender el amor, a entender la amistad, y en definitiva, es la soledad la única compañera eterna que se anida en nuestra savia, y que nos mantiene esperanzados en continuar la vida hasta que llegue el leñador de lo eterno y arroje nuestras inutiles semblanzas a la hoguera del olvido.
Pretendo escribir anécdotas de mi vida. No se si podrá leerlas alguien Espero alcanzar a mis amigos, para que conozcan de la lucha permanente y eterna del corazón, del combate diario para mantener los equilibrios y no caer en los excesos del mundo de hoy. No se que será de esta aventura. Si usted pudiera leerlas, me bastaria que le quedara un mensaje de cariño, una esperanza de que siendo la vida de dificultades plenas, siempre esta la esperanza, como respuesta verdadera a la existencia, que transcurre como un soplo y que llega cualquier tarde a transformar el verdor de nuestras ramas, en la hojarasca de nuestras vidas.

UN CUENTO DEL TIO

6 de enero 2022 Estimados amigos y vecinos de Antofagasta: Hoy, bajando por la Avenida Arturo Pérez Canto, al llegar al semáforo   con A...